REGIONALISMO Y CENTRALISMO
I. PONENCIAS B�SICAS
�C�mo se plantea, en nuestra �poca, la cuesti�n del regionalismo? En
algunos departamentos, sobre todo en los del sur, es demasiado evidente
la existencia de un sentimiento regionalista. Pero las aspiraciones
regionalistas son imprecisas, indefinidas; no se concretan en
categ�ricas y vigorosas reivindicaciones. El regionalismo no es en el
Per� un movimiento, una corriente, un programa. No es sino la expresi�n
vaga de un malestar y de un descontento.
Esto tiene su explicaci�n en nuestra realidad econ�mica y social y en
nuestro proceso hist�rico. La cuesti�n del regionalismo se plantea, para
nosotros, en t�rminos nuevos. No podemos ya conocerla y estudiarla con
la ideolog�a jacobina o radicaloide del siglo XIX.
Me parece que nos pueden orientar en la exploraci�n del tema del
regionalismo las siguientes proposiciones:
1�- La pol�mica entre federalistas y centralistas, es una pol�mica
superada y anacr�nica como la controversia entre conservadores y
liberales. Te�rica y pr�cticamente la lucha se desplaza del plano
exclusivamente pol�tico a un plano social y econ�mico. A la nueva
generaci�n no le preocupa en nuestro r�gimen lo formal -el
mecanismo administrativo- sino lo substancial -la estructura
econ�mica.
2�- El federalismo no aparece en nuestra historia como una
reivindicaci�n popular, sino m�s bien como una reivindicaci�n del
gamonalismo y de su clientela. No la formulan las masas ind�genas. Su
proselitismo no desborda los l�mites de la peque�a burgues�a de las
antiguas ciudades coloniales.
3�- El centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo
regionales, dispuestos, intermitentemente, a sentirse o decirse
federalistas. La tendencia federalista recluta sus adeptos entre los
caciques o gamonales en desgracia ante el poder central.
4�- Uno de los vicios de nuestra organizaci�n pol�tica es, ciertamente,
su centralismo. Pero la soluci�n no reside en un federalismo de ra�z e
inspiraci�n feudales. Nuestra organizaci�n pol�tica y econ�mica necesita
ser �ntegramente revisada y transformada.
5�- Es dif�cil definir y demarcar en el Per� regiones existentes
hist�ricamente como tales. Los departamentos descienden de las
artificiales intendencias del Virreinato. No tienen por consiguiente una
tradici�n ni una realidad genuinamente emanadas de la gente y la
historia peruanas.
La idea federalista no muestra en nuestra historia ra�ces verdaderamente
profundas. El �nico conflicto ideol�gico, el �nico contraste doctrinario
de la primera media centuria de la Rep�blica es el de conservadores y
liberales, en el cual no se percibe la oposici�n entre la capital y las
regiones sino el antagonismo entre los encomenderos o latifundistas,
descendientes de la feudalidad y la aristocracia coloniales, y el
demos mestizo de las ciudades, heredero de la ret�rica liberal de la
Independencia. Esta lucha trasciende, naturalmente, al sistema
administrativo. La Constituci�n conservadora de Huancayo, suprimiendo
los municipios, expresa la posici�n del conservantismo ante la idea del
self government. Pero, as� para los conservadores como para los
liberales de entonces, la centralizaci�n o la descentralizaci�n
administrativa no ocupa el primer plano de la pol�mica. Posteriormente,
cuando los antiguos "encomenderos" y arist�cratas, unidos a algunos
comerciantes enriquecidos por los contratos y negocios con el Estado, se
convierten en clase capitalista, y reconocen que el ideario liberal se
conforma m�s con los intereses y las necesidades del capitalismo que el
ideario aristocr�tico, la descentralizaci�n encuentra propugnadores m�s
o menos plat�nicos lo mismo en uno que en otro de los dos bandos
pol�ticos. Conservadores o liberales, indistintamente, se declaran
relativamente favorables o contrarios a la descentralizaci�n. Es cierto
que, en este nuevo per�odo, el conservantismo y el liberalismo, que ya
no se designan siquiera con estos nombres, no corresponden tampoco a los
mismos impulsos de clase (Los ricos en ese curioso per�odo, devienen un
poco liberales; las masas se vuelven, por el contrario, un poco
conservadoras).
Mas, de toda suerte, el caso es que el caudillo civilista Manuel Pardo,
bosqueja una pol�tica descentralizadora con la creaci�n en 1873 de los
concejos departamentales y que, a�os m�s tarde, el caudillo dem�crata
Nicol�s de Pi�rola �pol�tico y
estadista de mentalidad y esp�ritu conservadores, aunque, en apariencia
insin�en lo contrario sus condiciones de agitador y demagogo�,
inscribe o acepta en la "declaraci�n de principios" de su partido la
siguiente tesis: "Nuestra diversidad de razas, lenguas, clima y
territorio, no menos que el alejamiento entre nuestros centros de
poblaci�n, reclaman desde luego, como medio de satisfacer nuestras
necesidades de hoy y de ma�ana, el establecimiento de la forma
federativa; pero en las condiciones aconsejadas por la experiencia de
ese r�gimen en pueblos semejantes al nuestro y por las peculiares del
Per�" (1).
Despu�s del 95 las declaraciones anticentralistas se multiplican. El
partido liberal de Augusto Durand se pronuncia a favor de la forma
federal. El partido radical no ahorra ataques ni cr�ticas al
centralismo. Y hasta aparece, de repente, como por ensalmo, un partido
federal. La tesis centralista resulta entonces exclusivamente sostenida
por los civilistas que en 1873 se mostraron inclinados a actuar una
pol�tica descentralizadora.
Pero toda �sta era una especulaci�n te�rica. En realidad, los partidos
no sent�an urgencia de liquidar el centralismo. Los federalistas
sinceros, adem�s de ser muy pocos, distribuidos en diversos partidos, no
ejerc�an influencia efectiva sobre la opini�n. No representaban un
anhelo popular. Pi�rola y el partido dem�crata, hab�an gobernado varios
a�os. Durand y sus amigos hab�an compartido con los dem�cratas, durante
alg�n tiempo, los honores y las responsabilidades del poder. Ni los unos
ni los otros se hab�an ocupado, en esa oportunidad, del problema del
r�gimen ni de reformar la Constituci�n.
El partido liberal, despu�s del deceso del precario partido federal y de
la disoluci�n espont�nea del radicalismo gonz�lez-pradista, sigue
agitando la bandera del federalismo. Durand se da cuenta de que la idea
federalista �que en el partido
dem�crata se hab�a agotado en una plat�nica y mesurada declaraci�n
escrita�, puede servirle al partido
liberal para robustecer su fuerza en provincias, atray�ndole a los
elementos enemistados con el poder central. Bajo, o mejor dicho, contra
el gobierno de Jos� Pardo, publica un manifiesto federalista. Pero su
pol�tica ulterior demuestra, demasiado claramente, que el partido
liberal no obstante su profesi�n de fe federalista, s�lo esgrime la idea
de la federaci�n con fines de propaganda. Los liberales forman parte del
ministerio y de la mayor�a parlamentaria durante el segundo gobierno de
Pardo. Y no muestran, ni como ministros ni como parlamentarios, ninguna
intenci�n de reanudar la batalla federalista.
Tambi�n Billinghurst �acaso con m�s
apasionada convicci�n que otros pol�ticos que usaban esta plataforma�
quer�a la descentralizaci�n. No se le puede reprochar, como a los
dem�cratas y los liberales, su olvido de este principio en el poder: su
experimento gubernamental fue demasiado breve. Pero, objetiva e
imparcialmente, no se puede tampoco dejar de constatar que con
Billinghurst lleg� a la presidencia un enemigo del centralismo sin
ning�n beneficio para la campa�a anticentralista.
A primera vista les parecer� a algunos que esta r�pida revisi�n de la
actitud de los partidos peruanos frente al centralismo, prueba que,
sobre todo, de la fecha de la declaraci�n de principios del partido
dem�crata a la del manifiesto federalista del doctor Durand, ha habido
en el Per� una efectiva y definida corriente federalista. Pero ser�a
contentarse con la apariencia de las cosas. Lo que prueba, realmente,
esta revisi�n, es que la idea federalista no ha suscitado ni ardorosas y
expl�citas resistencias ni en�rgicas y apasionadas adhesiones. Ha sido
un lema o un principio sin valor y sin eficacia para, por s� solo,
significar el programa de un movimiento o de un partido.
