ESQUEMA DE LA EVOLUCI�N ECON�MICA
I. LA ECONOM�A COLONIAL
En el plano de la econom�a se percibe mejor que en ning�n otro hasta qu�
punto la Conquista escinde la historia del Per�. La Conquista aparece en
este terreno, m�s netamente que en cualquiera otro, como una soluci�n de
continuidad. Hasta la Conquista se desenvolvi� en el Per� una econom�a que
brotaba espont�nea y libremente del suelo y la gente peruanos. En el
Imperio de los Inkas, agrupaci�n de comunas agr�colas y sedentarias, lo
m�s interesante era la econom�a. Todos los testimonios hist�ricos
coinciden en la aserci�n de que el pueblo inkaico
�laborioso, disciplinado, pante�sta y
sencillo� viv�a con bienestar
material. Las subsistencias abundaban; la poblaci�n crec�a.
El Imperio ignor� radicalmente el problema de Malthus. La organizaci�n
colectivista, regida por los Inkas, hab�a enervado en los indios el
impulso individual; pero hab�a desarrollado extraordinariamente en ellos,
en provecho de este r�gimen econ�mico, el h�bito de una humilde y
religiosa obediencia a su deber social. Los Inkas sacaban toda la utilidad
social posible de esta virtud de su pueblo, valorizaban el vasto
territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc., lo extend�an
sometiendo a su autoridad tribus vecinas. El trabajo colectivo, el
esfuerzo com�n, se empleaban fructuosamente en fines sociales.
Los conquistadores espa�oles destruyeron, sin poder naturalmente
reemplazarla, esta formidable m�quina de producci�n. La sociedad ind�gena,
la econom�a inkaica, se descompusieron y anonadaron completamente al golpe
de la conquista. Rotos los v�nculos de su unidad, la naci�n se disolvi� en
comunidades dispersas. El trabajo ind�gena ces� de funcionar de un modo
solidario y org�nico. Los conquistadores no se ocuparon casi sino de
distribuirse y disputarse el ping�e bot�n de guerra. Despojaron los
templos y los palacios de los tesoros que guardaban; se repartieron las
tierras y los hombres, sin preguntarse siquiera por su porvenir como
fuerzas y medios de producci�n.
El Virreinato se�ala el comienzo del dif�cil y complejo proceso de
formaci�n de una nueva econom�a. En este per�odo, Espa�a se esforz� por
dar una organizaci�n pol�tica y econ�mica a su inmensa colonia. Los
espa�oles empezaron a cultivar el suelo y a explotar las minas de oro y
plata. Sobre las ruinas y los residuos de una econom�a socialista, echaron
las bases de una econom�a feudal.
Pero no envi� Espa�a al Per�, como del resto no envi� tampoco a sus otras
posesiones, una densa masa colonizadora. La debilidad del imperio espa�ol
residi� precisamente en su car�cter y estructura de empresa militar y
eclesi�stica m�s que pol�tica y econ�mica. En las colonias espa�olas no
desembarcaron como en las costas de Nueva Inglaterra grandes bandadas de
pioneers. A la Am�rica Espa�ola no vinieron casi sino virreyes,
cortesanos, aventureros, cl�rigos, doctores y soldados. No se form�, por
esto, en el Per� una verdadera fuerza de colonizaci�n. La poblaci�n de
Lima estaba compuesta por una peque�a corte, una burocracia, algunos
conventos, inquisidores, mercaderes, criados y esclavos
(1). El pioneer
espa�ol carec�a, adem�s, de aptitud para crear n�cleos de trabajo. En
lugar de la utilizaci�n del indio, parec�a perseguir su exterminio. Y los
colonizadores no se bastaban a s� mismos para crear una econom�a s�lida y
org�nica. La organizaci�n colonial fallaba por la base. Le faltaba
cimiento demogr�fico. Los espa�oles y los mestizos eran demasiado pocos
para explotar, en vasta escala, las riquezas del territorio. Y, como para
el trabajo de las haciendas de la costa se recurri� a la importaci�n de
esclavos negros, a los elementos y caracter�sticas de una sociedad feudal
se mezclaron elementos y caracter�sticas de una sociedad esclavista.
S�lo los jesuitas, con su org�nico positivismo, mostraron acaso, en el
Per� como en otras tierras de Am�rica, aptitud de creaci�n econ�mica. Los
latifundios que les fueron asignados prosperaron. Los vestigios de su
organizaci�n restan como una huella duradera. Quien recuerde el vasto
experimento de los jesuitas en el Paraguay, donde tan h�bilmente
aprovecharon y explotaron la tendencia natural de los ind�genas al
comunismo, no puede sorprenderse absolutamente de que esta congregaci�n de
hijos de San I�igo de Loyola, como los llama Unamuno, fuese capaz de crear
en el suelo peruano los centros de trabajo y producci�n que los nobles,
doctores y cl�rigos, entregados en Lima a una vida muelle y sensual, no se
ocuparon nunca de formar.
Los colonizadores se preocuparon casi �nicamente de la explotaci�n del oro
y la plata peruanos. Me he referido m�s de una vez a la inclinaci�n de los
espa�oles a instalarse en la tierra baja. Y a la mezcla de respeto y de
desconfianza que les inspiraron siempre los Andes, de los cuales no
llegaron jam�s a sentirse realmente se�ores. Ahora bien. Se debe, sin
duda, al trabajo de las minas la formaci�n de las poblaciones criollas de
la sierra. Sin la codicia de los metales encerrados en las entra�as de los
Andes, la conquista de la sierra hubiese sido mucho m�s incompleta.
