EL PROCESO DE LA LITERATURA
I. TESTIMONIO DE PARTE
La palabra proceso tiene en este caso su acepci�n judicial. No escondo
ning�n prop�sito de participar en la elaboraci�n de la historia de la
literatura peruana. Me propongo, s�lo, aportar mi testimonio a un juicio
que considero abierto. Me parece que en este proceso se ha o�do hasta
ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de
que se oiga tambi�n testimonios de acusaci�n. Mi testimonio es convicta
y confesamente un testimonio de parte. Todo cr�tico, todo testigo,
cumple consciente o inconscientemente, una misi�n. Contra lo que
baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi
temperamento es de constructor, y nada me es m�s antit�tico que el
bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misi�n ante el
pasado, parece ser la de votar en contra. No me eximo de cumplirla, ni
me excuso por su parcialidad. Piero Gobetti, uno de los esp�ritus con
quienes siento m�s amorosa asonancia, escribe en uno de sus admirables
ensayos: "El verdadero realismo tiene el culto de las fuerzas que crean
los resultados, no la admiraci�n de los resultados
intelectual�sticamente contemplados a priori. El realista sabe
que la historia es un reformismo, pero tambi�n que el proceso
reform�stico, en vez de reducirse a una diplomacia de iniciados, es
producto de los individuos en cuanto operen como revolucionarios, a
trav�s de netas afirmaciones de contrastantes exigencias"
(1).
Mi cr�tica renuncia a ser imparcial o agn�stica, si la verdadera cr�tica
puede serlo, cosa que no creo absolutamente. Toda cr�tica obedece a
preocupaciones de fil�sofo, de pol�tico, o de moralista. Croce ha
demostrado l�cidamente que la propia cr�tica impresionista o hedonista
de Jules Lemaitre, que se supon�a exenta de todo sentido filos�fico, no
se sustra�a m�s que la de Saint Beuve, al pensamiento, a la filosof�a de
su tiempo (2).
El esp�ritu del hombre es indivisible; y yo no me duelo de esta
fatalidad, sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de
plenitud y coherencia. Declaro, sin escr�pulo, que traigo a la ex�gesis
literaria todas mis pasiones e ideas pol�ticas, aunque, dado el
descr�dito y degeneraci�n de este vocablo en el lenguaje corriente, debo
agregar que la pol�tica en m� es filosof�a y religi�n.
Pero esto no quiere decir que considere el fen�meno literario o
art�stico desde puntos de vista extraest�ticos, sino que mi concepci�n
est�tica se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis
concepciones morales, pol�ticas y religiosas, y que, sin dejar de ser
concepci�n estrictamente est�tica, no puede operar independiente o
diversamente.
Riva Ag�ero enjuici� la literatura con evidente criterio "civilista". Su
ensayo sobre "el car�cter de la literatura del Per� independiente"
(3)
est� en todas sus partes, inequ�vocamente transido no s�lo de conceptos
pol�ticos sino aun de sentimientos de casta. Es simult�neamente una
pieza de historiograf�a literaria y de reivindicaci�n pol�tica.
El esp�ritu de casta de los encomenderos coloniales, inspira sus
esenciales proposiciones cr�ticas que casi invariablemente se resuelven
en espa�olismo, colonialismo, aristocratismo. Riva Ag�ero no prescinde
de sus preocupaciones pol�ticas y sociales, sino en la medida en que
juzga la literatura con normas de preceptista, de acad�mico, de erudito;
y entonces su prescindencia es s�lo aparente porque, sin duda, nunca se
mueve m�s ordenadamente su esp�ritu dentro de la �rbita escol�stica y
conservadora. Ni disimula demasiado Riva Ag�ero el fondo pol�tico de su
cr�tica, al mezclar a sus valoraciones literarias consideraciones
antihist�ricas respecto al presunto error en que incurrieron los
fundadores de la independencia prefiriendo la rep�blica a la monarqu�a,
y vehementes impugnaciones de la tendencia a oponer a los olig�rquicos
partidos tradicionales, partidos de principios, por el temor de que
provoquen combates sectarios y antagonismos sociales. Pero Riva Ag�ero
no pod�a confesar expl�citamente la trama pol�tica de su ex�gesis:
primero, porque s�lo posteriormente a los d�as de su obra, hemos
aprendido a ahorrarnos muchos disimulos evidentes e in�tiles; segundo,
porque condici�n de predominio de su clase
�la aristocracia "encomendera"�
era, precisamente, la adopci�n formal de los principios e instituciones
de otra clase -la burgues�a liberal- y, aunque se sintiese �ntimamente
mon�rquica, espa�ola y tradicionalista, esa aristocracia necesitaba
conciliar anfibol�gicamente su sentimiento reaccionario con la pr�ctica
de una pol�tica republicana y capitalista y el respeto de una
constituci�n demo-burguesa.
Concluida la �poca de incontestada autoridad "civilista" en la vida
intelectual del Per�, la tabla de valores establecida por Riva Ag�ero ha
pasado a revisi�n con todas las piezas filiares y anexa
(4). Por mi
parte, a su inconfesa parcialidad "civilista" o colonialista enfrento mi
expl�cita parcialidad revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura
ni equidad de �rbitro: declaro mi pasi�n y mi beligerancia de opositor.
Los arbitrajes, las conciliaciones se act�an en la historia, y a
condici�n de que las partes se combatan con copioso y extremo alegato.
II. LA LITERATURA DE LA COLONIA
Materia primaria de unidad de toda literatura es el idioma. La
literatura espa�ola, como la italiana y la francesa, comienzan con los
primeros cantos y relatos escritos en esas lenguas. S�lo a partir de la
producci�n de obras propiamente art�sticas, de m�ritos perdurables, en
espa�ol, italiano y franc�s, aparecen respectivamente las literaturas
espa�ola, italiana y francesa. La diferenciaci�n de estas lenguas del
lat�n no estaba a�n acabada, y del lat�n se derivaban directamente todas
ellas, consideradas por mucho tiempo como lenguaje popular. Pero la
literatura nacional de dichos pueblos latinos nace, hist�ricamente, con
el idioma nacional, que es el primer elemento de demarcaci�n de los
confines generales de una literatura.
El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia
de Occidente, con la afirmaci�n pol�tica de la idea nacional. Forma
parte del movimiento que, a trav�s de la Reforma y el Renacimiento, cre�
los factores ideol�gicos y espirituales de la revoluci�n liberal y del
orden capitalista. La unidad de la cultura europea, mantenida durante el
Medioevo por el lat�n y el Papado, se rompi� a causa de la corriente
nacionalista, que tuvo una de sus expresiones en la individualizaci�n
nacional de las literaturas. El "nacionalismo" en la historiograf�a
literaria, es por tanto un fen�meno de la m�s pura raigambre pol�tica,
extra�o a la concepci�n est�tica del arte. Tiene su m�s vigorosa
definici�n en Alemania, desde la obra de los Schlegel, que renueva
profundamente la cr�tica y la historiograf�a literarias. Francesco de
Sanctis �autor de la justamente
c�lebre Storia della letteratura italiana, de la cual Bruneti�re
escrib�a con fervorosa admiraci�n, "esta historia de la literatura
italiana que yo no me canso de citar y que no se cansan en Francia de no
leer"� considera caracter�stico de
la cr�tica ochocentista "quel pregio de la nazionalit�, tanto stimato
dai critici moderni e pel cuale lo Schlegel esalta il Calder�n,
nazionalissimo spagnuolo e deprime il Metastasio non punto italiano"
(5).
La literatura nacional es en el Per�, como la nacionalidad misma, de
irrenunciable filiaci�n espa�ola. Es una literatura escrita, pensada y
sentida en espa�ol, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia
del idioma, la influencia ind�gena sea en algunos casos m�s o menos
palmaria e intensa. La civilizaci�n aut�ctona no lleg� a la escritura y,
por ende, no lleg� propia y estrictamente a la literatura, o m�s bien,
�sta se detuvo en la etapa de los aedas, de las leyendas y de las
representaciones coreogr�fico-teatrales. La escritura y la gram�tica
quechuas son en su origen obra espa�ola y los escritos quechuas
pertenecen totalmente a literatos biling�es como El Lunarejo, hasta la
aparici�n de Inocencio Mamani, el joven autor de Tucu�pac Munashcan
(6). La lengua castellana, m�s o menos americanizada, es el lenguaje
literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo
de definici�n a�n no ha concluido.
En la historiograf�a literaria, el concepto de literatura nacional del
mismo modo que no es intemporal, tampoco es demasiado concreto. No
traduce una realidad mensurable e id�ntica. Como toda sistematizaci�n,
no aprehende sino aproximadamente la movilidad de los hechos (La naci�n
misma es una abstracci�n, una alegor�a, un mito, que no corresponde a
una realidad constante y precisa, cient�ficamente determinable).
Remarcando el car�cter de excepci�n de la literatura hebrea, De Sanctis
constata lo siguiente: "Verdaderamente una literatura del todo nacional
es una quimera. Tendr�a ella por condici�n un pueblo perfectamente
aislado como se dice que es la China (aunque tambi�n en la China han
penetrado hoy los ingleses). Aquella imaginaci�n y aquel estilo que se
llama hoy orientalismo, no es nada de particular al Oriente, sino m�s
bien es del septentri�n y de todas las literaturas barb�ricas y
nacientes. La poes�a griega ten�a de la asi�tica, y la latina de la
griega y la italiana de la griega y la latina"
(7).
El dualismo quechua-espa�ol del Per�, no resuelto a�n, hace de la
literatura nacional un caso de excepci�n que no es posible estudiar con
el m�todo v�lido para las literaturas org�nicamente nacionales, nacidas
y crecidas sin la intervenci�n de una conquista. Nuestro caso es diverso
del de aquellos pueblos de Am�rica, donde la misma dualidad no existe, o
existe en t�rminos inocuos. La individualidad de la literatura
argentina, por ejemplo, est� en estricto acuerdo con una definici�n
vigorosa de la personalidad nacional.
La primera etapa de la literatura peruana no pod�a eludir la suerte que
le impon�a su origen. La literatura de los espa�oles de la Colonia no es
peruana; es espa�ola. Claro est� que no por estar escrita en idioma
espa�ol, sino por haber sido concebida con esp�ritu y sentimiento
espa�oles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. G�lvez,
hierofante del culto al Virreinato en su literatura, reconoce como
cr�tico que "la �poca de la Colonia no produjo sino imitadores serviles
e inferiores de la literatura espa�ola y especialmente la gong�rica de
la que tomaron s�lo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la
comprensi�n ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilaso, que
sinti� la naturaleza y a Caviedes que fue personal�simo en sus agudezas
y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla,
puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de
Pardo, de Palma y de Paz Sold�n"
(8).
Las dos excepciones, mucho m�s la primera que la segunda, son
incontestables. Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la
literatura de la Colonia. En Garcilaso se dan la mano dos edades, dos
culturas. Pero Garcilaso es m�s inka que conquistador, m�s quechua que
espa�ol. Es, tambi�n, un caso de excepci�n. Y en esto residen
precisamente su individualidad y su grandeza.
Garcilaso naci� del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos
razas, la conquistadora y la ind�gena. Es, hist�ricamente, el primer
"peruano", si entendemos la "peruanidad" como una formaci�n social,
determinada por la conquista y la colonizaci�n espa�olas. Garcilaso
llena con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana.
Es el primer peruano, sin dejar de ser espa�ol. Su obra, bajo su aspecto
hist�rico-est�tico, pertenece a la �pica espa�ola. Es inseparable de la
m�xima epopeya de Espa�a: el descubrimiento y conquista de Am�rica.
Colonial, espa�ola, aparece la literatura peruana, en su origen, hasta
por los g�neros y asuntos de su primera �poca. La infancia de toda
literatura, normalmente desarrollada, es la l�rica
(9). La literatura
oral ind�gena obedeci�, como todas, esta ley. La Conquista trasplant� al
Per�, con el idioma espa�ol, una literatura ya evolucionada, que
continu� en la Colonia su propia trayectoria. Los espa�oles trajeron un
g�nero narrativo bien desarrollado que del poema �pico avanzaba ya a la
novela. Y la novela caracteriza la etapa literaria que empieza con la
Reforma y el Renacimiento. La novela es, en buena cuenta, la historia
del individuo de la sociedad burguesa; y desde este punto de vista no
est� muy desprovisto de raz�n Ortega y Gasset cuando registra la
decadencia de la novela. La novela renacer�, sin duda, como arte
realista, en la sociedad proletaria; pero, por ahora, el relato
proletario, en cuanto expresi�n de la epopeya revolucionaria, tiene m�s
de �pica que de novela propiamente dicha. La �pica medioeval, que deca�a
en Europa en la �poca de la Conquista, encontraba aqu� los elementos y
est�mulos de un renacimiento. El conquistador pod�a sentir y expresar
�picamente la Conquista. La obra de Garcilaso est�, sin duda, entre la
�pica y la historia. La �pica, como observa muy bien De Sanctis,
pertenece a los tiempos de lo maravilloso
(10). La mejor prueba de la
irremediable mediocridad de la literatura de la Colonia la tenemos en
que, despu�s de Garcilaso, no ofrece ninguna original creaci�n �pica. La
tem�tica de los literatos de la Colonia es, generalmente, la misma de
los literatos de Espa�a, y siendo repetici�n o continuaci�n de �sta, se
manifiesta siempre en retardo, por la distancia. El repertorio colonial
se compone casi exclusivamente de t�tulos que a leguas acusan el
eruditismo, el escolasticismo, el clasicismo trasnochado de los autores.
Es un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios. El acento m�s
personal es, en efecto, el de Caviedes, que anuncia el gusto lime�o por
el tono festivo y burl�n. El Lunarejo, no obstante su sangre
ind�gena, sobresali� s�lo como gongorista, esto es en una actitud
caracter�stica de una literatura vieja que, agotado ya el renacimiento,
lleg� al barroquismo y al culteranismo. El Apolog�tico en favor de
G�ngora desde este punto de vista, est� dentro de la literatura
espa�ola.
III. EL COLONIALISMO SUP�RSTITE
Nuestra literatura no cesa de ser espa�ola en la fecha de la fundaci�n
de la Rep�blica. Sigue si�ndolo por muchos a�os, ya en uno, ya en otro
trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metr�poli. En
todo caso, si no espa�ola, hay que llamarla por luengos a�os, literatura
colonial.
Por el car�cter de excepci�n de la literatura peruana, su estudio no se
acomoda a los usados esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo,
de antiguo, medioeval y moderno, de poes�a popular y literaria, etc. Y
no intentar� sistematizar este estudio conforme la clasificaci�n
marxista en literatura feudal o aristocr�tica, burguesa y proletaria.
Para no agravar la impresi�n de que mi alegato est� organizado seg�n un
esquema pol�tico o clasista y conformarlo m�s bien a un sistema de
cr�tica e historia art�stica, puedo construirlo con otro andamiaje, sin
que esto implique otra cosa que un m�todo de explicaci�n y ordenaci�n, y
por ning�n motivo una teor�a que prejuzgue e inspire la interpretaci�n
de obras y autores.
Una teor�a moderna �literaria, no
sociol�gica� sobre el proceso normal
de la literatura de un pueblo distingue en �l tres per�odos: un per�odo
colonial, un per�odo cosmopolita, un per�odo nacional. Durante el primer
per�odo un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una
dependencia de otro. Durante el segundo per�odo, asimila simult�neamente
elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan
una expresi�n bien modulada su propia personalidad y su propio
sentimiento. No prev� m�s esta teor�a de la literatura. Pero no nos hace
falta, por el momento, un sistema m�s amplio.
El ciclo colonial se presenta en la literatura peruana muy preciso y muy
claro. Nuestra literatura no s�lo es colonial en ese ciclo por su
dependencia y su vasallaje a Espa�a; lo es, sobre todo, por su
subordinaci�n a los residuos espirituales y materiales de la Colonia.
Don Felipe Pardo, a quien G�lvez arbitrariamente considera como uno de
los precursores del peruanismo literario, no repudiaba la Rep�blica y
sus instituciones por simple sentimiento aristocr�tico; las repudiaba,
m�s bien, por sentimiento godo. Toda la inspiraci�n de su s�tira
�asaz mediocre por lo dem�s�
procede de su mal humor de corregidor o de "encomendero" a quien una
revoluci�n ha igualado, en la teor�a si no en el hecho, con los mestizos
y los ind�genas. Todas las ra�ces de su burla est�n en su instinto de
casta. El acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente
peruano sino el de un hombre que se siente espa�ol en un pa�s
conquistado por Espa�a para los descendientes de sus capitanes y de sus
bachilleres.
Este mismo esp�ritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados,
caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generaci�n "col�nida"
que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a
Gonz�lez Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos
literatos m�s liberados de espa�olismo.
�Qu� cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la
nostalgia de la Colonia? No por cierto �nicamente el pasadismo
individual de los literatos. La raz�n es otra. Para descubrirla hay que
sondear en un mundo m�s complejo que el que abarca regularmente la
mirada del cr�tico.
La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substratum
econ�mico y pol�tico. En un pa�s dominado por los descendientes de los
encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era m�s natural, por
consi-guiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la
casta feudal reposaba en parte sobre el prestigio del Virreinato. Los
mediocres literatos de una rep�blica que se sent�a heredera de la
Conquista no pod�an hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo
de los blasones virreinales. �nicamente los temperamentos superiores
-precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las
cosas por venir- eran capaces de sustraerse a esta fatalidad hist�rica,
demasiado imperiosa para los clientes de la clase latifundista.
La flaqueza, la anemia, la flacidez de nuestra literatura colonial y
colonialista provienen de su falta de ra�ces. La vida, como lo afirmaba
Wilson, viene de la tierra. El arte tiene necesidad de alimentarse de la
savia de una tradici�n, de una historia, de un pueblo. Y en el Per� la
literatura no ha brotado de la tradici�n, de la historia, del pueblo
ind�genas. Naci� de una importaci�n de literatura espa�ola; se nutri�
luego de la imitaci�n de la misma literatura. Un enfermo cord�n
umbilical la ha mantenido unida a la metr�poli.
Por eso no hemos tenido casi sino barroquismo y culteranismo de cl�rigos
y oidores, durante el coloniaje; romanticismo y trovadorismo mal
trasegados de los biznietos de los mismos oidores y cl�rigos, durante la
Rep�blica.
La literatura colonial, malgrado algunas solitarias y raqu�ticas
evocaciones del imperio y sus fastos, se ha sentido extra�a al pasado
inkaico. Ha carecido absolutamente de aptitud e imaginaci�n para
reconstruirlo. A su histori�grafo Riva Ag�ero esto le ha parecido muy
l�gico. Vedado de estudiar y denunciar esta incapacidad, Riva Ag�ero se
ha apresurado a justificarla, suscribiendo con complacencia y convicci�n
el juicio de un escritor de la metr�poli. "Los sucesos del Imperio
Incaico �escribe�
seg�n el muy exacto decir de un famoso cr�tico (Men�ndez Pelayo) nos
interesan tanto como pudieran interesar a los espa�oles de hoy las
historias y consejas de los Turdetanos y Carpetanos". Y en las
conclusiones del mismo ensayo dice: "El sistema que para americanizar la
literatura se remonta hasta los tiempos anteriores a la Conquista, y
trata de hacer vivir po�ticamente las civilizaciones quechua y azteca, y
las ideas y los sentimientos de los abor�genes, me parece el m�s
estrecho e infecundo. No debe llam�rsele americanismo sino
exotismo. Ya lo han dicho Men�ndez Pelayo, Rubio y Juan Valera;
aquellas civilizaciones o semicivilizaciones murieron, se extinguieron,
y no hay modo de reanudar su tradici�n, puesto que no dejaron
literatura. Para los criollos de raza espa�ola, son extranjeras y
peregrinas y nada nos liga con ellas; y extranjeras y peregrinas son
tambi�n para los mestizos y los indios cultos, porque la educaci�n que
han recibido los ha europeizado por completo. Ninguno de ellos se
encuentra en la situaci�n de Garcilaso de la Vega". En opini�n de Riva
Ag�ero -opini�n caracter�stica de un descendiente de la Conquista, de un
heredero de la Colonia, para quien constituyen art�culos de fe los
juicios de los eruditos de la Corte-, "recursos mucho m�s abundantes
ofrecen las expediciones espa�olas del XVI y las aventuras de la
Conquista" (11).
Adulta ya la Rep�blica, nuestros literatos no han logrado sentir el Per�
sino como una colonia de Espa�a. A Espa�a part�a, en pos no s�lo de
modelos sino tambi�n de temas, su imaginaci�n domesticada. Ejemplo: la
Eleg�a a la muerte de Alfonso XII de Luis Benjam�n Cisneros, que
fue sin embargo, dentro de la desva�da y ramplona tropa rom�ntica, uno
de los esp�ritus m�s liberales y ochocentistas.
El literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al
pueblo. No ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de
formaci�n de un Per� integral, de un Per� nuevo. Entre el Inkario y la
Colonia, ha optado por la Colonia. El Per� nuevo era una nebulosa. S�lo
el Inkario y la Colonia exist�an neta y definidamente. Y entre la
balbuceante literatura peruana y el Inkario y el indio se interpon�a,
separ�ndolos e incomunic�ndolos, la Conquista.
Destruida la civilizaci�n inkaica por Espa�a, constituido el nuevo
Estado sin el indio y contra el indio, sometida la raza aborigen a la
servidumbre, la literatura peruana ten�a que ser criolla, coste�a, en la
proporci�n en que dejara de ser espa�ola. No pudo por esto, surgir en el
Per� una literatura vigorosa. El cruzamiento del invasor con el ind�gena
no hab�a producido en el Per� un tipo m�s o menos homog�neo. A la sangre
ibera y quechua se hab�a mezclado un copioso torrente de sangre
africana. M�s tarde la importaci�n de culis deb�a a�adir a esta mezcla
un poco de sangre asi�tica. Por ende, no hab�a un tipo sino diversos
tipos de criollos, de mestizos. La funci�n de tan dis�miles elementos
�tnicos se cumpl�a, por otra parte, en un tibio y sedante pedazo de
tierra baja, donde una naturaleza indecisa y negligente no pod�a
imprimir en el blando producto de esta experiencia sociol�gica un fuerte
sello individual.
Era fatal que lo heter�clito y lo abigarrado de nuestra composici�n
�tnica trascendiera a nuestro proceso literario. El orto de la
literatura peruana no pod�a semejarse, por ejemplo, al de la literatura
argentina. En la rep�blica del sur, el cruzamiento del europeo y del
ind�gena produjo al gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y
fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen.
Consiguientemente la literatura argentina �que
es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene tal vez m�s
personalidad� est� permeada de
sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extra�do del
estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Mart�n Fierro,
Anastasio el Pollo, antes que en la imaginaci�n art�stica, vivieron en
la imaginaci�n popular. Hoy mismo la literatura argentina, abierta a las
m�s modernas y distintas influencias cosmopolitas, no reniega su
esp�ritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma altamente. Los m�s
ultra�stas poetas de la nueva generaci�n se declaran descendientes del
gaucho Mart�n Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los
m�s saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge Luis Borges, adopta
frecuentemente la prosodia del pueblo.
Disc�pulos de Listas y Hermosillas, los literatos del Per�
independiente, en cambio, casi invariablemente desde�aron la plebe. Lo
�nico que seduc�a y deslumbraba su cortesana y p�vida fantas�a de
hidalg�elos de provincia era lo espa�ol, lo virreinal. Pero Espa�a
estaba muy lejos. El Virreinato �aunque
subsistiese el r�gimen feudal establecido por los conquistadores�
pertenec�a al pasado. Toda la literatura de esta gente da, por esto, la
impresi�n de una literatura desarraigada y raqu�tica, sin ra�ces en su
presente. Es una literatura de impl�citos "emigrados", de nost�lgicos
sobrevivientes.
Los pocos literatos vitales, en esta pal�dica y clor�tica teor�a de
cansinos y chafados r�tores, son los que de alg�n modo tradujeron al
pueblo. La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la
literatura espa�ola, en todas las obras en que ignora al Per� viviente y
verdadero. El ay ind�gena, la pirueta zamba, son las notas m�s animadas
y veraces de esta literatura sin alas y sin v�rtebras. En la trama de
las Tradiciones �no se descubre en seguida la hebra del
chispeante y chismoso medio pelo lime�o? Esta es una de las fuerzas
vitales de la prosa del tradicionista. Melgar, desde�ado por los
acad�micos, sobrevivir� a Althaus, a Pardo y a Salaverry, porque en sus
yarav�es encontrar� siempre el pueblo un vislumbre de su aut�ntica
tradici�n sentimental y de su genuino pasado literario.
IV. RICARDO PALMA, LIMA Y LA COLONIA
El colonialismo -evocaci�n nost�lgica del Virreinato-
pretende anexarse la figura de don Ricardo Palma. Esta literatura servil
y floja, de sentimentaloides y ret�ricos, se supone consustanciada con
las Tradiciones. La generaci�n "futurista", que m�s de una vez he
calificado como la m�s pasadista de nuestras generaciones, ha gastado la
mejor parte de su elocuencia en esta empresa de acaparamiento de la
gloria de Palma. Es este el �nico terreno en el que ha maniobrado con
eficacia. Palma aparece oficialmente como el m�ximo representante del
colonialismo.
Pero si se medita seriamente sobre la obra de Palma confront�ndola con
el proceso pol�tico y social del Per� y con la inspiraci�n del g�nero
colonialista, se descubre lo artificioso y lo convencional de esta
anexi�n. Situar la obra de Palma dentro de la literatura colonialista es
no s�lo empeque�ecerla sino tambi�n deformarla. Las Tradiciones
no pueden ser identificadas con una literatura de reverente y
apolog�tica exaltaci�n de la Colonia y sus fastos, absolutamente
peculiar y caracter�stica, en su tonalidad y en su esp�ritu, de la
acad�mica clientela de la casta feudal.
Don Felipe Pardo y Don Jos� Antonio de Lavalle, conservadores convictos
y confesos, evocaban la Colonia con nostalgia y con unci�n. Ricardo
Palma, en tanto, la reconstru�a con un realismo burl�n y una fantas�a
irreverente y sat�rica. La versi�n de Palma es cruda y viva. La de los
prosistas y poetas de la serenata bajo los balcones del Virreinato, tan
grata a los o�dos de la gente ancien r�gime, es devota y
ditir�mbica. No hay ning�n parecido sustancial, ning�n parentesco
psicol�gico entre una y otra versi�n.
La suerte bien distinta de una y otra se explica fundamentalmente por la
diferencia de calidad; pero se explica tambi�n por la diferencia de
esp�ritu. La calidad es siempre esp�ritu. La obra pesada y acad�mica de
Lavalle y otros colonialistas ha muerto porque no puede ser popular. La
obra de Palma vive, ante todo, porque puede y sabe serlo.
El esp�ritu de las Tradiciones no se deja mistificar. Es
demasiado evidente en toda la obra. Riva Ag�ero que, en su estudio sobre
el car�cter de la literatura del Per� independiente, de acuerdo con los
intereses de su gens y de su clase, lo coloca dentro del
colonialismo, reconoce en Palma, "perteneciente a la generaci�n que
rompi� con el amaneramiento de los escritores del coloniaje", a un
literato "liberal e hijo de la Rep�blica". Se siente a Riva Ag�ero
�ntimamente descontento del esp�ritu irreverente y heterodoxo de Palma.
Riva Ag�ero trata de rechazar este sentimiento, pero sin poder evitar
que aflore netamente en m�s de un pasaje de su discurso. Constata que
Palma "al hablar de la Iglesia, de los jesuitas, de la nobleza, se
sonr�e y hace sonre�r al lector". Cuida de agregar que "con sonrisa tan
fina que no hiere". Dice que no ser� �l quien le reproche su
volterianismo. Pero concluye confesando as� su verdadero sentimiento: "A
veces la burla de Palma, por m�s que sea benigna y suave, llega a
destruir la simpat�a hist�rica. Vemos que se encuentra muy desligado de
las a�ejas preocupaciones, que, a fuerza de estar libre de esas
ridiculeces, no las comprende; y una ligera nube de indiferencia y
despego se interpone entonces entre el asunto y el escritor"
(12).