Esto no convalida ni recomienda absolutamente el centralismo
burocr�tico. Pero evidencia que el regionalismo difuso del sur del Per�
no se ha concretado, hasta hoy, en una activa e intensa afirmaci�n
federalista.
II. REGIONALISMO Y GAMONALISMO
A todos los observadores agudos de nuestro proceso hist�rico, cualquiera
que sea su punto de vista particular, tiene que parecerles igualmente
evidente el hecho de que las preocupaciones actuales del pensamiento
peruano no son exclusivamente pol�ticas �la
palabra "pol�tica" tiene en este caso la acepci�n de "vieja pol�tica" o
"pol�tica burguesa"� sino, sobre
todo, sociales y econ�micas. El "problema del indio", la "cuesti�n
agraria" interesan mucho m�s a los peruanos de nuestro tiempo que el
"principio de autoridad", la "soberan�a popular", el "sufragio
universal", la "soberan�a de la inteligencia" y dem�s temas del di�logo
entre liberales y conservadores. Esto no depende de que la mentalidad
pol�tica de las anteriores generaciones fuese m�s abstractista, m�s
filos�fica, m�s universal; y de que diversa u opuestamente, la
mentalidad pol�tica de la generaci�n contempor�nea sea -como es- m�s
realista, m�s peruana. Depende de que la pol�mica entre liberales
y conservadores se inspiraba, de ambos lados, en los intereses y en las
aspiraciones de una sola clase social. La clase proletaria carec�a de
reivindicaciones y de ideolog�a propias. Liberales y conservadores
consideraban al indio desde su plano de clase superior y distinta.
Cuando no se esforzaban por eludir o ignorar el problema del indio, se
empe�aban en reducirlo a un problema filantr�pico o humanitario. En esta
�poca, con la aparici�n de una ideolog�a nueva que traduce los intereses
y las aspiraciones de la masa �la
cual adquiere gradualmente conciencia y esp�ritu de clase�,
surge una corriente o una tendencia nacional que se siente solidaria con
la suerte del indio. Para esta corriente, la soluci�n del problema del
indio es la base de un programa de renovaci�n o reconstrucci�n peruana.
El problema del indio cesa de ser, como en la �poca del di�logo de
liberales y conservadores, un tema adjetivo o secundario. Pasa a
representar el tema capital.
He aqu�, justamente, uno de los hechos que, contra lo que suponen e
insin�an superficiales y sedicentes nacionalistas, demuestran que el
programa que se elabora en la conciencia de esta generaci�n es mil veces
m�s nacional que el que, en el pasado, se aliment� �nicamente de
sentimientos y supersticiones aristocr�ticas o de conceptos y f�rmulas
jacobinas. Un criterio que sostiene la supremac�a del problema del
indio, es simult�neamente muy humano y muy nacional, muy idealista y muy
realista. Y su arraigo en el esp�ritu de nuestro tiempo est� demostrado
por la coincidencia entre la actitud de sus propugnadores de dentro y el
juicio de sus cr�ticos de fuera. Eugenio d'Ors, verbigracia. Este
profesor espa�ol cuyo pensamiento es tan estimado y aun superestimado
por quienes en el Per� identifican nacionalismo y conservantismo, ha
escrito con motivo del centenario de Bolivia: "En ciertos pueblos
americanos especialmente, creo ver muy claro cu�l debe ser, es, la
justificaci�n de la independencia, seg�n la ley del Buen Servicio;
cu�les son, cu�les deben ser el trabajo, la tarea, la obra, la misi�n.
Creo, por ejemplo, verlos de este modo en su pa�s. Bolivia tiene, como
tiene el Per�, como tiene M�jico, un gran problema local -que significa
a la vez, un gran problema universal-. Tiene el problema del indio; el
de la situaci�n del indio ante la cultura. �Qu� hacer con esta raza? Se
sabe que ha habido, tradicionalmente, dos m�todos opuestos. Que el
m�todo saj�n ha consistido en hacerla retroceder, en diezmarla, en,
lentamente, exterminarla. El m�todo espa�ol, al contrario, intent� la
aproximaci�n, la redenci�n, la mezcla. No quiero decir ahora cu�l de los
dos m�todos debe preferirse. Lo que hay que establecer con franca
entereza es la obligaci�n de trabajar con uno o con el otro de ellos. Es
la imposibilidad moral de contentarse con una l�nea de conducta que
esquive simplemente el problema, y tolere la existencia y pululaci�n de
los indios al lado de la poblaci�n blanca, sin preocuparse de su
situaci�n, m�s que en el sentido de aprovecharla
�ego�sta, avara, cruelmente�
para las miserables faenas obscuras de la fatiga y la domesticidad"
(2).
No me parece esta la ocasi�n de contradecir el concepto de Eugenio d'Ors
sobre la oposici�n, respecto del indio, entre el presunto humanitarismo
del m�todo espa�ol y la implacable voluntad de exterminio del m�todo
saj�n (Probablemente para Eugenio d'Ors el m�todo espa�ol est�
representado por el generoso esp�ritu del padre de Las Casas y no por la
pol�tica de la conquista y del virreinato totalmente impregnada de
prejuicios adversos no s�lo al indio sino hasta al mestizo). En la
opini�n de Eugenio d'Ors no quiero se�alar m�s que un testimonio
reciente de la igualdad con que interpretan el mensaje de la �poca los
agonistas iluminados y los espectadores inteligentes de nuestro drama
hist�rico.
Admitida la prioridad del debate del "problema del indio" y de la
"cuesti�n agraria" sobre cualquier debate relativo al mecanismo del
r�gimen m�s que a la estructura del Estado, resulta absolutamente
imposible considerar la cuesti�n del regionalismo o, m�s precisamente,
de la descentralizaci�n administrativa, desde puntos de vista no
subordinados a la necesidad de solucionar de manera radical y org�nica
los dos primeros problemas. Una descentralizaci�n, que no se dirija
hacia esta meta, no merece ya ser ni siquiera discutida.
Y bien, la descentralizaci�n en s� misma, la descentralizaci�n como
reforma simplemente pol�tica y administrativa, no significar�a ning�n
progreso en el camino de la soluci�n del "problema indio" y del
"problema de la tierra", que, en el fondo, se reducen a un �nico
problema. Por el contrario, la descentralizaci�n, actuada sin otro
prop�sito que el de otorgar a las regiones o a los departamentos una
autonom�a m�s o menos amplia, aumentar�a el poder del gamonalismo contra
una soluci�n inspirada en el inter�s de las masas ind�genas. Para
adquirir esta convicci�n, basta preguntarse qu� casta, qu� categor�a,
qu� clase se opone a la redenci�n del indio. La respuesta no puede ser
sino una y categ�rica: el gamonalismo, el feudalismo, el caciquismo. Por
consiguiente, �c�mo dudar de que una administraci�n regional de
gamonales y de caciques, cuanto m�s aut�noma tanto m�s sabotear�a y
rechazar�a toda efectiva reivindicaci�n ind�gena?
No caben ilusiones. Los grupos, las capas sanas de las ciudades no
conseguir�an prevalecer jam�s contra el gamonalismo en la administraci�n
regional. La experiencia de m�s de un siglo es suficiente para saber a
qu� atenerse respecto a la posibilidad de que, en un futuro cercano,
llegue a funcionar en el Per� un sistema democr�tico que asegure,
formalmente al menos, la satisfacci�n del principio jacobino de la
"soberan�a popular". Las masas rurales, las comunidades ind�genas, en
todo caso, se mantendr�an extra�as al sufragio y a sus resultados. Y, en
consecuencia, aunque no fuera sino porque los ausentes no tienen nunca
raz�n -"les absents ont toujour tort"-, los organismos y los
poderes que se crear�an "electivamente", pero sin su voto, no podr�an ni
sabr�an hacerles nunca justicia. �Qui�n tiene la ingenuidad de
imaginarse a las regiones -dentro de su realidad econ�mica y pol�tica
presente- regidas por el "sufragio universal"?
