OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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EL ALMA MATINAL |
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EL PAISAJE ITALIANO1
1. Yo soy un hombre que ha querido ver Italia sin literatura. Con sus propios ojos y sin la lente ambigua y capciosa de la erudici�n. Es�to no es f�cil. Hace falta, ante todo, no visitar ni observar Italia en turista. El turista arriba a Italia nutrido de leyenda. Las "impresiones de viaje" de los turistas literatos son la matriz de sus posibles impresiones personales. Por consi�guiente el turista pasa por Italia sin llevarse una sola emoci�n original. Antes de visitar Italia, la historia, la poes�a, la novela, la pintura, y la m��sica han abastecido su esp�ritu de toda suerte de emociones italianas. No le han dejado capa�cidad ni ganas de emociones directas. Entre el turista e Italia se interpone la his�toria y la literatura. La historia y la literatura se comportan como dos enemigos capitales de Italia. Son mucho peores que los "`cicerones". Porque equivalen a una banda de cicerones me�tida en el alma y la maleta del turista. El exceso de gloria, el exceso de inmortali�dad, el exceso de pasado, envejecen a Italia. En Italia a fuerza de ser famoso todo parece viejo. As� las cosas que se envejecen en todas partes como las cosas que no se envejecen en ninguna. Italia est� llena de reliquias. Ya no se distingue la reliquia de la no-reliquia. En Italia le cuesta a uno trabajo creer que los autom�viles de la F�at y los figurines de la Rinascente no s�an tambi�n una reliquia. La historia y la literatura pe�san sobre todas las cosas. Tanto que con un po�co menos de gloria Italia ser�a evidentemente un pa�s m�s bello y amable. La historia y la literatura amortajan a Italia. La envuelven en espesos tejidos. La tornan casi inasequible a toda exploraci�n, a toda curiosidad. Para conocer Italia, desnuda, viviente, hay que desvestirla de historia y de literatura. Los libros han creado una Italia cl�sica, una Italia oficial, una Italia acad�mica. Y, poco a poco, esta Italia artificial ha reemplazado en el sentimiento de los hombres, a la Italia verdadera. Pirandello dir�a, sin duda, que la realidad de la Italia artificial es mayor que la realidad de la Italia verdadera. El pasado sojuzga la pintura, la m�sica y la poes�a de la Italia contempor�nea. El arte antiguo aplasta con su volumen y entraba con su sugesti�n al arte moderno de Italia. En el movimiento futurista, a pesar de su artificiosa expresi�n, yo reconozco, por eso, un gesto espont�neo del genio de Italia. Los iconoclastas que se propon�an, estrepitosamente, limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables, estaban movidos, en el fondo, por un profundo amor a Italia. Yo percibo en su sentimiento algo de mi propio sentimiento. Siento y pienso, tambi�n, muchas veces, que en Italia est�n dem�s tanta gloria, tanta leyenda y tanta arqueolog�a. 2. El paisaje italiano es un poco teatral. Es fundamentalmente, un paisaje espectacular. Un paisaje cualquiera da en Italia, una sensaci�n de escenario m�s bien que de paisaje. Todo en �l, �mar, cielo, monta�a, valle, �rboles�, todo me parece escenogr�fico. Todo tiene algo de mise en scene. No s�lo el paisaje italiano es un paisaje teatral. El pueblo italiano es, igualmente, un pueblo teatral. Sin duda, son teatrales los hombres porque es teatral tambi�n la naturaleza. (Con- viene rectificar o ampliar as� el lugar com�n que declara a Italia el jard�n de Europa: Italia es el jard�n y el teatro de Europa). El italiano es un ser de teatralidad innata. Teatraliza la pasi�n, teatraliza el pensamiento, teatraliza el arte. Muestra en su existencia la preocupaci�n constante de la "pose" y del gesto. Su m�s constante y esencial deseo es el de far bella figura. El deseo de far bella figura lo puede mover en cualquier momento al hero�smo y al crimen. D'Annunzio, por ejemplo, aparece como un italiano representativo. Su ret�rica, su clasicismo, son los timbres m�s aut�nticos de su italianidad. Mas lo es id�nticamente su histrionismo. D'Annunzio, gran poeta y gran histri�n, merece ser clasificado como un producto genuino del suelo y de la raza italiana. Pero D'Annunzio no es sino un esp�cimen de una estirpe innumerable. El arte italiano se caracteriza, en conjunto, por su esp�ritu teatral. En Miguel Angel, esta teatralidad se sublima. En Veronese, en Bernini, tiene menos elevaci�n, m�s grandilocuencia. Es la nota persistente del Renacimiento y de sus escuelas. Sandro Boticcelli, Pier della Francesca, Antonello da Messina y muchos otros artistas italianos, exquisitamente l�ricos, hondamente subjetivos, no pueden ser olvidados, no pueden ser ignorados. Pero la obra de estos artistas no es la que caracteriza y representa el arte italiano. Malgrado Sandro Boticcelli, Antonello da Messina, Pier della Francesca, etc., el arte italiano es teatral. Y, lo mismo que el arte, el pueblo y el paisaje son en Italia teatrales. M�s yo no atribuyo esta teatralidad a la raza ni al