OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
|
EL ARTISTA Y LA EPOCA |
|
|
BLAISE CENDRARS1
En el equipo de los "internacionales", Blaise Cendrars es uno de los que m�s me interesa. Blaise Cendrars no es un vagabundo del g�nero de Paul Morand. En la composici�n de los libros de Cendrars no entra ning�n ingrediente m�r�bido. Cendrars no se empe�a nunca en demos�trarnos que viaja en vag�n-cama. En Cendrars no se respiran aromas afrodis�acos. En sus li�bros no hay languidez, no hay laxitud. Cendrars es sano, violentamente sano, alegremente sano. (Oliverio Girondo no dejar�a de anotar este dato, en una semblanza de Cendrars: reacci�n Wasserman negativa3). Y, al mismo tiempo, Cendrars es simple. Entra en las ciudades sin ceremonia. Se comporta siem�pre como un pillete, como un gavroche4 que viaja por el placer, dulce y �cido a la vez, de via�jar. Unos viajan para hacerse operar un ri��n. Otros para curarse en Vichy los c�lculos o en Karlsbad la dispepsia. Otros para vender su alma al diablo o a Moran en la bolsa de Nueva York. Otros para trocar su algod�n Tang�is por unos trajes ingleses, un autom�vil Fiat, unas fichas de Monte Carlo, etc. Cendrars viaja por viajar: Tie�ne siempre, en el vag�n-restaurant de un ex�preso, o en el puente de un transatl�ntico, el adem�n despreocupado del flaneur.5 Miradlo arribar a Sao Paulo: �Enfin on entre en gare Saint-Paul Je crois �tre en gare de Nice Ou d�barquer a Charing-Cross � Londres
Je trouve tons mes amis Bonjour C'est moi�6 No es posible dudarlo. Es Blaise Cendrars que llega a Sao Paulo. No puede ser otro que Blaise Cendrars. Lo reconocen, desde que pisa el um�bral de una ciudad, todos los que no lo han co�nocido nunca. No es improbable que alg�n d�a lo veamos desembarcar as� en la chaza de flete�ros del Callao. Traer�, como siempre, un equi�paje muy sumario. (Blaise Cendrars nos ha des�crito una vez su equipaje. Sabemos por �l mis�mo que su maleta pesa 57 kilos). Y se marchar� de Lima sin despedirse burlando una recepci�n del Ateneo y un reportaje de El Comercio. Y, finalmente, Blaise Cendrars no nos defraudar� como Julio Camba. Nos contar� en un libro ma�ravilloso, volumen tercero o cuarto de sus Feui�lles de route,7 su visita a Lima, al Cuzco y a Chanchamayo. Lo que m�s me encanta en la literatura de Cen�drars es su buena salud. Los libros de Cendrars respiran por todos sus poros. Cendrars represen�ta una gaya y joven bohemia que reacciona con�tra la bohemia sucia y vieja del siglo diecinueve. Y, en una �poca de decadentismos bizarros, de lib�dines turbias y de apetitos ambiguos y can�sados, Cendrars es un caso de salud cabal. Es un hombre intacto e indemne. Es un poeta claro y fuerte sin artificios juglarescos y sin neurosis perversas: Escuchadlo: �Le monde entier est tonjonr l� La vie pleine de choses suiprenantes Je sors de la pharmacie Je desecads fuste de la bascule Je pese mes 80 kilos Je t'aime.�8 La poes�a de Cendrars no tiene puntos ni co�mas. La prosa es m�s ortogr�fica. Blaise Cendrars ha publicado los siguientes li�bros: La l�gende de Novgorod (1909), S�quences
(1913), La Guerre au Luxembourg
(1916), Pro�fond aujourd'hui
(1917), Anthologie negre
(1919), La fin du Monde (1919),
Dix-neuf poemes �lasti�ques
(1919), Du Monde entier (1919),
J'ai tu� (1919), Feuilles de route (1924), Kodak