Estas fueron las bases hist�ricas de la nueva econom�a peruana. De la
econom�a colonial -colonial desde sus ra�ces- cuyo proceso no ha terminado
todav�a. Examinemos ahora los lineamientos de una segunda etapa. La etapa
en que una econom�a feudal deviene, poco a poco, econom�a burguesa. Pero
sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una econom�a colonial.
II. LAS BASES ECON�MICAS DE LA REP�BLICA
Como la primera, la segunda etapa de esta econom�a arranca de un hecho
pol�tico y militar. La primera etapa nace de la Conquista. La segunda
etapa se inicia con la Independencia. Pero, mientras la Conquista engendra
totalmente el proceso de la formaci�n de nuestra econom�a colonial, la
Independencia aparece determinada y dominada por ese proceso.
He tenido ya -desde mi primer esfuerzo marxista por fundamentar en el
estudio del hecho econ�mico la historia peruana- ocasi�n de ocuparme en
esta faz de la revoluci�n de la Independencia, sosteniendo la siguiente
tesis: "Las ideas de la revoluci�n francesa y de la constituci�n
norteamericana encontraron un clima favorable a su difusi�n en Sudam�rica,
a causa de que en Sudam�rica exist�a ya aunque fuese embrionariamente, una
burgues�a que, a causa de sus necesidades e intereses econ�micos, pod�a y
deb�a contagiarse del humor revolucionario de la burgues�a europea. La
Independencia de Hispanoam�rica no se habr�a realizado, ciertamente, si no
hubiese contado con una generaci�n heroica, sensible a la emoci�n de su
�poca, con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una verdadera
revoluci�n. La Independencia, bajo este aspecto, se presenta como una
empresa rom�ntica. Pero esto no contradice la tesis de la trama econ�mica
de la revoluci�n emancipadora. Los conductores, los caudillos, los
ide�logos de esta revoluci�n no fueron anteriores ni superiores a las
premisas y razones econ�micas de este acontecimiento. El hecho intelectual
y sentimental no fue anterior al hecho econ�mico".
La pol�tica de Espa�a obstaculizaba y contrariaba totalmente el
desenvolvimiento econ�mico de las colonias al no permitirles traficar con
ninguna otra naci�n y reservarse como metr�poli, acapar�ndolo
exclusivamente, el derecho de todo comercio y empresa en sus dominios.
El impulso natural de las fuerzas productoras de las colonias pugnaba por
romper este lazo. La naciente econom�a de las embrionarias formaciones
nacionales de Am�rica necesitaba imperiosamente, para conseguir su
desarrollo, desvincularse de la r�gida autoridad y emanciparse de la
medioeval mentalidad del rey de Espa�a. El hombre de estudio de nuestra
�poca no puede dejar de ver aqu� el m�s dominante factor hist�rico de la
revoluci�n de la independencia sudamericana, inspirada y movida, de modo
demasiado evidente, por los intereses de la poblaci�n criolla y aun de la
espa�ola, mucho m�s que por los intereses de la poblaci�n ind�gena.
Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia
sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la
civilizaci�n occidental o, mejor dicho, capitalista. El ritmo del fen�meno
capitalista tuvo en la elaboraci�n de la independencia una funci�n menos
aparente y ostensible, pero sin duda mucho m�s decisiva y profunda que el
eco de la filosof�a y la literatura de los enciclopedistas. El Imperio
Brit�nico, destinado a representar tan genuina y trascendentalmente los
intereses de la civilizaci�n capitalista, estaba entonces en formaci�n. En
Inglaterra, sede del liberalismo y el protestantismo, la industria y la
m�quina preparaban el porvenir del capitalismo, esto es del fen�meno
material del cual aquellos dos fen�menos, pol�tico el uno, religioso el
otro, aparecen en la historia como la levadura espiritual y filos�fica.
Por esto le toc� a Inglaterra �con esa
clara conciencia de su destino y su misi�n hist�ricas a que debe su
hegemon�a en la civilizaci�n capitalista�,
jugar un papel primario en la independencia de Sudam�rica. Y, por esto,
mientras el primer ministro de Francia, de la naci�n que algunos a�os
antes les hab�a dado el ejemplo de su gran revoluci�n, se negaba a
reconocer a estas j�venes rep�blicas sudamericanas que pod�an enviarle
"junto con sus productos sus ideas revolucionarias"
(2), Mr. Canning,
traductor y ejecutor fiel del inter�s de Inglaterra, consagraba con ese
reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de Espa�a y,
anexamente, a organizarse republicana y democr�ticamente. A Mr. Canning,
de otro lado, se hab�an adelantado pr�cticamente los banqueros de Londres
que, con sus pr�stamos �no por
usurarios menos oportunos y eficaces�,
hab�an financiado la fundaci�n de las nuevas rep�blicas.
El Imperio espa�ol tramontaba por no reposar sino sobre bases militares y
pol�ticas y, sobre todo, por representar una econom�a superada. Espa�a no
pod�a abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesi�sticos,
doctores y nobles. Sus colonias sent�an apetencia de cosas m�s pr�cticas y
necesidad de instrumentos m�s nuevos. Y, en consecuencia, se volv�an hacia
Inglaterra, cuyos industriales y cuyos banqueros, colonizadores de nuevo
tipo, quer�an a su turno ense�orearse en estos mercados, cumpliendo su
funci�n de agentes de un imperio que surg�a como creaci�n de una econom�a
manufacturera y librecambista.
El inter�s econ�mico de las colonias de Espa�a y el inter�s econ�mico del
Occidente capitalista se correspond�an absolutamente, aunque de esto, como
ocurre frecuentemente en la historia, no se diesen exacta cuenta los
protagonistas hist�ricos de una ni otra parte.