suelo. No creo que esta teatralidad sea antigua como Italia. No. Yo veo tambi�n aqu� una consecuencia de la gloria de Italia: Este pueblo es teatral porque no en vano juega desde hace tres mil a�os un gigantesco rol hist�rico. Porque no en vano desde hace tres mil a�os es un gran actor de la historia humana. En treinta siglos de declamaci�n hist�rica ha adquirido, necesariamente, un gusto dram�tico y un adem�n grandilocuente. Y este trabajo de adaptaci�n, de cada hombre ha hecho un agonista, de cada paisaje ha hecho un escenario. Cada paisaje es un proscenio. Y las puestas de sol, verbigracia, se han habituado, por esto, a esa solemnidad ligeramente melanc�lica de las puestas de sol de los telones de fondo y de las tarjetas postales. Una ciudad italiana es un museo de reliquias. Un paisaje italiano es un museo de recuerdos. A ning�n nombre geogr�fico deja de estar asociado alg�n recuerdo, alguna gorda efem�rides. Sobre cada fragmento de tierra se amontonan muchos siglos de historia y muchas toneladas de literatura. No hay en toda Italia un solo r�o virgen. No hay un solo pedazo de cielo o de tierra que tenga la fortuna de no ser ilustre. Yo, por lo menos, lo he buscado en balde. En una venta r�stica de Pav�a �donde medraban gansos y pollos y donde me detuve un d�a, camino de la Cartuja, a almorzar gustosa y parvamente� merodeaba, de un modo demasiado ostensible, la sombra de Francisco I. En la villa de Frascati, donde una primavera repos� de mis andanzas, en una estancia con frescos de la escuela del Dominicchino duraba el recuerdo de la visita de un pr�ncipe de Borghese o de un cardenal Ludovisi. En el parque de la villa, bajo los olivos, en el sitio donde yo gustaba de leer a Francis Jammes o a Pascoli, �qui�n pod�a garantizarme que no hubiese discurrido, siglos atr�s, Marco Tulio Cicer�n? Las ruinas de T�sculum, donde mor� el gran retorno estaban distantes. En cualquier vieja hoster�a romana, el turista no puede estar seguro de que no hayan bebido los vinos del Latium Montaigne, Stendhal, Goethe o, al menos, Chateaubriand. Los m�s rec�nditos rincones de los Abruzos est�n inmortalizados por las novelas y las tragedias de D'Annunzio. Y no existe en la ribera del Lago Como un palmo de terreno que, en el m�s modesto de los casos, no haya sido, por ejemplo, el escenario de una novela de Fogazzaro. Y, sobre esta tierra ilustre la civilizaci�n moderna deposita, met�dicamente, nuevos aluviones. Sobre una an�cdota antigua superpone una an�cdota moderna. Italia recibe, todos los d�as, alg�n personaje famoso, procedente de alguna pr�xima o lejana parte del mundo, que desea vivir en suelo italiano un cap�tulo de su novela. No faltan nunca una princesa Mary y un vizconde de Lascelles que resuelvan anidar su luna de miel en una villa de Fiesole o de Sorrento. Hasta las prosaicas conferencias internacionales suelen elegir para sus debates un palacio de G�nova, de San Remo, de Rapallo, de Pallanza o de Porto Rossa. Seguramente, todos los personajes de la historia contempor�nea han sido hu�spedes de Italia. Si un collado latino no ha sido cantado en un verso de Horacio, es ciertamente porque estaba reservado para estimular una meditaci�n de Goethe. O porque el destino lo ten�a elegido para sugerir una idea a Taine o una nota a Palestrina. Su imagen, probablemente, decora un museo de Par�s o de Munich. La ha amado Corot. Boecklin la ha fijado en un croquis. Para amar el paisaje italiano, para sentir �ntegra y originalmente su belleza, yo he necesita- do aislarme un poco de su celebridad excesiva. De otra suerte no he podido comprenderlo, no he podido amarlo. Lo he encontrado pedante, cl�sico, acad�mico como un profesor de Humanidades. Lo he sentido demasiado ilustre, demasiado glorioso. 3. Un paisaje virgen del
Amazonas o de la Polinesia, es como un cafre o como un j�baro. Es un
paisaje sin civilizaci�n, sin historia, sin literatura. Es un paisaje
desnudo y sin taparrabos. Es un paisaje plenamente primitivo. Un paisaje
ilustre es, en cambio, como un hombre de nuestro siglo. Llega hasta su
intimidad el h�lito urbano. Est� abrumado de tradici�n, de cultura, de
filosof�a. Es un paisaje con frac, con mon�culo y hasta con un poco de
neurastenia. El paisaje b�rbaro no tiene vestigios de civilizaciones
pasadas, ni huellas de acaecimientos hist�ricos, ni recuerdos de
personajes magnos. Nada que lo complique, nada que lo envejezca, nada que
lo deforme. Nada que impida poseerlo, conocerlo, gozarlo, sin apriorismo,
sin prejuicio, desde el primer contacto. Los hombres de este siglo
preferimos, sin embargo, por mucho tiempo un tipo de paisaje menos hirsuto
y menos desnudo. Y, mientras nos duren estos gustos, el paisaje italiano
tendr� derecho a nuestra predilecci�n. Lo �nico que puede cambiar, por
ahora, es la manera de saborearlo. A mi juicio, las salsas tur�sticas
echan a perder un poco su saz�n natural. Pero me parece honrado declarar
que la salsa Baedecker es, para un turista burgu�s y prudente, la m�s
digestiva.
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