(1924) y L'Or (1925).9 Tiene Cendrars en preparaci�n, entre otros li�bros, una Antolog�a Azteca, Inca, Maya. Cendrars nos cuenta en El Oro la maravillosa historia de Johan August Suter. La historia de Suter es el reverso de la historia del oro de Ca�lifornia. En 1834, Johan August Suter, suizo-alem�n, hijo de un fabricante de papel de Basilea, deja su patria, su mujer y sus hijos, arruinado y des�honrado por una quiebra. A pie cruza la fronte�ra y llega a Par�s. En el camino desvalija a dos compa�eros de viaje; en Par�s estafa con una le�tra de cr�dito falsa a un cliente de su padre. Luego, en El Havre se embarca para Nueva York. Cendrars, explic�ndonos el Nueva York de 1834, nos dice en una sola p�gina de prosa r�pi�da, sumaria, precisa, escueta, una �ntegra fase de la formaci�n de los Estados Unidos: �El puerto de Nueva York. �Es ah� donde desembarcan todos los n�ufra�gos del Viejo Mundo. Los n�ufragos, los des�graciados, los descontentos, los hombres libres, los insumisos. Aqu�llos que han tenido reveses de fortuna; aqu�llos que han arriesgado todo sobre una sola carta; aqu�llos a quienes una pa�si�n rom�ntica ha trastornado. Los primeros so�cialistas alemanes, los primeros m�sticos rusos. Los ide�logos que las polic�as de Europa persi�guen; los que la reacci�n arroja. Los peque�os artesanos, primeras v�ctimas de la gran industria en formaci�n. Los falansterianos10 franceses, los carbonarios,11 los �ltimos disc�pulos de Saint Martin, el fil�sofo desconocido, y de los escoceses. Esp�ritus generosos, cabezas cascadas. Bandidos de Calabria, patriotas helenos. Los campesinos de Irlanda y de Escandinavia. Individuos y pueblos v�ctimas de las guerras napole�nicas y sacrificadas por los Congresos Diplom�ticos. Los carlis�tas, los polacos, los "partidarios de Hungr�a. Los iluminados de todas las revoluciones de 1830 y los �ltimos liberales que abandonan su patria para unirse a la gran Rep�blica, obreros, solda�dos, comerciantes, banqueros de todos los pa�ses; hasta sudamericanos, c�mplices de Bol�var. Des�de la Revoluci�n Francesa, desde la Declaraci�n de la Independencia, en pleno crecimiento, en pleno desarrollo, no ha visto jam�s Nueva York sus muelles tan continuamente invadidos. Los inmigrantes desembarcan d�a y noche y en cada barco, en cada cargamento humano, hay por lo menos un representante de la fuerte raza de los aventureros�. Suter pertenece a esta raza. Cendrars nos relata as� su entrada en Nueva York: �Johan Auguste Suter desembarca el 7 de julio, en martes. Ha hecho un voto. Salta a tierra, atropella a los soldados de la milicia, abraza de una mirada el inmenso horizonte mar�timo, descorcha y vac�a una botella de vino del Rhin, lanza la botella vac�a entre la tripulaci�n negra de un velero. Despu�s rompe a re�r y entra corriendo en la gran ciudad desconocida, como alguien que tiene prisa y a quien se espera�. Nueva York no retiene por mucho tiempo a Suter. Suter se siente atra�do por el Oeste. Parte de nuevo hacia lo desconocido. En Honolulu forma la Suter's Pacific Trade Co. Tiene un plan vasto. Con mano de obra canaca explotar� las tierras de California. No las conoce a�n; pero sabe que va a tomar posesi�n de ellas. Sus socios de Honolulu lo abastecer�n de ind�genas de las Islas. El plan se cumple puntual y magn�ficamente. Suter se instala con sus canacos en California. Funda una descomunal colonia agr�cola: la Nueva Helvecia. Sus posesiones, sus riquezas crecen prodigiosamente. El pionner12 suizo deviene uno de los hombres m�s ricos de la tierra. Pero una cat�strofe sobreviene: el descubrimiento del oro. Un obrero de Suter encuentra en los dominios de Suter las primeras