Apenas estas naciones fueron independientes, guiadas por el mismo impulso
natural que las hab�a conducido a la revoluci�n de la Independencia,
buscaron en el tr�fico con el capital y la industria de Occidente los
elementos y las relaciones que el incremento de su econom�a requer�a. Al
Occidente capitalista empezaron a enviar los productos de su suelo y su
subsuelo. Y del Occidente capitalista empezaron a recibir tejidos,
m�quinas y mil productos industriales. Se estableci� as� un contacto
continuo y creciente entre la Am�rica del Sur y la civilizaci�n
occidental. Los pa�ses m�s favorecidos por este tr�fico fueron,
naturalmente, a causa de su mayor proximidad a Europa, los pa�ses situados
sobre el Atl�ntico. La Argentina y el Brasil, sobre todo, atrajeron a su
territorio capitales e inmigrantes europeos en gran cantidad. Fuertes y
homog�neos aluviones occidentales aceleraron en estos pa�ses la
transformaci�n de la econom�a y la cultura que adquirieron gradualmente la
funci�n y la estructura de la econom�a y la cultura europeas. La
democracia burguesa y liberal pudo ah� echar ra�ces seguras, mientras en
el resto de la Am�rica del Sur se lo imped�a la subsistencia de tenaces y
extensos residuos de feudalidad.
En este per�odo, el proceso hist�rico general del Per� entra en una etapa
de diferenciaci�n y desvinculaci�n del proceso hist�rico de otros pueblos
de Sudam�rica. Por su geograf�a, unos estaban destinados a marchar m�s de
prisa que otros. La independencia los hab�a mancomunado en una empresa
com�n para separarlos m�s tarde en empresas individuales. El Per� se
encontraba a una enorme distancia de Europa. Los barcos europeos, para
arribar a sus puertos, deb�an aventurarse en un viaje largu�simo. Por su
posici�n geogr�fica, el Per� resultaba m�s vecino y m�s cercano al
Oriente. Y el comercio entre el Per� y Asia comenz� como era l�gico a
tornarse considerable. La costa peruana recibi� aquellos famosos
contingentes de inmigrantes chinos destinados a sustituir en las haciendas
a los esclavos negros, importados por el Virreinato, cuya manumisi�n fue
tambi�n en cierto modo una consecuencia del trabajo de transformaci�n de
una econom�a feudal en econom�a m�s o menos burguesa. Pero el tr�fico con
Asia, no pod�a concurrir eficazmente a la formaci�n de la nueva econom�a
peruana. El Per� emergido de la Conquista, afirmado en la Independencia,
hab�a menester de las m�quinas, de los m�todos y de las ideas de los
europeos, de los occidentales.
III. EL PER�ODO DEL GUANO Y DEL SALITRE
El cap�tulo de la evoluci�n de la econom�a peruana que se abre con el
descubrimiento de la riqueza del guano y del salitre y se cierra con su
p�rdida, explica totalmente una serie de fen�menos pol�ticos de nuestro
proceso hist�rico que una concepci�n anecd�tica y ret�rica m�s bien que
rom�ntica de la historia peruana se ha complacido tan superficialmente en
desfigurar y contrahacer. Pero este r�pido esquema de interpretaci�n no se
propone ilustrar ni enfocar esos fen�menos sino fijar o definir algunos
rasgos sustantivos de la formaci�n de nuestra econom�a para percibir mejor
su car�cter de econom�a colonial. Consideremos s�lo el hecho econ�mico.
Empecemos por constatar que al guano y al salitre, sustancias humildes y
groseras, les toc� jugar en la gesta de la Rep�blica un rol que hab�a
parecido reservado al oro y a la plata en tiempos m�s caballerescos y
menos positivistas. Espa�a nos quer�a y nos guardaba como pa�s productor
de metales preciosos. Inglaterra nos prefiri� como pa�s productor de guano
y salitre. Pero este diferente gesto no acusaba, por supuesto, un m�vil
diverso. Lo que cambiaba no era el m�vil; era la �poca. El oro del Per�
perd�a su poder de atracci�n en una �poca en que, en Am�rica, la vara del
pioneer descubr�a el oro de California. En cambio el guano y el salitre
�que para anteriores civilizaciones
hubieran carecido de valor pero que para una civilizaci�n industrial
adquir�an un precio extraordinario�
constitu�an una reserva casi exclusivamente nuestra. El industrialismo
europeo u occidental �fen�meno en
pleno desarrollo� necesitaba
abastecerse de estas materias en el lejano litoral del sur del Pac�fico. A
la explotaci�n de los dos productos no se opon�a, de otro lado, como a la
de otros productos peruanos, el estado rudimentario y primitivo de los
transportes terrestres. Mientras que para extraer de las entra�as de los
Andes el oro, la plata, el cobre, el carb�n, se ten�a que salvar �speras
monta�as y enormes distancias, el salitre y el guano yac�an en la costa
casi al alcance de los barcos que ven�an a buscarlos.
La f�cil explotaci�n de este recurso natural domin� todas las otras
manifestaciones de la vida econ�mica del pa�s. El guano y el salitre
ocuparon un puesto desmesurado en la econom�a peruana. Sus rendimientos se
convirtieron en la principal renta fiscal. El pa�s se sinti� rico. El
Estado us� sin medida de su cr�dito. Vivi� en el derroche, hipotecando su
porvenir a la finanza inglesa.
Esta es a grandes rasgos toda la historia del guano y del salitre para el
observador que se siente puramente economista. Lo dem�s, a primera vista,
pertenece al historiador. Pero, en este caso, como en todos, el hecho
econ�mico es mucho m�s complejo y trascendental de lo que parece.
