I. LA RELIGI�N DEL TAWANTINSUYO
Han tramontado definitivamente los tiempos de apriorismo anticlerical, en
que la cr�tica "librepensadora" se contentaba con una est�ril y sumaria
ejecuci�n de todos los dogmas e iglesias, a favor del dogma y la iglesia
de un "libre pensamiento" ortodoxamente ateo, laico y racionalista. El
concepto de religi�n ha crecido en extensi�n y profundidad. No reduce ya
la religi�n a una iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y
sentimientos religiosos una significaci�n muy diversa de la que
ingenuamente le atribu�an, con radicalismo incandescente, gentes que
identificaban religiosidad y "oscurantismo".
La cr�tica revolucionaria no regatea ni contesta ya a las religiones, y ni
siquiera a las iglesias, sus servicios a la humanidad ni su lugar en la
historia. Waldo Frank, pensador y artista de esp�ritu tan penetrante y
moderno, no nos ha asombrado, por esto, cuando nos ha explicado el
fen�meno norteamericano descifrando, atentamente, su origen y factores
religiosos. El pioneer, el puritano y el jud�o, han sido, seg�n la
luminosa versi�n de Frank, los creadores de los Estados Unidos. El
pioneer desciende del puritano: m�s a�n, lo realiza. Porque en la ra�z
de la protesta puritana, Frank distingue principalmente voluntad de
potencia. "El puritano �escribe�
hab�a comenzado por desear el poder en Inglaterra: este deseo lo hab�a
impulsado hacia la austeridad, de la cual hab�a pronto descubierto las
dulzuras. He aqu� que descubr�a luego un poder sobre s� mismo, sobre los
otros, sobre el mundo tangible. Una tierra virgen y hostil demandaba todas
las fuerzas que pod�a aportarle; y, mejor que ninguna otra, la vida
frugal, la vida de renunciamiento, le permit�a disponer de esas fuerzas"
(1).
El colonizador anglosaj�n no encontr� en el territorio norteamericano ni
una cultura avanzada ni una poblaci�n potente. El cristianismo y su
disciplina no tuvieron, por ende, en Norteam�rica una misi�n
evangelizadora. Distinto fue el destino del colonizador ibero, adem�s de
ser diverso el colonizador mismo. El misionero deb�a catequizar en M�xico,
el Per�, Colombia, Centroam�rica, a una numerosa poblaci�n, con
instituciones y pr�cticas religiosas arraigadas y propias.
Como consecuencia de este hecho, el factor religioso ofrece, en estos
pueblos, aspectos m�s complejos. El culto cat�lico se superpuso a los
ritos ind�genas, sin absorberlos m�s que a medias. El estudio del
sentimiento religioso en la Am�rica espa�ola tiene, por consiguiente, que
partir de los cultos encontrados por los conquistadores.
La labor no es f�cil. Los cronistas de la Colonia no pod�an considerar
estas concepciones y pr�cticas religiosas sino como un conjunto de
supersticiones b�rbaras. Sus versiones deforman y empa�an la imagen del
culto aborigen. Uno de los m�s singulares ritos mexicanos
�el que revela que en M�xico se
conoc�a y aplicaba la idea de la transubstanciaci�n�
era para los espa�oles una simple treta del demonio.
Pero, por mucho que la cr�tica moderna no se haya puesto a�n de acuerdo
respecto a la mitolog�a peruana, se dispone de suficientes elementos para
saber su puesto en la evoluci�n religiosa de la humanidad.
