OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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EL ALMA MATINAL |
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LA LUCHA FINAL1 I Madeleine Marx, una de las mujeres de letras m�s inquietas y m�s modernas de la Francia contempor�nea, ha reunido sus impresiones de Rusia en un libro que lleva este t�tulo C'est la lutte finale... La frase del canto de Eugenio Pottier adquiere un relieve hist�rico. "�Es la lu�cha final!" El proletario ruso saluda la revoluci�n con este grito que es el grito ecum�nico del proleta�rio mundial. Grito multitudinario de combate y de esperanza que Madeleine Marx ha o�do en las calles de Mosc� y que yo he o�do en las calles de Roma, de Mil�n, de Berl�n, de Par�s, de Viena y de Lima. Toda la emoci�n de una �poca est� en �l. Las muchedumbres revolucionarias creen li�brar la lucha final. �La libran verdaderamente? Para las esc�pti�cas criaturas del orden viejo esta lucha final es s�lo una ilusi�n. Para los fervorosos combatien�tes del orden nuevo es una realidad. Au dessus de la Mel�e, una nueva y sagaz filosof�a de la his�toria nos propone otro concepto: ilusi�n y rea�lidad. La lucha final de la estrofa de Eugenio Pottier es, al mismo tiempo, una realidad y una ilusi�n. Se trata, efectivamente, de la lucha final de una �poca y de una clase. El progreso �o el pro�ceso humano� se cumple por etapas. Por consi�guiente, la humanidad tiene perennemente la ne�cesidad de sentirse pr�xima a una meta. La meta de hoy no ser� seguramente la meta de ma�ana; pero, para la teor�a humana en marcha, es la meta final. El mesi�nico milenio no vendr� nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de la creencia de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revoluci�n prev� la revoluci�n que vendr� despu�s, aunque en la entra�a porte su germen. Para el hombre, como sujeto de la historia, no existe sino su propia y personal realidad. No le interesa la lucha abstractamente sino su lucha concretamente. El proletariado revolucionario, por ende, vive la realidad de una lucha final. La humanidad, en tanto, desde un punto de vista abstracto, vive la ilusi�n de una lucha final. II La revoluci�n francesa tuvo la misma idea de su magnitud. Sus hombres creyeron tambi�n inaugurar una era nueva. La Convenci�n quiso grabar para siempre en el tiempo, el comienzo del milenio republicano. Pens� que la era cristiana y el calendario gregoriano no pod�an contener a la Rep�blica. El himno de la revoluci�n salud� el alba de un nuevo d�a: le jour de gloire est arriv�. La rep�blica individualista y jacobina aparec�a como el supremo desider�tum de la humanidad. La revoluci�n se sent�a definitiva e insuperable. Era la lucha final. La lucha final por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Menos de un siglo y medio ha bastado para que este mito envejezca. La Marsellesa ha dejado de ser un canto revolucionario. El "d�a de gloria" ha perdido su prestigio sobrenatural. Los propios fautores de la democracia se muestran desencantados de la prestancia del parlamento y del sufragio universal. Fermenta en el mundo otra revoluci�n. Un r�gimen colectivista pugna por reemplazar al r�gimen individualista. Los revolucionarios del siglo veinte se aprestan a juzgar sumariamente la obra de los revolucionarios del siglo dieciocho. La revoluci�n proletaria es, sin embargo, una consecuencia de la revoluci�n burguesa. La burgues�a ha creado, en m�s de una centuria de vertiginosa acumulaci�n capitalista, las condiciones espirituales y materiales de un orden nuevo. Dentro de la revoluci�n francesa se anidaron las primeras ideas socialistas. Luego, el industrialismo organiz� gradualmente en sus usinas los ej�rcitos de la revoluci�n. El proletariado, confundido antes con la burgues�a en el estado llano, formul� entonces sus reivindicaciones de clase. El seno ping�e del bienestar capitalista aliment� el socialismo. El destino de la burgues�a quiso que �sta abasteciese de ideas y de hombres a la revoluci�n dirigida contra su poder. III La ilusi�n de la lucha final resulta, pues, una ilusi�n muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o m�s siglos, esta ilusi�n reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusi�n tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud. Se cierra un ciclo rom�ntico y se abre el ciclo cl�sico. En el ciclo cl�sico se desarrolla, estiliza y degenera una forma que, realizada plenamente, no podr� contener en s� las nuevas fuerzas de la vida. S�lo en los casos en que su potencia creadora se enerva, la vida dormita, estancada, dentro de una forma r�gida, decr�pita, caduca. Pero estos �xtasis de los pueblos o de las sociedades no son ilimitados. La somnolienta laguna, la quieta palude, acaba por agitarse y desbordarse. La vida recupera entonces su energ�a y su impulso. La India, la China, la Turqu�a contempor�neas son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y ha reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso. El Oriente se despierta para la acci�n. La ilusi�n ha renacido en su alma milenaria. IV El escepticismo se contentaba con contrastar la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. El relativismo no se conforma con el mismo negativo e infecundo resultado. Empieza por ense�ar que la realidad es una ilusi�n; pero concluye por reconocer que la ilusi�n, es, a su vez, una realidad. Niega que existan verdades absolutas; pero se da cuenta de que los hombres tienen que creer en sus verdades relativas como si fueran absolutas. Los hombres han menester de certidumbre. �Qu� importa que la certidumbre de los hombres de hoy no sea la certidumbre de los hombres de ma�ana? Sin un mito los hombres no pueden vivir fecundamente. La filosof�a relativista nos propone, por consiguiente, obedecer a la ley del mito. Pirandello, relativista, ofrece el ejemplo adhiri�ndose al fascismo. El fascismo seduce a Pirandello porque mientras la democracia se ha vuelto esc�ptica y nihilista, el fascismo representa una fe religiosa, fan�tica, en la jerarqu�a y la Naci�n. (Pirandello que es un peque�o-burgu�s siciliano, carece de aptitud psicol�gica para comprender y seguir el mito revolucionario). El literato de exasperado escepticismo no ama en pol�tica la duda. Prefiere la afirmaci�n violenta, categ�rica, apasionada, brutal. La muchedumbre, m�s a�n que el fil�sofo esc�ptico, m�s a�n que el fil�sofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pret�rita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, �nica, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final. El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigaci�n filos�fica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le ser�a dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el fil�sofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, act�a. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desv�a de la duda est�ril. No ambiciona m�s que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.
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