El guano y el salitre, ante todo, cumplieron la funci�n de crear un activo
tr�fico con el mundo occidental en un per�odo en que el Per�, mal situado
geogr�ficamente, no dispon�a de grandes medios de atraer a su suelo las
corrientes colonizadoras y civilizadoras que fecundaban ya otros pa�ses de
la Am�rica indo-ibera. Este tr�fico coloc� nuestra econom�a bajo el
control del capital brit�nico al cual, a consecuencia de las deudas
contra�das con la garant�a de ambos productos, deb�amos entregar m�s tarde
la administraci�n de los ferrocarriles, esto es, de los resortes mismos de
la explotaci�n de nuestros recursos.
Las utilidades del guano y del salitre crearon en el Per�, donde la
propiedad hab�a conservado hasta entonces un car�cter aristocr�tico y
feudal, los primeros elementos s�lidos de capital comercial y bancario.
Los profiteurs directos e indirectos de las riquezas del litoral
empezaron a constituir una clase capitalista. Se form� en el Per� una
burgues�a, confundida y enlazada en su origen y su estructura con la
aristocracia, formada principalmente por los sucesores de los encomenderos
y terratenientes de la colonia, pero obligada por su funci�n a adoptar los
principios fundamentales de la econom�a y la pol�tica liberales. Con este
fen�meno �al cual me refiero en varios
pasajes de los estudios que componen este libro�,
se relacionan las siguientes constataciones: "En los primeros tiempos de
la Independencia, la lucha de facciones y jefes militares aparece como una
consecuencia de la falta de una burgues�a org�nica. En el Per�, la
revoluci�n hallaba menos definidos, m�s retrasados que en otros pueblos
hispanoamericanos, los elementos de un orden liberal burgu�s. Para que
este orden funcionase m�s o menos embrionariamente ten�a que constituirse
una clase capitalista vigorosa. Mientras esta clase se organizaba, el
poder estaba a merced de los caudillos militares. El gobierno de Castilla
marc� la etapa de solidificaci�n de una clase capitalista. Las concesiones
del Estado y los beneficios del guano y del salitre crearon un capitalismo
y una burgues�a. Y esta clase, que se organiz� luego en el 'civilismo', se
movi� muy pronto a la conquista total del poder".
Otra faz de este cap�tulo de la historia econ�mica de la Rep�blica es la
afirmaci�n de la nueva econom�a como econom�a prevalentemente coste�a. La
b�squeda del oro y de la plata oblig� a los espa�oles
�contra su tendencia a instalarse en
la costa�, a mantener y ensanchar en
la sierra sus puestos avanzados. La miner�a �actividad
fundamental del r�gimen econ�mico implantado por Espa�a en el territorio
sobre el cual prosper� antes una sociedad genuina y t�picamente agraria�,
exigi� que se estableciesen en la sierra las bases de la Colonia. El guano
y el salitre vinieron a rectificar esta situaci�n. Fortalecieron el poder
de la costa. Estimularon la sedimentaci�n del Per� nuevo en la tierra
baja. Y acentuaron el dualismo y el conflicto que hasta ahora constituyen
nuestro mayor problema hist�rico.
Este cap�tulo del guano y del salitre no se deja, por consiguiente, aislar
del desenvolvimiento posterior de nuestra econom�a. Est�n ah� las ra�ces y
los factores del cap�tulo que ha seguido. La guerra del Pac�fico,
consecuencia del guano y del salitre, no cancel� las otras consecuencias
del descubrimiento y la explotaci�n de estos recursos, cuya p�rdida nos
revel� tr�gicamente el peligro de una prosperidad econ�mica apoyada o
cimentada casi exclusivamente sobre la posesi�n de una riqueza natural,
expuesta a la codicia y al asalto de un imperialismo extranjero o a la
decadencia de sus aplicaciones por efecto de las continuas mutaciones
producidas en el campo industrial por los inventos de la ciencia. Caillaux
nos habla con evidente actualidad capitalista, de la inestabilidad
econ�mica e industrial que engendra el progreso cient�fico
(3).
En el per�odo dominado y caracterizado por el comercio del guano y del
salitre, el proceso de la transformaci�n de nuestra econom�a, de feudal en
burguesa, recibi� su primera en�rgica propulsi�n. Es, a mi juicio,
indiscutible que, si en vez de una mediocre metamorfosis de la antigua
clase dominante, se hubiese operado el advenimiento de una clase de savia
y �lan nuevos, ese proceso habr�a avanzado m�s org�nica y
seguramente. La historia de nuestra posguerra lo demuestra. La derrota
�que caus�, con la p�rdida de los
territorios del salitre, un largo colapso de las fuerzas productoras�
no trajo como una compensaci�n, siquiera en este orden de cosas, una
liquidaci�n del pasado.
IV. CAR�CTER DE NUESTRA ECONOMIA ACTUAL
El �ltimo cap�tulo de la evoluci�n de la econom�a peruana es el de nuestra
posguerra. Este cap�tulo empieza con un per�odo de casi absoluto colapso
de las fuerzas productoras.
La derrota no s�lo signific� para la econom�a nacional la p�rdida de sus
principales fuentes: el salitre y el guano. Signific�, adem�s, la
paralizaci�n de las fuerzas productoras nacientes, la depresi�n general de
la producci�n y del comercio, la depreciaci�n de la moneda nacional, la
ruina del cr�dito exterior. Desangrada, mutilada, la naci�n sufr�a una
terrible anemia.