Tanto el sistema de "concejos departamentales" del Presidente Manuel
Pardo como la rep�blica federal preconizada en los manifiestos de
Augusto Durand y otros asertores de la federaci�n, no han representado
ni pod�an representar otra cosa que una aspiraci�n del gamonalismo. Los
"concejos departamentales", en la pr�ctica, transfer�an a los caciques
del departamento una suma de funciones que detenta el poder central. La
rep�blica federal, aproximadamente, habr�a tenido la misma funci�n y la
misma eficacia.
Tienen plena raz�n las regiones, las provincias, cuando condenan el centralismo,
sus m�todos y sus instituciones. Tienen plena raz�n cuando denuncian una
organizaci�n que concentra en la capital la administraci�n de la
rep�blica. Pero no tienen raz�n absolutamente cuando, enga�adas por un
miraje, creen que la descentralizaci�n bastar�a para resolver sus
problemas esenciales. El gamonalismo dentro de la rep�blica central y
unitaria, es el aliado y el agente de la capital en las regiones y en
las provincias. De todos los defectos, de todos los vicios del r�gimen
central, el gamonalismo es solidario y responsable. Por ende, si la
descentralizaci�n no sirve sino para colocar, directamente, bajo el
dominio de los gamonales, la administraci�n regional y el r�gimen local,
la sustituci�n de un sistema por otro no aporta ni promete el remedio de
ning�n mal profundo.
Luis E. Valc�rcel est� en el empe�o de demostrar "la supervivencia del
Inkario sin el Inka". He ah� un estudio m�s trascendente que el de los
superados temas de la vieja pol�tica. He ah� tambi�n un tema que
confirma la aserci�n de que las preocupaciones de nuestra �poca no son
superficial y exclusivamente pol�ticas, sino, principalmente, econ�micas
y sociales. El empe�o de Valc�rcel toca en lo vivo de la cuesti�n del
indio y de la tierra. Busca la soluci�n no en el gamonalismo sino en el
"ayllu".
III. LA REGI�N EN LA REP�BLICA
Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la
definici�n de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de
antiguo tipo no se lo han planteado nunca seria y real�sticamente,
omisi�n que acusa el abstractismo y la superficialidad de sus tesis.
Ning�n regionalista inteligente pretender� que las regiones est�n
demarcadas por nuestra organizaci�n pol�tica, esto es que las "regiones"
son los "departamentos". El departamento es un t�rmino pol�tico que no
designa una realidad y menos a�n una unidad econ�mica e hist�rica. El
departamento, sobre todo, es una convenci�n que no corresponde sino a
una necesidad o un criterio funcional del centralismo. Y no concibo un
regionalismo que condene abstractamente el r�gimen centralista sin
objetar concretamente su peculiar divisi�n territorial. El regionalismo
se traduce l�gicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una
f�rmula concreta de descentralizaci�n. Un regionalismo que se contente
con la autonom�a municipal no es un regionalismo propiamente dicho. Como
escribe Herriot, en el cap�tulo que en su libro Crear dedica a la
reforma administrativa, "el regionalismo superpone al departamento y a
la comuna un �rgano nuevo: la regi�n"
(3).
Pero este �rgano no es nuevo sino como �rgano pol�tico y administrativo.
Una regi�n no nace del Estatuto pol�tico de un Estado. Su biolog�a es
m�s complicada. La regi�n tiene generalmente ra�ces m�s antiguas que la
naci�n misma. Para reivindicar un poco de autonom�a de �sta, necesita
precisamente existir como regi�n. En Francia nadie puede contestar el
derecho de la Provenza, de la Alsacia, Lorena, de la Breta�a, etc., a
sentirse y llamarse regiones. No hablemos de Espa�a, donde la unidad
nacional es menos s�lida, ni de Italia, donde es menos vieja. En Espa�a
y en Italia las regiones se diferencian netamente por la tradici�n, el
car�cter, la gente y hasta la lengua.
El Per� seg�n la geograf�a f�sica, se divide en tres regiones: la costa,
la sierra y la monta�a (En el Per� lo �nico que se halla bien definido
es la naturaleza). Y esta divisi�n no es s�lo f�sica. Trasciende a toda
nuestra realidad social y econ�mica. La monta�a, sociol�gica y
econ�micamente, carece a�n de significaci�n. Puede decirse que la
monta�a, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado
Peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos
regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la poblaci�n
(4). La sierra es ind�gena; la costa es espa�ola o mestiza (como se
prefiera calificarla, ya que las palabras "ind�gena" y "espa�ola"
adquieren en este caso una acepci�n muy amplia). Repito aqu� lo que
escrib� en un art�culo sobre un libro de Valc�rcel: "La dualidad de la
historia y del alma peruanas, en nuestra �poca, se precisa como un
conflicto entre la forma hist�rica que se elabora en la costa y el
sentimiento ind�gena que sobrevive en la sierra hondamente enraizado en
la naturaleza. El Per� actual es una formaci�n coste�a. La actual peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el espa�ol ni el
criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el
espa�ol no fue nunca sino un pioneer o un misionero. El criollo
lo es tambi�n hasta que el ambiente andino extingue en �l al
conquistador y crea, poco a poco, un ind�gena"
(5).
La raza y la lengua ind�genas, desalojadas de la costa por la gente y la
lengua espa�olas, aparecen hura�amente refugiadas en la sierra. Y por
consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una
regionalidad si no de una nacionalidad. El Per� coste�o, heredero de
Espa�a y de la conquista, domina desde Lima al Per� serrano; pero no es
demogr�fica y espiritualmente asaz fuerte para absorberlo. La unidad
peruana est� por hacer; y no se presenta como un problema de
articulaci�n y convivencia, dentro de los confines de un Estado �nico,
de varios antiguos peque�os estados o ciudades libres. En el Per� el
problema de la unidad es mucho m�s hondo, porque no hay aqu� que
resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una
dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasi�n y
conquista del Per� aut�ctono por una raza extranjera que no ha
conseguido fusionarse con la raza ind�gena ni eliminarla ni absorberla.
El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde
es m�s profundo, donde no traduce s�lo un simple descontento de una
parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente,
de ese contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando
responde a estos impulsos, m�s que un conflicto entre la capital y las
provincias, denuncia el conflicto entre el Per� coste�o y espa�ol y el
Per� serrano e ind�gena.
Pero, definidas as� las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no
se avanza nada en el examen concreto de la descentralizaci�n. Por el
contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor.
La sierra y la costa, geogr�fica y sociol�gicamente son dos regiones;
pero no pueden serlo pol�tica y administrativamente. Las distancias
interandinas son mayores que las distancias entre la sierra y la costa.
El movimiento espont�neo de la econom�a peruana trabaja por la
comunicaci�n trasandina. Solicita la preferencia de las v�as de
penetraci�n sobre las v�as longitudinales. El desarrollo de los centros
productores de la sierra depende de la salida al mar. Y todo programa
positivo de descentralizaci�n tiene que inspirarse, principalmente, en
las necesidades y en las direcciones de la econom�a nacional. El fin
hist�rico de una descentralizaci�n no es secesionista sino, por el
contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las
regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una
convivencia m�s org�nica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere
decir separatismo.
Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusi�n de que el
car�cter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus
reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones
bien definidas.
Uno de los hechos que m�s vigorosamente sostienen y amparan esta tesis
me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte tan
sincera y profundamente sentido como en el Sur y, m�s precisamente, en
los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apur�mac. Estos
departamentos constituyen la m�s definida y org�nica de nuestras
regiones. Entre estos departamentos el intercambio y la vinculaci�n
mantienen viva una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la
civilizaci�n inkaica. En el sur, la "regi�n" reposa s�lidamente en la
piedra hist�rica. Los Andes son sus bastiones.
El sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es
una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Per� coste�o y
mestizo no ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el
mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las
ciudades no se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa
del sur no hay sino puertos y caletas. El sur ha podido conservarse
serrano, si no ind�gena, a pesar de la conquista, del virreinato y de la
rep�blica.
Hacia el norte, la costa se ensancha. Deviene, econ�mica y
demogr�ficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de
esp�ritu y tonalidad espa�oles. El tr�fico entre estas ciudades y Lima
es f�cil y frecuente. Pero lo que m�s las aproxima a la capital es la
identidad de tradici�n y de sentimiento.