Si el propio cr�tico e histori�grafo de la literatura peruana que ha
juntado, solidariz�ndolos, el elogio de Palma y la apolog�a de la
Colonia, reconoce tan expl�citamente la diferencia fundamental de
sentimiento que distingue a Palma de Pardo y de Lavalle, �c�mo se ha
creado y mantenido el equ�voco de una clasificaci�n que virtualmente los
confunde y re�ne? La explicaci�n es f�cil. Este equ�voco se ha apoyado,
en su origen, en la divergencia personal entre Palma y Gonz�lez Prada;
se ha alimentado, luego, del contraste espiritual entre "palmistas" y "pradistas".
Haya de la Torre, en una carta sobre Mercurio Peruano, a la
revista Sagitario de La Plata, tiene una observaci�n acertada:
"Entre Palma que se burlaba y Prada que azotaba, los hijos de ese pasado
y de aquellas castas doblemente zaheridas prefirieron el alfilerazo al
l�tigo" (l3). Pertenece al mismo Haya una precisa y, a mi juicio,
oportuna e inteligente mise au point sobre el sentido hist�rico y
pol�tico de las Tradiciones. "Personalmente
�escribe�,
creo que Palma fue tradicionista, pero no tradicionalista. Creo que
Palma hundi� la pluma en el pasado para luego blandirla en alto y re�rse
de �l. Ninguna instituci�n u hombre de la Colonia y aun de la Rep�blica
escap� a la mordedura tantas veces tan certera de la iron�a, el sarcasmo
y siempre el rid�culo de la jocosa cr�tica de Palma. Bien sabido es que
el clero cat�lico tuvo en la literatura de Palma un enemigo y que sus
Tradiciones son el horror de frailes y monjas. Pero por una curiosa
paradoja, Palma se vio rodeado, adulado y desvirtuado por una troupe de
gente distinguida, intelectuales, cat�licos, ni�os bien y admiradores de
apellidos sonoros"
(l4).
No hay nada de extra�o ni de ins�lito en que esta penetrante aclaraci�n
del sentido y la filiaci�n de las Tradiciones venga de un
escritor que jam�s ha oficiado de cr�tico literario. Para una
interpretaci�n profunda del esp�ritu de una literatura, la mera
erudici�n literaria no es suficiente. Sirven m�s la sensibilidad
pol�tica y la clarividencia hist�rica. El cr�tico profesional considera
la literatura en s� misma. No percibe sus relaciones con la pol�tica, la
econom�a, la vida en su totalidad. De suerte que su investigaci�n no
llega al fondo, a la esencia de los fen�menos literarios. Y, por
consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su g�nesis ni
de su subconsciencia.
Una historia de la literatura peruana que tenga en cuenta las ra�ces
sociales y pol�ticas de �sta, cancelar� la convenci�n contra la cual hoy
s�lo una vanguardia protesta. Se ver� entonces que Palma est� menos
lejos de Gonz�lez Prada de lo que hasta ahora parece
(15).
Las Tradiciones de Palma tienen, pol�tica y socialmente, una
filiaci�n democr�tica. Palma interpreta al medio pelo. Su burla roe
risue�amente el prestigio del Virreinato y el de la aristocracia.
Traduce el malcontento zumb�n del demos criollo. La s�tira de las
Tradiciones no cala muy hondo ni golpea muy fuerte; pero,
precisamente por esto, se identifica con el humor de un demos
blando, sensual y azucarado. Lima no pod�a producir otra literatura. Las
Tradiciones agotan sus posibilidades. A veces se exceden a s�
mismas.
Si la revoluci�n de la independencia hubiese sido en el Per� la obra de
una burgues�a m�s o menos s�lida, la literatura republicana habr�a
tenido otro tono. La nueva clase dominante se habr�a expresado, al mismo
tiempo, en la obra de sus estadistas, y en el verbo, el estilo y la
actitud de sus poetas, de sus novelistas y de sus cr�ticos. Pero en el
Per� el advenimiento de la rep�blica no represent� el de una nueva clase
dirigente.
La onda de la revoluci�n era continental: no era casi peruana. Los
liberales, los jacobinos, los revolucionarios peruanos, no constitu�an
sino un man�pulo. La mejor savia, la m�s heroica energ�a, se gastaron en
las batallas y en los intervalos de la lucha. La rep�blica no reposaba
sino en el ej�rcito de la revoluci�n. Tuvimos, por esto, un accidentado,
un tormentoso per�odo de interinidad militar. Y no habiendo podido
cuajar en este per�odo la clase revolucionaria, resurgi� autom�ticamente
la clase conservadora. Los encomenderos y terratenientes que, durante la
revoluci�n de la independencia oscilaron ambiguamente, entre patriotas y
realistas, se encargaron francamente de la direcci�n de la rep�blica. La
aristocracia colonial y mon�rquica se metamorfose�, formalmente, en
burgues�a republicana. El r�gimen econ�mico-social de la Colonia se
adapt� externamente a las instituciones creadas por la revoluci�n. Pero
la satur� de su esp�ritu colonial.
Bajo un fr�o liberalismo de etiqueta, lat�a en esta casta la nostalgia
del Virreinato perdido.
El demos criollo o, mejor, lime�o, carec�a de consistencia y de
originalidad. De rato en rato lo sacud�a la clarinada ret�rica de alg�n
caudillo incipiente. Mas, pasado el espasmo, ca�a de nuevo en su muelle
somnolencia. Toda su inquietud, toda su rebeld�a, se resolv�an en el
chiste, la murmuraci�n y el epigrama. Y esto es precisamente lo que
encuentra su expresi�n literaria en la prosa socarrona de las
Tradiciones.
Palma pertenece absolutamente a una mesocracia a la que un complejo
conjunto de circunstancias hist�ricas no consinti� transformarse en una
burgues�a. Como esta clase comp�sita, como esta clase larvada, Palma
guard� un latente rencor contra la aristocracia anta�ona y reaccionaria.
La s�tira de las Tradiciones hinca con frecuencia sus agudos
dientes roedores en los hombres de la Rep�blica. Mas, al rev�s de la
s�tira reaccionaria de Felipe Pardo y Aliaga, no ataca a la Rep�blica
misma. Palma, como el demos lime�o, se deja conquistar por la
declamaci�n antiolig�rquica de Pi�rola. Y, sobre todo, se mantiene
siempre fiel a la ideolog�a liberal de la independencia.
El colonialismo, el civilismo, por �rgano de Riva Ag�ero y otros de sus
portavoces intelectuales, se anexan a Palma, no s�lo porque esta anexi�n
no presenta ning�n peligro para su pol�tica sino, principalmente, por la
irremediable mediocridad de su propio elenco literario. Los cr�ticos de
esta casta saben muy bien que son vanos todos los esfuerzos por inflar
el volumen de don Felipe Pardo o don Jos� Antonio de Lavalle. La
literatura civilista no ha producido sino parvos y secos ejercicios de
clasicismo o desva�dos y vulgares conatos rom�nticos. Necesita, por
consiguiente, acaparar a Palma para pavonearse, con derecho o no, de un
prestigio aut�ntico.
Pero debo constatar que no s�lo el colonialismo es responsable de este
equ�voco. Tiene parte en �l �como en
mi anterior art�culo lo observaba�,
el "gonz�lez-pradismo". En un "ensayo acerca de las literaturas del
Per�" de Federico More, hallo el siguiente juicio sobre el autor de las
Tradiciones: "Ricardo Palma, representativo, expresador y
centinela del Colonialismo, es un historizante anecd�tico, divertido
narrador de chascarrillos fichados y anaquelados. Escribe con vistas a
la Academia de la Lengua y, para contar los devaneos y discreteos de las
marquesitas de pelo ensortijado y labios prominentes, quiere usar el
castellano del siglo de oro"
(16).
More pretende que de Palma quedar� s�lo la "risilla chocarrera".
Esta opini�n, para algunos, no reflejar� m�s que una notoria ojeriza de
More, a quien todos reconocen poca consecuencia en sus amores, pero a
quien nadie niega una gran consecuencia en sus ojerizas. Pero hay dos
razones para tomarla en consideraci�n: 1� La especial beligerancia que
da a More su t�tulo de disc�pulo de Gonz�lez Prada. 2� La seriedad del
ensayo que contiene estas frases.
En este ensayo More realiza un concienzudo esfuerzo por esclarecer el
esp�ritu mismo de la literatura nacional. Sus aserciones fundamentales,
si no �ntegramente admitidas, merecen ser atentamente examinadas. More
parte de un principio que suscribe toda cr�tica profunda. "La literatura
-escribe- s�lo es traducci�n de un estado pol�tico y social". El juicio
sobre Palma pertenece, en suma, a un estudio al cual confieren
remarcable valor las ideas y las tesis que sustenta; no a una
panfletaria y volandera disertaci�n de sobremesa. Y esto obliga a
remarcarlo y rectificarlo. Pero al hacerlo conviene exponer y comentar
las l�neas esenciales de la tesis de More.
�sta busca los factores raciales y las ra�ces tel�ricas de la literatura
peruana. Estudia sus colores y sus l�neas esenciales; prescinde de sus
matices y de sus contornos complementarios. El m�todo es de panfletario;
no es de cr�tico. Esto da cierto vigor, cierta fuerza a las ideas, pero
les resta flexibilidad. La imagen que nos ofrecen de la literatura
peruana es demasiado est�tica.
Pero si las conclusiones no son siempre justas, los conceptos en que
reposan son, en cambio, verdaderos. More siente el dualismo peruano.
Sostiene que en el Per� "o se es colonial o se es inkaico". Yo, que
reiteradamente he escrito que el Per� hijo de la Conquista es una
formaci�n coste�a, no puedo dejar de declararme de acuerdo con More
respecto al origen y al proceso del conflicto entre inka�smo y
colonialismo. No estoy lejos de pensar como More que este conflicto,
este antagonismo, "es y ser� por muchos a�os, clave sociol�gica y
pol�tica de la vida peruana".
El dualismo peruano se refleja y se expresa, naturalmente, en la
literatura. "Literariamente �escribe
More�, el Per� pres�ntase, como es
l�gico, dividido. Surge un hecho fundamental: los andinos son rurales,
los lime�os urbanos. Y as� las dos literaturas. Para quienes act�an bajo
la influencia de Lima todo tiene idiosincrasia iberafricana: todo es
rom�ntico y sensual. Para quienes actuamos bajo la influencia del Cuzco,
la parte m�s bella y honda de la vida se realiza en las monta�as y en
los valles y en todo hay subjetividad indescifrada y sentido dram�tico.
El lime�o es colorista: el serrano musical. Para los herederos del
coloniaje, el amor es un lance. Para los reto�os de la raza ca�da, el
amor es un coro trasmisor de las voces del destino".
Mas esta literatura serrana que More define con tanta vehemencia,
oponi�ndola a la literatura lime�a o colonial, s�lo ahora empieza a
existir seria y v�lidamente. No tiene casi historia, no tiene casi
tradici�n. Los dos mayores literatos de la Rep�blica, Palma y Gonz�lez
Prada, pertenecen a Lima. Estimo mucho, como se ver� m�s adelante, la
figura de Abelardo Gamarra; pero me parece que More, tal vez, la
superestima. Aunque en un pasaje de su estudio conviene en que "no fue,
por desgracia Gamarra, el artista redondo y facetado, limpio y fulgente,
el cabal hombre de letras que se necesita".
El propio More reconoce que "las regiones andinas, el inka�smo, a�n no
tienen el sumo escritor que sintetice y condense, en fulminantes y
lucientes p�ginas, las inquietudes, las modalidades y las oscilaciones
del alma inkaica". Su testimonio sufraga y confirma, por ende, la tesis
de que la literatura peruana hasta Palma y Gonz�lez Prada es colonial,
es espa�ola. La literatura serrana, con la cual la confronta More, no ha
logrado, antes de Palma y Gonz�lez Prada, una modulaci�n propia. Lima ha
impuesto sus modelos a las provincias. Peor todav�a; las provincias han
venido a buscar sus modelos a Lima. La prosa pol�mica del regionalismo y
el radicalismo provincianos desciende de Gonz�lez Prada, a quien, en
justicia, More, su disc�pulo, reprocha su excesivo amor a la ret�rica.
Gamarra es para More el representativo del Per� integral. Con Gamarra
empieza, a su juicio, un nuevo cap�tulo de nuestra literatura. El nuevo
cap�tulo comienza, en mi concepto, con Gonz�lez Prada que marca la
transici�n del espa�olismo puro a un europe�smo m�s o menos incipiente
en su expresi�n pero decisivo en sus consecuencias.
Pero Ricardo Palma, a quien More err�neamente designa como un
"representativo, expresador y centinela del colonismo", malgrado sus
limitaciones, es tambi�n de este Per� integral que en nosotros principia
a concretarse y definirse. Palma traduce el criollismo, el mestizaje, la
mesocracia de una Lima republicana que, si es la misma que aclama a
Pi�rola �m�s arequipe�o que lime�o
en su temperamento y en su estilo�,
es igualmente la misma que, en nuestro tiempo, revisa su propia
tradici�n, reniega su abolengo colonial, condena y critica su
centralismo, sostiene las reivindicaciones del indio y tiende sus dos
manos a los rebeldes de provincias.
More no distingue sino una Lima. La conservadora, la somnolienta, la
fr�vola, la colonial. "No hay problema ideol�gico o sentimental
�dice�
que en Lima haya producido ecos. Ni el modernismo en literatura ni el
marxismo en pol�tica; ni el s�mbolo en m�sica ni el dinamismo
expresionista en pintura han inquietado a los hijos de la ciudad
sedante. La voluptuosidad es tumba de la inquietud". Pero esto no es
exacto. En Lima, donde se ha constituido el primer n�cleo de
industrialismo, es tambi�n donde, en perfecto acuerdo con el proceso
hist�rico de la naci�n, se ha balbuceado o se ha pronunciado la primera
resonante palabra de marxismo. More, un poco desconcertado de su pueblo,
no lo sabe acaso, pero puede intuirlo. No faltan en Buenos Aires y La
Plata quienes tienen t�tulo para enterarlo de las reivindicaciones de
una vanguardia que en Lima como en el Cuzco, en Trujillo, en Jauja,
representa un nuevo esp�ritu nacional.
La requisitoria contra el colonialismo, contra el "lime�ismo" si as�
prefiere llamarlo More, ha partido de Lima. El proceso de la capital
�en abierta pugna con lo que Luis
Alberto S�nchez denomina "perricholismo", y con una pasi�n y una
severidad que precisamente a S�nchez alarman y preocupan�,
lo estamos haciendo hombres de la capital
(l7). En Lima, algunos
escritores que del esteticismo d'annunziano importado por Valdelomar
hab�amos evolucionado al criticismo socializante de la revista Espa�a,
fundamos hace diez a�os Nuestra �poca, para denunciar, sin
reservas y sin compromisos con ning�n grupo y ning�n caudillo, las
responsabilidades de la vieja pol�tica
(18). En Lima, algunos
estudiantes, portavoces del nuevo esp�ritu, crearon hace cinco a�os las
universidades populares e inscribieron en su bandera el nombre de
Gonz�lez Prada.
Henr�quez Ure�a dice que hay dos Am�ricas: una buena y otra mala. Lo
mismo se podr�a decir de Lima. Lima no tiene ra�ces en el pasado
aut�ctono. Lima es la hija de la Conquista. Pero desde que, en la
mentalidad y en el esp�ritu, cesa de ser s�lo espa�ola para volverse un
poco cosmopolita, desde que se muestra sensible a las ideas y a las
emociones de la �poca, Lima deja de aparecer exclusivamente como la sede
y el hogar del colonialismo y espa�olismo. La nueva peruanidad es una
cosa por crear. Su cimiento hist�rico tiene que ser ind�gena. Su eje
descansar� quiz� en la piedra andina, mejor que en la arcilla coste�a.
Bien. Pero a este trabajo de creaci�n, la Lima renovadora, la Lima
inquieta, no es ni quiere ser extra�a.
V. GONZ�LEZ PRADA
Gonz�lez Prada es, en nuestra literatura, el precursor de la transici�n
del per�odo colonial al per�odo cosmopolita. Ventura Garc�a Calder�n lo
declara "el menos peruano" de nuestros literatos. Pero ya hemos visto
que hasta Gonz�lez Prada lo peruano en esta literatura no es a�n peruano
sino s�lo colonial. El autor de P�ginas Libres, aparece como un
escritor de esp�ritu occidental y de cultura europea. Mas, dentro de una
peruanidad por definirse, por precisarse todav�a, �por qu� considerarlo
como el menos peruano de los hombres de letras que la traducen? �Por ser
el menos espa�ol? �Por no ser colonial? La raz�n resulta entonces
parad�jica. Por ser la menos espa�ola, por no ser colonial, su
literatura anuncia precisamente la posibilidad de una literatura
peruana. Es la liberaci�n de la metr�poli. Es, finalmente, la ruptura
con el Virreinato.
Este parnasiano, este helenista, marm�reo, pagano, es hist�rica y
espiritualmente mucho m�s peruano que todos, absolutamente todos, los
rapsodistas de la literatura espa�ola anteriores y posteriores a �l en
nuestro proceso literario. No existe seguramente en esta generaci�n un
solo coraz�n que sienta al malhumorado y nost�lgico disc�pulo de Lista
m�s peruano que el panfletario e iconoclasta acusador del pasado a que
pertenecieron �se y otros letrilleros de la misma estirpe y el mismo
abolengo.
Gonz�lez Prada no interpret� este pueblo, no esclareci� sus problemas,
no leg� un programa a la generaci�n que deb�a venir despu�s. Mas
representa, de toda suerte, un instante �el
primer instante l�cido�, de la
conciencia del Per�. Federico More lo llama un precursor del Per� nuevo,
del Per� integral. Pero Prada, a este respecto, ha sido m�s que un
precursor. En la prosa de P�ginas Libres, entre sentencias
alambicadas y ret�ricas, se encuentra el germen del nuevo esp�ritu
nacional. "No forman el verdadero Per� �dice
Gonz�lez Prada en el c�lebre discurso del Politeama de 1888�
las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra
situada entre el Pac�fico y los Andes; la naci�n est� formada por las
muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la
cordillera'' (l9).
Y aunque no supo hablarle un lenguaje desnudo de ret�rica, Gonz�lez
Prada no desde�� jam�s a la masa. Por el contrario, reivindic� siempre
su gloria oscura. Previno a los literatos que lo segu�an contra la
futilidad y la esterilidad de una literatura elitista. "Plat�n
�les record� en la conferencia del
Ateneo� dec�a que en materia de
lenguaje el pueblo era un excelente maestro. Los idiomas se vigorizan y
retemplan en la fuente popular, m�s que en las reglas muertas de los
gram�ticos y en las exhumaciones prehist�ricas de los eruditos. De las
canciones, refranes y dichos del vulgo brotan las palabras originales,
las frases gr�ficas, las construcciones atrevidas. Las multitudes
transforman las lenguas como los infusorios modifican los continentes".
"El poeta leg�timo �afirm� en otro
pasaje del mismo discurso� se parece
al �rbol nacido en la cumbre de un monte: por las ramas, que forman la
imaginaci�n, pertenece a las nubes; por las ra�ces, que constituyen los
afectos, se liga con el suelo". Y en sus notas acerca del idioma
ratific� expl�citamente en otros t�rminos el mismo pensamiento. "Las
obras maestras se distinguen por la accesibilidad, pues no forman el
patrimonio de unos cuantos elegidos, sino la herencia de todos los
hombres con sentido com�n. Homero y Cervantes son ingenios democr�ticos:
un ni�o les entiende. Los talentos que presumen de aristocr�ticos, los
inaccesibles a la muchedumbre, disimulan lo vac�o del fondo con lo
tenebroso de la forma". "Si Herodoto hubiera escrito como Graci�n, si
P�ndaro hubiera cantado como G�ngora �habr�an sido escuchados y
aplaudidos en los juegos ol�mpicos? Ah� est�n los grandes agitadores de
almas en los siglos XVI y XVIII, ah� est� particularmente Voltaire con
su prosa, natural como un movimiento respiratorio, clara como un alcohol
rectificado"
(20).
Simult�neamente, Gonz�lez Prada denunci� el colonialismo. En la
conferencia del Ateneo, despu�s de constatar las consecuencias de la
�o�a y senil imitaci�n de la literatura espa�ola, propugn� abiertamente
la ruptura de este v�nculo. "Dejemos las andaderas de la infancia y
busquemos en otras literaturas nuevos elementos y nuevas impulsiones. Al
esp�ritu de naciones ultramontanas y mon�rquicas prefiramos el esp�ritu
libre y democr�tico del siglo. Volvamos los ojos a los autores
castellanos, estudiemos sus obras maestras, enriquezcamos su armoniosa
lengua; pero recordemos constantemente que la dependencia intelectual de
Espa�a significar�a para nosotros la definida prolongaci�n de la ni�ez"
(21).
En la obra de Gonz�lez Prada, nuestra literatura inicia su contacto con
otras literaturas. Gonz�lez Prada representa particularmente la
influencia francesa. Pero le pertenece en general el m�rito de haber
abierto la brecha por la que deb�an pasar luego diversas influencias
extranjeras. Su poes�a y aun su prosa acusan un trato �ntimo de las
letras italianas. Su prosa tron� muchas veces contra las academias y los
puristas, y, heterodoxamente, se complaci� en el neologismo y el
galicismo. Su verso busc� en otras literaturas nuevos troqueles y
ex�ticos ritmos.
Percibi� bien su inteligencia el nexo oculto pero no ignoto que hay
entre conservantismo ideol�gico y academicismo literario. Y combin� por
eso el ataque al uno con la requisitoria contra el otro. Ahora que
advertimos claramente la �ntima relaci�n entre las serenatas al
Virreinato en literatura y el dominio de la casta feudal en econom�a y
pol�tica, este lado del pensamiento de Gonz�lez Prada adquiere un valor
y una luz nuevos.
Como lo denunci� Gonz�lez Prada, toda actitud literaria, consciente o
inconscientemente refleja un sentimiento y un inter�s pol�ticos. La
literatura no es independiente de las dem�s categor�as de la historia.
�Qui�n negar�, por ejemplo, el fondo pol�tico del concepto en apariencia
exclusivamente literario, que define a Gonz�lez Prada como "el menos
peruano de nuestros literatos"? Negar peruanismo a su personalidad no es
sino un modo de negar validez en el Per� a su protesta. Es un recurso
simulado para descalificar y desvalorizar su rebeld�a. La misma tacha de
exotismo sirve hoy para combatir el pensamiento de vanguardia.
Muerto Prada, la gente que no ha podido por estos medios socavar su
ascendiente ni su ejemplo, ha cambiado de t�ctica. Ha tratado de
deformar y disminuir su figura, ofreci�ndole sus elogios
comprometedores. Se ha propagado la moda de decirse herederos y
disc�pulos de Prada. La figura de Gonz�lez Prada ha corrido el peligro
de resultar una figura oficial, acad�mica. Afortunadamente la nueva
generaci�n ha sabido insurgir oportunamente contra este intento.
Los j�venes distinguen lo que en la obra de Gonz�lez Prada hay de
contingente y temporal de lo que hay de perenne y eterno. Saben que no
es la letra sino el esp�ritu lo que en Prada representa un valor
duradero. Los falsos gonz�lez-pradistas repiten la letra; los
verdaderos repiten el esp�ritu.
* * *
El estudio de Gonz�lez Prada pertenece a la cr�nica y
a la cr�tica de nuestra literatura antes que a las de nuestra pol�tica.
Gonz�lez Prada fue m�s literato que pol�tico. El hecho de que la
trascendencia pol�tica de su obra sea mayor que su trascendencia
literaria no desmiente ni contrar�a el hecho anterior y primario, de que
esa obra, en s�, m�s que pol�tica es literaria.
Todos constatan que Gonz�lez Prada no fue acci�n sino verbo. Pero no es
esto lo que a Gonz�lez Prada define como literato m�s que como pol�tico.
Es su verbo mismo.
El verbo, puede ser programa, doctrina. Y ni en P�ginas Libres ni
en Horas de Lucha encontramos una doctrina ni un programa
propiamente dichos. En los discursos, en los ensayos que componen estos
libros, Gonz�lez Prada no trata de definir la realidad peruana en un
lenguaje de estadista o de soci�logo. No quiere sino sugerirla en un
lenguaje de literato. No concreta su pensamiento en proposiciones ni en
conceptos. Lo esboza en frases de gran vigor panfletario y ret�rico,
pero de poco valor pr�ctico y cient�fico. "El Per� es una monta�a
coronada por un cementerio". "El Per� es un organismo enfermo: donde se
aplica el dedo brota el pus". Las frases m�s recordadas de Gonz�lez
Prada delatan al hombre de letras: no al hombre de Estado. Son las de un
acusador, no las de un realizador.
El propio movimiento radical aparece en su origen como un fen�meno
literario y no como un fen�meno pol�tico. El embri�n de la Uni�n
Nacional o Partido Radical se llam� "C�rculo Literario". Este grupo
literario se transform� en grupo pol�tico obedeciendo al mandato de su
�poca. El proceso biol�gico del Per� no necesitaba literatos sino
pol�ticos. La literatura es lujo, no es pan. Los literatos que rodeaban
a Gonz�lez Prada sintieron vaga pero perentoriamente la necesidad vital
de esta naci�n desgarrada y empobrecida. "El �C�rculo Literario�, la
pac�fica sociedad de poetas y so�adores �dec�a
Gonz�lez Prada en su discurso del Olimpo de 1887�,
tiende a convertirse en un centro militante y propagandista. �De d�nde
nacen los impulsos de radicalismo en literatura? Aqu� llegan r�fagas de
los huracanes que azotan a las capitales europeas, repercuten voces de
la Francia republicana e incr�dula. Hay aqu� una juventud que lucha
abiertamente por matar con muerte violenta lo que parece destinado a
sucumbir con agon�a inoportunamente larga, una juventud, en fin, que se
impacienta por suprimir los obst�culos y abrirse camino para enarbolar
la bandera roja en los desmantelados torreones de la literatura
nacional" (22).
Gonz�lez Prada no resisti� el impulso hist�rico que lo empujaba a pasar
de la tranquila especulaci�n parnasiana a la �spera batalla pol�tica.
Pero no pudo trazar a su falange un plan de acci�n. Su esp�ritu
individualista, an�rquico, solitario, no era adecuado para la direcci�n
de una vasta obra colectiva.
Cuando se estudia el movimiento radical, se dice que Gonz�lez Prada no
tuvo temperamento de conductor, de caudillo, de condotiero. Mas no es
�sta la �nica constataci�n que hay que hacer. Se debe agregar que el
temperamento de Gonz�lez Prada era fundamentalmente literario. Si
Gonz�lez Prada no hubiese nacido en un pa�s urgido de reorganizaci�n y
moralizaci�n pol�ticas y sociales, en el cual no pod�a fructificar una
obra exclusivamente art�stica, no lo habr�a tentado jam�s la idea de
formar un partido.
Su cultura coincid�a, como es l�gico, con su temperamento. Era una
cultura principalmente literaria y filos�fica. Leyendo sus discursos y
sus art�culos, se nota que Gonz�lez Prada carec�a de estudios
espec�ficos de Econom�a y Pol�tica. Sus sentencias, sus imprecaciones,
sus aforismos, son de inconfundibles factura e inspiraci�n literarias.
Engastado en su prosa elegante y bru�ida, se descubre frecuentemente un
certero concepto sociol�gico o hist�rico. Ya he citado alguno. Pero en
conjunto, su obra tiene siempre el estilo y la estructura de una obra de
literato.
Nutrido del esp�ritu nacionalista y positivista de su tiempo, Gonz�lez
Prada exalt� el valor de la Ciencia. Mas esta actitud es peculiar de la
literatura moderna de su �poca. La Ciencia, la Raz�n, el Progreso,
fueron los mitos del siglo diecinueve. Gonz�lez Prada, que por la ruta
del liberalismo y del enciclopedismo lleg� a la utop�a anarquista,
adopt� fervorosamente estos mitos. Hasta en sus versos hallamos la
expresi�n enf�tica de su racionalismo.