La religi�n inkaica carec�a de poder espiritual para resistir al
Evangelio. Algunos historiadores deducen de algunas constataciones
filol�gicas y arqueol�gicas el parentesco de la mitolog�a inkaica con la
indostana. Pero su tesis reposa en similitudes mitol�gicas, esto es
formales; no propiamente espirituales o religiosas. Los rasgos
fundamentales de la religi�n inkaica son su colectivismo teocr�tico y su
materialismo. Estos rasgos la diferencian, sustancialmente, de la religi�n
indostana, tan espiritualista en su esencia. Sin arribar a la conclusi�n
de Valc�rcel de que el hombre del Tawantinsuyo carec�a virtualmente de la
idea del "m�s all�", o se conduc�a como si as� fuera, no es posible
desconocer lo exiguo y sumario de su metaf�sica. La religi�n del quechua
era un c�digo moral antes que una concepci�n metaf�sica, hecho que nos
aproxima a la China mucho m�s que a la India. El Estado y la Iglesia se
identificaban absolutamente; la religi�n y la pol�tica reconoc�an los
mismos principios y la misma autoridad. Lo religioso se resolv�a en lo
social. Desde este punto de vista, es evidente entre la religi�n del
Inkario y las de Oriente la misma oposici�n que James George Frazer
constata entre �stas y la civilizaci�n greco-romana. "La sociedad, en
Grecia y en Roma �escribe Frazer�
se fundaba sobre la concepci�n de la subordinaci�n del individuo a la
sociedad, del ciudadano al Estado; colocaba la seguridad de la rep�blica,
como fin dominante de conducta, por encima de la seguridad del individuo,
sea en este mundo, sea en el mundo futuro. Los ciudadanos, educados desde
la infancia en este ideal altruista, consagraban su vida al servicio del
Estado y estaban prontos a sacrificarla por el bien p�blico. Retrocediendo
ante el sacrificio supremo, sab�an muy bien que obraban bajamente
prefiriendo su existencia personal a los intereses nacionales. La
propagaci�n de las religiones orientales cambi� todo esto: inculc� la idea
de que la comuni�n del alma con Dios y su salud eterna eran los �nicos
fines por los cuales val�a la pena de vivir, fines en comparaci�n de los
cuales la prosperidad y aun la existencia del Estado resultaban
insignificantes"
(2).
Identificada con el r�gimen social y pol�tico, la religi�n inkaica no pudo
sobrevivir al Estado inkaico. Ten�a fines temporales m�s que fines
espirituales. Se preocupaba del reino de la tierra antes que del reino del
cielo. Constitu�a una disciplina social m�s que una disciplina individual.
El mismo golpe hiri� de muerte la teocracia y la teogon�a. Lo que ten�a
que subsistir de esta religi�n, en el alma ind�gena, hab�a de ser, no una
concepci�n metaf�sica, sino los ritos agrarios, las pr�cticas m�gicas y el
sentimiento pante�sta
(3).
De todas las versiones que tenemos sobre los mitos y ceremonias inkaicas,
se desprende que la religi�n quechua era en el Imperio mucho m�s que la
religi�n del Estado (en el sentido que esta confesi�n posee en nuestro
evo). La iglesia ten�a el car�cter de una instituci�n social y pol�tica.
La iglesia era el Estado mismo. El culto estaba subordinado a los
intereses sociales y pol�ticos del Imperio. Este lado de la religi�n
inkaica se delinea netamente en el miramiento con que trataron los inkas a
los s�mbolos religiosos de los pueblos sometidos o conquistados. La
iglesia inkaica se preocupaba de avasallar a los dioses de �stos, m�s que
de perseguirlos y condenarlos. El Templo del Sol se convirti� as� en el
templo de una religi�n o una mitolog�a un tanto federal. El quechua, en
materia religiosa, no se mostr� demasiado catequista ni inquisidor. Su
esfuerzo, naturalmente dirigido a la mejor unificaci�n del Imperio,
tend�a, en este inter�s, a la extirpaci�n de los ritos crueles y de las
pr�cticas b�rbaras; no a la propagaci�n de una nueva y �nica verdad
metaf�sica. Para los inkas se trataba no tanto de sustituir como de elevar
la religiosidad de los pueblos anexados a su Imperio.
La religi�n del Tawantinsuyo, por otro lado, no violentaba ninguno de los
sentimientos ni de los h�bitos de los indios. No estaba hecha de
complicadas abstracciones, sino de sencillas alegor�as. Todas sus ra�ces
se alimentaban de los instintos y costumbres espont�neas de una naci�n
constituida por tribus agrarias, sana y ruralmente pante�stas, m�s
propensas a la cooperaci�n que a la guerra. Los mitos inkaicos reposaban
sobre la primitiva y rudimentaria religiosidad de los abor�genes, sin
contrariarla sino en la medida en que la sent�an ostensiblemente inferior
a la cultura inkaica o peligrosa para el r�gimen social y pol�tico del
Tawantinsuyo. Las tribus del Imperio m�s que en la divinidad de una
religi�n o un dogma, cre�an simplemente en la divinidad de los Inkas.