En un mapa del Per�, mejor que en cualquier confusa o abstracta teor�a,
se encuentra as� explicado el regionalismo peruano.
El r�gimen centralista divide el territorio nacional en departamentos;
pero acepta o emplea, a veces, una divisi�n m�s general; la que agrupa
los departamentos en tres grupos: Norte, Centro y Sur. La Confederaci�n
Per�-Boliviana de Santa Cruz seccion� el Per� en dos mitades. No es, en
el fondo, m�s arbitraria y artificial que esa demarcaci�n la de la
rep�blica centralista. Bajo la etiqueta de Norte, Sur y Centro se re�ne
departamentos o provincias que no tienen entre s� ning�n contacto. El
t�rmino "regi�n" aparece aplicado demasiado convencionalmente.
Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir de
otro modo las regiones peruanas. El partido dem�crata, a cuyo
federalismo te�rico ya me he referido, aplic� su principio federalista
en su r�gimen interior, colocando el comit� central sobre tres comit�s
regionales, el del norte, el del centro y el del sur (Del federalismo de
este partido se podr�a decir que fue un federalismo de uso interno). Y
la reforma constitucional de 1919, al instituir los congresos
regionales, sancion� la misma divisi�n.
Pero esta demarcaci�n como la de los departamentos, corresponde
caracter�stica y exclusivamente a un criterio centralista. Es una
opini�n o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla
sin que su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos
peculiares de la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de
descentralizaci�n han adolecido, precisamente, de este vicio original.
IV. DESCENTRALIZACI�N CENTRALISTA
Las formas de descentralizaci�n ensayadas en la historia de la rep�blica
han adolecido del vicio original de representar una concepci�n y un
dise�o absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han
adoptado varias veces, por oportunismo, la tesis de la
descentralizaci�n. Pero, cuando han intentado aplicarla, no han sabido
ni han podido moverse fuera de la pr�ctica centralista.
Esta gravitaci�n centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones
regionalistas no constitu�an un programa concreto, no propon�an un
m�todo definitivo de descentralizaci�n o autonom�a, a consecuencia de
traducir, en vez de una reivindicaci�n popular, un sentimiento
feudalista. Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar su poder
feudal. El regionalismo era incapaz de elaborar una f�rmula propia. No
acertaba, en el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la
palabra federaci�n. Por consiguiente, la f�rmula de descentralizaci�n
resultaba un producto t�pico de la capital.
La capital no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha
elocuencia, en el terreno te�rico, el r�gimen centralista; pero, en el
campo pr�ctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus
privilegios. Te�ricamente no ha tenido demasiada dificultad para hacer
algunas concesiones a la idea de la descentralizaci�n administrativa.
Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre
en los moldes del criterio y del inter�s centralistas.
Como el primer ensayo efectivo de descentralizaci�n se clasifica el
experimento de los concejos departamentales instituidos por la ley de
municipalidades de 1873 (El experimento federalista de Santa Cruz,
demasiado breve, queda fuera de este estudio, m�s que por su fugacidad,
por su car�cter de concepci�n supranacional impuesta por un estadista
cuyo ideal era, fundamentalmente, la uni�n del Per� y Bolivia).
Los concejos departamentales de 1873 acusaban no s�lo en su factura sino
en su inspiraci�n, su esp�ritu centralista. El modelo de la nueva
instituci�n hab�a sido buscado en Francia, esto es en la naci�n del
centralismo a ultranza.
Nuestros legisladores pretendieron adaptar al Per�, como reforma
descentralizadora, un sistema del estatuto de la Tercera Rep�blica, que
nac�a tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del
Consulado y del Imperio.
La reforma del 73 aparece como un dise�o t�pico de descentralizaci�n
centralista. No signific� una satisfacci�n a precisas reivindicaciones
del sentimiento regional. Antes bien, los concejos departamentales
contrariaban o desahuciaban todo regionalismo org�nico, puesto que
reforzaban la artificial divisi�n pol�tica de la rep�blica en
departamentos o sea en circunscripciones mantenidas en vista de las
necesidades del r�gimen centralista.
En su estudio sobre el r�gimen local, Carlos Concha pretende que "la
organizaci�n dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de
1871, no respond�a a la cultura pol�tica de la �poca"
(6). Este es un
juicio espec�ficamente civilista sobre una reforma civilista tambi�n.
Los concejos departamentales fracasaron por la simple raz�n de que no
correspond�an absolutamente a la realidad hist�rica del Per�. Estaban
destinados a transferir al gamonalismo regional una parte de las
obligaciones del poder central, la ense�anza primaria y secundaria, la
administraci�n de justicia, el servicio de gendarmer�a y guardia civil.
Y el gamonalismo regional no ten�a en verdad mucho inter�s en asumir
todas sus obligaciones, aparte de no tener ninguna aptitud para
cumplirlas. El funcionamiento y el mecanismo del sistema eran adem�s,
demasiado complicados. Los concejos constitu�an una especie de peque�os
parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e
integrados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques
vieron naturalmente en estos parlamentos una m�quina muy embrollada. Su
inter�s reclamaba una cosa m�s sencilla en su composici�n y en su
manejo. �Qu� pod�a importarles, de otro lado, la instrucci�n p�blica?
Estas preocupaciones fastidiosas estaban buenas para el poder central.
Los concejos departamentales no descansaban, por tanto, ni en el pueblo,
extra�o al juego pol�tico, sobre todo en las masas campesinas, ni en los
se�ores feudales y en sus clientelas. La instituci�n resultaba
completamente artificial.
La guerra del 79 decidi� la liquidaci�n del experimento. Pero los
concejos departamentales estaban ya fracasados. Pr�cticamente se hab�a
ya comprobado en sus cortos a�os de vida, que no pod�an absolver su
misi�n. Cuando pasada la guerra, se sinti� la necesidad de reorganizar
la administraci�n no se volvi� los ojos a la ley del 73.
La ley del 86, que cre� las juntas departamentales, correspondi� sin
embargo, a la misma orientaci�n. La diferencia estaba en que esta vez el
centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una
descentralizaci�n de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la
presidencia de los prefectos. En general, estaban subordinadas
totalmente a la autoridad del poder central.
Lo que realmente se propon�a esta apariencia de descentralizaci�n no era
el establecimiento de un r�gimen gradual de autonom�a administrativa de
los departamentos. El Estado no creaba las juntas para atender
aspiraciones regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir
la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos
disponibles para la instrucci�n y la vialidad. Toda la administraci�n
continuaba r�gidamente centralizada. A los departamentos no se les
reconoc�a m�s independencia administrativa que la que se podr�a llamar
la autonom�a de su pobreza. Cada departamento deb�a conformarse, sin
fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese
sostener y los caminos que lo autorizase a abrir o reparar el producto
de algunos arbitrios. Las juntas departamentales no ten�an m�s objeto
que la divisi�n por departamentos del presupuesto de instrucci�n y de
obras p�blicas.
La prueba de que esta fue la verdadera significaci�n de las juntas
departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y
abolici�n. A medida que la hacienda p�blica convaleci� de las
consecuencias de la guerra del 79, el poder central comenz� a reasumir
las funciones encargadas a las juntas departamentales. El gobierno tom�
�ntegramente en sus manos la instrucci�n p�blica. La autoridad del poder
central creci� en proporci�n al desarrollo del presupuesto general de la
rep�blica. Las entradas departamentales empezaron a representar muy poca
cosa al lado de las entradas fiscales. Y, como resultado de este
desequilibrio, se fortaleci� el centralismo. Las juntas departamentales,
reemplazadas por el poder central en las funciones que precariamente les
hab�an sido confiadas, se atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les
quedaba sino una que otra atribuci�n secundaria de revisi�n de los actos
de los municipios y una que otra funci�n burocr�tica en la
administraci�n departamental, se produjo su supresi�n.
La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar una
satisfacci�n, formal al menos, al sentimiento regionalista. La m�s
trascendente de sus medidas descentralizadoras -la autonom�a municipal-
no ha sido hasta ahora aplicada. Se ha incorporado en la Constituci�n
del Estado el principio de la autonom�a municipal. Pero en el mecanismo
y en la estructura del r�gimen local no se ha tocado nada. Por el
contrario, se ha retrogradado. El gobierno nombra las municipalidades.