Le toc� a Gonz�lez Prada enunciar solamente lo que hombres de otra
generaci�n deb�an hacer. Predic� realismo. Condenando los gaseosos
verbalismos de la ret�rica tropical, conjur� a sus contempor�neos a
asentar bien los pies en la tierra, en la materia. "Acabemos ya
�dijo�
el viaje milenario por regiones de idealismo sin consistencia y
regresemos al seno de la realidad, recordando que fuera de la Naturaleza
no hay m�s que simbolismos ilusorios, fantas�as mitol�gicas,
desvanecimientos metaf�sicos. A fuerza de ascender a cumbres
enrarecidas, nos estamos volviendo vaporosos, aeriformes:
solidifiqu�monos. M�s vale ser hierro que nube"
(23).
Pero �l mismo no consigui� nunca ser un realista. De su tiempo fue el
materialismo hist�rico. Sin embargo, el pensamiento de Gonz�lez Prada,
que no impuso nunca l�mites a su audacia ni a su libertad, dej� a otros
la empresa de crear el socialismo peruano. Fracasado el partido radical,
dio su adhesi�n al lejano y abstracto utopismo de Kropotkin. Y en la
pol�mica entre marxistas y bakuninistas, se pronunci� por los segundos.
Su temperamento reaccionaba en �ste como en todos sus conflictos con la
realidad, conforme a su sensibilidad literaria y aristocr�tica.
La filiaci�n literaria del esp�ritu y la cultura de Gonz�lez Prada, es
responsable de que el movimiento radical no nos haya legado un conjunto
elemental siquiera de estudios de la realidad peruana y un cuerpo de
ideas concretas sobre sus problemas. El programa del Partido Radical,
que por otra parte no fue elaborado por Gonz�lez Prada, queda como un
ejercicio de prosa pol�tica de "un c�rculo literario". Ya hemos visto
c�mo la Uni�n Nacional, efectivamente, no fue otra cosa.
* * *
El pensamiento de Gonz�lez Prada, aunque subordinado
a todos los grandes mitos de su �poca, no es mon�tonamente positivista.
En Gonz�lez Prada arde el fuego de los racionalistas del siglo XVIII. Su
Raz�n es apasionada. Su Raz�n es revolucionaria. El positivismo, el
historicismo del siglo XIX representan un racionalismo domesticado.
Traducen el humor y el inter�s de una burgues�a a la que la asunci�n del
poder ha tornado conservadora. El racionalismo, el cientificismo de
Gonz�lez Prada no se contentan con las mediocres y p�vidas conclusiones
de una raz�n y una ciencia burguesas. En Gonz�lez Prada subsiste,
intacto en su osad�a, el jacobino.
Javier Prado, Garc�a Calder�n, Riva Ag�ero, divulgan un positivismo
conservador. Gonz�lez Prada ense�a un positivismo revolucionario. Los
ide�logos del civilismo, en perfecto acuerdo con sus sentimientos de
clase, nos sometieron a la autoridad de Taine; el ide�logo del
radicalismo se reclam� siempre de pensamiento superior y distinto del
que, concomitante y consustancial en Francia con un movimiento de
reacci�n pol�tica, sirvi� aqu� a la apolog�a de las oligarqu�as
ilustradas.
No obstante su filiaci�n racionalista y cientificista, Gonz�lez Prada no
cae casi nunca en un intelectualismo exagerado. Lo preservan de este
peligro su sentimiento art�stico y su exaltado anhelo de justicia. En el
fondo de este parnasiano, hay un rom�ntico que no desespera nunca del
poder del esp�ritu.
Una de sus agudas opiniones sobre Ren�n, el que ne d�passe pas le
doute, nos prueba que Gonz�lez Prada percibi� muy bien el riesgo de
un criticismo exacerbado. "Todos los defectos de Ren�n se explican por
la exageraci�n del esp�ritu cr�tico; el temor de enga�arse y la man�a de
creerse un esp�ritu delicado y libre de pasi�n, le hac�an muchas veces
afirmar todo con reticencias o negar todo con restricciones, es decir,
no afirmar ni negar y hasta contradecirse, pues le acontec�a emitir una
idea y en seguida, vali�ndose de un pero, defender lo contrario. De ah�
su escasa popularidad: la multitud s�lo comprende y sigue a los hombres
que franca y hasta brutalmente afirman con las palabras como Mirabeau,
con los hechos como Napole�n".
Gonz�lez Prada prefiere siempre la afirmaci�n a la negaci�n, a la duda.
Su pensamiento es atrevido, intr�pido, temerario. Teme a la
incertidumbre. Su esp�ritu siente hondamente la angustiosa necesidad de
d�passer le doute. La f�rmula de Vasconcelos pudo ser tambi�n la
de Gonz�lez Prada: "pesimismo de la realidad, optimismo del ideal". Con
frecuencia, su frase es pesimista: casi nunca es esc�ptica.
En un estudio sobre la ideolog�a de Gonz�lez Prada, que forma parte de
su libro El Nuevo Absoluto, Mariano Iberico Rodr�guez define bien
al pensador de P�ginas Libres cuando escribe lo siguiente: "Concorde
con el esp�ritu de su tiempo, tiene gran fe en la eficacia del trabajo
cient�fico. Cree en la existencia de leyes universales inflexibles y
eternas, pero no deriva del cientificismo ni del determinismo una
estrecha moral eudemonista ni tampoco la resignaci�n a la necesidad
c�smica que realiz� Spinoza. Por el contrario, su personalidad
descontenta y libre super� las consecuencias l�gicas de sus ideas y
profes� el culto de la acci�n y experiment� la ansiedad de la lucha y
predic� la afirmaci�n de la libertad y de la vida. Hay evidentemente
algo del rico pensamiento de Nietzsche en las exclamaciones an�rquicas
de Prada. Y hay en �ste como en Nietzsche la oposici�n entre un concepto
determinista de la realidad y el empuje triunfal del libre impulso
interior" (24).
Por estas y otras razones, si nos sentimos lejanos de muchas ideas de
Gonz�lez Prada, no nos sentimos, en cambio, lejanos de su esp�ritu.
Gonz�lez Prada se enga�aba, por ejemplo, cuando nos predicaba
antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho m�s que en su tiempo sobre la
religi�n como sobre otras cosas. Sabemos que una revoluci�n es siempre
religiosa. La palabra religi�n tiene un nuevo valor, un nuevo sentido.
Sirve para algo m�s que para designar un rito o una iglesia. Poco
importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que "la
religi�n es el opio de los pueblos". El comunismo es esencialmente
religioso. Lo que motiva a�n equ�vocos es la vieja acepci�n del vocablo.
Gonz�lez Prada predec�a el tramonto de todas las creencias sin advertir
que �l mismo era predicador de una creencia, confesor de una fe. Lo que
m�s se admira en este racionalista es su pasi�n. Lo que m�s se respeta
en este ateo, un tanto pagano, es su ascetismo moral. Su ate�smo es
religioso. Lo es, sobre todo, en los instantes en que parece m�s
vehemente y m�s absoluto. Tiene Gonz�lez Prada algo de esos ascetas
laicos que concibe Romain Rolland. Hay que buscar al verdadero Gonz�lez
Prada en su credo de justicia, en su doctrina de amor; no en el
anticlericalismo un poco vulgar de algunas p�ginas de Horas de Lucha.
La ideolog�a de P�ginas Libres y de Horas de Lucha es hoy,
en gran parte, una ideolog�a caduca. Pero no depende de la validez de
sus conceptos ni de sus sentencias lo que existe de fundamental ni de
perdurable en Gonz�lez Prada. Los conceptos no son siquiera lo
caracter�stico de su obra. Como lo observa Iberico, en Gonz�lez Prada lo
caracter�stico "no se ofrece como una r�gida sistematizaci�n de
conceptos -s�mbolos provisionales de un estado de esp�ritu-; lo est� en
un cierto sentimiento, en una cierta determinaci�n constante de la
personalidad entera, que se traducen por el admirable contenido
art�stico de la obra y por la viril exaltaci�n del esfuerzo y de la
lucha" (25).
He dicho ya que lo duradero en la obra de Gonz�lez Prada es su esp�ritu.
Los hombres de la nueva generaci�n en Gonz�lez Prada admiramos y
estimamos, sobre todo, el austero ejemplo moral. Estimamos y admiramos,
sobre todo, la honradez intelectual, la noble y fuerte rebeld�a.
Pienso, adem�s, por mi parte que Gonz�lez Prada no reconocer�a en la
nueva generaci�n peruana una generaci�n de disc�pulos y herederos de su
obra si no encontrara en sus hombres la voluntad y el aliento
indispensables para superarla. Mirar�a con desd�n a los repetidores
mediocres de sus frases. Amar�a s�lo una juventud capaz de traducir en
acto lo que en �l no pudo ser sino idea y no se sentir�a renovado y
renacido sino en hombres que supieran decir una palabra verdaderamente
nueva, verdaderamente actual.
De Gonz�lez Prada debe decirse lo que �l, en P�ginas Libres, dice
de Vigil. "Pocas vidas tan puras, tan llenas, tan dignas de ser
imitadas. Puede atacarse la forma y el fondo de sus escritos, puede
tacharse hoy sus libros de anticuados e insuficientes, puede, en fin,
derribarse todo el edificio levantado por su inteligencia; pero una cosa
permanecer� invulnerable y de pie, el hombre".
VI. MELGAR
Durante su per�odo colonial, la literatura peruana se
presenta, en sus m�s salientes peripecias y en sus m�s conspicuas
figuras, como un fen�meno lime�o. No importa que en su elenco est�n
representadas las provincias. El modelo, el estilo, la l�nea, han sido
de la capital. Y esto se explica. La literatura es un producto urbano.
La gravitaci�n de la urbe influye fuertemente en todos los procesos
literarios. En el Per�, de otro lado, Lima no ha sufrido las
concurrencias de otras ciudades de an�logos fueros. Un centralismo
extremo le ha asegurado su dominio.
Por culpa de esta hegemon�a absoluta de Lima, no ha podido nuestra
literatura nutrirse de savia ind�gena. Lima ha sido la capital espa�ola
primero. Ha sido la capital criolla despu�s. Y su literatura ha tenido
esta marca.
El sentimiento ind�gena no ha carecido totalmente de expresi�n en este
per�odo de nuestra historia literaria. Su primer expresador de categor�a
es Mariano Melgar. La cr�tica lime�a lo trata con un poco de desd�n. Lo
siente demasiado popular, poco distinguido. Le molesta en sus versos,
junto con una sintaxis un tanto callejera, el empleo de giros plebeyos.
Le disgusta en el fondo, el g�nero mismo. No puede ser de su gusto un
poeta que casi no ha dejado sino yarav�es. Esta cr�tica aprecia m�s
cualquier oda sopor�fera de Pando.
Por reacci�n, no superestimo art�sticamente a Melgar. Lo juzgo dentro de
la incipiencia de la literatura peruana de su �poca. Mi juicio no se
separa de un criterio de relatividad.
Melgar es un rom�ntico. Lo es no s�lo en su arte sino tambi�n en su
vida. El romanticismo no hab�a llegado, todav�a, oficialmente a nuestras
letras. En Melgar no es, por ende, como m�s tarde en otros, un gesto
imitativo; es un arranque espont�neo. Y �ste es un dato de su
sensibilidad art�stica. Se ha dicho que debe a su muerte heroica una
parte de su renombre literario. Pero esta valorizaci�n disimula mal la
antipat�a desde�osa que la inspira. La muerte cre� al h�roe, frustr� al
artista. Melgar muri� muy joven. Y aunque resulta siempre un poco
aventurada toda hip�tesis sobre la probable trayectoria de un artista,
sorprendido prematuramente por la muerte, no es excesivo suponer que
Melgar, maduro, habr�a producido un arte m�s purgado de ret�rica y
amaneramiento cl�sicos y, por consiguiente, m�s nativo, m�s puro. La
ruptura con la metr�poli habr�a tenido en su esp�ritu consecuencias
particulares y, en todo caso, diversas de las que tuvo en el esp�ritu de
los hombres de letras de una ciudad tan espa�ola, tan colonial como
Lima. Mariano Melgar, siguiendo el camino de su impulso rom�ntico,
habr�a encontrado una inspiraci�n cada vez m�s rural, cada vez m�s
ind�gena.
Los que se duelen de la vulgaridad de su l�xico y sus im�genes, parten
de un prejuicio aristocratista y academicista. El artista que en el
lenguaje del pueblo escribe un poema de perdurable emoci�n vale, en
todas las literaturas, mil veces m�s que el que, en lenguaje acad�mico,
escribe una acrisolada pieza de antolog�a. De otra parte, como lo
observa Carlos Octavio Bunge en un estudio sobre la literatura
argentina, la poes�a popular ha precedido siempre a la poes�a art�stica.
Algunos yarav�es de Melgar viven s�lo como fragmentos de poes�a popular.
Pero, con este t�tulo, han adquirido sustancia inmortal.
Tienen, a veces, en sus im�genes sencillas, una ingenuidad pastoril que
revela su trama ind�gena, su fondo aut�ctono. La poes�a oriental, se
caracteriza por un r�stico pante�smo en la met�fora. Melgar se muestra
muy indio en su imaginismo primitivo y campesino.
Este rom�ntico, finalmente, se entrega apasionadamente a la revoluci�n.
En �l la revoluci�n no es liberalismo enciclopedista. Es,
fundamentalmente, c�lido patriotismo. Como en Pumacahua, en Melgar el
sentimiento revolucionario se nutre de nuestra propia sangre y nuestra
propia historia.
Para Riva Ag�ero, el poeta de los yarav�es no es sino "un momento
curioso de la literatura peruana". Rectifiquemos su juicio, diciendo que
es el primer momento peruano de esta literatura.
VII. ABELARDO GAMARRA
Abelardo Gamarra no tiene hasta ahora un sitio en las antolog�as. La
cr�tica relega desde�osamente su obra a un plano secundario. Al plano,
casi negligible para su gusto cortesano, de la literatura popular. Ni
siquiera en el criollismo se le reconoce un rol cardinal. Cuando se
historia el criollismo se cita siempre antes a un colonialista tan
inequ�voco como don Felipe Pardo.
Sin embargo, Gamarra es uno de nuestros literatos m�s representativos.
Es, en nuestra literatura esencialmente capitalina, el escritor que con
m�s pureza traduce y expresa a las provincias. Tiene su prosa
reminiscencias ind�genas. Ricardo Palma es un criollo de Lima; el
Tunante es un criollo de la sierra. La ra�z india est� viva en su arte
jaranero.
Del indio tiene el Tunante la tesonera y sufrida naturaleza, la
pante�sta despreocupaci�n del m�s all�, el alma dulce y rural, el buen
sentido campesino, la imaginaci�n realista y sobria. Del criollo, tiene
el decir donairoso, la risa zumbona, el juicio agudo y socarr�n, el
esp�ritu aventurero y juerguista. Procedente de un pueblo serrano, el
Tunante se asimil� a la capital y a la costa, sin desnaturalizarse ni
deformarse. Por su sentimiento, por su entonaci�n, su obra es la m�s
genuinamente peruana de medio siglo de imitaciones y balbuceos.
Lo es tambi�n por su esp�ritu. Desde su juventud, Gamarra milit� en la
vanguardia. Particip� en la protesta radical, con verdadera adhesi�n a
su patriotismo revolucionario. Lo que en otros corifeos del radicalismo
era s�lo una actitud intelectual y literaria, en el Tunante era un
sentimiento vital, un impulso an�mico. Gamarra sent�a hondamente, en su
carne y en su esp�ritu, la repulsa de la aristocracia encomendera y de
su corrompida e ignorante clientela. Comprendi� siempre que esta gente
no representaba al Per�; que el Per� era otra cosa. Este sentimiento, lo
mantuvo en guardia contra el civilismo y sus expresiones intelectuales e
ideol�gicas. Su seguro instinto lo preserv�, al mismo tiempo, de la
ilusi�n "dem�crata". El Tunante no se enga�� sobre Pi�rola. Percibi� el
verdadero sentido hist�rico del gobierno del 95. Vio claro que no era
una revoluci�n democr�tica sino una restauraci�n civilista. Y, aunque
hasta su muerte, guard� el m�s fervoroso culto a Gonz�lez Prada, cuyas
ret�ricas catilinarias tradujo a un lenguaje popular, se mostr�
nostalgioso de un esp�ritu m�s realizador y constructivo. Su intuici�n
hist�rica echaba de menos en el Per� a un Alberdi, a un Sarmiento. En
sus �ltimos a�os, sobre todo, se dio cuenta de que una pol�tica
idealista y renovadora debe asentar bien los pies en la realidad y en la
historia.
No es su obra la de un simple costumbrista sat�rico. Bajo el animado
retrato de tipos y costumbres, es demasiado evidente la presencia de un
generoso idealismo pol�tico y social. Esto es lo que coloca a Gamarra
muy por encima de Segura. La obra del Tunante tiene un ideal; la de
Segura no tiene ninguno.
Por otra parte, el criollismo del Tunante es m�s integral, m�s profundo
que el de Segura. Su versi�n de las cosas y los tipos es m�s ver�dica,
m�s viviente. Gamarra tiene en su obra �que
no por azar es la m�s popular, la m�s le�da en provincias�,
muchos atisbos agud�simos, muchos aciertos pl�sticos. El Tunante es un
Pancho Fierro de nuestras letras. Es un ingenio popular; un escritor
intuitivo y espont�neo.
Heredero del esp�ritu de la revoluci�n de la independencia, tuvo
l�gica-mente que sentirse distinto y opuesto a los herederos del
esp�ritu de la Conquista y la Colonia. Y, por esto, no diploma ni
breveta su obra la autoridad de academias ni ateneos ("�De las
Academias, l�branos Se�or!" -pensaba seguramente, como Rub�n Dar�o, el
Tunante). Se le desde�a por su sintaxis. Se le desde�a por su
ortograf�a. Pero se le desde�a, ante todo, por su esp�ritu.
La vida se burla alegremente de las reservas y los remilgos de la
cr�tica, concediendo a los libros de Gamarra la supervivencia que niega
a los libros de renombre y m�rito oficialmente sancionados. A Gamarra no
lo recuerda casi la cr�tica; no lo recuerda sino el pueblo. Pero esto le
basta a su obra para ocupar de hecho en la historia de nuestras letras
el puesto que formalmente se le regatea.
La obra de Gamarra aparece como una colecci�n dispersa de croquis y
bocetos. No tiene una creaci�n central. No es una afinada modulaci�n
art�stica. Este es su defecto. Pero de este defecto no es responsable
totalmente la calidad del artista. Es responsable tambi�n la incipiencia
de la literatura que representa.
El Tunante quer�a hacer arte en el lenguaje de la calle. Su intento no
era equivocado. Por el mismo camino han ganado la inmortalidad los
cl�sicos de los or�genes de todas las literaturas.
VIII. CHOCANO
Jos� Santos Chocano pertenece, a mi juicio, al per�odo colonial de
nuestra literatura. Su poes�a grand�locua tiene todos sus or�genes en
Espa�a. Una cr�tica verbalista la presenta como una traducci�n del alma
aut�ctona. Pero este es un concepto artificioso, una ficci�n ret�rica.
Su l�gica, tan simplista como falsa, razona as�: Chocano es exuberante,
luego es aut�ctono. Sobre este principio, una cr�tica fundamentalmente
incapaz de sentir lo aut�ctono, ha asentado casi todo el dogma del
americanismo y el tropicalismo esenciales del poeta de Alma Am�rica.
Este dogma pudo ser incontestable en un tiempo de absoluta autoridad del
colonialismo. Ahora una generaci�n iconoclasta lo pasa incr�dulamente
por la criba de su an�lisis. La primera cuesti�n que se plantea es �sta:
�Lo aut�ctono es, efectivamente, exuberante?
Un cr�tico sagaz, extra�o en este caso a todo inter�s pol�mico, como
Pedro Henr�quez Ure�a, examinando precisamente el tema de la exuberancia
en la literatura hispano-americana, observa que esta literatura, en su
mayor parte, no aparece por cierto como un producto del tr�pico.
Procede, m�s bien, de ciudades de clima templado y hasta un poco oto�al.
Muy aguda y certeramente apunta Henr�quez Ure�a: "En Am�rica conservamos
el respeto al �nfasis mientras Europa nos lo prescribi�; a�n hoy nos
quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como dec�an los
rom�nticos. �No se atribuir� a influencia del tr�pico la que es
influencia de V�ctor Hugo? �O de Byron, o de Espronceda o de Quintana?"
Para Henr�quez Ure�a la teor�a de la exuberancia espont�nea de la
literatura americana es una teor�a falsa. Esta literatura es menos
exuberante de lo que parece. Se toma por exuberancia la verbosidad. Y
"si abunda la palabrer�a es porque escasea la cultura, la disciplina y
no por peculiar exuberancia nuestra"
(26). Los casos de verbosidad no
son imputables a la geograf�a ni al medio.
Para estudiar el caso de Chocano, tenemos que empezar por localizarlo,
ante todo, en el Per�. Y bien, en el Per� lo aut�ctono es lo ind�gena,
vale decir lo inkaico.
Y lo ind�gena, lo inkaico, es fundamentalmente sobrio. El arte indio es
la ant�tesis, la contradicci�n del arte de Chocano. El indio
esquematiza, estiliza las cosas con un sintetismo y un primitivismo
hier�ticos.
Nadie pretende encontrar en la poes�a de Chocano la emoci�n de los
Andes. La cr�tica que la proclama aut�ctona, la imagina �nicamente
depositaria de la emoci�n de la "monta�a", esto es de la floresta. Riva
Ag�ero es uno de los que suscriben este juicio. Pero los literatos que
sin noci�n ninguna de la "monta�a", se han apresurado a descubrirla o
reconocerla �ntegramente en la ampulosa poes�a de Chocano, no han hecho
otra cosa que tomar al pie de la letra una conjetura del poeta. No han
hecho sino repetir a Chocano, quien desde hace mucho tiempo se supone
"el cantor de Am�rica aut�ctona y salvaje".
La "monta�a" no es s�lo exuberancia. Es, sustancialmente, muchas otras
cosas que no est�n en la poes�a de Chocano. Ante su espect�culo, ante
sus paisajes, la actitud de Chocano es la de un espectador elocuente.
Nada m�s. Todas sus im�genes son las de una fantas�a exterior y
extranjera. No se oye la voz de un hombre de la floresta. Se oye, a lo
m�s, la voz de un forastero imaginativo y ardoroso que cree poseerla y
expresarla.
Y esto es muy natural. La "monta�a" no existe casi sino como naturaleza,
como paisaje, como escenario. No ha producido todav�a una estirpe, un
pueblo, una civilizaci�n. Chocano, en todo caso, no se ha nutrido de su
savia. Por su sangre, por su mentalidad, por su educaci�n, el poeta de
Alma Am�rica es un hombre de la costa. Procede de una familia
espa�ola. Su formaci�n espiritual e intelectual se ha cumplido en Lima.
Y su �nfasis -este �nfasis que, en �ltimo an�lisis, resulta la �nica
prueba de su autoctonismo y de su americanismo art�stico o est�tico-
desciende totalmente de Espa�a.
Los antecedentes de la t�cnica y los modelos de la elocuencia de Chocano
est�n en la literatura espa�ola. Todos reconocen en su manera la
influencia de Quintana, en su esp�ritu la de Espronceda. Chocano se
reclama de Byron y de Hugo. Pero las influencias m�s directas que se
constatan en su arte son siempre las de poetas de idioma espa�ol. Su
egotismo rom�ntico es el de D�az Mir�n, de quien tiene tambi�n el acento
arrogante y soberbio. Y el modernismo y el decadentismo que llegan hasta
las puertas de su romanticismo son los de Rub�n Dar�o.
Estos rasgos deciden y se�alan demasiado netamente, la verdadera
filiaci�n art�stica de Chocano quien, a pesar de las sucesivas ondas de
modernidad que han visitado su arte sin modificarlo absolutamente en su
esencia, ha conservado en su obra la entonaci�n y el temperamento de un
sup�rstite del romanticismo espa�ol y de su grandilocuencia. Su
filiaci�n espiritual coincide, por otra parte, con su filiaci�n
art�stica. El "cantor de Am�rica aut�ctona y salvaje" es de la estirpe
de los conquistadores. Lo siente y lo dice �l mismo en su poes�a, que si
no carece de admiraci�n literaria y ret�rica a los inkas, desborda de
amor a los h�roes de la Conquista y a los magnates del Virreinato.
* * *
Chocano no pertenece a la plutocracia capitalina.
Este hecho lo diferencia de los literatos espec�ficamente colonialistas.
No consiente, por ejemplo, identificarlo con Riva Ag�ero. En su esp�ritu
se reconoce al descendiente de la Conquista m�s bien que al descendiente
del Virreinato (Y Conquista y Virreinato social y econ�micamente
constituyen dos fases de un mismo fen�meno, pero espiritualmente no
tienen id�ntica categor�a. La Conquista fue una aventura heroica; el
Virreinato fue una empresa burocr�tica. Los conquistadores eran, como
dir�a Blaise Cendrars, de la fuerte raza de los aventureros; los
virreyes y los oidores eran blandos hidalgos y mediocres bachilleres).
Las primeras peripecias de la poes�a de Chocano son de car�cter
rom�ntico. No en balde el cantor de Iras Santas se presenta como
un disc�pulo de Espronceda. No en balde se siente en �l algo de
romanticismo byroniano. La actitud de Chocano es, en su juventud, una
actitud de protesta. Esta protesta tiene a veces un acento an�rquico.
Tiene otras veces un tinte de protesta social. Pero carece de
concreci�n. Se agota en una delirante y bizarra ofensiva verbal contra
el gobierno militar de la �poca. No consigue ser m�s que un gesto
literario.
Chocano aparece luego, pol�ticamente enrolado en el pierolismo. Su
revolucionarismo se conforma con la revoluci�n del 95 que liquida un
r�gimen militar para restaurar, bajo la gerencia provisoria de don
Nicol�s de Pi�rola, el r�gimen civilista. M�s tarde, Chocano se deja
incorporar en la clientela intelectual de la plutocracia. No se aleja de
Pi�rola y su pseudo-democracia para acercarse a Gonz�lez Prada sino para
saludar en Javier Prado y Ugarteche al pensador de su generaci�n.
La trayectoria pol�tica de un literato no es tambi�n su trayectoria
art�stica. Pero s� es, casi siempre, su trayectoria espiritual. La
literatura, de otro lado, est� como sabemos �ntimamente permeada de
pol�tica, aun en los casos en que parece m�s lejana y m�s extra�a a su
influencia. Y lo que queremos averiguar, por el momento, no es
estrictamente la categor�a art�stica de Chocano sino su filiaci�n
espiritual, su posici�n ideol�gica.
Una y otra no est�n n�tidamente expresadas por su poes�a. Tenemos, por
consiguiente, que buscarlas en su prosa, la cual, adem�s de haber sido
m�s expl�cita que su poes�a, no ha sido esencialmente contradicha ni
atenuada por ella.
La poes�a de Chocano nos coloca, primero, ante un caso de individualismo
exasperado y ego�sta, asaz frecuente y casi caracter�stico en la falange
rom�ntica. Este individualismo es todo el anarquismo de Chocano.
Y en los �ltimos a�os, el poeta, lo reduce y lo limita. No renuncia
absolutamente a su egotismo sensual; pero s� renuncia a una buena parte
de su individualismo filos�fico. El culto del Yo se ha asociado al culto
de la Jerarqu�a. El poeta se llama individualista, pero no se llama
liberal. Su individualismo deviene un "individualismo jer�rquico". Es un
individualismo que no ama la libertad. Que la desde�a casi. En cambio,
la jerarqu�a que respeta no es la jerarqu�a eterna que crea el Esp�ritu;
es la jerarqu�a precaria que imponen, en la mudable perspectiva de lo
presente, la fuerza, la tradici�n y el dinero.