Los aspectos de la religi�n de los antiguos peruanos que m�s interesa
esclarecer son, por esto �antes que
los misterios o s�mbolos de su metaf�sica y de su mitolog�a muy
embrionarias�, sus elementos
naturales: animismo, magia, t�tems y tab�es. Es �sta una investigaci�n que
debe conducirnos a conclusiones seguras sobre la evoluci�n moral y
religiosa de los indios.
La especulaci�n abstracta sobre los dioses inkaicos ha empujado
frecuentemente a la cr�tica a deducir de la correspondencia o afinidad de
ciertos s�mbolos o nombres el probable parentesco de la raza quechua con
razas que, espiritual y mentalmente, resultan distintas y diversas. Por el
contrario, el estudio de los factores primarios de su religi�n sirve para
constatar la universalidad o semiuniversalidad de innumerables ritos y
creencias m�gicas y, por consiguiente, lo aventurado de buscar en este
terreno las pruebas de una hipot�tica comunidad de or�genes. El estudio
comparado de las religiones ha hecho en los �ltimos tiempos enormes
progresos, que impiden servirse de los antiguos puntos de partida para
decidir respecto a la particularidad o el significado de un culto. James
George Frazer, a quien se deben en gran parte estos progresos, sostiene
que, en todos los pueblos, la edad de la magia ha precedido a la edad de
la religi�n; y demuestra la an�loga o id�ntica aplicaci�n de los
principios de "similitud", "simpat�a" y "contacto", entre pueblos
totalmente extra�os entre s�
(4).
Los dioses inkaicos reinaron sobre una muchedumbre de divinidades menores
que, anteriores a su imperio y arraigadas en el suelo y el alma indios,
como elementos instintivos de una religiosidad primitiva, estaban
destinadas a sobrevivirles. El "animismo" ind�gena poblaba el territorio
del Tawantinsuyo de genios o dioses locales, cuyo culto ofrec�a a la
evangelizaci�n cristiana una resistencia mucho mayor que el culto inkaico
del Sol o del dios Kon. El "totemismo", consustancial con el "ayllu" y la
tribu, m�s perdurables que el Imperio, se refugiaba no s�lo en la
tradici�n sino en la sangre misma del indio. La magia, identificada como
arte primitivo de curar a los enfermos, con necesidades e impulsos
vitales, contaba con arraigo bastante para subsistir por mucho tiempo bajo
cualquiera creencia religiosa.
Estos elementos naturales o primitivos de religiosidad se aven�an
perfectamente con el car�cter de la monarqu�a y el Estado inkaicos. M�s
a�n: estos elementos exig�an la divinidad de los inkas y de su gobierno.