En cambio se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los
congresos regionales. Estos parlamentos del norte, el centro y el sur,
son una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el
mismo per�odo y en la misma atm�sfera eleccionaria. Nacen de la misma
matriz y en la misma fecha. Tienen una misi�n de legislaci�n subsidiaria
y adjetiva. Sus propios autores est�n ya seguramente convencidos de que
no sirven de nada. Seis a�os de experiencia bastan para juzgarlos, en
�ltima instancia, como una parodia absurda de descentralizaci�n.
No hac�a falta, en realidad, esta prueba para saber a qu� atenerse
respecto a su eficacia. La descentralizaci�n a que aspira el
regionalismo no es legislativa sino administrativa. No se concibe la
existencia de una dieta o parlamento regional sin un correspondiente
�rgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.
Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el
congreso nacional. En las dos c�maras se sigue debatiendo menudos temas
locales.
El problema, en suma, ha quedado �ntegramente en pie.
V. EL NUEVO REGIONALISMO
He examinado la teor�a y la pr�ctica del viejo regionalismo. Me toca
formular mis puntos de vista sobre la descentralizaci�n y concretar los
t�rminos en que, a mi juicio, se plantea, para la nueva generaci�n, este
problema.
La primera cosa que conviene esclarecer es la solidaridad o el
compromiso a que gradualmente han llegado el gamonalismo regional y el
r�gimen centralista. El gamonalismo pudo manifestarse m�s o menos
federalista y anticentralista, mientras se elaboraba o maduraba esta
solidaridad. Pero, desde que se ha convertido en el mejor instrumento,
en el m�s eficaz agente del r�gimen centralista, ha renunciado a toda
reivindicaci�n desagradable a sus aliados de la capital.
Cabe declarar liquidada la antigua oposici�n entre centralistas y
federalistas de la clase dominante, oposici�n que, como he remarcado en
el curso de mi estudio, no asumi� nunca un car�cter dram�tico. El
antagonismo te�rico se ha resuelto en un entendimiento pr�ctico. S�lo
los gamonales en disfavor ante el poder central se muestran propensos a
una actitud regionalista que, por supuesto, est�n resueltos a abandonar
apenas mejore su fortuna pol�tica.
No existe ya, en primer plano, un problema de forma de gobierno. Vivimos
en una �poca en que la econom�a domina y absorbe a la pol�tica de un
modo demasiado evidente. En todos los pueblos del mundo, no se discute y
revisa ya simplemente el mecanismo de la administraci�n sino,
capitalmente, las bases econ�micas del Estado.
En la sierra subsisten con mucho m�s arraigo y mucha m�s fuerza que en
el resto de la rep�blica, los residuos de la feudalidad espa�ola. La
necesidad m�s angustiosa y perentoria de nuestro progreso es la
liquidaci�n de esa feudalidad que constituye una supervivencia de la
Colonia. La redenci�n, la salvaci�n del indio, he ah� el programa y la
meta de la renovaci�n peruana. Los hombres nuevos quieren que el Per�
repose sobre sus naturales cimientos biol�gicos. Sienten el deber de
crear un orden m�s peruano, m�s aut�ctono. Y los enemigos hist�ricos y
l�gicos de este programa son los herederos de la Conquista, los
descendientes de la Colonia. Vale decir los gamonales. A este respecto
no hay equ�voco posible.
Por consiguiente, se impone el repudio absoluto, el desahucio radical de
un regionalismo que reconoce su origen en sentimientos e intereses
feudales y que, por tanto, se propone como fin esencial un
acrecentamiento del poder del gamonalismo.
El Per� tiene que optar por el gamonal o por el indio. Este es su
dilema. No existe un tercer camino. Planteado este dilema, todas las
cuestiones de arquitectura del r�gimen pasan a segundo t�rmino. Lo que
les importa primordialmente a los hombres nuevos es que el Per� se
pronuncie contra el gamonal, por el indio.
Como una consecuencia de las ideas y de los hechos que nos colocan cada
d�a con m�s fuerza ante este inevitable dilema, el regionalismo empieza
a distinguirse y a separarse en dos tendencias de impulso y direcci�n
totalmente diversos. Mejor dicho, comienza a bosquejarse un nuevo
regionalismo. Este regionalismo no es una mera protesta contra el
r�gimen centralista. Es una expresi�n de la conciencia serrana y del
sentimiento andino. Los nuevos regionalistas son, ante todo,
indigenistas. No se les puede confundir con los anticentralistas de
viejo tipo. Valc�rcel percibe intactas, bajo el endeble estrato
colonial, las ra�ces de la sociedad inkaica. Su obra, m�s que regional,
es cuzque�a, es andina, es quechua. Se alimenta de sentimiento ind�gena
y de tradici�n aut�ctona.
El problema primario, para estos regionalistas, es el problema del indio
y de la tierra. Y en esto su pensamiento coincide del todo con el
pensamiento de los hombres nuevos de la capital. No puede hablarse, en
nuestra �poca, de contraste entre la capital y las regiones sino de
conflicto entre dos mentalidades, entre dos idearios, uno que declina,
otro que desciende, ambos difundidos y representados as� en la sierra
como en la costa, as� en la provincia como en la urbe.
Quienes, entre los j�venes, se obstinen en hablar el mismo lenguaje
vagamente federalista de los viejos, equivocan el camino. A la nueva
generaci�n le toca construir, sobre un s�lido cimiento de justicia
social, la unidad peruana.
Suscritos estos principios, admitidos estos fines, toda posible
discrepancia sustancial emanada de ego�smos regionalistas o
centralistas, queda descartada y excluida. La condenaci�n del
centralismo se une a la condenaci�n del gamonalismo. Y estas dos
condenaciones se apoyan en una misma esperanza y un mismo ideal.
La autonom�a municipal, el self government, la descentralizaci�n
administrativa, no pueden ser regateados ni discutidos en s� mismos.
Pero, desde los puntos de vista de una integral y radical renovaci�n,
tienen que ser considerados y apreciados en sus relaciones con el
problema social.
Ninguna reforma que robustezca al gamonal contra el indio, por mucho que
parezca como una satisfacci�n del sentimiento regionalista, puede ser
estimada como una reforma buena y justa. Por encima de cualquier triunfo
formal de la descentralizaci�n y la autonom�a, est�n las
reivindicaciones sustanciales de la causa del indio, inscritas en primer
t�rmino en el programa revolucionario de la vanguardia.
VI. EL PROBLEMA DEL CAPITAL
El anticentralismo de los regionalistas se ha traducido muchas veces en
antilime�ismo. Pero no ha salido, a este respecto como a otros, de la
protesta declamatoria. No ha intentado seria y razonadamente el proceso
a la capital, a pesar de que le habr�an sobrado motivos para instaurarlo
y documentarlo.
Esta era, sin duda, una tarea superior a los fines y a los m�viles del
regionalismo gamonalista. El nuevo regionalismo puede y debe asumirla.
Mientras entra en esta fase positiva de su misi�n, me parece �til
completar mi tentativa de esclarecimiento del viejo t�pico "regionalismo
y centralismo", planteando el problema de la capital. �Hasta qu� punto
el privilegio de Lima aparece ratificado por la historia y la geograf�a
nacionales? He aqu� una cuesti�n que conviene dilucidar. La hegemon�a
lime�a reposa a mi juicio en un terreno menos s�lido del que, por mera
inercia mental, se supone. Corresponde a una �poca, a un per�odo del
desarrollo hist�rico nacional. Se apoya en razones susceptibles de
envejecimiento y caducidad.
* * *
El espect�culo del desarrollo de Lima en los �ltimos
a�os, mueve a nuestra impresionista gente lime�a a previsiones de
delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios
nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en autom�vil, a sesenta u
ochenta kil�metros, persuaden f�cilmente a un lime�o
�bajo su epid�rmico y risue�o
escepticismo, el lime�o es mucho menos incr�dulo de lo que parece�,
de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o R�o de Janeiro.