Del mismo modo doma el poeta los primitivos arranques de su esp�ritu. Su
arte, en su plenitud, acusa �por su
exaltado aunque ret�rico amor a la Naturaleza�
un pante�smo un poco pagano. Y este pante�smo
�que produc�a un poco de animismo en
sus im�genes�, es en �l la sola nota
que refleja a una "Am�rica aut�ctona y salvaje" (El indio es pante�sta,
animista, materialista). Chocano, sin embargo, lo ha abandonado
t�citamente. La adhesi�n al principio de la jerarqu�a lo ha reconducido
a la Iglesia Romana. Roma es, ideol�gicamente, la ciudadela hist�rica de
la reacci�n. Los que peregrinan por sus colinas y sus bas�licas en busca
del evangelio cristiano regresan desilusionados; pero los que se
contentan con encontrar, en su lugar, el fascismo y la Iglesia
�la autoridad y la jerarqu�a en el
sentido romano�, arriban a su meta y
hallan su verdad. De estos �ltimos peregrinos es el poeta de Alma
Am�rica. �l, que nunca ha sido cristiano, se confiesa finalmente
cat�lico. Rom�ntico fatigado, hereje converso, se refugia en el s�lido
aprisco de la tradici�n y del orden, de donde crey� un d�a partir para
siempre a la conquista del futuro.
IX. RIVA AG�ERO Y SU INFLUENCIA.
LA GENERACI�N "FUTURISTA"
La generaci�n "futurista" -como parad�jicamente se le apoda-, se�ala un
momento de restauraci�n colonialista y civilista en el pensamiento y la
literatura del Per�.
La autoridad sentimental e ideol�gica de los herederos de la Colonia se
encontraba comprometida y socavada por quince a�os de predicaci�n
radical. Despu�s de un per�odo de caudillaje militar an�logo al que
sigui� a la revoluci�n de la independencia, la clase latifundista hab�a
restablecido su dominio pol�tico pero no hab�a restablecido igualmente
su dominio intelectual. El radicalismo, alimentado por la reacci�n moral
de la derrota �de la cual el pueblo
sent�a responsable a la plutocracia�,
hab�a encontrado un ambiente favorable a la propagaci�n de su verbo
revolucionario. Su propaganda hab�a rebelado, sobre todo, a las
provincias. Una marejada de ideas avanzadas hab�a pasado por la
Rep�blica.
La antigua guardia intelectual del civilismo, envejecida y debilitada,
no pod�a reaccionar eficazmente contra la generaci�n radical. La
restauraci�n ten�a que ser realizada por una falange de hombres j�venes.
El civilismo contaba con la Universidad. A la Universidad le tocaba
darle, por ende, esta milicia intelectual. Pero era indispensable que la
acci�n de sus hombres no se contentase con ser una acci�n universitaria.
Su misi�n deb�a constituir una reconquista integral de la inteligencia y
el sentimiento. Como uno de sus objetivos naturales y sustantivos,
aparec�a la recuperaci�n del terreno perdido en la literatura. La
literatura llega adonde no llega la Universidad. La obra de un solo
escritor del pueblo, disc�pulo de Gonz�lez Prada, el Tunante, era
entonces una obra mucho m�s propagada y entendida que la de todos los
escritores de la Universidad juntos.
Las circunstancias hist�ricas propiciaban la restauraci�n. El dominio
pol�tico del civilismo se presentaba s�lidamente consolidado. El orden
econ�mico y pol�tico inaugurado por Pi�rola el 95 era esencialmente un
orden civilista. Muchos profesionales y literatos que en el per�odo
ca�tico de nuestra posguerra, se sintieron atra�dos por el campo
radical, se sent�an ahora empujados al campo civilista. La generaci�n
radical estaba, en verdad, disuelta. Gonz�lez Prada, retirado a un
displicente ascetismo, viv�a desconectado de sus dispersos disc�pulos.
De suerte que la generaci�n "futurista" no encontr� casi resistencia.
En sus rangos se mezclaban y se confund�an "civilistas" y "dem�cratas",
separados en la lucha partidista. Su advenimiento era saludado, en
consecuencia, por toda la gran prensa de la capital. EI Comercio
y La Prensa auspiciaban a la "nueva generaci�n". Esta generaci�n
se mostraba destinada a realizar la armon�a entre civilistas y
dem�cratas que la coalici�n del 95 dej� s�lo iniciada. Su l�der y
capit�n Riva Ag�ero, en quien la tradici�n civilista y plutocr�tica se
conciliaba con una devoci�n casi filial al "Califa" dem�crata, revel�
desde el primer momento tal tendencia. En su tesis sobre la "literatura
del Per� independiente", arremetiendo contra el radicalismo dijo lo
siguiente: "Los partidos de principios, no s�lo no producir�an bienes,
sino que crear�an males irreparables. En el actual sistema, las
diferencias entre los partidos no son muy grandes ni muy hondas sus
divisiones. Se coaligan sin dificultad, colaboran con frecuencia. Los
gobernantes sagaces pueden, sin muchos esfuerzos, aprovechar del
concurso de todos los hombres �tiles".
La resistencia a los partidos de principios denuncia el sentimiento y la
inspiraci�n clasistas de la generaci�n de Riva Ag�ero. Su esfuerzo
manifiesta de un modo demasiado inequ�voco el prop�sito de asegurar y
consolidar un r�gimen de clase. Negar a los principios, a las ideas, el
derecho de gobernar el pa�s significaba fundamentalmente, reservar ese
derecho para una casta. Era preconizar el dominio de la "gente decente",
de la "clase ilustrada". Riva Ag�ero, a este respecto, como a otros, se
muestra en riguroso acuerdo con Javier Prado y Francisco Garc�a
Calder�n. Y es que Prado y Garc�a Calder�n representan la misma
restauraci�n. Su ideolog�a tiene los mismos rasgos esenciales. Se reduce
en el fondo, a un positivismo conservador. Un fraseario m�s o menos
idealista y progresista disimula el ideario tradicional. Como ya lo he
observado, Riva Ag�ero, Prado y Garc�a Calder�n coinciden en el
acatamiento a Taine. Riva Ag�ero para esclarecernos m�s su filiaci�n,
nos descubre en su varias veces citada tesis -que es incontestablemente
el primer manifiesto pol�tico y literario de la generaci�n "futurista"-
su adhesi�n a Bruneti�re.
La revisi�n de valores de la literatura con que debut� Riva Ag�ero en la
pol�tica, corresponde absolutamente a los fines de una restauraci�n.
Idealiza y glorifica la Colonia, buscando en ella las ra�ces de la
nacionalidad. Superestima la literatura colonialista exaltando
enf�ticamente a sus mediocres cultores. Trata desde�osamente el
romanticismo de Mariano Melgar. Reprueba a Gonz�lez Prada lo m�s v�lido
y fecundo de su obra: su protesta.
La generaci�n "futurista" se muestra, al mismo tiempo universitaria,
acad�mica, ret�rica. Adopta del modernismo s�lo los elementos que le
sirven para condenar la inquietud rom�ntica.
Una de sus obras m�s caracter�sticas y peculiares es la organizaci�n de
la Academia correspondiente de la Lengua Espa�ola. Uno de sus esfuerzos
art�sticos m�s marcados es su retorno a Espa�a en la prosa y en el
verso.
El rasgo m�s caracter�stico de la generaci�n apodada "futurista" es su
pasadismo. Desde el primer momento sus literatos se entregan a idealizar
el pasado. Riva Ag�ero, en su tesis, reivindica con energ�a los fueros
de los hombres y las cosas tradicionales.
Pero el pasado, para esta generaci�n, no es muy remoto ni muy pr�ximo.
Tiene l�mites definidos: los del Virreinato. Toda su predilecci�n, toda
su ternura, son para esta �poca. El pensamiento de Riva Ag�ero a este
respecto es inequ�voco. El Per�, seg�n �l, desciende de la Conquista. Su
infancia es la Colonia.
La literatura peruana deviene desde este momento acentuadamente
colonialista. Se inicia un fen�meno que no ha terminado todav�a y que
Luis Alberto S�nchez designa con el nombre de "perricholismo".
En este fen�meno �en sus or�genes,
no en sus consecuencias� se combinan
y se identifican dos sentimientos: lime�ismo y pasadismo. Lo que, en
pol�tica, se traduce as�: centralismo y conservantismo. Porque el
pasadismo de la generaci�n de Riva Ag�ero no constituye un gesto
rom�ntico de inspiraci�n meramente literaria. Esta generaci�n es
tradicionalista pero no rom�ntica. Su literatura, m�s o menos te�ida de
"modernismo", se presenta por el contrario como una reacci�n contra la
literatura del romanticismo. El romanticismo condena radicalmente el
presente en el nombre del pasado o del futuro. Riva Ag�ero y sus
contempor�neos, en cambio, aceptan el presente, aunque para gobernarlo y
dirigirlo invoquen y evoquen el pasado. Se caracterizan, espiritual e
ideol�gicamente, por un conservantismo positivista, por un
tradicionalismo oportunista.
Naturalmente, esta es s�lo la tonalidad general del fen�meno, en el cual
no faltan matices m�s o menos discrepantes. Jos� G�lvez, por ejemplo,
individualmente escapa a la definici�n que acabo de esbozar. Su
pasadismo es de fondo rom�ntico. Haya lo llama "el �nico palmista
sincero", refiri�ndose sin duda al car�cter literario y sentimental de
su pasadismo. La distinci�n no est� netamente expresada. Pero parte de
un hecho evidente. G�lvez �cuya
poes�a desciende de la de Chocano, repitiendo, atenuadamente unas veces,
deste�idamente otras, su verbosidad�
tiene trama de rom�ntico. Su pasadismo, por eso, est� menos localizado
en el tiempo que el del n�cleo de su generaci�n. Es un pasadismo
integral. Enamorado del Virreinato, G�lvez no se siente, sin embargo,
acaparado exclusivamente por el culto de esta �poca. Para �l "todo
tiempo pasado fue mejor". Puede observarse que, en cambio, su pasadismo
est� m�s localizado en el espacio. El tema de sus evocaciones es casi
siempre lime�o. Pero tambi�n esto me parece en G�lvez un rasgo
rom�ntico.
G�lvez, de otro lado, se aparta a veces del credo de Riva Ag�ero. Sus
opiniones sobre la posibilidad de una literatura genuinamente nacional
son heterodoxas dentro del fen�meno "futurista". Acerca del americanismo
en la literatura, G�lvez, aunque sea con no pocas reservas y
concesiones, se declara de acuerdo con la tesis del l�der de su
generaci�n y su partido. No lo convence la aserci�n de que es imposible
revivir po�ticamente las antiguas civilizaciones americanas. "Por mucho
que sean civilizaciones desaparecidas y por honda que haya sido la
influencia espa�ola �escribe�,
ni el material mismo se ha extinguido, ni tan puros hispanos somos los
que m�s lo fu�ramos, que no sintamos vinculaciones con aquella raza,
cuya tradici�n �urea bien merece un recuerdo y cuyas ruinas imponentes y
misteriosas nos subyugan y nos impresionan. Precisamente porque andamos
tan mezclados y son tan encontradas nuestras ra�ces hist�ricas, por lo
mismo que nuestra cultura no es tan honda como parece, el material
literario de aquellas �pocas definitivamente muertas es enorme para
nosotros, sin que esto signifique que lo consideremos primordial y
porque alguna levadura debe haber en nuestras almas de la gestaci�n del
imperio incaico y de las luchas de las dos razas, la ind�gena y la
espa�ola, cuando a�n nos encoge el alma y nos sacude con emoci�n extra�a
y dolorida la m�sica temblorosa del yarav�. Adem�s, nuestra historia no
puede partir s�lo de la Conquista y por vago que fuese el legado s�quico
que hayamos recibido de los indios, siempre algo tenemos de aquella raza
vencida, que en viviente ruina anda preterida y maltratada en nuestras
serran�as, constituyendo un grave problema social, que si palpita
dolorosamente en nuestra vida, �por qu� no puede tener un lugar en
nuestra literatura que ha sido tan fecunda en sensaciones hist�ricas de
otras razas que realmente nos son extranjeras y peregrinas?"
(27). No
acierta G�lvez, sin embargo, en la definici�n de una literatura
nacional. "Es cuesti�n de volver el alma -dice- a las rumorosas
palpitaciones de lo que nos rodea". Mas, a rengl�n seguido, reduce sus
elementos a "la historia, la tradici�n y la naturaleza". El pasadista
reaparece aqu� �ntegramente. Una literatura genuinamente nacionalista,
en su concepto, debe nutrirse sobre todo de la historia, la leyenda, la
tradici�n, esto es del pasado. El presente es tambi�n historia. Pero
seguramente G�lvez no lo pensaba cuando escog�a las fuentes de nuestra
literatura. La historia, en su sentimiento, no era entonces sino pasado.
No dice G�lvez que la literatura nacional debe traducir totalmente al
Per�. No le pide una funci�n realmente creadora. Le niega el derecho de
ser una literatura del pueblo. Polemizando con el Tunante, sostiene que
el artista "debe desde�ar altivamente la facilidad que le ofrece el
modismo callejero, admirable muchas veces para el art�culo de
costumbres, pero que est� distante de la fina aristocracia que debe
tener la forma art�stica"
(28).
El pensamiento de la generaci�n futurista es, por otra parte, el de Riva
Ag�ero. El voto en contra o, mejor, el voto en blanco de G�lvez, en este
y otros debates, no tiene sino un valor individual. La generaci�n
futurista, en tanto, utiliza totalmente el pasadismo y el romanticismo
de G�lvez en la serenata bajo los balcones del Virreinato, destinada
pol�ticamente a reanimar una leyenda indispensable al dominio de los
herederos de la Colonia.
La casta feudal no tiene otros t�tulos que los de la tradici�n colonial.
Nada m�s concordante con su inter�s que una corriente literaria
tradicionalista. En el fondo de la literatura colonialista, no existe
sino una orden perentoria, una exigencia imperiosa del impulso vital de
una clase, de una "casta".
Y quien dude del origen fundamentalmente pol�tico del fen�meno
"futurista" no tiene sino que reparar en el hecho de que esta falange de
abogados, escritores, literatos, etc., no se content� con ser s�lo un
movimiento. Cuando lleg� a su mayor edad quiso ser un partido.
X. COL�NIDA Y VALDELOMAR
"Col�nida" represent� una insurrecci�n �decir
una revoluci�n ser�a exagerar su importancia�
contra el academicismo y sus oligarqu�as, su �nfasis ret�rico, su gusto
conservador, su galanter�a dieciochesca y su melancol�a mediocre y
ojerosa. Los col�nidas virtualmente reclamaron sinceridad y naturalismo.
Su movimiento, demasiado heter�clito y an�rquico, no pudo condensarse en
una tendencia ni concretarse en una f�rmula. Agot� su energ�a en su
grito iconoclasta y su orgasmo esnobista.
Una ef�mera revista de Valdelomar dio su nombre a este movimiento.
Porque "Col�nida" no fue un grupo, no fue un cen�culo, no fue una
escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de �nimo. Varios
escritores hicieron "colonidismo" sin pertenecer a la capilla de
Valdelomar. El "colonidismo" careci� de contornos definidos. Fugaz
meteoro literario, no pretendi� nunca cuajarse en una forma. No impuso a
sus adherentes un verdadero rumbo est�tico. El "colonidismo" no
constitu�a una idea ni un m�todo. Constitu�a un sentimiento eg�latra,
individualista, vagamente iconoclasta, imprecisamente renovador. "Col�nida"
no era siquiera un haz de temperamentos afines; no era al menos
propiamente una generaci�n. En sus rangos, con Valdelomar, More, Gibson,
etc., milit�bamos algunos escritores adolescentes, nov�simos,
principiantes. Los "col�nidos" no coincid�an sino en la revuelta contra
todo academicismo. Insurg�an contra los valores, las reputaciones y los
temperamentos acad�micos. Su nexo era una protesta; no una afirmaci�n.
Conservaron sin embargo, mientras convivieron en el mismo movimiento,
algunos rasgos espirituales comunes. Tendieron a un gusto decadente,
elitista, aristocr�tico, algo m�rbido. Valdelomar, trajo de Europa
g�rmenes de d'annunzianismo que se propagaron en nuestro ambiente
voluptuoso, ret�rico y meridional.
La bizarr�a, la agresividad, la injusticia y hasta la extravagancia de
los "col�nidos" fueron �tiles. Cumplieron una funci�n renovadora.
Sacudieron la literatura nacional. La denunciaron como una vulgar
rapsodia de la m�s mediocre literatura espa�ola. Le propusieron nuevos y
mejores modelos, nuevas y mejores rutas. Atacaron a sus fetiches, a sus
iconos. Iniciaron lo que algunos escritores calificar�an como "una
revisi�n de nuestros valores literarios". "Col�nida" fue una fuerza
negativa, disolvente, beligerante. Un gesto espiritual de varios
literatos que se opon�an al acaparamiento de la fama nacional por un
arte anticuado, oficial y pompier.
De otro lado, los "col�nidos" no se comportaron siempre con injusticia.
Simpatizaron con todas las figuras her�ticas, heterodoxas, solitarias de
nuestra literatura. Loaron y rodearon a Gonz�lez Prada. En el "colonidismo"
se advierte algunas huellas de influencia del autor de P�ginas Libres
y Ex�ticas. Se observa tambi�n que los "col�nidos" tomaron de
Gonz�lez Prada lo que menos les hac�a falta. Amaron lo que en Gonz�lez
Prada hab�a de arist�crata, de parnasiano, de individualista; ignoraron
lo que en Gonz�lez Prada hab�a de agitador, de revolucionario. More
defin�a a Gonz�lez Prada como "un griego nacido en un pa�s de zambos". "Col�nida",
adem�s, valoriz� a Eguren, desde�ado y desestimado por el gusto mediocre
de la cr�tica y del p�blico de entonces.
El fen�meno "col�nida" fue breve. Despu�s de algunas escaramuzas pol�micas,
el "colonidismo" tramont� definitivamente. Cada uno de los "col�nidos"
sigui� su propia trayectoria personal. El movimiento qued� liquidado.
Nada importa que perduren algunos de sus ecos y que se agiten, en el
fondo de m�s de un temperamento joven, algunos de sus sedimentos. El "colonidismo",
como actitud espiritual, no es de nuestro tiempo. La apetencia de
renovaci�n que gener� el movimiento "col�nida" no pod�a satisfacerse con
un poco de decadentismo y otro poco de exotismo. "Col�nida" no se
disolvi� expl�cita ni sensiblemente porque jam�s fue una facci�n, sino
una postura interina, un adem�n provisorio.
El "colonidismo" neg� e ignor� la pol�tica. Su elitismo, su
individualismo, lo alejaban de las muchedumbres, lo aislaban de sus
emociones. Los "col�nidos" no ten�an orientaci�n ni sensibilidad
pol�ticas. La pol�tica les parec�a una funci�n burguesa, burocr�tica,
prosaica. La revista Col�nida era escrita para el Palais Concert
y el jir�n de la Uni�n. Federico More ten�a afici�n org�nica a la
conspiraci�n y al panfleto; pero sus concepciones pol�ticas eran
antidemocr�ticas, antisociales, reaccionarias. More so�aba con una
aristarqu�a, casi con una artecracia. Desconoc�a y despreciaba la
realidad social. Detestaba el vulgo y el tumulto.
Pero terminado el experimento "col�nida", los escritores que en �l
intervinieron, sobre todo los m�s j�venes, empezaron a interesarse por
las nuevas corrientes pol�ticas. Hay que buscar las ra�ces de esta
conversi�n en el prestigio de la literatura pol�tica de Unamuno, de
Araquist�in, de Alomar y de otros escritores de la revista Espa�a;
en los efectos de la predicaci�n de Wilson, elocuente y universitaria,
propugnando una nueva libertad; y en la sugesti�n de la mentalidad de
V�ctor M. Ma�rtua cuya influencia en el orientamiento socialista de
varios de nuestros intelectuales casi nadie conoce. Esta nueva actitud
espiritual fue marcada tambi�n por una revista, m�s ef�mera a�n que
Col�nida: Nuestra �poca. En Nuestra �poca, destinada a
las muchedumbres y no al Palais Concert, escribieron F�lix del Valle,
C�sar Falc�n, C�sar Ugarte, Valdelomar, Percy Gibson, C�sar A.
Rodr�guez, C�sar Vallejo y yo. Este era ya, hasta estructuralmente, un
conglomerado distinto del de Col�nida. Figuraban en �l un
disc�pulo de Ma�rtua, un futuro catedr�tico de la Universidad: Ugarte; y
un agitador obrero: del Barzo. En este movimiento, m�s pol�tico que
literario, Valdelomar no era ya un l�der. Segu�a a escritores m�s
j�venes y menos conocidos que �l. Actuaba en segunda fila.
Valdelomar, sin embargo, hab�a evolucionado. Un gran artista es casi
siempre un hombre de gran sensibilidad. El gusto de la vida muelle,
pl�cida, sensual, no le hubiera consentido ser un agitador; pero, como
�scar Wilde, Valdelomar habr�a llegado a amar el socialismo. Valdelomar
no era un prisionero de la torre de marfil. No renegaba su pasado
demag�gico y tumultuario de billinghurista. Se complac�a de que en su
historia existiera ese episodio. Malgrado su aristocratismo, Valdelomar
se sent�a atra�do por la gente humilde y sencilla. Lo acreditan varios
cap�tulos de su literatura, no exenta de notas c�vicas. Valdelomar
escribi� para los ni�os de las escuelas de Huaura su oraci�n a San
Mart�n. Ante un auditorio de obreros, pronunci� en algunas ciudades del
norte durante sus andanzas de conferencista n�made, una oraci�n al
trabajo. Recuerdo que, en nuestros �ltimos coloquios, escuchaba con
inter�s y con respeto mis primeras divagaciones socialistas. En este
instante de gravidez, de maduraci�n, de tensi�n m�ximas, lo abati� la
muerte.
* * *
No conozco ninguna definici�n certera, exacta,
n�tida, del arte de Valdelomar. Me explico que la cr�tica no la haya
formulado todav�a. Valdelomar muri� a los treinta a�os cuando �l mismo
no hab�a conseguido a�n encontrarse, definirse. Su producci�n
desordenada, dispersa, vers�til, y hasta un poco incoherente, no
contiene sino los elementos materiales de la obra que la muerte frustr�.
Valdelomar no logr� realizar plenamente su personalidad rica y
exuberante. Nos ha dejado, a pesar de todo, muchas p�ginas magn�ficas.
Su personalidad no s�lo influy� en la actitud espiritual de una
generaci�n de escritores. Inici� en nuestra literatura una tendencia que
luego se ha acentuado. Valdelomar que trajo del extranjero influencias
pluricolores e internacionales y que, por consiguiente, introdujo en
nuestra literatura elementos de cosmopolitismo, se sinti�, al mismo
tiempo, atra�do por el criollismo y el inka�smo. Busc� sus temas en lo
cotidiano y lo humilde. Revivi� su infancia en una aldea de pescadores.
Descubri�, inexperto pero clarividente, la cantera de nuestro pasado
aut�ctono.
Uno de los elementos esenciales del arte de Valdelomar es su humorismo.
La egolatr�a de Valdelomar era en gran parte humor�stica. Valdelomar
dec�a en broma casi todas las cosas que el p�blico tomaba en serio. Las
dec�a pour �pater les bourgeois. Si los burgueses se hubiesen
re�do con �l de sus "poses" megaloman�acas, Valdelomar no hubiese
insistido tanto en su uso. Valdelomar impregn� su obra de un humorismo
elegante, alado, �tico, nuevo hasta entonces entre nosotros. Sus
art�culos de peri�dicos, sus "di�logos m�ximos", sol�an estar llenos del
m�s gentil donaire. Esta prosa habr�a podido ser m�s cincelada, m�s
elegante, m�s duradera; pero Valdelomar no ten�a casi tiempo para
pulirla. Era una prosa improvisada y period�stica
(29).
Ning�n humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno
que el de Valdelomar. Valdelomar caricaturizaba a los hombres, pero los
caricaturizaba piadosamente. Miraba las cosas con una sonrisa bondadosa.
Evaristo, el empleado de la botica aldeana, hermano gemelo de un sauce
hep�tico y desdichado, es una de esas caricaturas melanc�licas que a
Valdelomar le agradaba trazar. En el acento de esta novela de sabor
pirandelliano se siente la ternura de Valdelomar por su desventurado,
p�lido y canijo personaje.
Valdelomar parece caer a veces en la desesperanza y en el pesimismo.
Pero estos son desmayos pasajeros, depresiones precarias de su �nimo.
Era Valdelomar demasiado pante�sta y sensual para ser pesimista. Cre�a
con D'Annunzio que "la vida es bella y digna de ser magn�ficamente
vivida". En sus cuentos y paisajes aldeanos se reconoce este rasgo de su
esp�ritu. Valdelomar busc� perennemente la felicidad y el placer. Pocas
veces logr� gozarlos; pero estas pocas veces supo poseerlos plena,
absoluta, exaltadamente.
En su "Confiteor" �que es tal vez la
m�s noble, la m�s pura, la m�s bella poes�a er�tica de nuestra
literatura�, Valdelomar toca el m�s
alto grado de exaltaci�n dionis�aca. Transido de emoci�n er�tica, el
poeta piensa que la naturaleza, el Universo, no pueden ser extra�os ni
indiferentes a su amor. Su amor no es ego�sta: necesita sentirse rodeado
por una alegr�a c�smica. He aqu� esta nota suprema de "Confiteor":
Ml AMOR ANIMAR� EL MUNDO
�ES POSIBLE SUFRIR?
"Confiteor" es la ingenua confidencia l�rica de un enamorado exultante
de amor y de felicidad. Delante de la amada, el poeta "tiembla como un
junco d�bil". Y con la c�ndida convicci�n de los enamorados, dice que no
todos pueden comprender su pasi�n. La imagen de su amada, es una imagen
prerrafaelista, presentida s�lo por los que han "contemplado el lienzo
de Burne Jones donde est� el �ngel de la Anunciaci�n". En el amor,
ninguno de nuestros poetas hab�a llegado antes a este lirismo absoluto.
Hay algo de allegro beethoveniano en los versos transcritos.
A Valdelomar, a pesar de "El Hermano Ausente", a pesar de "Confiteor" y
otros versos, se le regatea el t�tulo de poeta que en cambio se
discierne por ejemplo, a don Felipe Pardo. No cabe Valdelomar dentro de
las clasificaciones arbitrarias y ramplonas de la vieja cr�tica. �Qu�
puede decir esta cr�tica de Valdelomar y de su obra? Los matices m�s
nobles, las notas m�s delicadas del temperamento de este gran l�rico no
podr�n ser aprehendidos nunca por sus definiciones. Valdelomar fue un
hombre n�made, vers�til, inquieto como su tiempo. Fue "muy moderno,
audaz, cosmopolita". En su humorismo, en su lirismo, se descubre a veces
lineamientos y matices de la moderna literatura de vanguardia.
Valdelomar no es todav�a, en nuestra literatura, el hombre matinal.
Actuaban sobre �l demasiadas influencias decadentistas. Entre "las cosas
inefables e infinitas", que intervienen en el desarrollo de sus leyendas
inkaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crep�sculo. Desde su
juventud, su arte estuvo bajo el signo de D'Annunzio. En Italia, el
tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia
autumnal, Venecia anfibia �mar�tima
y pal�dica�, exacerbaron en
Valdelomar las emociones crepusculares de Il Fuoco.
Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicaci�n decadentista
su vivo y puro lirismo. El humour, esa nota tan frecuente de su
arte, es la senda por donde se evade del universo d'annunziano. El
humour da el tono al mejor de sus cuentos: "Hebaristo, el sauce que
muri� de amor". Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no
conociera a Pirandello que, en la �poca de la visita de nuestro escritor
a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por
sus obras teatrales. Pirandelliano por el m�todo: identificaci�n
pante�sta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario;
pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocr�tico,
peque�o burgu�s, inconcluso; pirandelliano por el drama: el fracaso de
una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo s�rdido, siente
romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento pante�sta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la
naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible
caleta de pescadores gravitan melodiosamente en su subconsciencia.
Valdelomar es singularmente sensible a las cosas r�sticas. La emoci�n de
su infancia est� hecha de hogar, de playa y de campo. El "soplo denso,
perfumado del mar", la impregna de una tristeza t�nica y salobre:
Tiene, empero, Valdelomar la sensibilidad cosmopolita y viajera del
hombre moderno. Nueva York, Times Square, son motivos que lo
atraen tanto como la aldea encantada y el "caballero carmelo". Del piso
54 de Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerba santa y la verdolaga de los
primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la
movilidad caleidosc�pica de su fantas�a. El dandismo de sus cuentos
yanquis y cosmopolitas, el exotismo de sus im�genes chinas u orientales
("mi alma tiembla como un junco d�bil"), el romanticismo de sus leyendas
inkaicas, el impresionismo de sus relatos criollos son en su obra
estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del
artista, sin transiciones y sin rupturas espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escis�para. La existencia y el
trabajo del artista se resent�an de indisciplina y exuberancia criollas.