La teocracia inkaica se explica en todos sus detalles por el estado social
ind�gena; no es menester la f�cil explicaci�n de la sabidur�a taumat�rgica
de los inkas (Colocarse en este punto de vista es adoptar el de la plebe
vasalla que se quiere, precisamente, desde�ar y rebajar). Frazer, que tan
magistralmente ha estudiado el origen m�gico de la realeza, analiza y
clasifica varios tipos de reyes-sacerdotes, dioses humanos, etc., m�s o
menos pr�ximos a nuestros Inkas. "Entre los indios de Am�rica -escribe
refiri�ndose particularmente a este caso- los progresos m�s considerables
hacia la civilizaci�n han sido efectuados bajo los gobiernos mon�rquicos y
teocr�ticos de M�xico y del Per�, pero sabemos muy pocas cosas de la
historia primitiva de estos pa�ses para decir si los predecesores de sus
reyes divinizados fueron o no hombres-medicina. Podr�a encontrarse la
huella de tal sucesi�n en el juramento que pronunciaban los reyes
mexicanos al ascender al trono; juraban hacer brillar al sol, caer la
lluvia de las nubes, correr los r�os y producir a la tierra frutos en
abundancia. Lo cierto es que en la Am�rica aborigen, el hechicero y el
curandero, nimbado de una aureola de misterio, de respeto y de temor, era
un personaje considerable y que pudo muy bien convertirse en jefe o rey en
muchas tribus, aunque nos falten pruebas positivas, para afirmar este
�ltimo punto". El autor de The Golden Bough, extrema su prudencia,
por insuficiencia de material hist�rico; pero llega siempre a esta
conclusi�n: "En la Am�rica del Sur, la magia parece haber sido la ruta que
condujo al trono". Y, en otro cap�tulo, precisa m�s a�n su concepto: "La
pretensi�n de poderes divinos y sobrenaturales que nutrieron los monarcas
de grandes imperios hist�ricos como el Egipto, M�xico y el Per� no
proven�a simplemente de una vanidad complaciente ni era la expresi�n de
una vil lisonja; no era sino una supervivencia y una extensi�n de la
antigua costumbre salvaje de deificar a los reyes durante su vida. Los
Inkas del Per�, por ejemplo, que se dec�an hijos del Sol, eran
reverenciados como dioses; se les consideraba infalibles y nadie pensaba
da�ar a la persona, el honor, los bienes del monarca o de un miembro de su
familia. Contrariamente a la opini�n general, los Inkas no ve�an su
enfermedad como un mal. Era, a sus ojos, una mensajera de su padre el sol
que los llamaba a reposar cerca de �l en el cielo"
(5).
El pueblo inkaico ignor� toda separaci�n entre la religi�n y la pol�tica,
toda diferencia entre Estado e Iglesia. Todas sus instituciones, como
todas sus creencias, coincid�an estrictamente con su econom�a de pueblo
agr�cola y con su esp�ritu de pueblo sedentario. La teocracia descansaba
en lo ordinario y lo emp�rico; no en la virtud taumat�rgica de un profeta
ni de su verbo. La Religi�n era el Estado.
Vasconcelos, que subestima un poco las culturas aut�ctonas de Am�rica,
piensa que, sin un libro magno, sin un c�digo sumo, estaban condenadas a
desaparecer por su propia inferioridad. Estas culturas, sin duda,
intelectualmente, no hab�an salido a�n del todo de la edad de la magia.
Por lo que toca a la cultura inkaica, bien sabemos adem�s que fue la obra
de una raza mejor dotada para la creaci�n art�stica que para la
especulaci�n intelectual. Si nos ha dejado, por eso, un magn�fico arte
popular, no ha dejado un Rig Veda ni un Zend Avesta. Esto hace m�s
admirable todav�a su organizaci�n social y pol�tica. La religi�n no era
sino uno de los aspectos de esta organizaci�n, a la que no pod�a, por
ende, sobrevivir.
II. LA CONSQUISTA CAT�LICA
He dicho ya que la Conquista fue la �ltima cruzada y que con los
conquistadores tramont� la grandeza espa�ola. Su car�cter de cruzada
define a la Conquista como empresa esencialmente militar y religiosa. La
realizaron en comandita soldados y misioneros. El triunvirato de la
conquista del Per�, habr�a estado incompleto sin Hernando de Luque. Tocaba
a un cl�rigo el papel de letrado y mentor de la compa��a. Luque
representaba la Iglesia y el Evangelio. Su presencia resguardaba los
fueros del dogma y daba una doctrina a la aventura. En Cajamarca, el verbo
de la conquista fue el padre Valverde. La ejecuci�n de Atahualpa, aunque
obedeciese s�lo al rudimentario maquiavelismo pol�tico de Pizarro, se
revisti� de razones religiosas. Virtualmente, aparece como la primera
condena de la Inquisici�n en el Per�.
Despu�s de la tragedia de Cajamarca, el misionero continu� dictando
celosamente su ley a la Conquista. El poder espiritual inspiraba y
manejaba al poder temporal. Sobre las ruinas del Imperio, en el cual
Estado e Iglesia se consustanciaban, se esboza una nueva teocracia, en la
que el latifundio, mandato econ�mico, deb�a nacer de la "encomienda",
mandato administrativo, espiritual y religioso. Los frailes tomaron
solemne posesi�n de los templos inkaicos. Los dominicos se instalaron en
el templo del Sol, acaso por cierta predestinaci�n de orden tomista,
maestra en el arte escol�stico de reconciliar al cristianismo con la
tradici�n pagana (6). La Iglesia tuvo as� parte activa, directa, militante
en la Conquista.