Estas previsiones parten todas de la impresi�n f�sica del crecimiento
del �rea urbana. Se mira s�lo la multiplicaci�n de los nuevos sectores
urbanos. Se constata que, seg�n su movimiento de urbanizaci�n, Lima
quedar� pronto unida con Miraflores y la Magdalena. Las
"urbanizaciones", en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una
urbe de al menos un mill�n de habitantes.
Pero en s� mismo el movimiento de urbanizaci�n no prueba nada. La falta
de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento
demogr�fico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el
n�mero de habitantes de Lima
(7). Se ignora la proporci�n del aumento de
los �ltimos a�os. Mas los datos disponibles indican que ni el aumento
por natalidad ni el aumento por inmigraci�n han sido excesivos. Y, por
tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie de
Lima supera exorbitantemente al crecimiento de la poblaci�n. Los dos
procesos, los dos t�rminos no coinciden. El proceso de urbanizaci�n
avanza por su propia cuenta.
El optimismo lime�o respecto al porvenir pr�ximo de la capital se
alimenta, en gran parte, de la confianza de que �sta continuar�
usufructuando largamente las ventajas de un r�gimen centralista que le
asegura sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc.
Pero el desarrollo de una urbe no es una cuesti�n de privilegios
pol�ticos y administrativos. Es, m�s bien, una cuesti�n de privilegios
econ�micos.
En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento
org�nico de la econom�a peruana garantiza a Lima la funci�n necesaria
para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.
Examinemos r�pidamente las leyes de la biolog�a de las urbes y veamos
hasta qu� punto se presentan favorables a Lima.
Los factores esenciales de la urbe son tres: el factor natural o
geogr�fico, el factor econ�mico y el factor pol�tico. De estos tres
factores el �nico que en el caso de Lima conserva �ntegra su potencia es
el tercero .
Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades
francesas, lo siguiente: "En tanto que las ciudades secundarias
gobiernan los cambios locales, la formaci�n de las grandes ciudades
supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su
fortuna depende de una red de actividades m�s vastas. Su destino
desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras;
sigue los movimientos generales de la circulaci�n"
(8).
Y bien, en el Per� estas conexiones y corrientes de valor nacional e
internacional no se concentran en la capital. Lima no es,
geogr�ficamente, el centro de la econom�a peruana. No es, sobre todo, la
desembocadura de sus corrientes comerciales.
En un art�culo sobre "la capital del esprit", publicado en una revista
italiana, C�sar Falc�n hace inteligentes observaciones sobre este
t�pico. Constata Falc�n que las razones del estupendo crecimiento de
Buenos Aires son, fundamentalmente, razones econ�micas y geogr�ficas.
Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganader�a
argentinas. Todas las grandes v�as de comercio argentino desembocan ah�
(9). Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los
productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana
tienen que salir los productos del norte y del sur.
Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se
mantendr� por mucho tiempo en el primer puesto de la estad�stica
aduanera. Pero el aumento de la explotaci�n del territorio y sus
recursos no se reflejar�, sin duda, en provecho principal del Callao.
Determinar� el crecimiento de varios otros puertos del litoral. El caso
de Talara es un ejemplo. En pocos a�os, Talara se ha convertido, por el
volumen de sus exportaciones e importaciones, en el segundo puerto de la
Rep�blica (10). Los beneficios directos de la industria petrolera
escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin
emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto.
Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendr�n el mismo
destino y las mismas consecuencias.
Al echar una ojeada al mapa de cualquiera de las naciones cuya capital
es una gran urbe de importancia internacional, se observar�, en primer
t�rmino, que la capital es siempre el nudo c�ntrico de la red de
ferrocarriles y caminos del pa�s. El punto de encuentro y de conexi�n de
todas sus grandes v�as.
Una gran capital se caracteriza, en nuestro tiempo, bajo este aspecto,
como una gran central ferroviaria. En el mapa ferroviario est� marcada,
m�s netamente que en ninguna otra carta, su funci�n de eje y de centro.
Es evidente que el privilegio pol�tico determina, en parte, esta
organizaci�n de la red ferroviaria de un pa�s. Pero el factor primario
de la concentraci�n no deja de ser, por esto, el favor econ�mico. Todos
los n�cleos de producci�n tienden espont�nea y l�gicamente a comunicarse
con la capital, m�xima estaci�n, supremo mercado. Y el factor econ�mico
coincide con el factor geogr�fico. La capital no es un producto del
azar. Se ha formado en virtud de una serie de circunstancias que han
favorecido su hegemon�a. Mas ninguna de estas circunstancias se habr�a
dado si geogr�ficamente el lugar no hubiese aparecido m�s o menos
designado para este destino.
El hecho pol�tico no basta. Se dice que, sin el Papado, Roma habr�a
muerto en la Edad Media. Puede ser que se diga una cosa muy exacta. No
vale la pena discutir la hip�tesis. Pero, de todos modos, no es menos
exacto que Roma debi� a su historia y a su funci�n de capital del mayor
imperio del mundo, el honor y el favor de hospedar al Papado. Y la
historia de la Terza Roma, precisamente, nos ense�a la insuficiencia del
privilegio pol�tico. No obstante la fuerza de gravitaci�n del Vaticano y
el Quirinal, de la sede de la Iglesia y la sede del Estado, Roma no ha
podido prosperar con la misma velocidad que Mil�n (El optimismo del
Risorgimento sobre el porvenir de Roma tuvo, por el contrario, el
fracaso de que nos habla la novela de Emilio Zola. Las empresas
urbanizadoras y constructoras que se entregaron, con gran impulso, a la
edificaci�n de un barrio monumental, se arruinaron en este empe�o. Su
esfuerzo era prematuro). El desarrollo econ�mico de la Italia
septentrional ha asegurado la preponderancia de Mil�n, que debe su
crecimiento, en forma demasiado ostensible, a su rol en el sistema de
circulaci�n de esta Italia industrial y comerciante.
La formaci�n de toda gran capital moderna ha tenido un proceso complejo
y natural con hondas ra�ces en la tradici�n. La g�nesis de Lima, en
cambio, ha sido un poco arbitraria. Fundada por un conquistador, por un
extranjero, Lima aparece en su origen como la tienda de un capit�n
venido de lejanas tierras. Lima no gana su t�tulo de capital, en lucha y
en concurrencia con otras ciudades. Criatura de un siglo aristocr�tico,
Lima nace con un t�tulo de nobleza. Se llama, desde su bautismo, Ciudad
de los Reyes. Es la hija de la Conquista. No la crea el aborigen, el
regn�cola; la crea el colonizador, o mejor el conquistador. Luego, el
Virreinato la consagra como la sede del poder espa�ol en Sudam�rica. Y,
finalmente, la revoluci�n de la independencia
�movimiento de la poblaci�n criolla
y espa�ola, no de la poblaci�n ind�gena�
la proclama capital de la Rep�blica. Viene un hecho que amenaza,
temporalmente, su hegemon�a: la Confederaci�n Per�-Boliviana. Pero este
Estado �que, restableciendo el
dominio del Ande y de la Sierra, tiene algo de instintivo, de
subconsciente ensayo de restauraci�n del Tawantinsuyo�,
busca su eje demasiado al Sur. Y, entre otras razones, acaso por �sta,
se desploma. Lima, armada de su poder pol�tico, refrenda, despu�s, sus
fueros de capital.
No es s�lo la riqueza mineral de Jun�n la que, en esta etapa, inspira la
obra del Ferrocarril Central. Es, m�s bien o sobre todo, el inter�s de
Lima. El Per�, hijo de la Conquista, necesita partir del solar del
conquistador, de la sede del Virreinato y la Rep�blica, para cumplir la
empresa de escalar los Andes. Y, m�s tarde, cuando salvados los Andes
por el ferrocarril se quiere llegar a la monta�a, se sue�a igualmente
con una v�a que una Iquitos con Lima. El presidente del 95,
�que en su declaraci�n de principios
hab�a incluido pocos a�os antes una profesi�n de fe federalista�,
pens� sin duda en Lima, m�s que en el Oriente, al conceder su favor a la
ruta del Pichis. Esto es, se port�, en �sta como en otras cosas, con
t�pico sentimiento centralista.