El poder volvi� a caer, como despu�s de la Independencia, en manos de los
jefes militares, espiritual y org�nicamente inadecuados para dirigir un
trabajo de reconstrucci�n econ�mica. Pero, muy pronto, la capa capitalista
formada en los tiempos del guano y del salitre, reasumi� su funci�n y
regres� a su puesto. De suerte que la pol�tica de reorganizaci�n de la
econom�a del pa�s se acomod� totalmente a sus intereses de clase. La
soluci�n que se dio al problema monetario, por ejemplo, correspondi�
t�picamente a un criterio de latifundistas o propietarios, indiferentes no
s�lo al inter�s del proletariado sino tambi�n al de la peque�a y media
burgues�a, �nicas capas sociales a las cuales pod�a damnificar la s�bita
anulaci�n del billete.
Esta medida y el contrato Grace fueron, sin duda, los actos m�s
sustantivos y m�s caracter�sticos de una liquidaci�n de las consecuencias
econ�micas de la guerra, inspirada por los intereses y los conceptos de la
plutocracia terrateniente.
El contrato Grace, que ratific� el predominio brit�nico en el Per�,
entregando los ferrocarriles del Estado a los banqueros ingleses que hasta
entonces hab�an financiado la Rep�blica y sus derroches, dio al mercado
financiero de Londres las prendas y las garant�as necesarias para nuevas
inversiones en negocios peruanos. En la restauraci�n del cr�dito del
Estado no se obtuvieron los resultados inmediatos. Pero inversiones
prudentes y seguras empezaron de nuevo a atraer al capital brit�nico. La
econom�a peruana, mediante el reconocimiento pr�ctico de su condici�n de
econom�a colonial, consigui� alguna ayuda para su convalecencia. La
terminaci�n del ferrocarril a La Oroya abri� al tr�nsito y al tr�fico
industriales del departamento de Jun�n, permitiendo la explotaci�n en
vasta escala de su riqueza minera.
La pol�tica econ�mica de Pi�rola se ajust� plenamente a los mismos
intereses. El caudillo dem�crata, que durante tanto tiempo agitara
estruendosamente a las masas contra la plutocracia, se esmer� en hacer una
administraci�n "civilista". Su m�todo tributario, su sistema fiscal,
disipan todos los equ�vocos que pueden crear su fraseario y su metaf�sica.
Lo que confirma el principio de que en el plano econ�mico se percibe
siempre con m�s claridad que en el pol�tico el sentido y el contorno de la
pol�tica, de sus hombres y de sus hechos.
Las faces fundamentales de este cap�tulo en que nuestra econom�a,
convaleciente de la crisis postb�lica, se organiza lentamente sobre bases
menos ping�es, pero m�s s�lidas que las del guano y del salitre, pueden
ser concretadas esquem�ticamente en los siguientes hechos:
1�- La aparici�n de la industria moderna. El establecimiento de f�bricas,
usinas, transportes, etc. que transforman, sobre todo, la vida de la
costa. La formaci�n de un proletariado industrial con creciente y natural
tendencia a adoptar un ideario clasista, que siega una de las antiguas
fuentes del proselitismo caudillista y cambia los t�rminos de la lucha
pol�tica.
2�- La funci�n del capital financiero. El surgimiento de bancos nacionales
que financian diversas empresas industriales y comerciales, pero que se
mueven dentro de un �mbito estrecho, enfeudados a los intereses del
capital extranjero y de la gran propiedad agraria; y el establecimiento de
sucursales de bancos extranjeros que sirven los intereses de la finanza
norteamericana e inglesa.
3�- El acortamiento de las distancias y el aumento del tr�fico entre el
Per� y Estados Unidos y Europa. A consecuencia de la apertura del Canal de
Panam�, que mejora notablemente nuestra posici�n geogr�fica, se acelera el
proceso de incorporaci�n del Per� en la civilizaci�n occidental.
4�- La gradual superaci�n del poder brit�nico por el poder norteamericano.
El Canal de Panam�, m�s que a Europa, parece haber aproximado el Per� a
los Estados Unidos. La participaci�n del capital norteamericano en la
explotaci�n del cobre y del petr�leo peruanos, que se convierten en dos de
nuestros mayores productos, proporciona una ancha y durable base al
creciente predominio yanqui. La exportaci�n a Inglaterra que en 1898
constitu�a el 56.7% de la exportaci�n total, en 1923 no llegaba sino al
33.2%. En el mismo per�odo la exportaci�n a los Estados Unidos sub�a del
9.5 al 39.7%. Y este movimiento se acentuaba m�s a�n en la importaci�n,
pues mientras la de Estados Unidos en dicho per�odo de veinticinco a�os
pasaba del 10.0 al 38.9%, la de la Gran Breta�a bajaba del 44.7 al 19.6%
(4).
5�- El desenvolvimiento de una clase capitalista, dentro de la cual cesa
de prevalecer como antes la antigua aristocracia. La propiedad agraria
conserva su potencia; pero declina la de los apellidos virreinales. Se
constata el robustecimiento de la burgues�a.
6�- La ilusi�n del caucho. En los a�os de su apogeo el pa�s cree haber
encontrado El Dorado en la monta�a, que adquiere temporalmente un valor
extraordinario en la econom�a y, sobre todo, en la imaginaci�n del pa�s.
Afluyen a la monta�a muchos individuos de "la fuerte raza de los
aventureros". Con la baja del caucho, tramonta esta ilusi�n bastante
tropical en su origen y en sus caracter�sticas
(5).
7�- Las sobreutilidades del per�odo europeo. El alza de los productos
peruanos causa un r�pido crecimiento de la fortuna privada nacional. Se
opera un reforzamiento de la hegemon�a de la costa en la econom�a peruana.
8�- La pol�tica de los empr�stitos. El restablecimiento del cr�dito
peruano en el extranjero ha conducido nuevamente al Estado a recurrir a
los pr�stamos para la ejecuci�n de su programa de obras p�blicas
(6).