Pero si se puede decir que el colonizador de la Am�rica sajona fue el
pioneer puritano, no se puede decir igualmente que el colonizador de la
Am�rica espa�ola fue el cruzado, el caballero. El conquistador era de esta
estirpe espiritual; el colonizador no. La raz�n est� al alcance de
cualquiera: el puritano representaba un movimiento en ascensi�n, la
Reforma protestante; el cruzado, el caballero, personificaba una �poca que
conclu�a, el Medioevo cat�lico. Inglaterra sigui� enviando puritanos a sus
colonias, mucho tiempo despu�s de que Espa�a no ten�a ya cruzados que
mandar a las suyas. La especie estaba agotada. La energ�a espiritual de
Espa�a �solicitada por la reacci�n
contra la Reforma precisamente�, daba
vida a un extraordinario renacimiento religioso, destinado a gastar su
magn�fica potencia en una intransigente reafirmaci�n ortodoxa: la
Contrarreforma. "La verdadera Reforma espa�ola
�escribe Unamuno�
fue la m�stica, y �sta, que tan poco se preocup� de la Reforma
protestante, fue en Espa�a el m�s fuerte valladar contra ella. Santa
Teresa hizo, acaso tanto como San Ignacio de Loyola, la contrarreforma,
por medio de la reforma espa�ola"
(7).
La conquista consumi� los �ltimos cruzados. Y el cruzado de la conquista,
en la gran mayor�a de los casos, no era ya propiamente el de las cruzadas,
sino s�lo su prolongaci�n espiritual. El noble no estaba ya para empresas
de caballer�a. La extensi�n y riqueza de los dominios de Espa�a le
aseguraba una existencia cortesana y gaudente. El cruzado de la conquista,
cuando fue hidalgo, fue pobre. En otros casos, proven�a del Estado llano.
Venidos de Espa�a a ocupar tierras para su Rey -en quien los misioneros
reconoc�an ante todo un fiduciario de la Iglesia Romana-, los
conquistadores parecen impulsados a veces por un vago presentimiento de
que los suceder�an hombres sin su grandeza y audacia. Un confuso y oscuro
instinto los mueve a rebelarse contra la Metr�poli. Acaso en el mismo
heroico arranque de Cort�s, cuando manda quemar sus naves, asoma
indescifrable esta intuici�n. En la rebeli�n de Gonzalo Pizarro, alienta
una tr�gica ambici�n, una desesperada e impotente nostalgia. Con su
derrota, termina la obra y la raza de los conquistadores. Concluye la
Conquista; comienza el Coloniaje. Y si la Conquista es una empresa militar
y religiosa, el Coloniaje no es sino una empresa pol�tica y eclesi�stica.
La inaugura un hombre de iglesia, Don Pedro de la Gasca. El eclesi�stico
reemplaza al evangelizador. El Virreinato, molicie y ocio sensual, traer�a
despu�s al Per� nobles letrados y doctores escol�sticos, gente ya toda de
otra Espa�a, la de la Inquisici�n y de la decadencia.
Durante el coloniaje, a pesar de la Inquisici�n y la Contrarreforma, la
obra civilizadora es, sin embargo, en su mayor parte, religiosa y
eclesi�stica. Los elementos de educaci�n y de cultura se concentraban
exclusivamente en manos de la Iglesia. Los frailes contribuyeron a la
organizaci�n virreinal no s�lo con la evangelizaci�n de los infieles y la
persecuci�n de las herej�as, sino con la ense�anza de artes y oficios y el
establecimiento de cultivos y obrajes. En tiempos en que la Ciudad de los
Virreyes se reduc�a a unos cuantos r�sticos solares, los frailes fundaron
aqu� la primera universidad de Am�rica. Importaron con sus dogmas y sus
ritos, semillas, sarmientos, animales dom�sticos y herramientas.