Valdelomar reun�a, elevadas a su m�xima potencia, las cualidades y los
defectos del mestizo coste�o. Era un temperamento excesivo, que del m�s
exasperado orgasmo creador ca�a en el m�s asi�tico y fatalista
renunciamiento de todo deseo. Simult�neamente ocupaban su imaginaci�n un
ensayo est�tico, una divagaci�n humor�stica, una tragedia pastoril (Verdolaga),
una vida romancesca (La Mariscala). Pero pose�a el don del
creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las ri�as
de gallos, cualquier tema pod�a poner en marcha su imaginaci�n, con
fructuosa cosecha art�stica. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor.
A �l se le revel�, primero que a nadie en nuestras letras, la tr�gica
belleza agonal de ]as corridas de toros. En tiempos en que este asunto
estaba reservado a�n a la prosa pedestre de los iniciados en la
tauromaquia, escribi� su Belmonte, el tr�gico.
La "greguer�a" empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta
que los primeros libros de G�mez de la Serna que arribaron a Lima,
gustaron sobremanera a Valdelomar. El gusto atom�stico de la "greguer�a"
era, adem�s, innato en �l, aficionado a la pesquisa original y a la
b�squeda microc�smica. Pero, en cambio, Valdelomar no sospechaba a�n en
G�mez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo
impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera
dorada, los colores ambiguos del crep�sculo.
Impresionismo: esta es, dentro de su variedad espacial, la filiaci�n m�s
precisa de su arte.
XI. NUESTROS "INDEPENDIENTES"
Al margen de los movimientos, de las tendencias, de los cen�culos y
hasta de las propias generaciones, no han faltado en el proceso de
nuestra literatura casos m�s o menos independientes y solitarios de
vocaci�n literaria. Pero en el proceso de una literatura se borra
lentamente el recuerdo del escritor y del artista que no dejan
descendencia. El escritor, el artista, pueden trabajar fuera de todo
grupo, de toda escuela, de todo movimiento. Mas su obra entonces no
puede salvarlo del olvido si no es en s� misma un mensaje a la
posteridad. No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el
suscitador. Por esto, las individualidades me interesan, sobre todo, por
su influencia. Las individualidades, en mi estudio, no tienen su m�s
esencial valor en s� mismas, sino en su funci�n de signos.
Ya hemos visto c�mo a una generaci�n o, mejor, a un movimiento radical
que reconoci� su l�der en Gonz�lez Prada, sigui� un movimiento
neo-civilista o colonialista que proclam� su patriarca a Palma. Y c�mo
vino despu�s un movimiento "col�nida" precursor de una nueva generaci�n.
Pero eso no quiere decir que toda la literatura de este largo per�odo
corresponda necesariamente al fen�meno "futurista" o al fen�meno "col�nida".
Tenemos el caso del poeta Domingo Mart�nez Luj�n, bizarro esp�cimen de
la vieja bohemia rom�ntica, algunos de cuyos versos se�alar�n en las
antolog�as algo as� como la primera nota rubendariana de nuestra poes�a.
Tenemos el caso de Manuel Beingolea, cuentista de fino humorismo y de
exquisita fantas�a que cultiva, en el cuento, el decadentismo de lo raro
y lo extraordinario. Tenemos el caso de Jos� Mar�a Eguren, que
representa en nuestra historia literaria la poes�a "pura", antes que la
poes�a simbolista.
El caso de Eguren, empero, por su excepcional ascendiente, no se
mantiene extra�o al juego de las tendencias. Constituye un valor surgido
aparte de una generaci�n, pero que deviene luego un valor pol�mico en el
di�logo de dos generaciones en contraste. Desconocido, desde�ado por la
generaci�n "futurista" que aclama como su poeta a G�lvez, Eguren es
descubierto y adoptado por el movimiento "col�nida".
La revelaci�n de Eguren empieza en la revista Contempor�neos,
sobre la que debo decir algunas palabras. Contempor�neos marca
incontestablemente una fecha en nuestra historia literaria. Fundada por
Enrique Bustamante y Ballivi�n y Julio Alfonso Hern�ndez, esta revista
aparece como el �rgano de un grupo de "independientes" que sienten la
necesidad de afirmar su autonom�a del cen�culo "colonialista". De la
generaci�n de Riva Ag�ero, estos "independientes" repudian m�s la
est�tica que el esp�ritu. Contempor�neos se presenta, ante todo,
como la avanzada del modernismo en el Per�. Su programa es
exclusivamente literario. Hasta como simple revista de renovaci�n
literaria, le faltan agresividad, exaltaci�n, beligerancia. Tiene la
ponderaci�n parnasiana de Enrique Bustamante y Ballivi�n, su director.
Mas sus actitudes poseen de todos modos un sentido de protesta. Los
"independientes" de Contempor�neos bus-can la amistad de Gonz�lez
Prada. Este gesto afirma por s� solo una "secesi�n". El poeta de
Ex�ticas, el prosador de P�ginas Libres, que entonces no
colaboraba sino en alg�n acre y pobre peri�dico anarquista, reaparece en
1909 ante el p�blico de las revistas literarias, en compa��a de unos
independientes que estimaban en �l al parnasiano, al arist�crata, m�s
que al acusador, m�s que al rebelde. Pero no importa. Este hecho anuncia
ya una reacci�n.
La revista Contempor�neos, desaparecida despu�s de unos cuantos
n�meros, intenta renacer en una revista m�s voluminosa, Cultura.
Bustamante y Ballivi�n se asocia para esta tentativa a Valdelomar. Pero
antes del primer n�mero, los co-directores ri�en. Cultura sale
sin Valdelomar. El primer y �nico n�mero da la impresi�n de una revista
m�s ecl�ctica, menos representativa que Contempor�neos. El
fracaso de este experimento prepara a Col�nida.
Pero estos y otros intentos revelan que si la generaci�n de Riva Ag�ero
no pudo desdoblarse y dividirse en dos bandos, en dos grupos antag�nicos
y definidos, no constituy� tampoco una generaci�n uniforme y un�nime. En
ninguna generaci�n se presentan esta uniformidad, esta unanimidad. La de
Riva Ag�ero tuvo sus "independientes", tuvo sus heterodoxos. Espiritual
e ideol�gicamente, el de m�s personalidad y significaci�n fue sin duda
Pedro S. Zulen. A Zulen no le disgustaban �nicamente el academicismo y
la ret�rica de los "futuristas"; le disgustaba profundamente el esp�ritu
conservador y tradicionalista. Frente a una generaci�n "colonialista",
Zulen se declar� "pro-indigenista". Los dem�s "independientes" -Enrique
Bustamante y Ballivi�n, Alberto J. Ureta, etc.- se contentaron con una
impl�cita secesi�n literaria.
XII. EGUREN
Jos� Mar�a Eguren representa en nuestra historia literaria la poes�a
pura. Este concepto no tiene ninguna afinidad con la tesis del Abate
Br�mond. Quiero simplemente expresar que la poes�a de Eguren se
distingue de la mayor parte de la poes�a peruana en que no pretende ser
historia, ni filosof�a ni apolog�tica sino exclusiva y solamente poes�a.
Los poetas de la Rep�blica no heredaron de los poetas de la Colonia la
afici�n a la poes�a teol�gica �mal
llamada religiosa o m�stica� pero s�
heredaron la afici�n a la poes�a cortesana y ditir�mbica. El parnaso
peruano se engros� bajo la Rep�blica con nuevas odas, magras unas,
hinchadas otras. Los poetas ped�an un punto de apoyo para mover el
mundo, pero este punto de apoyo era siempre un evento, un personaje. La
poes�a se presentaba, por consiguiente, subordinada a la cronolog�a.
Odas a los h�roes o hechos de Am�rica cuando no a los reyes de Espa�a,
constitu�an los m�s altos monumentos de esta poes�a de efem�rides o de
ceremonia que no encerraba la emoci�n de una �poca o de una gesta sino
apenas de una fecha. La poes�a sat�rica estaba tambi�n, por raz�n de su
oficio, demasiado encadenada al evento, a la cr�nica.
En otros casos, los poetas cultivaban el poema filos�fico que
generalmente no es poes�a ni es filosof�a. La poes�a degeneraba en un
ejercicio de declamaci�n metaf�sica.
El arte de Eguren es la reacci�n contra este arte g�rrulo y ret�rico,
casi �ntegramente compuesto de elementos temporales y contingentes.
Eguren se comporta siempre como un poeta puro. No escribe un solo verso
de ocasi�n, un solo canto sobre medida. No se preocupa del gusto del
p�blico ni de la cr�tica. No canta a Espa�a, ni a Alfonso XIII, ni a
Santa Rosa de Lima. No recita siquiera sus versos en veladas ni fiestas.
Es un poeta que en sus versos dice a los hombres �nicamente su mensaje
divino.
�C�mo salva este poeta su personalidad? �C�mo encuentra y afina en esta
turbia atm�sfera literaria sus medios de expresi�n? Enrique Bustamante y
Ballivi�n que lo conoce �ntimamente nos ha dado un interesante esquema
de su formaci�n art�stica: "Dos han sido los m�s importantes factores en
la formaci�n del poeta dotado de riqu�simo temperamento: las impresiones
campestres recibidas en su infancia en Chuquitanta, hacienda de su
familia en las inmediaciones de Lima, y las lecturas que desde su ni�ez
le hiciera de los cl�sicos espa�oles su hermano Jorge. Di�ronle las
primeras no s�lo el paisaje que da fondo a muchos de sus poemas, sino el
profundo sentimiento de la Naturaleza expresado en s�mbolos como lo
siente la gente del campo que lo anima con leyendas y consejas y lo
puebla de duendes y brujas, monstruos y trasgos. De aquellas cl�sicas
lecturas, hechas con culto criterio y ponderado buen gusto, sac� la
afici�n literaria, la riqueza de l�xico y ciertos giros arcaicos que dan
sabor peculiar a su muy moderna poes�a. De su hogar, profundamente
cristiano y m�stico, de recia moralidad cerrada, obtuvo la pureza de
alma y la tendencia al ensue�o. Puede agregarse que en �l, por su
hermana Susana, buena pianista y cantante, obtuvo la afici�n musical que
es tendencia de muchos de sus versos. En cuanto al color y a la riqueza
pl�stica, no se debe olvidar que Eguren es un buen pintor (aunque no
llegue a su altura de poeta) y que comenz� a pintar antes de escribir.
Ha notado alg�n cr�tico que Eguren es un poeta de la infancia y que all�
est� su virtud principal. Ello seguramente ha de tener origen (aunque
discrepemos de la opini�n del cr�tico) en que los primeros versos del
poeta fueron escritos para sus sobrinas y que son cuadros de la infancia
en que ellas figuran" (30).
Encuentro excesivo o, m�s bien, impreciso, calificar a Eguren de poeta
de la infancia. Pero me parece evidente su calidad esencial de poeta de
esp�ritu y sensibilidad infantiles. Toda su poes�a es una versi�n
encantada y alucinada de la vida. Su simbolismo viene, ante todo, de sus
impresiones de ni�o. No depende de influencias ni de sugestiones
literarias. Tiene sus ra�ces en la propia alma del poeta. La poes�a de
Eguren es la prolongaci�n de su infancia. Eguren conserva �ntegramente
en sus versos la ingenuidad y la r�verie del ni�o. Por eso su
poes�a es una visi�n tan virginal de las cosas. En sus ojos deslumbrados
de infante, est� la explicaci�n total del milagro.
Este rasgo del arte de Eguren no aparece s�lo en las que espec�ficamente
pueden ser clasificadas como poes�as de tema infantil. Eguren expresa
siempre las cosas y la Naturaleza con im�genes que es f�cil identificar
y reconocer como escapadas de su subconsciencia de ni�o. La pl�stica
imagen de un "rey colorado de barba de acero"
�una de las notas preciosas de "Eroe"
poes�a de m�sica rubendariana� no
puede ser encontrada sino por la imaginaci�n de un infante. "Los reyes
rojos", una de las m�s bellas creaciones del simbolismo de Eguren, acusa
an�logo origen en su bizarra composici�n de calcoman�a:
Nace tambi�n de este encantamiento del alma de Eguren su gusto por lo
maravilloso y lo fabuloso. Su mundo es el mundo indescifrable y
aladinesco de "la ni�a de la l�mpara azul". Con Eguren aparece por
primera vez en nuestra literatura la poes�a de lo maravilloso. Uno de
los elementos y de las caracter�sticas de esta poes�a es el exotismo.
Simb�licas tiene un fondo de mitolog�a escandinava y de medioevo
germano. Los mitos helenos no asoman nunca en el paisaje wagneriano y
grotesco de sus cromos sintetistas.
* * *
Eguren no tiene ascendientes en la literatura
peruana. No los tiene tampoco en la propia poes�a espa�ola. Bustamante y
Ballivi�n afirma que Gonz�lez Prada "no encontraba en ninguna literatura
origen al simbolismo de Eguren". Tambi�n yo recuerdo haber o�do a
Gonz�lez Prada m�s o menos las mismas palabras.
Clasifico a Eguren entre los precursores del per�odo cosmopolita de
nuestra literatura. Eguren �he dicho
ya� aclimata en un clima poco
propicio la flor preciosa y p�lida del simbolismo. Pero esto no quiere
decir que yo comparta, por ejemplo, la opini�n de los que suponen en
Eguren influencias vivamente perceptibles del simbolismo franc�s.
Pienso, por el contrario, que esta opini�n es equivocada. El simbolismo
franc�s no nos da la clave del arte de Eguren. Se pretende que en Eguren
hay trazas especiales de la influencia de Rimbaud. Mas el gran Rimbaud
era, temperamentalmente, la ant�tesis de Eguren. Nietzscheano, ag�nico,
Rimbaud habr�a exclamado con el Guill�n de Deucali�n: "Yo he de
ayudar al Diablo a conquistar el cielo". Andr� Rouveyre lo declara "el
prototipo del sarcasmo demon�aco y del blasfemo despreciante". M�lite de
la Comuna, Rimbaud ten�a una psicolog�a de aventurero y de
revolucionario. "Hay que ser absolutamente moderno", repet�a. Y para
serlo dej� a los veintid�s a�os la literatura y Par�s. A ser poeta en
Par�s prefiri� ser pioneer en �frica. Su vitalidad excesiva no se
resignaba a una bohemia citadina y decadente, m�s o menos verleniana.
Rimbaud, en una palabra, era un �ngel rebelde. Eguren, en cambio, se nos
muestra siempre exento de satanismo. Sus tormentas, sus pesadillas son
encantada e infantilmente fe�ricas. Eguren encuentra pocas veces su
acento y su alma tan cristalinamente como en "Los �ngeles Tranquilos":
El poeta de Simb�licas y de La Canci�n de las Figuras
representa, en nuestra poes�a, el simbolismo; pero no un simbolismo. Y
mucho menos una escuela simbolista. Que nadie le regatee originalidad.
No es l�cito regatearla a quien ha escrito versos tan absoluta y
rigurosamente originales como los de "El Duque":
Rub�n Dar�o cre�a pensar en franc�s m�s bien que en castellano.
Probablemente no se enga�aba. El decadentismo, el preciosismo, el
bizantinismo de su arte son los del Par�s finisecular y verleniano del
cual el poeta se sinti� hu�sped y amante. Su barca, "proven�a del divino
astillero del divino Watteau". Y el galicismo de su esp�ritu engendraba
el galicismo de su lenguaje. Eguren no presenta el uno ni el otro. Ni
siquiera su estilo se resiente de afrancesamiento
(3l). Su forma es
espa�ola; no es francesa. Es frecuente y es s�lito en sus versos, como
lo remarca Bustamante y Ballivi�n, el giro arcaico. En nuestra
literatura, Eguren es uno de los que representan la reacci�n contra el
espa�olismo porque, hasta su orto, el espa�olismo era todav�a
retoricismo barroco o romanticismo grandilocuente. Eguren, en todo caso,
no es como Rub�n Dar�o un enamorado de la Francia siglo dieciocho y
rococ�. Su esp�ritu desciende del Medioevo, m�s bien que del
Setecientos. Yo lo hallo hasta m�s g�tico que latino. Ya he aludido a su
predilecci�n por los mitos escandinavos y germ�nicos. Constatar� ahora
que en algunas de sus primeras composiciones, de acento y gusto un poco
rubendarianos, como "Las Bodas Vienesas" y "Lis", la imaginaci�n de
Eguren abandona siempre el mundo dieciochesco para partir en busca de un
color o una nota medioevales:
Me parece que algunos elementos de su poes�a
�la ternura y el candor de la
fantas�a, verbigratia�
emparentan vagamente a veces a Eguren con Maeterlinck
�el Maeterlinck de los buenos
tiempos�. Pero esta indecisa
afinidad no revela precisamente una influencia maeterlinckiana. Depende
m�s bien de que la poes�a de Eguren, por las rutas de lo maravilloso,
por los caminos del sue�o, toca el misterio. Mas Eguren interpreta el
misterio con la inocencia de un ni�o alucinado y vidente. Y en
Maeterlinck el misterio es con frecuencia un producto de alquimia
literaria.
Objetando su galicismo, analizando su simbolismo, se abre de improviso,
fe�ricamente, como en un encantamiento, la puerta secreta de una
interpretaci�n geneal�gica del esp�ritu y del temperamento de Jos� M.
Eguren.
* * *
Eguren desciende del Medio Evo. Es un eco puro
�extraviado en el tr�pico americano�
del Occidente medioeval. No procede de la Espa�a morisca sino de la
Espa�a g�tica. No tiene nada de �rabe en su temperamento ni en su
esp�ritu. Ni siquiera tiene mucho de latino. Sus gustos son un poco
n�rdicos. P�lido personaje de Van Dyck, su poes�a se puebla a veces de
im�genes y reminiscencias flamencas y germanas. En Francia el clasicismo
le reprochar�a su falta de orden y claridad latinas. Maurras lo hallar�a
demasiado tudesco y ca�tico. Porque Eguren no procede de la Europa
renacentista o rococ�. Procede espiritualmente de la edad de las
cruzadas y las catedrales. Su fantas�a bizarra tiene un parentesco
caracter�stico con la de los decoradores de las catedrales g�ticas en su
afici�n a lo grotesco. El genio infantil de Eguren se divierte en lo
grotesco, finamente estilizado con gusto prerrenacentista:
En Eguren subsiste, mustiado por los siglos, el esp�ritu aristocr�tico.
Sabemos que en el Per� la aristocracia colonial se transform� en
burgues�a republicana. El antiguo encomendero reemplaz� formalmente sus
principios feudales y aristocr�ticos por los principios demoburgueses de
la revoluci�n libertadora. Este sencillo cambio le permiti� conservar
sus privilegios de encomendero y latifundista. Por esta metamorfosis,
as� como no tuvimos bajo el Virreinato una aut�ntica aristocracia, no
tuvimos tampoco bajo la Rep�blica una aut�ntica burgues�a. Eguren
�el caso ten�a que darse en un poeta�
es tal vez el �nico descendiente de la genuina Europa medioeval y
g�tica. Biznieto de la Espa�a aventurera que descubri� Am�rica, Eguren
se satura en la hacienda coste�a, en el solar nativo, de ancianos aromas
de leyenda. Su siglo y su medio no sofocan en �l del todo el alma
medioeval (En Espa�a, Eguren habr�a amado como Valle Incl�n los h�roes y
los hechos de las guerras carlistas). No nace cruzado
�es demasiado tarde para serlo�,
pero nace poeta. La afici�n de su raza a la aventura se salva en la
goleta corsaria de su imaginaci�n. Como no le es dado tener el alma
aventurera, tiene al menos aventurera la fantas�a.
Nacida medio siglo antes, la poes�a de Eguren habr�a sido rom�ntica
(32), aunque no por esto de m�rito menos imperecedero. Nacida bajo el
signo de la decadencia novecentista, ten�a que ser simbolista (Maurras
no se enga�a cuando mira en el simbolismo la cola de la cola del
romanticismo). Eguren habr�a necesitado siempre evadirse de su �poca, de
la realidad. El arte es una evasi�n cuando el artista no puede aceptar
ni traducir la �poca y la realidad que le tocan. De estos artistas han
sido en nuestra Am�rica -dentro de sus temperamentos y sus tiempos
dis�miles- Jos� Asunci�n Silva y Julio Herrera y Reissig.
Estos artistas maduran y florecen extra�os y contrarios al penoso y
�spero trabajo de crecimiento de sus pueblos. Como dir�a Jorge Luis
Borges, son artistas de una cultura, no de una estirpe. Pero son quiz�
los �nicos artistas que, en ciertos per�odos de su historia, puede
poseer un pueblo, puede producir una estirpe. Valerio Brussiov,
Alejandro Block, simbolistas y arist�cratas tambi�n, representaron en
los a�os anteriores a la revoluci�n, la poes�a rusa. Venida la
revoluci�n, los dos descendieron de su torre solariega al �gora
ensangrentada y tempestuosa.
Eguren, en el Per�, no comprende ni conoce al pueblo. Ignora al indio,
lejano de su historia y extra�o a su enigma. Es demasiado occidental y
extranjero espiritualmente para asimilar el orientalismo ind�gena. Pero,
igualmente, Eguren no comprende ni conoce tampoco la civilizaci�n
capitalista, burguesa, occidental. De esta civilizaci�n, le interesa y
le encanta �nicamente, la colosal jugueter�a. Eguren se puede suponer
moderno porque admira el avi�n, el submarino, el autom�vil. Mas en el
avi�n, en el autom�vil, etc., admira no la m�quina sino el juguete. El
juguete fant�stico que el hombre ha construido para atravesar los mares
y los continentes. Eguren ve al hombre jugar con la m�quina; no ve, como
Rabindranath Tagore, a la m�quina esclavizar al hombre.
La costa m�rbida, blanda, parda, lo ha aislado tal vez de la historia y
de la gente peruanas. Quiz� la sierra lo habr�a hecho diferente Una
naturaleza incolora y mon�tona es responsable, en todo caso, de que su
poes�a sea algo as� como una poes�a de c�mara. Poes�a de estancia y de
interior. Porque as� como hay una m�sica y una pintura de c�mara, hay
tambi�n una poes�a de c�mara. Que, cuando es la voz de un verdadero
poeta, tiene el mismo encanto.
XIII. ALBERTO HIDALGO
Alberto Hidalgo signific� en nuestra literatura, de 1917 al 18, la
exasperaci�n y la terminaci�n del experimento "col�nida". Hidalgo llev�
la megaloman�a, la egolatr�a, la beligerancia del gesto "col�nida" a sus
m�s extremas consecuencias. Los bacilos de esta fiebre, sin la cual no
habr�a sido posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras,
alcanzaron en el Hidalgo, todav�a provinciano, de Panoplia L�rica,
su m�ximo grado de virulencia. Valdelomar estaba ya de regreso de su
aventuroso viaje por los dominios d'annunzianos, en el cual
�acaso porque en D'Annunzio junto a
Venecia bizantina est�n el Abruzzo r�stico y la playa adri�tica�,
descubri� la costa de la criolledad y entrevi� lejano el continente del
inka�smo. Valdelomar hab�a guardado, en sus actitudes m�s eg�latras, su
humorismo. Hidalgo, un poco tieso a�n dentro de su chaqu� arequipe�o, no
ten�a la misma agilidad para la sonrisa. El gesto "col�nida" en �l era
pat�tico. Pero Hidalgo, en cambio, iba a aportar a nuestra renovaci�n
literaria, quiz� por su misma bronca virginidad de provinciano, a quien
la urbe no hab�a aflojado, un gusto viril por la mec�nica, el
maquinismo, el rascacielos, la velocidad, etc. Si con Valdelomar
incorporamos en nuestra sensibilidad, antes estragada por el espeso
chocolate escol�stico, a D'Annunzio, con Hidalgo asimilamos a Marinetti,
explosivo, trepidante, camorrista. Hidalgo, panfletista y lapidario,
continuaba, desde otro punto de vista, la l�nea de Gonz�lez Prada y
More. Era un personaje excesivo para un p�blico sedentario y reum�tico.
La fuerza centr�fuga y secesionista que lo empuja, se lo llev� de aqu�
en un torbellino.
Hoy Hidalgo es, aunque no se mueva de un barrio de Buenos Aires, un
poeta del idioma. Apenas si, como antecedente, se puede hablar de sus
aventuras de poeta local. Creciendo, creciendo, ha adquirido efectiva
estatura americana. Su literatura tiene circulaci�n y cotizaci�n en
todos los mercados del mundo hispano. Como siempre, su arte es de
secesi�n. El clima austral ha temperado y robustecido sus nervios un
poco tropicales, que conocen todos los grados de la literatura y todas
las latitudes de la imaginaci�n. Pero Hidalgo est�
�como no pod�a dejar de estar�
en la vanguardia. Se siente �seg�n
sus palabras� en la izquierda de la
izquierda.
Esto quiere decir, ante todo, que Hidalgo ha visitado las diversas
estaciones y recorrido los diversos caminos del arte ultramoderno. La
experiencia vanguardista le es, �ntegramente, familiar. De esta gimnasia
incesante, ha sacado una t�cnica po�tica depurada de todo rezago
sospechoso. Su expresi�n es l�mpida, bru�ida, certera, desnuda. El lema
de su arte es este: "simplismo".
Pero Hidalgo, por su esp�ritu, est�, sin quererlo y sin saberlo, en la
�ltima estaci�n rom�ntica. En muchos versos suyos, encontramos la
confesi�n de su individualismo absoluto. De todas las tendencias
literarias contempor�neas, el unanimismo es, evidentemente, la m�s
extra�a y ausente de su poes�a. Cuando logra su m�s alto acento de
l�rico puro, se evade a veces de su egocentrismo. As�, por ejemplo,
cuando dice: "Soy apret�n de manos a todo lo que vive. / Poseo plena la
vecindad del mundo". Mas con estos versos empieza su poema "Envergadura
del Anarquista" que es la m�s sincera y l�rica efusi�n de su
individualismo. Y desde el segundo verso, la idea de "vecindad del
mundo" acusa el sentimiento de secesi�n y de soledad.
El romanticismo �entendido como
movimiento literario y art�stico, anexo a la revoluci�n burguesa�
se resuelve, conceptual y sentimentalmente, en individualismo. El
simbolismo, el decadentismo, no han sido sino estaciones rom�nticas. Y
lo han sido tambi�n las escuelas modernistas en los artistas que no han
sabido escapar al subjetivismo excesivo de la mayor parte de sus
proposiciones.
Hay un s�ntoma sustantivo en el arte individualista, que indica, mejor
que ning�n otro, un proceso de disoluci�n: el empe�o con que cada arte,
y hasta cada elemento art�stico, reivindica su autonom�a. Hidalgo es uno
de los que m�s radicalmente adhieren a este empe�o, si nos atenemos a su
tesis del "poema de varios lados". "Poema en el que cada uno de sus
versos constituye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una
idea o de una emoci�n centrales". Tenemos as� proclamada,
categ�ricamente, la autonom�a, la individualidad del verso. La est�tica
del anarquista no pod�a ser otra.
Pol�ticamente, hist�ricamente, el anarquismo es, como est� averiguado,
la extrema izquierda del liberalismo. Entra, por tanto, a pesar de todas
las protestas inocentes o interesadas, en el orden ideol�gico burgu�s.
El anarquista, en nuestro tiempo, puede ser un revolt�, pero no
es, hist�ricamente, un revolucionario.
Hidalgo �aunque lo niegue�
no ha podido sustraerse a la emoci�n revolucionaria de nuestro tiempo
cuando ha escrito su "Ubicaci�n de Lenin" y su "Biograf�a de la palabra
revoluci�n". En el prefacio de su �ltimo libro Descripci�n del Cielo,
la visi�n subjetiva lo hace, sin embargo, escribir que el primero "es un
poema de exaltaci�n, de pura l�rica, no de doctrina" y que "Lenin ha
sido un pretexto para crear como pudo serlo una monta�a, un r�o o una
m�quina", y que "'Biograf�a de la palabra revoluci�n', es un elogio de
la revoluci�n pura, de la revoluci�n en s�, cualquiera que sea la causa
que la dicte". La revoluci�n pura, la revoluci�n en s�, querido Hidalgo,
no existe para la historia y, no existe tampoco para la poes�a. La
revoluci�n pura es una abstracci�n. Existen la revoluci�n liberal, la
revoluci�n socialista, otras revoluciones. No existe la revoluci�n pura,
como cosa hist�rica ni como tema po�tico.