Tambi�n en esta funci�n, Norteam�rica ha reemplazado a la Gran Breta�a.
Plet�rico de oro, el mercado de Nueva York es el que ofrece las mejores
condiciones. Los banqueros yanquis estudian directamente las posibilidades
de colocaci�n de capital en pr�stamos a los Estados latinoamericanos. Y
cuidan, por supuesto, de que sean invertidos con beneficio para la
industria y el comercio norteamericanos.
Me parece que estos son los principales aspectos de la evoluci�n econ�mica
del Per� en el per�odo que comienza con nuestra posguerra. No cabe en esta
serie de sumarios apuntes un examen prolijo de las anteriores
comprobaciones o proposiciones. Me he propuesto solamente la definici�n
esquem�tica de algunos rasgos esenciales de la formaci�n y el desarrollo
de la econom�a peruana.
Apuntar� una constataci�n final: la de que en el Per� actual coexisten
elementos de tres econom�as diferentes. Bajo el r�gimen de econom�a feudal
nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos
todav�a de la econom�a comunista ind�gena. En la costa, sobre un suelo
feudal, crece una econom�a burguesa que, por lo menos en su desarrollo
mental, da la impresi�n de una econom�a retardada.
V. ECONOM�A AGRARIA Y LATIFUNDISMO FEUDAL
El Per�, mantiene, no obstante el incremento de la miner�a, su car�cter de
pa�s agr�cola. El cultivo de la tierra ocupa a la gran mayor�a de la
poblaci�n nacional. El indio, que representa las cuatro quintas partes de
�sta, es tradicional y habitualmente agricultor. Desde 1925, a
consecuencia del descenso de los precios del az�car y el algod�n y de la
disminuci�n de las cosechas, las exportaciones de la miner�a han
sobrepasado largamente a las de la agricultura. La exportaci�n de petr�leo
y sus derivados, en r�pido ascenso, influye poderosamente en este suceso
(De Lp. 1'387,778 en 1916 se ha elevado a Lp. 7'421,128 en 1926). Pero la
producci�n agropecuaria no est� representada sino en una parte por los
productos exportados: algod�n, az�car y derivados, lanas, cueros, gomas.
La agricultura y ganader�a nacionales proveen al consumo nacional,
mientras los productos mineros son casi �ntegramente exportados. Las
importaciones de sustancias alimenticias y bebidas alcanzaron en 1925 a Lp.
4'148,311. El m�s grueso rengl�n de estas importaciones, corresponde al
trigo, que se produce en el pa�s en cantidad muy insuficiente a�n. No
existe estad�stica completa de la producci�n y el consumo nacionales.
Calculando un consumo diario de 50 centavos de sol por habitante en
productos agr�colas y pecuarios del pa�s se obtendr� un total de m�s de Lp.
84'000,000 sobre la poblaci�n de 4'609,999 que arroja el c�mputo de 1896.
Si se supone una poblaci�n de 5'000,000 de habitantes, el valor del
consumo nacional sube a Lp. 91'250,000. Estas cifras atribuyen una enorme
primac�a a la producci�n agropecuaria en la econom�a del pa�s.
La miner�a, de otra parte, ocupa a un n�mero reducido a�n de trabajadores.
Conforme al Extracto Estad�stico, en 1926 trabajaban en esta industria
28,592 obreros. La industria manufacturera emplea tambi�n un contingente
modesto de brazos (7). S�lo las haciendas de ca�a de az�car ocupaban en
1926 en sus faenas de campo 22,367 hombres y 1,173 mujeres. Las haciendas
de algod�n de la costa, en la campa�a de 1922-23, la �ltima a que alcanza
la estad�stica publicada, se sirvieron de 40,557 braceros; y las haciendas
de arroz, en la campa�a 1924�p;25, de 11,332.
La mayor parte de los productos agr�colas y ganaderos que se consumen en
el pa�s proceden de los valles y planicies de la Sierra. En las haciendas
de la costa, los cultivos alimenticios est�n por debajo del m�nimum
obligatorio que se�ala una ley expedida en el per�odo en que el alza del
algod�n y el az�car incit� a los terratenientes a suprimir casi totalmente
aquellos cultivos, con grave efecto en el encarecimiento de las
subsistencias.
La clase terrateniente no ha logrado transformarse en una burgues�a
capitalista, patrona de la econom�a nacional
(8). La miner�a, el comercio,
los transportes, se encuentran en manos del capital extranjero. Los
latifundistas se han contentado con servir de intermediarios a �ste, en la
producci�n de algod�n y az�car. Este sistema econ�mico, ha mantenido en la
agricultura, una organizaci�n semifeudal que constituye el m�s pesado
lastre del desarrollo del pa�s.
La supervivencia de la feudalidad en la Costa, se traduce en la languidez
y pobreza de su vida urbana. El n�mero de burgos y ciudades de la Costa,
es insignificante. Y la aldea propiamente dicha, no existe casi sino en
los pocos retazos de tierra donde la campi�a enciende todav�a la alegr�a
de sus parcelas en medio del agro feudalizado.
En Europa, la aldea desciende del feudo disuelto
(9). En la costa peruana
la aldea no existe casi, porque el feudo, m�s o menos intacto, subsiste
todav�a. La hacienda �con su casa m�s
o menos cl�sica, la rancher�a generalmente miserable, y el ingenio y sus
colcas�, es el tipo dominante
de agrupaci�n rural. Todos los puntos de un itinerario est�n se�alados por
nombres de haciendas. La ausencia de la aldea, la rareza del burgo,
prolonga el desierto dentro del valle, en la tierra cultivada y
productiva.