Lima debe hasta hoy al Ferrocarril Central una de las mayores fuentes de
su poder econ�mico. Los minerales del departamento de Jun�n, que, debido
a este ferrocarril, se exportan por el Callao, constitu�an hasta hace
poco nuestra principal exportaci�n minera. Ahora el petr�leo del norte
la supera. Pero esto no indica absolutamente un decrecimiento de la
miner�a del centro. Y, por la v�a central, bajan adem�s los productos de
Hu�nuco, de Ayacucho, de Huancavelica y de la monta�a de Chanchamayo. El
movimiento econ�mico de la capital se alimenta, en gran parte, de esta
v�a de penetraci�n. El ferrocarril al Pachitea y el ferrocarril a
Ayacucho y el Cuzco y, en general, todo el dise�o de programa
ferroviario del Estado, tienden a convertirla en un gran tronco de
nuestro sistema de circulaci�n.
Pero el porvenir de esta v�a se presenta asaz amenazado. El Ferrocarril
Central, como es sabido, escala los Andes en uno de sus puntos m�s
abruptos. El costo de su funcionamiento resulta muy alto. Los fletes son
caros. Por tanto, el ferrocarril que hay el proyecto de construir de
Huacho a Oy�n est� destinado a convertirse, hasta cierto punto, en un
rival de esta l�nea. Por esa nueva v�a, que transformar�a a Huacho en un
puerto de primer orden, saldr�a al mar una parte considerable de la
producci�n del centro.
En todo caso, una v�a de penetraci�n, ni aun siendo la principal, basta
para asegurar a Lima una funci�n absolutamente dominante en el sistema
de circulaci�n del pa�s.
Aunque el centralismo subsista por mucho tiempo, no se podr� hacer de
Lima el centro de la red de caminos y ferrocarriles. El territorio, la
naturaleza, oponen su veto. La explotaci�n de los recursos de la sierra
y la monta�a reclama v�as de penetraci�n, o sea v�as que dar�n, a lo
largo de la costa, diversas desembocaduras a nuestros productos. En la
costa, el transporte mar�timo no dejar� sentir de inmediato ninguna
necesidad de grandes v�as longitudinales. Las v�as longitudinales ser�n
interandinas. Y una ciudad coste�a como Lima, no podr� ser la estaci�n
central de esta complicada red que, necesariamente, buscar� las salidas
m�s baratas y f�ciles.
* * *
La industria es uno de los factores primarios de la
formaci�n de las urbes modernas. Londres, Nueva York, Berl�n, Par�s,
deben su hipertrofia, en primer lugar, a su industria. El
industrialismo, constituye un fen�meno espec�fico de la civilizaci�n
occidental. Una gran urbe es fundamentalmente un mercado y una usina. La
industria ha creado, primero, la fuerza de la burgues�a y, luego, la
fuerza del proletariado. Y, como muchos economistas observan, la
industria en nuestros tiempos no sigue al consumo; lo precede y lo
desborda. No le basta satisfacer la necesidad; le precisa, a veces,
crearla, descubrirla. El industrialismo aparece todopoderoso. Y, aunque
un poco fatigada de mec�nica y de artificio, la humanidad se declara a
ratos m�s o menos dispuesta a la vuelta a la naturaleza, nada augura
todav�a la decadencia de la m�quina y de la manufactura. Rusia, la
metr�poli de la naciente civilizaci�n socialista, trabaja febrilmente
por desarrollar su industria. El sue�o de Lenin era la electrificaci�n
del pa�s. En suma, as� donde declina una civilizaci�n como donde alborea
otra, la industria mantiene intacta su pujanza. Ni la burgues�a ni el
proletariado pueden concebir una civilizaci�n que no repose en la
industria. Hay voces que predicen la decadencia de la urbe. No hay
ninguna que pronostique la decadencia de la industria.
Sobre el poder del industrialismo nadie discrepa. Si Lima reuniese las
condiciones necesarias para devenir un gran centro industrial, no ser�a
posible la menor duda respecto a su aptitud para transformarse en una
gran urbe. Pero ocurre precisamente que las posibilidades de la
industria en Lima son limitadas. No s�lo porque, en general, son
limitadas en el Per� �pa�s que por
mucho tiempo todav�a tiene que contentarse con el rol de productor de
materias primas� sino, de otro lado,
porque la formaci�n de los grandes n�cleos industriales tiene tambi�n
sus leyes. Y estas leyes son, en la mitad de los casos, las mismas de la
formaci�n de las grandes urbes. La industria crece en las capitales,
entre otras cosas, porque �stas son el centro del sistema de circulaci�n
de un pa�s. La capital es la usina porque es, adem�s, el mercado. Una
red centralista de caminos y de ferrocarriles es tan indispensable a la
concentraci�n industrial como a la concentraci�n comercial. Y ya hemos
visto en los anteriores art�culos hasta qu� punto la geograf�a f�sica
del Per� resulta anticentralista.
La otra causa de gravitaci�n industrial de una ciudad es la proximidad
del lugar de producci�n de ciertas materias primas. Esta ley rige, sobre
todo, para la industria pesada, la siderurgia. Las grandes usinas
metal�rgicas surgen cerca de las minas destinadas a abastecerlas. La
ubicaci�n de los yacimientos de carb�n y de hierro determina este
aspecto de la geograf�a econ�mica de Occidente.
Y, en estos tiempos de electrificaci�n del mundo, una tercera causa de
gravitaci�n industrial de una localidad es la vecindad de grandes
fuentes de energ�a hidr�ulica. La "hulla blanca" puede obrar los mismos
milagros que la hulla negra como creadora de industrialismo y urbanismo.
No es necesario casi ning�n esfuerzo de indagaci�n para darse cuenta de
que ninguno de estos factores favorece a Lima. El territorio que la
rodea es pobre como suelo industrial.
Conviene advertir que las posibilidades industriales fundadas en
factores naturales -materias primas, riqueza hidr�ulica- no tendr�an,
por otro lado, valor considerable sino en un futuro lejano. A causa de
las deficiencias de su posici�n geogr�fica, de su capital humano y de su
educaci�n t�cnica, al Per� le est� vedado so�ar en convertirse, a breve
plazo, en un pa�s manufacturero. Su funci�n en la econom�a mundial tiene
que ser, por largos a�os, la de un exportador de materias primas,
g�neros alimenticios, etc. En sentido contrario al surgimiento de una
importante industria fabril act�a, adem�s, presentemente, su condici�n
de pa�s de econom�a colonial, enfeudada a los intereses comerciales y
financieros de las grandes naciones industriales de Occidente.
Hoy mismo no se nota que el incipiente movimiento manufacturero del Per�
tienda a concentrarse en Lima. La industria textil, por ejemplo, crece
desparramada. Lima posee la mayor�a de las f�bricas; pero un alto
porcentaje corresponde a las provincias. Es probable, adem�s, que la
manufactura de tejidos de lana, como desde ahora se constata, encuentre
mayores posibilidades de desarrollo en las regiones ganaderas, donde al
mismo tiempo, podr� disponer de mano de obra ind�gena barata, debido al
menor costo de la vida.
La finanza, la banca, constituye otro de los factores de una gran urbe
moderna. La reciente experiencia de Viena ha ense�ado �ltimamente todo
el valor de este elemento en la vida de una capital. Viena, despu�s de
la guerra, cay� en una gran miseria, a consecuencia de la disoluci�n del
Imperio Austro-H�ngaro. Dej� de ser el centro de un gran Estado para
reducirse a ser la capital de un Estado min�sculo. La industria y el
comercio vieneses, anemizados, desangrados, entraron en un per�odo de
aguda postraci�n. Como sede de placer y de lujo, Viena sufri� igualmente
una violenta depresi�n. Los turistas constataban su agon�a. Y bien, lo
que en medio de esta crisis, defendi� a Viena de una decadencia m�s
definitiva, fue su situaci�n de mercado financiero. La balcanizaci�n de
la Europa central, que la damnific� tanto comercial como
industrialmente, la benefici�, en cambio, financieramente. Viena, por su
posici�n en la geograf�a de Europa, aparec�a naturalmente designada para
un rol sustantivo como centro de la finanza internacional. Los banqueros
internacionales fueron los profiteurs de la quiebra de la
econom�a austr�aca. Cabarets y caf�s de Viena, ensombrecidos y
arruinados, se trasformaron en oficinas de banca y de cambio.