De las tres categor�as primarias en que, por comodidad de clasificaci�n
y de cr�tica, cabe, a mi juicio, dividir la poes�a de hoy
�l�rica pura, disparate absoluto y
�pica revolucionaria�, Hidalgo
siente, sobre todo, la primera; y aqu� est� su fuerza m�s grande, la que
le ha dado su m�s bellos poemas. El poema a Lenin es una creaci�n l�rica
(Hidalgo se enga�a s�lo en cuanto se supone ajeno a la emoci�n
hist�rica). Este poema, que ha salvado �ntegramente todos los riesgos
profesionales, es a la vez de una gran pureza po�tica. Lo trascribir�a
entero, si estos versos no bastasen:
Su lirismo vigilante salva a Hidalgo de caer en un arte excesivamente
cerebral, subjetivo, nihilista. No es posible dudar de �l, capaz de
recrearse en este "Dibujo de Ni�o":
El disparate �si enjuiciamos la
actualidad de Hidalgo por Descripci�n del Cielo�
desaparece casi completamente de su poes�a. Es m�s bien, uno de los
elementos de su prosa; y nunca es, en verdad, disparate absoluto. Carece
de su incoherencia alucinada: tiende, m�s bien, al disparate l�gico,
racional. La �pica revolucionaria �que
anuncia un nuevo romanticismo indemne del individualismo del que termina�
no se concilia con su temperamento ni con su vida, violentamente
an�rquicos.
A su individualismo exasperado, debe Hidalgo su dificultad para el
cuento o la novela. Cuando los intenta, se mueve dentro de un g�nero que
exige la extraversi�n del artista. Los cuentos de Hidalgo son los de un
artista introvertido. Sus personajes aparecen esquem�ticos,
artificiales, mec�nicos. Le sobra a su creaci�n, hasta cuando es m�s
fant�stica, la excesiva, intolerante y tir�nica presencia del artista,
que se niega a dejar vivir a sus criaturas por su propia cuenta, porque
pone demasiado en todas ellas su individualidad y su intenci�n.
XIV. C�SAR VALLEJO
El primer libro de C�sar Vallejo, Los Heraldos Negros, es el orto
de una nueva poes�a en el Per�. No exagera, por fraterna exaltaci�n,
Antenor Orrego, cuando afirma que "a partir de este sembrador se inicia
una nueva �poca de la libertad, de la autonom�a po�tica, de la vern�cula
articulaci�n verbal"
(33).
Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Valleio se
encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento ind�gena
virginalmente expresado. Melgar �signo
larvado, frustrado� en sus yarav�es
es a�n un prisionero de la t�cnica cl�sica, un gregario de la ret�rica
espa�ola. Vallejo, en cambio, logra en su poes�a un estilo nuevo. El
sentimiento ind�gena tiene en sus versos una modulaci�n propia. Su canto
es �ntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo.
Necesita traer una t�cnica y un lenguaje nuevos tambi�n. Su arte no
tolera el equ�voco y artificial dualismo de la esencia y la forma. "La
derogaci�n del viejo andamiaje ret�rico �remarca
certeramente Orrego� no era un
capricho o arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se
comienza a comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender
tambi�n la necesidad de una t�cnica renovada y distinta"
(34). El
sentimiento ind�gena es en Melgar algo que se vislumbra s�lo en el fondo
de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso
mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en
Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja er�tica; en
Vallejo es empresa metaf�sica. Vallejo es un creador absoluto. Los
Heraldos Negros pod�a haber sido su obra �nica. No por eso Vallejo
habr�a dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva
�poca. En estos versos del p�rtico de Los Heraldos Negros
principia acaso la poes�a peruana (Peruana, en el sentido de ind�gena).
Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos
Negros, pertenece parcialmente, por su t�tulo verbigracia, al ciclo
simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo,
de otro lado, se presta mejor que ning�n otro estilo a la interpretaci�n
del esp�ritu ind�gena. El indio, por animista y por buc�lico, tiende a
expresarse en s�mbolos e im�genes antropom�rficas o campesinas. Vallejo
adem�s no es sino en parte simbolista. Se encuentra en su poes�a
�sobre todo de la primera manera�
elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos de
expresionismo, de dada�smo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de
Vallejo es el de creador. Su t�cnica est� en continua elaboraci�n. El
procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de �nimo. Cuando
Vallejo en sus comienzos toma en pr�stamo, por ejemplo, su m�todo a
Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.
Mas lo fundamental, lo caracter�stico en su arte es la nota india. Hay
en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo
descriptivo o localista. Vallejo no recurre al folclore. La palabra
quechua, el giro vern�culo no se injertan artificiosamente en su
lenguaje; son en �l producto espont�neo, c�lula propia, elemento
org�nico. Se podr�a decir que Vallejo no elige sus vocablos. Su
autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradici�n, no
se interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas
emociones. Su poes�a y su lenguaje emanan de su carne y su �nima. Su
mensaje est� en �l. El sentimiento ind�gena obra en su arte quiz� sin
que �l lo sepa ni lo quiera.
Uno de los rasgos m�s netos y claros del indigenismo de Vallejo me
parece su frecuente actitud de nostalgia. Valc�rcel, a quien debemos tal
vez la m�s cabal interpretaci�n del alma aut�ctona, dice que la tristeza
del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente
nost�lgico. Tiene la ternura de la evocaci�n. Pero la evocaci�n en
Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia
concebida con tanta pureza l�rica con la nostalgia literaria de los
pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No
a�ora el Imperio como el pasadismo perricholesco a�ora el Virreinato. Su
nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metaf�sica.
Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.
Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendr�:
Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias,
punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero
�y en esto se identifica tambi�n un
rasgo del alma india�, sus recuerdos
est�n llenos de esa dulzura de ma�z tierno que Vallejo gusta
melanc�licamente cuando nos habla del "facundo ofertorio de los
choclos".
Vallejo tiene en su poes�a el pesimismo del indio. Su hesitaci�n, su
pregunta, su inquietud, se resuelven esc�pticamente en un "�para qu�!"
En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay
en �l nada de sat�nico ni de morboso. Es el pesimismo de un �nima que
sufre y exp�a "la pena de los hombres" como dice Pierre Hamp. Carece
este pesimismo de todo origen literario. No traduce una rom�ntica
desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de
Schopenhauer. Resume la experiencia filos�fica, condensa la actitud
espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni
afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de
Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es
un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo
oriental que lo aproxima, m�s bien, al pesimismo cristiano y m�stico de
los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada
que conduce al suicidio a los lun�ticos personajes de Andreiev y
Arzibachev. Se podr�a decir que as� como no es un concepto, tampoco es
una neurosis.
Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo
engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados,
como en casi todos los casos del ciclo rom�ntico. Vallejo siente todo el
dolor humano. Su pena no es personal. Su alma "est� triste hasta la
muerte" de la tristeza de todos los hombres. Y de la tristeza de Dios.
Porque para el poeta no s�lo existe la pena de los hombres. En estos
versos nos habla de la pena de Dios:
Otros versos de Vallejo niegan esta intuici�n de la divinidad. En "Los
Dados Eternos" el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. "T� que
estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creaci�n". Pero el
verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no
es �ste. Cuando su lirismo, exento de toda coerci�n racionalista, fluye
libre y generosamente, se expresa en versos como �stos, los primeros que
hace diez a�os me revelaron el genio de Vallejo:
"El poeta �escribe Orrego�
habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y
ama universalmente". Este gran l�rico, este gran subjetivo, se comporta
como un int�rprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su
poes�a la queja egol�trica y narcisista del romanticismo. El
romanticismo del siglo XIX fue esencialmente ndividualista; el
romanticismo del novecientos es, en cambio, espont�nea y l�gicamente
socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no s�lo
pertenece a su raza, pertenece tambi�n a su siglo, a su evo
(35).
Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte
del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a s� mismo. Lo asalta el
temor, la congoja de estar tambi�n �l, robando a los dem�s:
La poes�a de Los Heraldos Negros es as� siempre. El alma de
Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.
Este arte se�ala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte
nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradici�n cortesana de una
literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un
hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce
�ese gran poeta que ha pasado
ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a
los laureles de los juglares de feria�
se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo esp�ritu, de la
nueva conciencia.
Vallejo, en su poes�a, es siempre un alma �vida de infinito, sedienta de
verdad. La creaci�n en �l es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y
exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e
inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento ret�rico, se
desviste de toda vanidad literaria. Llega a la m�s austera, a la m�s
humilde, a la m�s orgullosa sencillez en la forma. Es un m�stico de la
pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y
la crueldad de su camino. He aqu� lo que escribe a Antenor Orrego
despu�s de haber publicado Trilce: "El libro ha nacido en el
mayor vac�o. Soy responsable de �l. Asumo toda la responsabilidad de su
est�tica. Hoy, y m�s que nunca quiz�s, siento gravitar sobre m�, una
hasta ahora desconocida obligaci�n sacrat�sima, de hombre y de artista:
�la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo ser� jam�s. Siento
que gana el arco de mi frente su m�s imperativa fuerza de heroicidad. Me
doy en la forma m�s libre que puedo y �sta es mi mayor cosecha
art�stica. �Dios sabe hasta d�nde es cierta y verdadera mi libertad!
�Dios sabe cu�nto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa
libertad y cayera en libertinaje! �Dios sabe hasta qu� bordes
espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se
vaya a morir a fondo para que mi pobre �nima viva!" Este es
inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un aut�ntico
artista. La confesi�n de su sufrimiento es la mejor prueba de su
grandeza.
XV. ALBERTO GUILL�N
Alberto Guill�n hered� de la generaci�n "col�nida" el esp�ritu
iconoclasta y eg�latra. Extrem� en su poes�a la exaltaci�n paranoica del
yo. Pero, a tono con el nuevo estado de �nimo que maduraba ya, tuvo su
poes�a un acento viril. Extra�o a los venenos de la urbe, Guill�n
discurri�, con r�stico y p�nico sentimiento, por los caminos del agro y
la �gloga. Enfermo de individualismo y nietzscheanismo, se sinti� un
superhombre. En Guill�n la poes�a peruana renegaba, un poco desgarbada
pero oportuna y definitivamente, sus surtidores y sus fontanas.
Pertenecen a este momento de Guill�n Belleza Humilde y
Prometeo. Pero es en Deucali�n donde el poeta encuentra su
equilibrio y realiza su personalidad. Clasifico Deucali�n entre
los libros que m�s alta y puramente representan la l�rica peruana de la
primera centuria. En Deucali�n no hay un bardo que declama en un
tinglado ni un trovador que canta una serenata. Hay un hombre que sufre,
que exulta, que afirma, que duda y que niega. Un hombre henchido de
pasi�n, de ansia, de anhelo. Un hombre, sediento de verdad, que sabe que
"nuestro destino es hallar el camino que lleva al Para�so". Deucali�n
es la canci�n de la partida.
Este nuevo caballero andante no vela sus armas en ninguna venta. No
tiene roc�n ni escudero ni armadura. Camina desnudo y grave como el
"Juan Bautista" de Rodin.
Pero la tensi�n de la vigilia de espera ha sido demasiado dura para sus
nervios j�venes. Y, luego, la primera aventura, como la de Don Quijote,
ha sido desventurada y rid�cula. El poeta, adem�s, nos revela su
flaqueza desde esta jornada. No est� bastante loco para seguir la ruta
de Don Quijote, insensible a las burlas del destino. Lleva acurrucado en
su propia alma al maligno Sancho con sus refranes y sus sarcasmos. Su
ilusi�n no es absoluta. Su locura no es cabal. Percibe el lado grotesco,
el flanco c�mico de su andanza. Y, por consiguiente, fatigado,
vacilante, se detiene para interrogar a todas las esfinges y a todos los
enigmas.
Pero la duda, que roe el coraz�n del poeta, no puede a�n prevalecer
sobre su esperanza. El poema tiene mucha sed de infinito. Su ilusi�n
est� herida; pero todav�a logra ser imperativa y perentoria. Este soneto
resume entero el episodio:
No es tan fuerte siempre el caminante. El diablo lo tienta a cada paso.
La duda, a pesar suyo, empieza a filtrarse sagazmente en su conciencia,
emponzo��ndola y afloj�ndola. Guill�n conviene con el diablo en que "no
sabemos si tiene raz�n Quijote o Panza". Mina su voluntad una filosof�a
relativista y esc�ptica. Su gesto se vuelve un poco inseguro y
desconfiado. Entre la Nada y el Mito, su impulso vital lo conduce al
Mito. Pero Guill�n conoce ya su relatividad. La duda es est�ril. La fe
es fecunda. S�lo por esto Guill�n se decide por el camino de la fe. Su
quijotismo ha perdido su candor y su pureza. Se ha tornado pragmatista.
"Piensa que te conviene / no perder la esperanza". Esperar, creer, es
una cuesti�n de conveniencia y de comodidad. Nada importa que luego esta
intuici�n se precise en t�rminos m�s nobles: "Y, mejor, no razones, m�s
valen ilusiones que la raz�n m�s fuerte".
Pero todav�a el poeta recupera, de rato en rato, su divina locura.
Todav�a est� encendida su alucinaci�n. Todav�a es capaz de expresarse
con una pasi�n sobrehumana:
Y, en este admirable soneto, gr�vido de emoci�n, religioso en su acento,
el poeta formula su evangelio:
La ra�z de esta poes�a est� a veces en Nietzsche, a veces en Rod�, a
veces en Unamuno; pero la flor, la espiga, el grano, son de Guill�n. No
es posible discutirle ni contestarle su propiedad. El pensamiento y la
forma se consustancian, se identifican totalmente en Deucali�n.
La forma es como el pensamiento, desnuda, pl�stica, tensa, urgente.
Col�rica y serena al mismo tiempo (Una de las cosas que yo amo m�s en
Deucali�n es, precisamente, su prescindencia casi absoluta de
decorado y de indumento; su voluntario y categ�rico renunciamiento a lo
ornamental y a lo ret�rico). Deucali�n, es una diana. Es un orto.
En Deucali�n parte un hombre, mozo y puro todav�a, en busca de
Dios o a la conquista del mundo.
Mas, en su camino, Guill�n se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia.
Olvida la meta ingenua de su juventud. Pierde su inocencia. El
espect�culo y las emociones de la civilizaci�n urbana y cosmopolita
enervan y relajan su voluntad. Su poes�a se contagia del humor negativo
y corrosivo de la literatura de Occidente. Guill�n deviene socarr�n,
befardo, c�nico, �cido. Y el pecado trae la expiaci�n. Todo lo que es
posterior a Deucali�n es tambi�n inferior. Lo que le falta de
intensidad humana le falta, igualmente, de significaci�n art�stica. El
Libro de las Par�bolas y La Imitaci�n de Nuestro Se�or Yo
encierran muchos aciertos; pero son libros irremediablemente mon�tonos.
Me hacen la impresi�n de productos de retorta. El escepticismo y el
egotismo de Guill�n destilan ah�, acompasadamente, una gota, otra gota.
Tantas gotas, dan una p�gina; tantas p�ginas y un pr�logo, dan un libro.
El lado, el contorno de esta actitud de Guill�n m�s interesante es su
relativismo. Guill�n se entretiene en negar la realidad del yo, del
individuo. Pero su testimonio es recusable. Porque tal vez, Guill�n
razona seg�n su experiencia personal: "Mi personalidad, como yo la so��,
como yo la entrev�, no se ha realizado; luego la personalidad no
existe".
En La Imitaci�n de Nuestro Se�or Yo, el pensamiento de Guill�n es
pirandelliano. He aqu� algunas pruebas:
"El, ella, todos existen, pero en ti". "Soy todos los hombres en m�".
"�Mis contradicciones no son una prueba de que llevo en m� a muchos
hombres?" "Mentira. Ellos no mueren: somos nosotros que morimos en
ellos".
Estas l�neas contienen algunas briznas de la filosof�a del Uno,
Ninguno, Cien Mil de Pirandello.
No creo, sin embargo, que Guill�n, si persevera por esta ruta, llegue a
clasificarse entre los espec�menes de la literatura humorista y
cosmopolita de Occidente. Guill�n, en el fondo, es un poeta un poco
rural y franciscano. No tom�is al pie de la letra sus blasfemias. Muy
adentro del alma, guarda un poco de romanticismo de provincia. Su
psicolog�a tiene muchas ra�ces campesinas. Permanece, �ntimamente,
extra�a al esp�ritu quintaesenciado de la urbe. Cuando se lee a Guill�n
se advierte, en seguida, que no consigue manejar con destreza el
artificio.
El t�tulo del �ltimo libro de Guill�n Laureles resume la segunda
fase de su literatura y de su vida. Por conquistar estos y otros
laureles, que �l mismo secretamente desde�a, ha luchado, ha sufrido, ha
peleado. El camino del laurel lo ha desviado del camino del Cielo. En la
adolescencia su ambici�n era m�s alta. �Se contenta ahora de algunos
laureles municipales o acad�micos?
Yo coincido con Gabriel Alomar en acusar a Guill�n de sofocar al poeta
de Deucali�n con sus propias manos. A Guill�n lo pierde la
impaciencia. Quiere laureles a toda costa. Pero los laureles no
perduran. La gloria se construye con materiales menos ef�meros. Y es
para los que logran renunciar a sus falaces y ficticias anticipaciones.
El deber del artista es no traicionar su destino. La impaciencia en
Guill�n se resuelve en abundancia. Y la abundancia es lo que m�s
perjudica y disminuye el m�rito de su obra que, en los �ltimos tiempos,
aunque adopte en verso la moda vanguardista, se resiente de cansancio,
de desgano y de repetici�n de sus primeros motivos.
XVI. MAGDA PORTAL
Magda Portal es ya otro valor-signo en el proceso de nuestra literatura.
Con su advenimiento le ha nacido al Per� su primera poetisa. Porque
hasta ahora hab�amos tenido s�lo mujeres de letras, de las cuales una
que otra con temperamento art�stico o m�s espec�ficamente literario.
Pero no hab�amos tenido propiamente una poetisa.
Conviene entenderse sobre el t�rmino. La poetisa es hasta cierto punto,
en la historia de la civilizaci�n occidental, un fen�meno de nuestra
�poca. Las �pocas anteriores produjeron s�lo poes�a masculina. La de las
mujeres tambi�n lo era, pues se contentaba con ser una variaci�n de sus
temas l�ricos o de sus motivos filos�ficos. La poes�a que no ten�a el
signo del var�n, no ten�a tampoco el de la mujer -virgen, hembra,
madre-. Era una poes�a asexual. En nuestra �poca, las mujeres ponen al
fin en su poes�a su propia carne y su propio esp�ritu. La poetisa es
ahora aquella que crea una poes�a femenina. Y desde que la poes�a de la
mujer se ha emancipado y diferenciado espiritualmente de la del hombre,
las poetisas tienen una alta categor�a en el elenco de todas las
literaturas. Su existencia es evidente e interesante a partir del
momento en que ha empezado a ser distinta.
En la poes�a de Hispanoam�rica, dos mujeres, Gabriela Mistral y Juana de
Ibarbourou, acaparan desde hace tiempo m�s atenci�n que ning�n otro
poeta de su tiempo. Delmira Agustini tiene en su pa�s y en Am�rica larga
y noble descendencia. Al Per� ha tra�do su mensaje Blanca Luz Brum. No
se trata de casos solitarios y excepcionales. Se trata de un vasto
fen�meno, com�n a todas las literaturas. La poes�a, un poco envejecida
en el hombre, renace rejuvenecida en la mujer.
Un escritor de brillantes intuiciones, F�lix del Valle, me dec�a un d�a,
constatando la multiplicidad de poetisas de m�rito en el mundo, que el
cetro de la poes�a hab�a pasado a la mujer. Con su humorismo ing�nito
formulaba as� su proposici�n: -La poes�a deviene un oficio de mujeres-.
Esta es sin duda una tesis extrema. Pero lo cierto es que la poes�a que,
en los poetas, tiende a una actitud nihilista, deportiva, esc�ptica, en
las poetisas tiene frescas ra�ces y c�ndidas flores. Su acento acusa m�s
�lan vital, m�s fuerza biol�gica.
Magda Portal no es a�n bastante conocida y apreciada en el Per� ni en
Hispanoam�rica. No ha publicado sino un libro de prosa: El derecho de
matar (La Paz, 1926) y un libro de versos: Una Esperanza y el Mar
(Lima, 1927). El derecho de matar nos presenta casi s�lo uno de
sus lados: ese esp�ritu rebelde y ese mesianismo revolucionario que
testimonian incontestablemente en nuestros d�as la sensibilidad
hist�rica de un artista. Adem�s, en la prosa de Magda Portal se
encuentra siempre un jir�n de su magn�fico lirismo. "El poema de la
C�rcel", "La sonrisa de Cristo" y "C�rculos violeta"
�tres poemas de este volumen�
tienen la caridad, la pasi�n y la ternura exaltada de Magda. Pero este
libro no la caracteriza ni la define. El derecho de matar: t�tulo
de gusto anarcoide y nihilista, en el cual no se reconoce el esp�ritu de
Magda.
Magda es esencialmente l�rica y humana. Su piedad se emparenta
�dentro de la aut�noma personalidad
de uno y otro� con la piedad de
Vallejo. As� se nos presenta, en los versos de "�nima absorta" y "Una
Esperanza y el Mar". Y as� es seguramente. No le sienta ning�n gesto de
decadentismo o paradojismo novecentistas.
En sus primeros versos Magda Portal es, casi siempre, la poetisa de la
ternura. Y en algunos se reconoce precisamente su lirismo en su
humanidad. Exenta de egolatr�a megal�mana, de narcisismo rom�ntico,
Magda Portal nos dice: "Peque�a soy. . . !"
Pero, ni piedad, ni ternura solamente, en su poes�a se encuentra todos
los acentos de una mujer que vive apasionada y vehementemente, encendida
de amor y de anhelo y atormentada de verdad y de esperanza.
Magda Portal ha escrito en el frontispicio de uno de sus libros estos
pensamientos de Leonardo de Vinci: "El alma, primer manantial de la
vida, se refleja en todo lo que crea". "La verdadera obra de arte es
como un espejo en que se mira el alma del artista". La fervorosa
adhesi�n de Magda a estos principios de creaci�n es un dato de un
sentido del arte que su poes�a nunca contradice y siempre ratifica.
En su poes�a Magda nos da, ante todo, una l�mpida versi�n de s� misma.
No se escamotea, no se mistifica, no se idealiza. Su poes�a es su
verdad. Magda no trabaja por ofrecernos una imagen ali�ada de su alma en
toilette de gala. En un libro suyo podemos entrar sin
desconfianza, sin ceremonia, seguros de que no nos aguarda ning�n
simulacro, ninguna celada. El arte de esta honda y pura l�rica, reduce
al m�nimo, casi a cero, la proporci�n de artificio que necesita para ser
arte.
Esta es para m� la mejor prueba del alto valor de Magda. En esta �poca
de decadencia de un orden social �y
por consiguiente de un arte� el m�s
imperativo deber del artista es la verdad. Las �nicas obras que
sobrevivir�n a esta crisis, ser�n las que constituyan una confesi�n y un
testimonio.
El perenne y oscuro contraste entre dos principios
�el de vida y el de muerte�
que rigen el mundo, est� presente siempre en la poes�a de Magda. En
Magda se siente a la vez un anhelo angustiado de acabar y de no ser y un
ansia de crear y de ser. El alma de Magda es un alma ag�nica. Y su arte
traduce cabal e �ntegramente las dos fuerzas que la desgarran y la
impulsan. A veces triunfa el principio de vida; a veces triunfa el
principio de muerte.
La presencia dram�tica de este conflicto da a la poes�a de Magda Portal
una profundidad metaf�sica a la que arriba libremente el esp�ritu, por
la propia ruta de su lirismo, sin apoyarse en el bast�n de ninguna
filosof�a.
Tambi�n le da una profundidad psicol�gica que le permite registrar todas
las contradictorias voces de su di�logo, de su combate, de su agon�a.
La poetisa logra con una fuerza extraordinaria la expresi�n de s� misma
en estos versos admirables:
Esta poetisa nuestra, a quien debemos saludar ya como a una de las
primeras poetisas de Indoam�rica, no desciende de la Ibarbourou. No
desciende de la Agustini. No desciende siquiera de la Mistral, de quien,
sin embargo, por cierta afinidad de acento, se le siente m�s pr�xima que
de ninguna. Tiene un temperamento original y aut�nomo. Su secreto, su
palabra, su fuerza, nacieron con ella y est�n en ella.
En su poes�a hay m�s dolor que alegr�a, hay m�s sombra que claridad.
Magda es triste. Su impulso vital la mueve hacia la luz y la fiesta. Y
Magda se siente impotente para gozarlas. Este es su drama. Pero no la
amarga ni la enturbia.
En "Vidrios de Amor", poema en dieciocho canciones emocionadas, toda
Magda est� en estos versos:
�Toda Magda est� en estos versos? Toda Magda, no. Magda no es s�lo
madre, no es s�lo amor. �Qui�n sabe de cu�ntas oscuras potencias, de
cu�ntas contrarias verdades est� hecha un alma como la suya?
XVII. LAS CORRIENTES DE HOY.- EL INDIGENISMO
La corriente "indigenista" que caracteriza a la nueva literatura
peruana, no debe su propagaci�n presente ni su exageraci�n posible a las
causas eventuales o contingentes que determinan com�nmente una moda
literaria. Y tiene una significaci�n mucho m�s profunda. Basta observar
su coincidencia visible y su consanguinidad �ntima con una corriente
ideol�gica y social que recluta cada d�a m�s adhesiones en la juventud,
para comprender que el indigenismo literario traduce un estado de �nimo,
un estado de conciencia del Per� nuevo.
Este indigenismo que est� s�lo en un per�odo de germinaci�n
�falta a�n un poco para que d� sus
flores y sus frutos� podr�a ser
comparado �salvadas todas las
diferencias de tiempo y de espacio�
al "mujikismo" de la literatura rusa pre-revolucionaria. El "mujikismo"
tuvo parentesco estrecho con la primera fase de la agitaci�n social en
la cual se prepar� e incub� la revoluci�n rusa. La literatura "mujikista"
llen� una misi�n hist�rica. Constituy� un verdadero proceso del
feudalismo ruso, del cual sali� �ste inapelablemente condenado. La
socializaci�n de la tierra, actuada por la revoluci�n bolchevique,
reconoce entre sus pr�dromos la novela y la poes�a "mujikistas". Nada
importa que al retratar al mujik �tampoco
importa si deform�ndolo o idealiz�ndolo�
el poeta o el novelista ruso estuvieran muy lejos de pensar en la
socializaci�n.
De igual modo el "constructivismo" y el "futurismo" rusos, que se
complacen en la representaci�n de m�quinas, rascacielos, aviones,
usinas, etc., corresponden a una �poca en que el proletariado urbano,
despu�s de haber creado un r�gimen cuyos usufructuarios son hasta ahora
los campesinos, trabaja por occidentalizar Rusia llev�ndola a un grado
m�ximo de industrialismo y electrificaci�n.
El "indigenismo" de nuestra literatura actual no est� desconectado de
los dem�s elementos nuevos de esta hora. Por el contrario, se encuentra
articulado con ellos. El problema ind�gena, tan presente en la pol�tica,
la econom�a y la sociolog�a no puede estar ausente de la literatura y
del arte. Se equivocan gravemente quienes, juzg�ndolo por la incipiencia
o el oportunismo de pocos o muchos de sus corifeos, lo consideran, en
conjunto, artificioso.
Tampoco cabe dudar de su vitalidad por el hecho de que hasta ahora no ha
producido una obra maestra. La obra maestra no florece sino en un
terreno largamente abonado por una an�nima u oscura multitud de obras
mediocres. El artista genial no es ordinariamente un principio sino una
conclusi�n. Aparece, normalmente, como el resultado de una vasta
experiencia.