Las ciudades, conforme a una ley de geograf�a econ�mica, se forman
regularmente en los valles, en el punto donde se entrecruzan sus caminos.
En la costa peruana, valles ricos y extensos, que ocupan un lugar
conspicuo en la estad�stica de la producci�n nacional, no han dado vida
hasta ahora a una ciudad. Apenas si en sus cruceros o sus estaciones,
medra a veces un burgo, un pueblo estagnado, pal�dico, macilento, sin
salud rural y sin traje urbano. Y, en algunos casos, como en el del valle
de Chicama, el latifundio ha empezado a sofocar a la ciudad. La
negociaci�n capitalista se torna m�s hostil a los fueros de la ciudad que
el castillo o el dominio feudal. Le disputa su comercio, la despoja de su
funci�n.
Dentro de la feudalidad europea los elementos de crecimiento, los factores
de vida del burgo, eran, a pesar de la econom�a rural, mucho mayores que
dentro de la semifeudalidad criolla. El campo necesitaba de los servicios
del burgo, por clausurado que se mantuviese. Dispon�a, sobre todo, de un
remanente de productos de la tierra que ten�a que ofrecerle. Mientras
tanto, la hacienda coste�a produce algod�n o ca�a para mercados lejanos.
Asegurado el transporte de estos productos, su comunicaci�n con la
vecindad no le interesa sino secundariamente. El cultivo de frutos
alimenticios, cuando no ha sido totalmente extinguido por el cultivo del
algod�n o la ca�a, tiene por objeto abastecer al consumo de la hacienda.
El burgo, en muchos valles, no recibe nada del campo ni posee nada en el
campo. Vive, por esto, en la miseria, de uno que otro oficio urbano, de
los hombres que suministra al trabajo de las haciendas, de su fatiga
triste de estaci�n por donde pasan anualmente muchos miles de toneladas de
frutos de la tierra. Una porci�n de campi�a, con sus hombres libres, con
su comunidad hacendosa, es un raro oasis en una sucesi�n de feudos
deformados, con m�quinas y rieles, sin los timbres de la tradici�n
se�orial.
La hacienda, en gran n�mero de casos, cierra completamente sus puertas a
todo comercio con el exterior: los "tambos" tienen la exclusiva del
aprovisionamiento de su poblaci�n. Esta pr�ctica que, por una parte, acusa
el h�bito de tratar al pe�n como una cosa y no como una persona, por otra
parte impide que los pueblos tengan la funci�n que garantizar�a su
subsistencia y desarrollo, dentro de la econom�a rural de los valles. La
hacienda, acaparando con la tierra y las industrias anexas, el comercio y
los transportes, priva de medios de vida al burgo, lo condena a una
existencia s�rdida y exigua.
Las industrias y el comercio de las ciudades est�n sujetos a un contralor,
reglamentos, contribuciones municipales. La vida y los servicios comunales
se alimentan de su actividad. El latifundio, en tanto, escapa a estas
reglas y tasas. Puede hacer a la industria y comercio urbanos una
competencia desleal. Est� en actitud de arruinarlos.
El argumento favorito de los abogados de la gran propiedad es el de la
imposibilidad de crear, sin ella, grandes centros de producci�n. La
agricultura moderna -se arguye- requiere costosas maquinarias, ingentes
inversiones, administraci�n experta. La peque�a propiedad no se concilia
con estas necesidades. Las exportaciones de az�car y algod�n establecen el
equilibrio de nuestra balanza comercial.
Mas los cultivos, los "ingenios" y las exportaciones de que se
enorgullecen los latifundistas, est�n muy lejos de constituir su propia
obra. La producci�n de algod�n y az�car ha prosperado al impulso de
cr�ditos obtenidos con este objeto, sobre la base de tierras apropiadas y
mano de obra barata. La organizaci�n financiera de estos cultivos, cuyo
desarrollo y cuyas utilidades est�n regidas por el mercado mundial, no es
un resultado de la previsi�n ni la cooperaci�n de los latifundistas. La
gran propiedad no ha hecho sino adaptarse al impulso que le ha venido de
fuera. El capitalismo extranjero, en su perenne b�squeda de tierras,
brazos y mercados, ha financiado y dirigido el trabajo de los
propietarios, prest�ndoles dinero con la garant�a de sus productos y de
sus tierras. Ya muchas propiedades cargadas de hipotecas han empezado a
pasar a la administraci�n directa de las firmas exportadoras.
La experiencia m�s vasta y t�pica de la capacidad de los terratenientes
del pa�s, nos la ofrece el departarnento de La Libertad. Las grandes
haciendas de sus valles se encontraban en manos de su aristocracia
latifundista. El balance de largos a�os de desarrollo capitalista se
resume en los hechos notorios: la concentraci�n de la industria azucarera
de la regi�n en dos grandes centrales, la de Cartavio y la de Casa Grande,
extranjeras ambas: la absorci�n de las negociaciones nacionales por estas
dos empresas, particularmente por la segunda; el acaparamiento del propio
comercio de importaci�n por esta misma empresa; la decadencia comercial de
la ciudad de Trujillo y la liquidaci�n de la mayor parte de sus firmas
importadoras (10).
Los sistemas provinciales, los h�bitos feudales de los antiguos grandes
propietarios de La Libertad no han podido resistir a la expansi�n de las
empresas capitalistas extranjeras. Estas no deben su �xito exclusivamente
a sus capitales: lo deben tambi�n a su t�cnica, a sus m�todos, a su
disciplina. Lo deben a su voluntad de potencia. Lo deben, en general, a
todo aquello que ha faltado a los propietarios locales, algunos de los
cuales habr�an podido hacer lo mismo que la empresa alemana ha hecho, si
hubiesen tenido condiciones de capitanes de industria.