Este mismo caso nos dice que un gran mercado financiero tiene que ser,
ante todo, un lugar en que se crucen muchas v�as de tr�fico
internacional.
* * *
La capital pol�tica y la capital econ�mica no
coinciden siempre. He aludido ya al contraste entre Mil�n y Roma en la
historia de la Italia democr�tica-liberal. Los Estados Unidos han
evitado este problema con una soluci�n, que es acaso la m�s prudente,
pero que pertenece t�picamente a la estructura confederal de esa
rep�blica. W�shington, la capital pol�tica y administrativa, es extra�a
a toda oposici�n y concurrencia entre Nueva York, Chicago, San
Francisco, etc.
La suerte de la capital est� subordinada a los grandes cambios
pol�ticos, como ense�a la historia de Europa y de la misma Am�rica. Un
orden pol�tico no ha podido afirmarse nunca en una sede hostil a su
esp�ritu. La pol�tica europeizante de Pedro el Grande, desplaz� de Mosc�
a Petrogrado la corte rusa. La revoluci�n bolchevique, presintiendo tal
vez su funci�n en Oriente, se sinti� m�s segura, a pesar de su ideario
occidental, en Mosc� y el Kremlin.
En el Per�, el Cuzco, capital del Imperio inkaico perdi� sus fueros con
la conquista espa�ola
(11). Lima fue la capital de la Colonia. Fue
tambi�n la Capital de la Independencia, aunque los primeros gritos de
libertad partieron de Tacna, del Cuzco, de Trujillo. Es la capital hoy,
pero �ser� tambi�n la capital ma�ana? He aqu� una pregunta que no es
impertinente cuando se asciende a un plano de atrevidas y escrutadoras
previsiones. La respuesta depende, probablemente, de que la primac�a en
la transformaci�n social y pol�tica del Per� toque a las masas rurales
ind�genas o al proletariado industrial coste�o. El futuro de Lima, en
todo caso, es inseparable de la misi�n de Lima, vale decir de la
voluntad de Lima.
REFERENCIAS
1. Declaraci�n de Principios del Partido Dem�crata,
Lima 1897, p. 14.
2. Carta de Eugenio d'Ors con motivo del Centenario de la Independencia
de Bolivia. En Repertorio Americano.
3. Herriot, Cr�er, tomo II, p. 191.
4. El valor de la monta�a en la econom�a peruana -me observa Miguelina
Acosta- no puede ser medido con los datos de los �ltimos a�os. Estos
a�os corresponden a un per�odo de crisis, vale decir a un per�odo de
excepci�n. Las exportaciones de la monta�a no tienen hoy casi ninguna
importancia en la estad�stica del comercio peruano; pero la han tenido y
muy grande, hasta la guerra. La situaci�n actual de Loreto es la de una
regi�n que ha sufrido un cataclismo.
Esta observaci�n es justa. Para apreciar la importancia econ�mica de
Loreto es necesario no mirar s�lo a su presente. La producci�n de la
monta�a ha jugado hasta hace pocos a�os un rol importante en nuestra
econom�a. Ha habido una �poca en que la monta�a empez� a adquirir el
prestigio de un El Dorado. Fue la �poca en que el caucho apareci� como
una ingente riqueza de inmensurable valor. Francisco Garc�a Calder�n, en
El Per� Contempor�neo, escrib�a hace aproximadamente veinte a�os
que el caucho era la gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta
ilusi�n.
Pero, en verdad, la fortuna del caucho depend�a de circunstancias
pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos
oportunamente fue por esa facilidad con que nos entregamos a un
optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado de un escepticismo
epid�rmicamente fr�volo. El caucho no pod�a ser razonablemente
equiparado a un recurso mineral, m�s o menos peculiar o exclusivo de
nuestro territorio.
La crisis de Loreto no representa una crisis, m�s o menos temporal, de
sus industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de
la monta�a es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna
ocasional de un recurso de la floresta, cuya explotaci�n depend�a, por
otra parte, de la proximidad de la zona -no trabajada sino devastada- a
las v�as de transporte.
El pasado econ�mico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada
que invalide mi aserci�n en lo que tiene de sustancial. Escribo que
econ�micamente la monta�a carece a�n de significaci�n. Y, claro, esta
significaci�n tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Adem�s
tengo que quererla parangonable o proporcional a la significaci�n de la
sierra y la costa. El juicio es relativo.
Al mismo concepto de comparaci�n puedo acogerme en cuanto a la
significaci�n sociol�gica de la monta�a. En la sociedad peruana distingo
dos elementos fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere
decir que no distinga nada m�s. Quiere decir solamente que todo lo
dem�s, cuya realidad no niego, es secundario.
Pero prefiero no contentarme con esta explicaci�n. Quiero considerar con
la m�s amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de
�stas, la esencial, es que de la sociolog�a de la monta�a se sabe muy
poco. El peruano de la costa, como el de la sierra, ignora al de la
monta�a. En la monta�a, o m�s propiamente hablando, en el antiguo
departamento de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones
propias, casi sin parentesco con las costumbres y tradiciones de los
pueblos de la costa y la sierra. Loreto tiene indiscutible
individualidad en nuestra sociolog�a y nuestra historia. Sus capas
biol�gicas no son las mismas. Su evoluci�n social se ha cumplido
diversamente.
A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora
Acosta C�rdenas, a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de
la realidad peruana con un estudio completo de la sociolog�a de Loreto.
El debate sobre el tema del regionalismo no puede dejar de considerar a
Loreto como una regi�n (Es necesario precisar: a Loreto, no a la
"monta�a"). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, m�s de una
vez, ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por
ende, si no ha sabido ser teor�a, ha sabido en cambio ser acci�n. Lo que
a cualquiera le parecer�, sin duda, suficiente para tenerlo en cuenta.
5. En Mundial, setiembre de 1925, a prop�sito de De la Vida
Inkaica.
6. Carlos Concha, El R�gimen Local, p. 135.
7. Extracto Estad�stico del Per� de 1926, p. 135.
8. Lucien Romier, Explication de Notre Temps, p. 50.
9. En Le Vie d'ltalia dell'America Latina, 1925.
10. Conforme al Extracto Estad�stico del Per�, las importaciones
por el puerto de Talara ascendieron en 1926 a Lp. 2'453,719 y las
exportaciones a Lp. 6'171,983, ocupando el segundo lugar despu�s de las
del Callao.
11. En su libro Por la Emancipaci�n de Am�rica Latina (pp. 90 y
91) Haya de la Torre opone y compara el destino colonial de M�xico al
del Per�. "En M�xico -escribe- se han fundido las razas y la nueva
capital fue erigida en el mismo lugar que la antigua. La ciudad de
M�xico y todas sus grandes ciudades est�n emplazadas en el coraz�n del
pa�s, en las monta�as, sobre las mesetas alt�simas que coronan los
volcanes. La costa tropical sirve para comunicarse con el mar. El
conquistador de M�xico se fundi� con el indio, se uni� a �l en el propio
coraz�n de sus sierras y forj� una raza que, aunque no sea absolutamente
una raza en el estricto sentido del vocablo, lo es por la homogeneidad
de sus costumbres, por la tendencia a la definitiva fusi�n de sangres,
por la continuidad sin soluciones violentas del ambiente nacional. En el
Per� no ocurri� eso. El Per� serrano e ind�gena, el verdadero Per�.
qued� tras de los Andes occidentales. Las viejas ciudades nacionales:
Cuzco, Cajamarca, etc., fueron relegadas. Se fundaron ciudades nuevas y
espa�olas en la costa tropical donde no llueve nunca, donde no hay
cambios de temperatura, donde pudo desarrollarse ese ambiente andaluz,
sensual, de nuestra capital alegre y sumisa". Es signi�icativo que estas
observaciones -a cuya altura nunca llegaron generalmente las quejas y
alardes del antilime�ismo- provengan de un hijo de Trujillo, esto es de
una de "esas ciudades nuevas y espa�olas" cuyo predominio le parece
responsable de muchas cosas que execra. Este y otros signos de la
revisi�n actual, merecen ser indicados a la meditaci�n de los que
atribuyen a la sierra la exclusiva del esp�ritu revolucionario y
palingen�sico.
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