pepitas. La noticia se expande. Empieza el �xodo hacia las minas de oro. Suter ve partir a sus empleados, a sus obreros. La colonia se disgrega. Invaden el pa�s los buscadores de oro. En diez a�os, San Francisco se convierte en una de las m�s grandes urbes del mundo. Los inmigrantes se reparten las tierras de Suter. Se instalan en sus posesiones. El gran pionner se cruza de brazos. Podr�a luchar: pero, desde�osamente, prefiere no participar en esta batalla de lavadores de oro y de destiladores de alcohol, en la cual se mez�clan aventureros y bandidos de las m�s torpes y sucias especies. El oro lo ha arruinado. Suter se retira, decepcionado, a uno de sus dominios. Mas la voluntad de trabajo y de potencia rena�ce pronto en �l. Sus vi�as, sus huertas, sus esta�blos, sus eras, etc., vuelven a darle una fortuna. San Francisco tiene buen apetito. Y Suter le ven�de caros los frutos de sus alquer�as. Pero no es�t� contento. No olvida el golpe; no perdona al oro. Y el demonio le aconseja la m�s absurda aventura. Suter presenta a los tribunales una demanda por da�os y perjuicios. Reivindica la propiedad del suelo sobre el cual se ha edificado San Francisco, Sacramento, R�ovista y otras ciu�dades, reclamando doscientos millones de d�la�res de indemnizaci�n por el despojo. Enjuicia a 17,221 particulares que se han establecido abu�sivamente en sus plantaciones. Reclama vein�ticinco millones d� d�lares del Estado de Cali�fornia, por haberse apropiado de sus rutas, ca�nales, puentes, esclusas y molinos; y cincuenta millones de d�lares del gobierno de W�shington, por no haber sabido mantener el orden en la �poca del descubrimiento del oro. Y sostiene su derecho a una parte del oro extra�do desde el principio de la explotaci�n. El fant�stico proce�so consume todas las utilidades de Suter. Suter tiene a su servicio un ej�rcito de abogados, de peritos y de escribanos. Los Municipios y los particulares enjuiciados tienen a su servicio otro ej�rcito. �Es un nuevo rush,13 una mina inespera�da, y todo el mundo quiere vivir del Pleito Su�ter�. San Francisco odia al pionner testarudo y amenazador. Y, cuando el honesto y puritana, juez Thompson falla a favor de Suter, la ciudad se amotina. Las plantaciones, los establo; los molinos, las f�bricas de Suter son devastados, arrasados, incendiados. Suter esta vez pierde to�do. M�s ni aun este golpe lo decide a renunciar a su proceso. Lo contin�a, en Washington. En W�shington envejece y enloquece. Y muere en las gradas del Palacio del Congreso, aguardan�do y reclamando, obstinadamente, justicia. Tal la maravillosa historia de Johan August Suter. Su argumento parece una gran paradoja. Pero, en verdad, Cendrars ha escrito, al mismo tiempo que una novela de aventuras, una s�tira sobre el destino maldito del oro. El oro del Rhin y el oro de California se equivalen. Cendrars no lo dice: pero lo dice su novela. Lo dice la mara�villosa historia de Johan August Suter, arruina�do por el descubrimiento de las minas de Cali�fornia. La t�cnica de El
Oro es, m�s bien que la de una novela, la d� un film. Cendrars nos
ofrece la historia de Suter en setenta y cuatro cuadros cinematogr�ficos.
Ning�n cuadro sobra. Ning�n cuadro aburre. Ning�n cuadro es p�lido o
con�fuso. El lector se olvida, poco a poco, de que tiene en las manos un
libro. En vez de las letras y de las palabras, dispuestas en rasgos,
empieza a ver las figuras y el paisaje. El paisaje que, en Blaise Cendrars,
es s�lo un decorado esquem�tico.