Pesan sobre el propietario criollo la herencia y educaci�n espa�olas, que
le impiden percibir y entender netamente todo lo que distingue al
capitalismo de la feudalidad. Los elementos morales, pol�ticos,
psicol�gicos del capitalismo no parecen haber encontrado aqu� su clima
(11). El capitalista, o mejor el propietario criollo, tiene el concepto de
la renta antes que el de la producci�n. El sentimiento de aventura, el
�mpetu de creaci�n, el poder organizador, que caracterizan al capitalista
aut�ntico, son entre nosotros casi desconocidos.
La concentraci�n capitalista ha estado precedida por una etapa de libre
concurrencia. La gran propiedad moderna no surge, por consiguiente, de la
gran propiedad feudal, como los terratenientes criollos se imaginan
probablemente. Todo lo contrario, para que la gran propiedad moderna
surgiese, fue necesario el fraccionamiento, la disoluci�n de la gran
propiedad feudal. El capitalismo es un fen�meno urbano: tiene el esp�ritu
del burgo industrial, manufacturero, mercantil. Por esto, uno de sus
primeros actos fue la liberaci�n de la tierra, la destrucci�n del feudo.
El desarrollo de la ciudad necesitaba nutrirse de la actividad libre del
campesino.
En el Per�, contra el sentido de la emancipaci�n republicana, se ha
encargado al esp�ritu del feudo �ant�tesis
y negaci�n del esp�ritu del burgo� la
creaci�n de una econom�a capitalista.
REFERENCIAS
1. Comentando a Donoso Cort�s, el malogrado cr�tico
italiano Piero Gobetti califica a Espa�a como "un pueblo de colonizadores,
de buscadores de oro, no ajenos a hacer de esclavos en caso de
desventura". Hay que rectificar a Gobetti que considera colonizadores a
quienes no fueron sino conquistadores. Pero es imposible no meditar el
juicio siguiente: "El culto de la corrida es un aspecto de este
amor de la diversi�n y de este catolicismo del espect�culo y de la forma:
es natural que el �nfasis decorativo constituya el ideal del haraposo que
se da el aire del se�or y que no puede seguir ni la pedagog�a anglo-sajona
del hero�smo serio y testarudo, ni la tradici�n francesa de la fineza. El
ideal espa�ol de la se�orilidad confina con la holgazaner�a y por esto
comprende como campo propicio y como s�mbolo la idea de la corte".
2. "Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de Am�rica
-dec�a el Vizconde de Chateaubriand- toda su pol�tica debe tender a hacer
nacer monarqu�as en el nuevo mundo, en lugar de estas rep�blicas que nos
enviar�n sus principios con los productos de su suelo".
3. J. Caillaux, O� va la France? O� va l'Europe?, pp. 234 a 239.
4. Extracto Estad�stico del Per�. En los a�os 1924 a 26, el
comercio con Estados Unidos ha seguido aventajando m�s y m�s al comercio
con la Gran Breta�a. El porcentaje de la importaci�n de la Gran Breta�a
descend�a en 1926 al 15.6 de las importaciones totales y el de la
exportaci�n a 28.5. En tanto, la importaci�n de Estados Unidos alcanzaba
un porcentaje de 46.2, que compensaba con exceso el descenso del
porcentaje de la exportaci�n a 34.5.
5. V�ase en el sexto estudio de este volumen sobre Regionalismo y
Centralismo, la nota 4.
6. La deuda exterior del Per�, conforme el Extracto Estad�stico de
1926, sub�a al 31 de diciembre de ese a�o a Lp. 10'341,906. Posteriormente
se ha colocado en Nueva York un empr�stito de 50 millones de d�lares, en
virtud de la ley que autoriza al Ejecutivo a la emisi�n del Empr�stito
Nacional Peruano, a un tipo no menor del 86% y con un inter�s no mayor del
6%, con destino a la cancelaci�n de los empr�stitos anteriores,
contratados con un inter�s del 7 al 8%.
7. El Extracto Estad�stico del Per� no consigna ning�n dato sobre
el particular. La Estad�stica Industrial del Per� del Ing. Carlos
P. Jim�nez (1922) tampoco ofrece una cifra general.
8. Las condiciones en que se desenvuelve la vida agr�cola del pa�s son
estudiadas en el ensayo sobre el problema de la tierra.
9. "La aldea no es -escribe Lucien Romier- como el burgo o la ciudad, el
producto de un agrupamiento: es el resultado de la desmembraci�n de un
antiguo dominio, de una se�or�a, de una tierra laica o eclesi�stica en
torno de un campanario. El origen unitario de la aldea transparece en
varias supervivencias: tal el 'esp�ritu de campanario', tales las
rivalidades inmemoriales entre las parroquias. Explica el hecho tan
impresionante de que las rutas antiguas no atraviesen las aldeas: las
respetan como propiedades privadas y abordan de preferencia sus confines"
(Explication de Notre Temps).
10. Alcides Speluc�n ha expuesto recientemente, en un diario de Lima, con
mucha objetividad y ponderaci�n, las causas y etapas de esta crisis.
Aunque su cr�tica recalca sobre todo la acci�n invasora del capitalismo
extranjero, la responsabilidad del capitalismo local -por absentismo, por
imprevisi�n y por inercia- es a la postre la que ocupa el primer t�rmino.
11. El capitalismo no es s�lo una t�cnica; es adem�s un esp�ritu. Este
esp�ritu, que en los pa�ses anglosajones alcanza su plenitud, entre
nosotros es exiguo, incipiente, rudimentario.
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