Menos a�n cabe alarmarse de epis�dicas exasperaciones ni de anecd�ticas
exageraciones. Ni unas ni otras encierran el secreto ni conducen la
savia del hecho hist�rico. Toda afirmaci�n necesita tocar sus l�mites
extremos. Detenerse a especular sobre la an�cdota es exponerse a quedar
fuera de la historia.
Esta corriente, de otro lado, encuentra un est�mulo en la asimilaci�n
por nuestra literatura de elementos de cosmopolitismo. Ya he se�alado la
tendencia autonomista y nativista del vanguardismo en Am�rica. En la
nueva literatura argentina nadie se siente m�s porte�o que Girondo y
Borges ni m�s gaucho que G�iraldes. En cambio quienes como Larreta
permanecen enfeudados al clasicismo espa�ol, se revelan radical y
org�nicamente incapaces de interpretar a su pueblo.
Otro acicate, en fin, es en algunos el exotismo que, a medida que se
acent�an los s�ntomas de decadencia de la civilizaci�n occidental,
invade la literatura europea. A C�sar Moro, a Jorge Seoane y a los dem�s
artistas que �ltimamente han emigrado a Par�s, se les pide all� temas
nativos, motivos ind�genas. Nuestra escultora Carmen Saco ha llevado en
sus estatuas y dibujos de indios el m�s v�lido pasaporte de su arte.
Este �ltimo factor exterior es el que decide a cultivar el indigenismo
aunque sea a su manera y s�lo epis�dicamente, a literatos que podr�amos
llamar "emigrados" como Ventura Garc�a Calder�n, a quienes no se puede
atribuir la misma artificiosa moda vanguardista ni el mismo contagio de
los ideales de la nueva generaci�n supuestos en los literatos j�venes
que trabajan en el pa�s.
* * *
El criollismo no ha podido prosperar en nuestra
literatura, como una corriente de esp�ritu nacionalista, ante todo
porque el criollo no representa todav�a la nacionalidad. Se constata,
casi uniformemente, desde hace tiempo, que somos una nacionalidad en
formaci�n. Se percibe ahora, precisando ese concepto, la subsistencia de
una dualidad de raza y de esp�ritu. En todo caso, se conviene,
un�nimemente, en que no hemos alcanzado a�n un grado elemental siquiera
de fusi�n de los elementos raciales que conviven en nuestro suelo y que
componen nuestra poblaci�n. El criollo no est� netamente definido. Hasta
ahora la palabra "criollo" no es casi m�s que un t�rmino que nos sirve
para designar gen�ricamente una pluralidad, muy matizada, de mestizos.
Nuestro criollo carece del car�cter que encontramos, por ejemplo, en el
criollo argentino. El argentino es identificable f�cilmente en cualquier
parte del mundo: el peruano, no. Esta confrontaci�n, es precisamente la
que nos evidencia que existe ya una nacionalidad argentina, mientras no
existe todav�a, con peculiares rasgos, una nacionalidad peruana. El
criollo presenta aqu� una serie de variedades. El coste�o se diferencia
fuertemente del serrano. En tanto que en la sierra la influencia
tel�rica indigeniza al mestizo, casi hasta su absorci�n por el esp�ritu
ind�gena, en la costa el predominio colonial mantiene el esp�ritu
heredado de Espa�a.
En el Uruguay, la literatura nativista, nacida como en la Argentina de
la experiencia cosmopolita, ha sido criollista, porque ah� la poblaci�n
tiene la unidad que a la nuestra le falta. El nativismo, en el Uruguay,
por otra parte, aparece como un fen�meno esencialmente literario. No
tiene, como el indigenismo en el Per�, una subconsciente inspiraci�n
pol�tica y econ�mica. Zum Felde, uno de sus suscitadores como cr�tico,
declara que ha llegado ya la hora de su liquidaci�n. "A la devoci�n
imitativa de lo extranjero �escribe�
hab�a que oponer el sentimiento auton�mico de lo nativo. Era un
movimiento de emancipaci�n literaria. La reacci�n se oper�; la
emancipaci�n fue, luego, un hecho. Los tiempos estaban maduros para
ello. Los poetas j�venes volvieron sus ojos a la realidad nacional. Y,
al volver a ella sus ojos, vieron aquello que, por contraste con lo
europeo, era m�s genuinamente americano: lo gauchesco. Mas, cumplida ya
su misi�n, el tradicionalismo debe a su vez pasar. Hora es ya de que
pase, para dar lugar a un americanismo l�rico m�s acorde con el
imperativo de la vida. La sensibilidad de nuestros d�as se nutre ya de
realidades, idealidades distintas. El ambiente platense ha dejado
definitivamente de ser gaucho; y todo lo gauchesco
�despu�s de arrinconarse en los m�s
hura�os pagos� va pasando al culto
silencioso de los museos. La vida rural del Uruguay est� toda
transformada en sus costumbres y en sus caracteres, por el avance del
cosmopolitismo urbano"
(36).
En el Per�, el criollismo, aparte de haber sido demasiado espor�dico y
superficial, ha estado nutrido de sentimiento colonial. No ha
constituido una afirmaci�n de autonom�a. Se ha contentado con ser el
sector costumbrista de la literatura colonial sobreviviente hasta hace
muy poco. Abelardo Gamarra es, tal vez, la �nica excepci�n en este
criollismo domesticado, sin orgullo nativo.
Nuestro "nativismo" �necesario
tambi�n literariamente como revoluci�n y como emancipaci�n�,
no puede ser simple "criollismo". El criollo peruano no ha acabado a�n
de emanciparse espiritualmente de Espa�a. Su europeizaci�n
�a trav�s de la cual debe encontrar,
por reacci�n, su personalidad� no se
ha cumplido sino en parte. Una vez europeizado, el criollo de hoy
dif�cilmente deja de darse cuenta del drama del Per�. Es �l precisamente
el que, reconoci�ndose a s� mismo como un espa�ol bastardeado, siente
que el indio debe ser el cimiento de la nacionalidad (Valdelomar,
criollo coste�o, de regreso de Italia, impregnado de d'annunzianismo y
de esnobismo, experimenta su m�ximo deslumbramiento cuando descubre o,
m�s bien, imagina el Inkario). Mientras el criollo puro conserva
generalmente su esp�ritu colonial, el criollo europeizado se rebela, en
nuestro tiempo, contra ese esp�ritu, aunque s�lo sea como protesta
contra su limitaci�n y su arca�smo.
Claro que el criollo, diverso y m�ltiple, puede abastecer abundantemente
a nuestra literatura �narrativa,
descriptiva, costumbrista, folclorista, etc.�,
de tipos y motivos. Pero lo que subconscientemente busca la genuina
corriente indigenista en el indio, no es s�lo el tipo o el motivo. Menos
a�n el tipo o el motivo pintoresco. El "indigenismo" no es aqu� un
fen�meno esencialmente literario como el "nativismo" en el Uruguay. Sus
ra�ces se alimentan de otro humus hist�rico. Los "indigenistas"
aut�nticos �que no deben ser
confundidos con los que explotan temas ind�genas por mero "exotismo"�
colaboran, conscientemente o no, en una obra pol�tica y econ�mica de
reivindicaci�n �no de restauraci�n
ni resurrecci�n.
El indio no representa �nicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje.
Representa un pueblo, una raza, una tradici�n, un esp�ritu. No es
posible, pues, valorarlo y considerarlo, desde puntos de vista
exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional,
coloc�ndolo en el mismo plano que otros elementos �tnicos del Per�.
A medida que se le estudia, se averigua que la corriente indigenista no
depende de simples factores literarios sino de complejos factores
sociales y econ�micos. Lo que da derecho al indio a prevalecer en la
visi�n del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste
entre su predominio demogr�fico y su servidumbre
�no s�lo inferioridad�
social y econ�mica. La presencia de tres a cuatro millones de
hombres de la raza aut�ctona en el panorama mental de un pueblo de cinco
millones, no debe sorprender a nadie en una �poca en que este pueblo
siente la necesidad de encontrar el equilibrio que hasta ahora le ha
faltado en su historia.
* * *
El indigenismo, en nuestra literatura, como se
desprende de mis anteriores proposiciones, tiene fundamentalmente el
sentido de una reivindicaci�n de lo aut�ctono. No llena la funci�n
puramente sentimental que llenar�a, por ejemplo, el criollismo. Habr�a
error, por consiguiente, en apreciar el indigenismo como equivalente del
criollismo, al cual no reemplaza ni subroga.
Si el indio ocupa el primer plano en la literatura y el arte peruanos no
ser�, seguramente, por su inter�s literario o pl�stico, sino porque las
fuerzas nuevas y el impulso vital de la naci�n tienden a reivindicarlo.
El fen�meno es m�s instintivo y biol�gico que intelectual y teor�tico.
Repito que lo que subconscientemente busca la genuina corriente
indigenista en el indio no es s�lo el tipo o el motivo y menos a�n el
tipo o el motivo "pintoresco". Si esto no fuese cierto, es evidente que
el "zambo", verbigratia, interesar�a al literato o al artista
criollo -en especial al criollo- tanto como el indio. Y esto no ocurre
por varias razones. Porque el car�cter de esta corriente no es
naturalista o costumbrista sino, m�s bien, l�rico, como lo prueban los
intentos o esbozos de poes�a andina. Y porque una reivindicaci�n de
lo aut�ctono no puede confundir al "zambo" o al mulato con el indio. El
negro, el mulato, el "zambo" representan, en nuestro pasado, elementos
coloniales. El espa�ol import� al negro cuando sinti� su imposibilidad
de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al
Per� a servir los fines colonizadores de Espa�a. La raza negra
constituye uno de los aluviones humanos depositados en la Costa por el
Coloniaje. Es uno de los estratos, poco densos y fuertes, del Per�
sedimentado en la tierra baja durante el Virreinato y la primera etapa
de la Rep�blica. Y, en este ciclo, todas las circunstancias han
concurrido a mantener su solidaridad con la Colonia. El negro ha mirado
siempre con hostilidad y desconfianza la sierra, donde no ha podido
aclimatarse f�sica ni espiritualmente. Cuando se ha mezclado al indio ha
sido para bastardearlo comunic�ndole su domesticidad zalamera y su
psicolog�a exteriorizante y m�rbida. Para su antiguo amo blanco ha
guardado, despu�s de su manumisi�n, un sentimiento de liberto adicto. La
sociedad colonial, que hizo del negro un dom�stico
�muy pocas veces un artesano, un
obrero� absorbi� y asimil� a la raza
negra, hasta intoxicarse con su sangre tropical y caliente. Tanto como
impenetrable y hura�o el indio, le fue asequible y dom�stico el negro. Y
naci� as� una subordinaci�n cuya primera raz�n est� en el origen mismo
de la importaci�n de esclavos y de la que s�lo redime al negro y al
mulato la evoluci�n social y econ�mica que, convirti�ndolo en obrero,
cancela y extirpa poco a poco la herencia espiritual del esclavo. El
mulato, colonial aun en sus gustos, inconscientemente est� por el
hispanismo, contra el autoctonismo. Se siente espont�neamente m�s
pr�ximo de Espa�a que del Inkario. S�lo el socialismo, despertando en �l
conciencia clasista, es capaz de conducirlo a la ruptura definitiva con
los �ltimos rezagos de esp�ritu colonial.
El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de
otros elementos vitales de nuestra literatura. El indigenismo no aspira
indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba
otros impulsos ni otras manifestaciones. Pero representa el color y la
tendencia m�s caracter�sticos de una �poca por su afinidad y coherencia
con la orientaci�n espiritual de las nuevas generaciones, condicionada,
a su vez, por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo econ�mico y
social.
Y la mayor injusticia en que podr�a incurrir un cr�tico, ser�a cualquier
apresurada condena de la literatura indigenista por su falta de
autoctonismo integral o la presencia, m�s o menos acusada en sus obras,
de elementos de artificio en la interpretaci�n y en la expresi�n. La
literatura indigenista no puede darnos una versi�n rigurosamente verista
del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su
propia �nima. Es todav�a una literatura de mestizos. Por eso se llama
indigenista y no ind�gena. Una literatura ind�gena, si debe venir,
vendr� a su tiempo. Cuando los propios indios est�n en grado de
producirla.
No se puede equiparar, en fin, la actual corriente indigenista a la
vieja corriente colonialista. El colonialismo, reflejo del sentimiento
de la casta feudal, se entreten�a en la idealizaci�n nost�lgica del
pasado. El indigenismo en cambio tiene ra�ces vivas en el presente.
Extrae su inspiraci�n de la protesta de millones de hombres. El
Virreinato era; el indio es. Y mientras la liquidaci�n de los residuos
de feudalidad colonial se impone como una condici�n elemental de
progreso, la reivindicaci�n del indio, y por ende de su historia, nos
viene insertada en el programa de una Revoluci�n.
* * *
Est�, pues, esclarecido que de la civilizaci�n
inkaica, m�s que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El
problema de nuestro tiempo no est� en saber c�mo ha sido el Per�.
Est�, m�s bien, en saber c�mo es el Per�. El pasado nos interesa
en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. Las
generaciones constructivas sienten el pasado como una ra�z, como una
causa. Jam�s lo sienten como un programa.
Lo �nico casi que sobrevive del Tawantinsuyo es el indio. La
civilizaci�n ha perecido; no ha perecido la raza. El material biol�gico
del Tawantinsuyo se revela, despu�s de cuatro siglos, indestructible, y,
en parte, inmutable.
El hombre muda con m�s lentitud de la que en este siglo de la velocidad
se supone. La metamorfosis del hombre bate el r�cord en el evo moderno.
Pero �ste es un fen�meno peculiar de la civilizaci�n occidental que se
caracteriza, ante todo, como una civilizaci�n din�mica. No es por un
azar que a esta civilizaci�n le ha tocado averiguar la relatividad del
tiempo. En las sociedades asi�ticas �afines
si no consangu�neas con la sociedad inkaica�,
se nota en cambio cierto quietismo y cierto �xtasis. Hay �pocas en que
parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura,
petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hip�tesis de
que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La
servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Le ha vuelto
un poco m�s melanc�lico, un poco m�s nost�lgico. Bajo el peso de estos
cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y f�sicamente. Mas el
fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en
las quebradas lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el
indio guarda a�n su ley ancestral.
El libro de Enrique L�pez Alb�jar, escritor de la generaci�n radical,
Cuentos Andinos, es el primero que en nuestro tiempo explora estos
caminos. Los Cuentos Andinos aprehenden, en sus secos y duros
dibujos, emociones sustantivas de la vida de la sierra, y nos presentan
algunos escorzos del alma del indio. L�pez Alb�jar coincide con
Valc�rcel en buscar en los Andes el origen del sentimiento c�smico de
los quechuas. "Los Tres Jircas" de L�pez Alb�jar y "Los Hombres de
Piedra" (37) de Valc�rcel traducen la misma mitolog�a. Los agonistas y
las escenas de L�pez Alb�jar tienen el mismo tel�n de fondo que la
teor�a y las ideas de Valc�rcel. Este resultado es singularmente
interesante porque es obtenido por diferentes temperamentos y con
m�todos dis�miles. La literatura de L�pez Alb�jar quiere ser, sobre
todo, naturalista y anal�tica; la de Valc�rcel, imaginativa y sint�tica.
El rasgo esencial de L�pez Alb�jar es su criticismo; el de Valc�rcel, su
lirismo. L�pez Alb�jar mira al indio con ojos y alma de coste�o,
Valc�rcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual
entre los dos escritores; no hay semejanza de g�nero ni de estilo entre
los dos libros. Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua
id�ntico lejano latido
(38).
La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en
realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento
m�stico ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin
entender la metaf�sica cat�lica. Su filosof�a pante�sta y materialista
ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia
concepci�n de la vida que no interroga a la Raz�n sino a la Naturaleza.
Los tres jircas, los tres cerros de Hu�nuco, pesan en la
conciencia del indio huanuque�o m�s que la ultratumba cristiana.
"Los Tres Jircas" y "C�mo habla la coca" son, a mi juicio, las p�ginas
mejor escritas de Cuentos Andinos. Pero ni "Los Tres Jircas" ni
"C�mo habla la coca" se clasifican propiamente como cuentos. "Ushanam
Jampi", en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Y a este
m�rito une "Ushanam Jampi" el de ser un precioso documento del comunismo
ind�gena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los
pueblecitos ind�genas, a donde no arriba casi la ley de la Rep�blica, la
justicia popular. Nos encontramos aqu� ante una instituci�n
sobreviviente del r�gimen aut�ctono. Ante una instituci�n que declara
categ�ricamente a favor de la tesis de que la organizaci�n inkaica fue
una organizaci�n comunista.
En un r�gimen de tipo individualista, la administraci�n de justicia se
burocratiza. Es funci�n de un magistrado. El liberalismo, por ejemplo,
la atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una
burocracia de jueces de diversas jerarqu�as. Por el contrario, en un
r�gimen de tipo comunista, la administraci�n de justicia es funci�n de
la sociedad entera. Es, como en el comunismo indio, funci�n de los
yayas, de los ancianos
(39).
* * *
El porvenir de la Am�rica Latina depende, seg�n la
mayor�a de los pro-n�sticos de ahora, de la suerte del mestizaje. Al
pesimismo hostil de los soci�logos de la tendencia de Le Bon sobre el
mestizo, ha sucedido un optimismo mesi�nico que pone en el mestizo la
esperanza del Continente. El tr�pico y el mestizo son, en la vehemente
profec�a de Vasconcelos, la escena y el protagonista de una nueva
civilizaci�n. Pero la tesis de Vasconcelos que esboza una utop�a
�en la acepci�n positiva y
filos�fica de esta palabra� en la
misma medida en que aspira a predecir el porvenir, suprime e ignora el
presente. Nada es m�s extra�o a su especulaci�n y a su intento, que la
cr�tica de la realidad contempor�nea, en la cual busca exclusivamente
los elementos favorables a su profec�a.
El mestizaje que Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las
razas espa�ola, ind�gena y africana, operada ya en el continente, sino
la fusi�n y refusi�n acrisoladoras, de las cuales nacer�, despu�s de un
trabajo secular, la raza c�smica. El mestizo actual, concreto, no es
para Vasconcelos el tipo de una nueva raza, de una nueva cultura, sino
apenas su promesa. La especulaci�n del fil�sofo, del utopista, no conoce
l�mites de tiempo ni de espacio. Los siglos no cuentan en su
construcci�n ideal m�s que como momentos. La labor del cr�tico, del
histori�grafo, del pol�tico, es de otra �ndole. Tiene que atenerse a
resultados inmediatos y contentarse con perspectivas pr�ximas.
El mestizo real de la historia, no el ideal de la profec�a, constituye
el objeto de su investigaci�n o el factor de su plan. En el Per�, por la
impronta diferente del medio y por la combinaci�n m�ltiple de las razas
entrecruzadas, el t�rmino mestizo no tiene siempre la misma
significaci�n. El mestizaje es un fen�meno que ha producido una variedad
compleja, en vez de resolver una dualidad, la del espa�ol y el indio.
El Dr. Uriel Garc�a halla el neo-indio en el mestizo. Pero este mestizo
es el que proviene de la mezcla de las razas espa�ola e ind�gena, sujeta
al influjo del medio y la vida andinas. El medio serrano en el cual
sit�a el Dr. Uriel Garc�a su investigaci�n, se ha asimilado al blanco
invasor. Del abrazo de las dos razas, ha nacido el nuevo indio,
fuertemente influido por la tradici�n y el ambiente regionales.
Este mestizo, que en el proceso de varias generaciones, y bajo la
presi�n constante del mismo medio tel�rico y cultural, ha adquirido ya
rasgos estables, no es el mestizo engendrado en la costa por las mismas
razas. El sello de la costa es m�s blando. El factor espa�ol, m�s
activo.
El chino y el negro complican el mestizaje coste�o. Ninguno de estos dos
elementos ha aportado a�n a la formaci�n de la nacionalidad valores
culturales ni energ�as progresivas. El culi chino es un ser segregado de
su pa�s por la superpoblaci�n y el pauperismo. Injerta en el Per� su
raza, mas no su cultura. La inmigraci�n china no nos ha tra�do ninguno
de los elementos esenciales de la civilizaci�n china, acaso porque en su
propia patria han perdido su poder din�mico y generador. Lao Ts� y
Confucio han arribado a nuestro conocimiento por la v�a de Occidente. La
medicina china es quiz� la �nica importaci�n directa de Oriente, de
orden intelectual, y debe, sin duda, su venida, a razones pr�cticas y
mec�nicas, estimuladas por el atraso de una poblaci�n en la cual
conserva hondo arraigo el curanderismo en todas sus manifestaciones. La
habilidad y excelencia del peque�o agricultor chino, apenas si han
fructificado en los valles de Lima, donde la vecindad de un mercado
importante ofrece seguros provechos a la horticultura. El chino, en
cambio, parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la
apat�a, las taras del Oriente decr�pito. El juego, esto es un elemento
de relajamiento e inmoralidad, singularmente nocivo en un pueblo
propenso a confiar m�s en el azar que en el esfuerzo, recibe su mayor
impulso de la inmigraci�n china. S�lo a partir del movimiento
nacionalista �que tan extensa
resonancia ha encontrado entre los chinos expatriados del continente�,
la colonia china ha dado se�ales activas de inter�s cultural e impulsos
progresistas. El teatro chino, reservado casi �nicamente al
divertimiento nocturno de los individuos de esa nacionalidad, no ha
conseguido en nuestra literatura m�s eco que el propiciado ef�meramente
por los gustos ex�ticos y artificiales del decadentismo. Valdelomar y
los "col�nidas", lo descubrieron entre sus sesiones de opio, contagiados
del orientalismo de Loti y Farrere. El chino, en suma, no transfiere al
mestizo ni su disciplina moral, ni su tradici�n cultural y filos�fica,
ni su habilidad de agricultor y artesano. Un idioma inasequible, la
calidad del inmigrante y el desprecio hereditario que por �l siente el
criollo, se interponen entre su cultura y el medio.
El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercader�a, aparece
m�s nulo y negativo a�n. El negro trajo su sensualidad, su superstici�n,
su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creaci�n de
una cultura, sino m�s bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo
de su barbarie.
El prejuicio de las razas ha deca�do; pero la noci�n de las diferencias
y desigualdades en la evoluci�n de los pueblos se ha ensanchado y
enriquecido, en virtud del progreso de la sociolog�a y la historia. La
inferioridad de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se
alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la
hora no es bastante para abolir la inferioridad de cultura.
La raza es apenas uno de los elementos que determinan la forma de una
sociedad. Entre estos elementos, Vilfredo Pareto distingue las
siguientes categor�as: "1� El suelo, el clima, la flora, la fauna, las
circunstancias geol�gicas, mineral�gicas, etc.; 2� Otros elementos
externos a una dada sociedad, en un dado tiempo, esto es las acciones de
las otras sociedades sobre ella, que son externas en el espacio, y las
consecuencias del estado anterior de esa sociedad, que son externas en
el tiempo; 3� Elementos internos, entre los cuales los principales son
la raza, los residuos o sea los sentimientos que manifiestan, las
inclinaciones, los intereses, las aptitudes al razonamiento, a la
observaci�n, el estado de los conocimientos, etc.". Pareto afirma que la
forma de la sociedad es determinada por todos los elementos que operan
sobre ella que, una vez determinada, opera a su vez sobre esos
elementos, de manera que se puede decir que se efect�a una mutua
determinaci�n (40).
Lo que importa, por consiguiente, en el estudio sociol�gico de los
estratos indio y mestizo, no es la medida en que el mestizo hereda las
cualidades o los defectos de las razas progenitoras sino su aptitud para
evolucionar, con m�s facilidad que el indio, hacia el estado social, o
el tipo de civilizaci�n del blanco. El mestizaje necesita ser analizado,
no como cuesti�n �tnica, sino como cuesti�n sociol�gica. El problema
�tnico en cuya consideraci�n se han complacido sociologistas
rudimentarios y especuladores ignorantes, es totalmente ficticio y
supuesto. Asume una importancia desmesurada para los que, ci�endo
servilmente su juicio a una idea acariciada por la civilizaci�n europea
en su apogeo -y abandonada ya por esta misma civilizaci�n, propensa en
su declive a una concepci�n relativista de la historia-, atribuyen las
creaciones de la sociedad occidental a la superioridad de la raza
blanca. Las aptitudes intelectuales y t�cnicas, la voluntad creadora, la
disciplina moral de los pueblos blancos, se reducen, en el criterio
simplista de los que aconsejan la regeneraci�n del indio por el
cruzamiento, a meras condiciones zool�gicas de la raza blanca.
Pero si la cuesti�n racial �cuyas
sugestiones conducen a sus superficiales cr�ticos a inveros�miles
razonamientos zoot�cnicos� es
artificial, y no merece la atenci�n de quienes estudian concreta y
pol�ticamente el problema ind�gena, otra es la �ndole de la cuesti�n
sociol�gica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos
conflictos; su �ntimo drama. El color de la piel se borra como
contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos -los
elementos espirituales y formales de esos fen�menos que se designan con
los t�rminos de sociedad y de cultura-, reivindican sus derechos. El
mestizaje -dentro de las condiciones econ�mico-sociales subsistentes
entre nosotros-, no s�lo produce un nuevo tipo humano y �tnico sino un
nuevo tipo social; y si la imprecisi�n de aqu�l, por una abigarrada
combinaci�n de razas, no importa en s� misma una inferioridad, y hasta
puede anunciar, en ciertos ejemplares felices, los rasgos de la raza
"c�smica", la imprecisi�n o hibridismo del tipo social, se traduce, por
un oscuro predominio de sedimentos negativos, en una estagnaci�n s�rdida
y morbosa. Los aportes del negro y del chino se dejan sentir, en este
mestizaje, en un sentido casi siempre negativo o desorbitado. En el
mestizo no se prolonga la tradici�n del blanco ni del indio: ambas se
esterilizan y contrastan. Dentro de un ambiente urbano, industrial,
din�mico, el mestizo salva r�pidamente las distancias que lo separan del
blanco, hasta asimilarse la cultura occidental, con sus costumbres,
impulsos y consecuencias. Puede escaparle -le escapa generalmente- el
complejo fondo de creencias, mitos y sentimientos, que se agita bajo las
creaciones materiales e intelectuales de la civilizaci�n europea o
blanca; pero la mec�nica y la disciplina de �sta le imponen
autom�ticamente sus h�bitos y sus concepciones. En contacto con una
civilizaci�n maquinista, asombrosamente dotada para el dominio de la
naturaleza, la idea del progreso, por ejemplo, es de un irresistible
poder de contagio o seducci�n. Pero este proceso de asimilaci�n o
incorporaci�n se cumple prontamente s�lo en un medio en el cual act�an
vigorosamente las energ�as de la cultura industrial. En el latifundio
feudal, en el burgo retardado, el mestizaje carece de elementos de
ascensi�n. En su sopor extenuante, se anulan las virtudes y los valores
de las razas entremezcladas; y, en cambio, se imponen prepotentes las
m�s enervantes supersticiones.
Para el hombre del poblacho mestizo �tan
sombr�amente descrito por Valc�rcel con una pasi�n no exenta de
preocupaciones sociol�gicas� la
civilizaci�n occidental constituye un confuso espect�culo, no un
sentimiento. Todo lo que en esta civilizaci�n es �ntimo, esencial,
intransferible, energ�tico, permanece ajeno a su ambiente vital. Algunas
imitaciones externas, algunos h�bitos subsidiarios, pueden dar la
impresi�n de que este hombre se mueve dentro de la �rbita de la
civilizaci�n moderna. Mas, la verdad es otra.
Desde este punto de vista, el indio, en su medio nativo, mientras la
emigraci�n no lo desarraiga ni deforma, no tiene nada que envidiar al
mestizo. Es evidente que no est� incorporado a�n en esta civilizaci�n
expansiva, din�mica, que aspira a la universalidad. Pero no ha roto con
su pasado. Su proceso hist�rico est� detenido, paralizado, mas no ha
perdido, por esto, su individualidad. El indio tiene una existencia
social que conserva sus costumbres, su sentimiento de la vida, su
actitud ante el universo. Los "residuos" y las derivaciones de que nos
habla la sociolog�a de Pareto, que contin�an obrando sobre �l, son los
de su propia historia. La vida del indio tiene estilo. A pesar de
la conquista, del latifundio, del gamonal, el indio de la sierra se
mueve todav�a, en cierta medida, dentro de su propia tradici�n. El ayllu
es un tipo social bien arraigado en el medio y la raza
(41).