NOTAS:
1
Publicado en Variedades: Lima, 26 de setiembre de 1925. Empezaba con el
siguiente p�rrafo, suprimido por el autor, por su car�cter
circunstancial: �El na�cionalismo de L'Action Francaise tiene raz�n de
malhumorarse. Malgrado la influencia de Charles Maurr�s y de Maurice
Barr�s, la moderna literatura francesa no es nacionalista. Sus mayores
represen�tantes son un tanto deracin�s.2 Los escritores m�s
cotizados pertenecen al que Pierre Mac Orlan llama el equipo de los
"internacionales": Max Jacob, Paul Morand, Blaise Cendrars,
Jules Romains, Andr� Sal�m�n, Pierre Hamp, Jean Richard Bloch, Valery
Lar�baud, etc. La escuela cl�sica francesa no est� desier�ta. Tiene
tambi�n sus personeros: Paul Valery, Lu�cien Fabre, etc. Pero el
internacionalismo se infiltra en los mismos rangos de L'Action Francaise.
Pierre Benoit se desplaza demasiado para no contaminarse de emociones
extranjeras. Sus novelas lo llevan por rutas y climas ex�ticos. Henri de
Montherlant, na�cionalista y cat�lico, ha descubierto Espa�a y las
corridas de toros. Los caminos de la literatura de�portiva no conducen,
adem�s, a Orleans sino, m�s bien, a Nueva York. Charles Maurras y Henry
Massis, �c�mo podr�an no desolarse? El morbo del cosmo�politismo
infecta a los j�venes. Un medio profil�cti�co pod�a ser la supresi�n
de la Compa��a de los Grandes Expresos Europeos. Pero Maurras es un
hombre demasiado serio para proponerlo. Su m�to�do, de otro lado, es
mucho m�s radical. "Puesto que se trata de un mal pol�tico, existe
un remedio pol�tico: aristocracia, monarqu�a. El d�a en que Francia
haya encontrado de nuevo su centro, un rey, una corte, centro de la vida
social, habr� muchas cosas cambiadas, hasta en la gram�tica y en el
dicciona�rio. Con un rey, con una corte, Maurras ser�a ya acad�mico y,
si no sobre los franceses, ejercer�a su dictadura sobre el diccionario y
la gram�tica).
2
Desarraigados, o sea, no patrioteros.
3
Es una reacci�n sangu�nea descubierta por Wasser�man para descubrir la
s�filis.
4
Gavroche es un pillete parisino creado por V�ctor Hugo en Los
Miserables.
5
Vagabundo.
6
En fin se entra en la estaci�n de San Pablo. Yo creo estar en la
estaci�n de Niza, o desembarcar en Charing-Cross de Londres. Yo encuentro
a todos mis amigos. Buenos d�as. Soy yo. (Traducci�n literal).
7
Hojas de ruta. (Trad. lit.).
8
El mundo entero est� ah� siempre / La vida llena de cosas sorprendentes.
/ Salgo de la farmacia. / Des�ciendo de la b�scula. / Peso mis ochenta
kilos. / Te amo. (Trad. lit.).
9
La Leyenda de Novgorod. Secuencias. La guerra en Luxemburgo. Hoy profundo.
Antolog�a negra. El fin del Mundo. Diecinueve poemas el�sticos. Del
mundo entero. Yo he matado. Hojas de ruta. Kodak. El Oro.
10
Partidarios de la doctrina social de Pourier que aso�cia voluntariamente
a los individuos para vivir en co�munidades llamadas falanges.
11
Agitadores revolucionarios italianos que deseaban la Italia unida y laica,
en el siglo XIX, y luchaban con�tra el absolutismo.
12.
Descubridor o explorador.
13
Acometida.
|
|