El indio sigue viviendo su antigua vida rural. Guarda hasta hoy su
traje, sus costumbres, sus industrias t�picas. Bajo el m�s duro
feudalismo, los rasgos de la agrupaci�n social ind�gena no han llegado a
extinguirse. La sociedad ind�gena puede mostrarse m�s o menos primitiva
o retardada; pero es un tipo org�nico de sociedad y de cultura. Y ya la
experiencia de los pueblos de Oriente, el Jap�n, Turqu�a, la misma
China, nos han probado c�mo una sociedad aut�ctona, aun despu�s de un
largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco
tiempo, la v�a de la civilizaci�n moderna y traducir, a su propia
lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente.
XVIII. ALCIDES SPELUC�N
En el primer libro de Alcides Speluc�n est�n, entre otras, las poes�as
que me ley� hace nueve a�os cuando nos conocimos en Lima en la redacci�n
del diario donde yo trabajaba. Abraham Valdelomar medi� fraternamente en
este encuentro, despu�s del cual Alcides y yo nos hemos reencontrado
pocas veces, pero hemos estado cada d�a m�s pr�ximos. Nuestros destinos
tienen una esencial analog�a dentro de su disimilitud formal. Procedemos
�l y yo, m�s que de la misma generaci�n, del mismo tiempo. Nacimos bajo
id�ntico signo. Nos nutrimos en nuestra adolescencia literaria de las
mismas cosas: decadentismo, modernismo, esteticismo, individualismo,
escepticismo. Coincidimos m�s tarde en el doloroso y angustiado trabajo
de superar estas cosas y evadirnos de su m�rbido �mbito. Partimos al
extranjero en busca no del secreto de los otros sino en busca del
secreto de nosotros mismos. Yo cuento mi viaje en un libro de pol�tica;
Speluc�n cuenta el suyo en un libro de poes�a. Pero en esto no hay sino
diferencia de aptitud o, si se quiere, de temperamento; no hay diferen-
cia de peripecia ni de esp�ritu. Los dos nos embarcamos en la "barca de
oro en pos de una isla buena". Los dos en la procelosa aventura, hemos
encontrado a Dios y hemos descubierto a la Humanidad. Alcides y yo,
puestos a elegir entre el pasado y el porvenir, hemos votado por el
porvenir. Sup�rstites dispersos de una escaramuza literaria, nos
sentimos hoy combatientes de una batalla hist�rica.
El Libro de la Nave Dorada es una estaci�n del viaje y del
esp�ritu de Alcides Speluc�n. Orrego advierte de esto al lector, en el
prefacio, henchido de emoci�n, gr�vido de pensamiento, que ha escrito
para este libro. "No representa �escribe�
la actualidad est�tica del creador. Es un libro de la adolescencia, la
labor po�tica primigenia, que apenas rompe el claustro de la an�nima
intimidad. El poeta ha recorrido desde entonces mucho camino ascendente
y gozoso; tambi�n mucha senda dolorosa. El esp�ritu est� hoy m�s
granado, la visi�n m�s luminosa, el veh�culo expresivo m�s rico, m�s
agilizado y m�s potente; el pensamiento m�s deslumbrado de sabidur�a;
m�s extenso de panorama; m�s valorizado por el acumulamiento de
intuiciones; el coraz�n m�s religioso, m�s estremecido y m�s abierto
hacia el mundo. Es preciso marcar esto para que el lector se d� cuenta
de la penosa precocidad del poeta que cuando escribe este libro es casi
un ni�o" (42).
Como canci�n del mar, como balada del tr�pico, este libro es en la
poes�a de Am�rica algo as� como una encantada prolongaci�n de la
"Sinfon�a en Gris Mayor". La poes�a de Alcides tiene en esta jornada
ecos melodiosos de la m�sica rubendariana. Se nota tambi�n su
posterioridad a las adquisiciones hechas por la l�rica hispanoamericana
en la obra de Herrera y Reissig. La huella del poeta uruguayo est�
espl�ndidamente viva en versos como estos:
Pero esta presencia de Herrera y Reissig y la del propio Rub�n Dar�o no
es sensible sino en la t�cnica, en la forma, en la est�tica. Speluc�n
tiene del decadentismo la expresi�n; pero no tiene el esp�ritu. Sus
estados de alma no son nunca m�rbidos. Una de las cosas que atraen en �l
es su salud cabal. Alcides ha absorbido muchos de los venenos de su
�poca, pero su recia alma, un poco r�stica en el fondo, se ha conservado
pura y sana. As�, est� m�s viviente y personal en esta plegaria de
acendrado lirismo.
Alcides se semeja a Vallejo en la piedad humana, en la ternura humilde,
en la efusi�n cordial. En una �poca que era a�n de egolatrismo
exasperado y bizantinismo d'annunziano, la poes�a de Alcides tiene un
perfume de par�bola franciscana. Su alma se caracteriza por un
cristianismo espont�neo y sustancial. Su acento parece ser siempre el de
esta otra plegaria con sabor de espiga y de �ngelus como algunos versos
de Francis Jammes:
Esta claridad, esta inocencia de Alcides, son perceptibles hasta en esas
"aguas fuertes" de estirpe un poco bodeleriana, que, asumiendo �ntegra
la responsabilidad de su poes�a de juventud, ha incluido en El Libro
de la Nave Dorada. Y son tal vez la ra�z de su socialismo que es un
acto de amor m�s que de protesta.
XIX. BALANCE PROVISORIO
No he tenido en esta sumar�sima revisi�n de valores signos el prop�sito
de hacer historia ni cr�nica. No he tenido siquiera el prop�sito de
hacer cr�tica, dentro del concepto que limita la cr�tica al campo de la
t�cnica literaria. Me he propuesto esbozar los lineamientos o los rasgos
esenciales de nuestra literatura. He realizado un ensayo de
interpretaci�n de su esp�ritu; no de revisi�n de sus valores ni de sus
episodios. Mi trabajo pretende ser una teor�a o una tesis y no un
an�lisis.
Esto explicar� la prescindencia deliberada de algunas obras que, con
incontestable derecho a ser citadas y tratadas en la cr�nica y en la
cr�tica de nuestra literatura, carecen de significaci�n esencial en su
proceso mismo. Esta significaci�n, en todas las literaturas, la dan dos
cosas: el extraordinario valor intr�nseco de la obra o el valor
hist�rico de su influencia. El artista perdura realmente, en el esp�ritu
de una literatura, o por su obra o por su descendencia. De otro modo,
perdura s�lo en sus bibliotecas y en su cronolog�a. Y entonces puede
tener mucho inter�s para la especulaci�n de eruditos y bibli�grafos;
pero no tiene casi ning�n inter�s para una interpretaci�n del sentido
profundo de una literatura.
El estudio de la �ltima generaci�n, que constituye un fen�meno en pleno
movimiento, en actual desarrollo, no puede a�n ser efectuado con este
mismo car�cter de balance
(43). Precisamente en nombre del revisionismo
de los nuevos se instaura el proceso de la literatura nacional. En este
proceso como es l�gico, se juzga el pasado; no se juzga el presente.
S�lo sobre el pasado puede decir ya esta generaci�n su �ltima palabra.
Los nuevos, que pertenecen m�s al porvenir que al presente, son en este
proceso jueces, fiscales, abogados, testigos. Todo, menos acusados.
Ser�a prematuro y precario, por otra parte, un cuadro de valores que
pretendiese fijar lo que existe en potencia o en crecimiento.
La nueva generaci�n se�ala ante todo la decadencia definitiva del
"colonialismo". El prestigio espiritual y sentimental del Virreinato,
celosa e interesadamente cultivado por sus herederos y su clientela,
tramonta para siempre con esta generaci�n. Este fen�meno literario e
ideol�gico se presenta, naturalmente, como una faz de un fen�meno mucho
m�s vasto. La generaci�n de Riva Ag�ero realiz�, en la pol�tica y en la
literatura, la �ltima tentativa por salvar la Colonia. Mas, como es
demasiado evidente, el llamado "futurismo", que no fue sino un
neocivilismo, est� liquidado pol�tica y literariamente, por la fuga, la
abdicaci�n y la dispersi�n de sus corifeos.
En la historia de nuestra literatura, la Colonia termina ahora. El Per�,
hasta esta generaci�n, no se hab�a a�n independizado de la Metr�poli.
Algunos escritores, hab�an sembrado ya los g�rmenes de otras
influencias. Gonz�lez Prada, hace cuarenta a�os, desde la tribuna del
Ateneo, invitando a la juventud intelectual de entonces a la revuelta
contra Espa�a, se defini� como el precursor de un per�odo de influencias
cosmopolitas. En este siglo el modernismo ruben-dariano nos aport�,
atenuado y contrastado por el colonialismo de la generaci�n "futurista",
algunos elementos de renovaci�n estil�stica que afrancesaron un poco el
tono de nuestra literatura. Y, luego, la insurrecci�n "col�nida" amotin�
contra el academicismo espa�ol �solemne
pero precariamente restaurado en Lima con la instalaci�n de una Academia
correspondiente�, a la generaci�n de
1915, la primera que escuch� de veras la ya vieja admonici�n de Gonz�lez
Prada. Pero todav�a duraba lo fundamental del colonialismo: el prestigio
intelectual y sentimental del Virreinato. Hab�a deca�do la antigua
forma; pero no hab�a deca�do igualmente el antiguo esp�ritu.
Hoy la ruptura es sustancial. El "indigenismo", como hemos visto, est�
extirpando, poco a poco, desde sus ra�ces, al "colonialismo". Y este
impulso no procede exclusivamente de la sierra. Valdelomar, Falc�n,
criollos, coste�os, se cuentan -no discutamos el acierto de sus
tentativas-, entre los que primero han vuelto sus ojos a la raza. Nos
vienen, de fuera, al mismo tiempo, variadas influencias internacionales.
Nuestra literatura ha entrado en su per�odo de cosmopolitismo. En Lima,
este cosmopolitismo se traduce, en la imitaci�n entre otras cosas de no
pocos corrosivos decadentismos occidentales y en la adopci�n de
an�rquicas modas finiseculares. Pero, bajo este flujo precario, un nuevo
sentimiento, una nueva revelaci�n se anuncian. Por los caminos
universales, ecum�nicos, que tanto se nos reprocha, nos vamos acercando
cada vez m�s a nosotros mismos.
REFERENCIAS
1. Piero Gobetti, Opera Critica, parte prima, p.
88. Gobetti insiste en varios pasajes de su obra en esta idea,
totalmente concorde con el dialecticismo marxista, que en modo absoluto
excluye esas s�ntesis a priori tan f�cilmente acariciadas por el
oportunismo mental de los intelectuales. Trazando el perfil de Domenico
Giuliotti, compa�ero de Papini en la aventura intelectual del
Dizionario dell'uomo salvatico, escribe Gobetti: "A los individuos
tocan las posiciones netas; la conciliaci�n, la transacci�n es obra de
la historia tan s�lo; es un resultado" (Obra citada, p. 82). Y en el
mismo libro, al final de unos apuntes sobre la concepci�n griega de la
vida, afirma: "El nuevo criterio de la verdad es un trabajo en armon�a
con la responsabilidad de cada uno. Estamos en el reino de la lucha
(lucha de los hombres contra los hombres, de las clases contra las
clases, de los Estados contra los Estados) porque solamente a trav�s de
la lucha se tiemplan fecundamente las capacidades y cada uno,
defendiendo con intransigencia su puesto, colabora al proceso vital".
2. Benedetto Croce, Nuovi Saggi di Estetica, ensayo sobre la
cr�tica literaria como filosof�a, pp. 205 a 207. El mismo volumen,
descalificando con su l�gica inexorable las tendencias esteticistas e
historicistas en la historiograf�a art�stica, ha evidenciado que "la
verdadera cr�tica de arte es ciertamente cr�tica est�tica, pero no
porque desde�e la filosof�a como la cr�tica pseudoest�tica, sino porque
obra como filosof�a o concepci�n del arte; y es cr�tica hist�rica, pero
no porque se atenga a lo extr�nseco del arte como la cr�tica
pseudohist�rica, sino porque, despu�s de haberse valido de los datos
hist�ricos para la reproducci�n fant�stica (y hasta aqu� no es todav�a
historia), obtenida ya la reproducci�n fant�stica se hace historia,
determinando qu� cosa es aquel hecho que ha reproducido en su fantas�a,
esto es caracterizando el hecho merced al concepto y estableciendo cu�l
es propiamente el hecho acontecido. De modo que las dos tendencias que
est�n en contraste en las direcciones inferiores de la cr�tica, en la
cr�tica coinciden; y 'cr�tica hist�rica del arte' y 'cr�tica est�tica'
son lo mismo".
3. Aunque es un trabajo de su juventud, o precisamente por serlo, el
Car�cter de la Literatura del Per� Independiente traduce viva y
sinceramente el esp�ritu y el sentimiento de su autor. Los posteriores
trabajos de cr�tica literaria de Riva Ag�ero, no rectifican
fundamentalmente esta tesis. El Elogio del Inca Garcilaso por la
exaltaci�n del genial criollo y de sus Comentarios Reales podr�a
haber sido el preludio de una nueva actitud. Pero en realidad, ni una
fuerte curiosidad de erudito por la historia inkaica, ni una fervorosa
tentativa de interpretaci�n del paisaje serrano, han disminuido en el
esp�ritu de Riva Ag�ero la fidelidad a la Colonia. La estada en Espa�a
ha agitado, en la medida que todos saben, su fondo conservador y
virreinal. En un libro escrito en Espa�a, El Per� Hist�rico y
Art�stico. Influencia y Descendencia de los Monta�eses en �l
(Santander, 1921), manifiesta una consideraci�n acentuada de la sociedad
inkaica; pero en esto no hay que ver sino prudencia y ponderaci�n de
estudioso, en cuyos juicios pesa la opini�n de Garcilaso y de los
cronistas m�s objetivos y cultos. Riva Ag�ero constata que: "Cuando la
Conquista, el r�gimen social del Per� entusiasm� a observadores tan
escrupulosos como Cieza de Le�n y a hombres tan doctos como el
Licenciado Polo de Ondegardo, el Oidor Santill�n, el jesuita autor de la
Relaci�n An�nima y el P. Jos� de Acosta. Y, �qui�n sabe si en las
veleidades socializantes y de reglamentaci�n agraria del ilustre Mariana
y de Pedro de Valencia (el disc�pulo de Arias Montano) no influir�a, a
m�s de la tradici�n plat�nica, el dato contempor�neo de la organizaci�n
incaica, que tanto impresion� a cuantos la estudiaron?" No se exime Riva
Ag�ero de rectificaciones como la de su primitiva apreciaci�n de
Ollantay, reconociendo haber "exagerado mucho la inspiraci�n castellana
de la actual versi�n en una nota del ensayo sobre el Car�cter de la
Literatura del Per� Independiente y que, en vista de estudios
�ltimos, si Ollantay, sigue apare- ciendo como obra de un
refundidor de la Colonia, "hay que admitir que el plan, los
procedimientos po�ticos, todos los cantares y muchos trozos son de
tradici�n incaica, apenas levemente alterados por el redactor". Ninguna
de estas leales comprobaciones de estudioso, anula empero el prop�sito
ni el criterio de la obra, cuyo tono general es el de un recrudecido
espa�olismo que, como homenaje a la metr�poli, tiende a reivindicar el
espa�olismo "arraigado" del Per�.
4. Discuto y critico preferentemente la tesis de Riva Ag�ero porque la
estimo la m�s representativa y dominante, y el hecho de que a sus
valoraciones se ci�an estudios posteriores, deseosos de imparcialidad
cr�tica y ajenos a sus motivos pol�ticos, me parece una raz�n m�s para
reconocerle un car�cter central y un poder fecundador. Luis Alberto
S�nchez, en el primer volumen de La Literatura Peruana, admite
que Garc�a Calder�n en Del Romanticismo al Modernismo, dedicado a
Riva Ag�ero, glosa, en verdad el libro de �ste; y aunque a�os m�s tarde
se documentara mejor para escribir su s�ntesis de La Literatura
Peruana, no aumenta muchos datos a los ya apuntados por su amigo y
compa�ero, el autor de La Historia en el Per�, ni adopta una
orientaci�n nueva, ni acude a la fuente popular indispensable.
5. Francesco de Sanctis, Teoria e Storia della Letteratura, vol.
1, p. 186. Ya que he citado los Nuovi Saggi di Estetica de Croce,
no debo dejar de recordar que, reprobando las preocupaciones
excesivamente nacionalista y modernista, respectivamente, de las
historias literarias de Adolfo Bartels y Ricardo Mauricio Meyer, Croce
sostiene: "que no es verdad que los poetas y los otros artistas sean
expresi�n de la conciencia nacional, de la raza, de la estirpe, de la
clase, o de cualquier otra cosa s�mil". La reacci�n de Croce contra el
desorbitado nacionalismo de la historiograf�a literaria del siglo
diecinueve, al cual sin embargo escapan obras como la de George Brandes,
esp�cimen extraordinario de buen europeo, es extremada y excesiva como
toda reacci�n; pero responde, en el universalismo vigilante y generoso
de Croce, a la necesidad de resistir a las exageraciones de la imitaci�n
de los imperiales modelos germanos.
6. V�ase en Amauta Nos. 12 y 14 las noticias y comentarios de
Gabriel Collazos y Jos� Gabriel Cosio sobre la comedia quechua de
Inocencio Mamani, a cuya gestaci�n no es probablemente extra�o el
ascendiente fecundador de Gamaliel Churata.
7. De Sanctis, ob. citada, pp. 186 y 187.
8. Jos� G�lvez, Posibilidad de una genuina literatura nacional,
p. 7.
9. De Sanctis, en su Teoria e Storia della Letteratura (p. 205)
dice: "El hombre, en el arte como en la ciencia, parte de la
subjetividad y por esto la l�rica es la primera forma de la poes�a. Pero
de la subjetividad pasa despu�s a la objetividad y se tiene la
narraci�n, en la cual la conmoci�n subjetiva es incidental y secundaria.
El campo de la l�rica es lo ideal, de la narraci�n lo real: en la
primera, la impresi�n es fin, la acci�n es ocasi�n; en la segunda sucede
lo contrario; la primera no se disuelve en prosa sino destruy�ndose; la
segunda se resuelve en la prosa que es su natural tendencia".
10. "Son los tiempos de lucha -escribe De Sanctis- en los cuales la
humanidad asciende de una idea a la otra y el intelecto no triunfa sin
que la fantas�a sea sacudida: cuando una idea ha triunfado y se
desenvuelve en ejercicio pac�fico no se tiene m�s la �pica, sino la
historia. El poema �pico, por tanto, se puede definir como la historia
ideal de la humanidad en su paso de una idea a otra" (Ib., p. 207).
11. Jos� de la Riva Ag�ero, Car�cter de la Literatura del Per�
Independiente, Lima, 1905.
12. Ib.
13. En Sagitario N� 3 (1926) y en Por la Emancipaci�n de la
Am�rica Latina (Buenos Aires, 1927), p. 139.
14. Ob. citada, p. 139.
15. En una carta a Amauta (N� 4), Haya, impulsado por su
entusiasmo, exagera, sin duda, esta reivindicaci�n.
16. Federico More, "De un ensayo sobre las literaturas del Per�", en
El Diario de la Marina de La Habana (1924) y El Norte de
Trujillo (1924).
17. V�ase en este volumen el ensayo sobre "Regionalismo y Centralismo".
18. De Nuestra �poca (Julio de 1918) se publicaron s�lo dos
n�meros, r�pidamente agotados. En ambos n�meros, se esboza una tendencia
fuertemente influenciada por Espa�a, la revista de Araquist�in
que un a�o m�s tarde, reapareci� en La Raz�n, ef�mero diario cuya
m�s recordada campa�a es la de la Reforma Universitaria.
19. Gonz�lez Prada, P�ginas Libres.
20. Gonz�lez Prada, ob. citada.
21. Gonz�lez Prada, ob. citada.
22. Gonz�lez Prada, ob. citada.
23. Gonz�lez Prada, ob. citada.
24. M. Iberico Rodr�guez, El Nuevo Absoluto, p. 45.
25. Ib., pp. 43 y 44.
26. Pedro Henr�quez Ure�a, Seis Ensayos en busca de nuestra expresi�n,
p. 45 a p. 47.
27. G�lvez, ob. citada, pp. 33 y 34.
28. Ib., p. 90.
29. El humorismo de Valdelomar se cebaba donosamente en las disonancias
mestizas o huachafas. Una tarde, en el Palais Concert, Valdelomar me
dijo: "Mari�tegui, a la leve y fina lib�lula, motejan aqu�
chupajeringa". Yo, tan decadente como �l entonces, lo excit� a
reivindicar los nobles y ofendidos fueros de la lib�lula. Valdelomar
pidi� al mozo unas cuartillas. Y escribi� sobre una mesa del caf�
melifluamente rumoroso uno de sus "di�logos m�ximos". Su humorismo era
as�, inocente, infantil, l�rico. Era la reacci�n de un alma afinada y
pulcra contra la vulgaridad y la huachafer�a de un ambiente provinciano
mon�tono. Le molestaban los "hombres gordos y borrachos", los
prendedores de quinto de libra, los pu�os postizos y los zapatos con
el�stico.
30. En el Boletin Bibliogr�fico de la Universidad de Lima, N� 15
(diciembre de 1915). Nota cr�tica a una selecci�n de poemas de Eguren
hecha por el Bibliotecario de la Universidad, Pedro S. Zulen, uno de los
primeros en apreciar y admirar el genio del poeta de Simb�licas.
31. No escasean en los versos de Eguren los italianismos. El gusto de
las palabras italianas -que no lo latiniza-, nace en el poeta de su
trato de la poes�a de Italia, fomentado en �l por las lecturas de su
hermano Jorge que residi� largamente en ese pa�s.
32. Una buena parte de la obra de Eguren es rom�ntica, y no s�lo en
Simb�licas sino en Sombras y aun en Rondinelas, las
dos �ltimas jornadas de su poes�a.
33. Antenor Orrego, Panoramas, ensayo sobre C�sar Vallejo.
34. Orrego, ob. citada.
35. Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva
t�cnica, pero que sus motivos contin�an siendo rom�nticos. Pero la m�s
alquitarada "nueva poes�a", en la medida en que extrema su subjetivismo,
tambi�n es rom�ntica, como observo a prop�sito de Hidalgo. En Vallejo,
hay ciertamente mucho de viejo romanticismo y decadentismo hasta
Trilce, pero el m�rito de su poes�a se valora por los grados en que
supera y trascien-de esos residuos. Adem�s, convendr�a entenderse
previamente sobre el t�rmino romanti-cismo.
36. Estudio sobre el nativismo en La Cruz del Sur (Montevideo).
37. De la Vida Inkaica, por Luis E. Valc�rcel, Lima, 1925.
38. Una nota del libro de L�pez Alb�jar que se acuerda con una nota del
libro de Valc�rcel es la que nos habla de la nostalgia del indio. La
melancol�a del indio, seg�n Valc�rcel, no es sino nostalgia. Nostalgia
del hombre arrancado al agro y al hogar por las empresas b�licas o
pac�ficas del Estado. En "Ushanam Jampi" la nostalgia pierde al
protagonista. Conce Maille es condenado al exilio por la justicia de los
ancianos de Chup�n. Pero el deseo de sentirse bajo su techo es m�s
fuerte que el instinto de conservaci�n. Y lo impulsa a volver
furtivamente a su choza, a sabiendas de que en el pueblo lo aguarda tal
vez la �ltima pena. Esta nostalgia nos define el esp�ritu del pueblo del
Sol como el de un pueblo agricultor y sedentario. No son ni han sido los
quechuas, aventureros ni vagabundos. Quiz� por esto ha sido y es tan
poco aventurera y tan poco vagabunda su imaginaci�n. Quiz� por esto, el
indio objetiva su metaf�sica en la naturaleza que lo circunda. Quiz� por
esto, los jircas, o sea los dioses lares del terru�o, gobiernan su vida.
El indio no pod�a ser monote�sta.
Desde hace cuatro siglos las causas de la nostalgia ind�gena no han
cesado de multiplicarse. El indio ha sido frecuentemente un emigrado. Y,
como en cuatro siglos no ha podido aprender a vivir n�madamente, porque
cuatro siglos son muy poca cosa, su nostalgia ha adquirido ese acento de
desesperanza incurable con que gimen las quenas.
L�pez Alb�jar se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del
alma del quechua. Y escribe en su divagaci�n sobre la coca: "El indio
sin saberlo es schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto
de contacto, con esta diferencia: que el pesimismo del fil�sofo es
teor�a y vanidad y el pesimismo del indio, experiencia y desd�n. Si para
uno la vida es un mal, para el otro no es ni mal ni bien, es una triste
realidad, y tiene la profunda sabidur�a de tomarla como es".
Unamuno encuentra certero este juicio. Tambi�n �l cree que el
escepticismo del indio es experiencia y desd�n. Pero el historiador y el
soci�logo pueden percibir otras cosas que el fil�sofo y el literato tal
vez desde�an. �No es este escepticismo en parte, un rasgo de la
psicolog�a asi�tica? El chino, como el indio, es materialista y
esc�ptico. Y, como en el Tawantinsuyo, en la China, la religi�n es un
c�digo de moral pr�ctica m�s que una concepci�n metaf�sica.
39. El prologuista de Cuentos Andinos, se�or Ezequiel Ayll�n,
explica as� la justicia popular ind�gena: "La ley sustantiva,
consuetudinaria, conservada desde la m�s oscura antig�edad, establece
dos sustitutivos penales que tienden a la reintegraci�n social del
delincuente, y dos penas propiamente dichas contra el homicidio y el
robo, que son los delitos de trascendencia social. El Yach�shum o
Yachach�shum se reduce a amonestar al delincuente haci�ndole
comprender los inconvenientes del delito y las ventajas del respeto
rec�proco. El Alliyach�shum tiende a evitar la venganza personal
reconciliando al delincuente con el agraviado o sus deudos, por no haber
surtido efecto morigerador el Yach�shum. Aplicados los dos
sustitutivos cuya categor�a o trascendencia no son extra�os a los medios
que preconizan con ese car�cter los penalistas de la moderna escuela
positiva, procede la pena de confinamiento o destierro llamada
Jitar�shum, que tiene las proyecciones de una expatriaci�n
definitiva. Es la ablaci�n del elemento enfermo, que constituye una
amenaza para la seguridad de las personas y de los bienes. Por �ltimo,
si el amonestado, reconciliado y expulsado, roba o mata nuevamente
dentro de la jurisdicci�n distrital, se le aplica la pena extrema,
irremisible, denominada Ushanam Jampi, el �ltimo remedio que es
la muerte, casi siempre, a palos, el descuartizamiento del cad�ver y su
desaparici�n en el fondo de los r�os, de los despe�aderos, o sirviendo
de pasto a los perros y a las aves de rapi�a. El Derecho Procesal se
desenvuelve p�blica y oralmente, en una sola audiencia, y comprende la
acusaci�n, defensa, prueba, sentencia y ejecuci�n".
40. Vilfredo Pareto, Trattato di Sociologia Generale, tomo III,
p. 265.
41. Los estudios de Hildebrando Castro Pozo sobre la comunidad ind�gena,
consignan a este respecto datos de extraordinario inter�s, que he citado
ya en otra parte. Estos datos coinciden absolutamente con la sustancia
de las aserciones de Valc�rcel en Tempestad en los Andes a las
cuales, si no estuviesen confirmadas por investigaciones objetivas se
podr�a suponer excesivamente optimistas y apolog�ticas. Adem�s
cualquiera puede comprobar la unidad, el estilo, el car�cter de la vida
ind�gena. Y sociol�gicamente la persistencia en la comunidad de los que
Sorel llama "elementos espirituales del trabajo", es de un valor
capital.
42. El Libro de la Nave Dorada, Ediciones de El Norte, Trujillo,
1926.
43. Reconozco, adem�s, la ausencia en este ensayo de algunos
contempor�neos mayores, cuya obra debe a�n ser estimada m�s o menos
susceptible de evoluci�n o continuaci�n. Mi estudio, lo repito, no est�
concluido.
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