Estudiaron las costumbres de los naturales, recogieron sus tradiciones,
allegaron los primeros materiales de su historia. Jesuitas y dominicos,
por una suerte de facultad de adaptaci�n v asimilaci�n que caracteriza
sobre todo a los jesuitas, captaron no pocos secretos de la historia y el
esp�ritu ind�genas. Y los indios, explotados en las minas, en los obrajes
y en las "encomiendas" encontraron en los conventos, y aun en los curatos,
sus m�s eficaces defensores. El padre de Las Casas, en quien florec�an las
mejores virtudes del misionero, del evangelizador, tuvo precursores y
continuadores.
El catolicismo, por su liturgia suntuosa, por su culto pat�tico, estaba
dotado de una aptitud tal vez �nica para cautivar a una poblaci�n que no
pod�a elevarse s�bitamente a una religiosidad espiritual y abstractista. Y
contaba, adem�s, con su sorprendente facilidad de aclimataci�n a cualquier
�poca o clima hist�rico. El trabajo, empezado muchos siglos atr�s en
Occidente, de absorci�n de antiguos mitos y de apropiaci�n de fechas
paganas, continu� en el Per�. El culto de la Virgen encontr� en el lago
Titicaca �de donde parec�a nacer la
teocracia inkaica� su m�s famoso
santuario.
Emilio Romero, inteligente y estudioso escritor, tiene interesantes
observaciones sobre este aspecto de la sustituci�n de los dioses inkaicos
por las efigies y ritos cat�licos. "Los indios vibraban de emoci�n
-escribe- ante la solemnidad del rito cat�lico. Vieron la imagen del Sol
en los rutilantes bordados de brocados de las casullas y de las capas
pluviales; y los colores del iris en los roquetes de fin�simos hilos de
seda en fondos viol�ceos. Vieron tal vez el s�mbolo de los quipus en las
borlas moradas de los abates y en los cordones de los descalzos... As� se
explica el furor pagano con que las multitudes ind�genas cuzque�as
vibraban de espanto ante la presencia del Se�or de los Temblores en quien
ve�an la imagen tangible de sus recuerdos y sus adoraciones, muy lejos el
esp�ritu del pensamiento de los frailes. Vibraba el paganismo ind�gena en
las fiestas religiosas. Por eso, lo vemos llevar sus ofrendas a las
iglesias, los productos de sus reba�os, las primicias de sus cosechas. M�s
tarde, ellos mismos levantaban sus aparatosos altares del Corpus Christi
llenos de espejos con marcos de plata repujada, sus grotescos santos y a
los pies de los altares las primicias de los campos. Brindaban frente a
los santos con honda nostalgia la misma jora de las libaciones del C�pac
Raymi; y finalmente, entre los alaridos de su devoci�n que para los curas
espa�oles eran gritos de penitencia y para los indios gritos p�nicos,
bailaban las estrepitosas cachampas y las gimn�sticas kashuas ante
la sonrisa petrificada y vidriosa de los santos"
(8).
La exterioridad, el paramento del catolicismo, sedujeron f�cilmente a los
indios. La evangelizaci�n, la catequizaci�n, nunca llegaron a consumarse
en su sentido profundo, por esta misma falta de resistencia ind�gena. Para
un pueblo que no hab�a distinguido lo espiritual de lo temporal, el
dominio pol�tico comprend�a el dominio eclesi�stico. Los misioneros no
impusieron el Evangelio; impusieron el culto, la liturgia, adecu�ndolos
sagazmente a las costumbres ind�genas. El paganismo aborigen subsisti�
bajo el culto cat�lico.
Este fen�meno no era exclusivo de la catequizaci�n del Tawantinsuyo. La
catolicidad se caracteriza, hist�ricamente, por el mimetismo con que, en
lo formal, se ha amoldado siempre al medio. La Iglesia Romana puede
sentirse leg�tima heredera del Imperio Romano en lo que concierne a la
pol�tica de colonizaci�n y asimilaci�n de los pueblos sometidos a su
poder. La indagaci�n del origen de las grandes fechas del calendario
gregoriano ha revelado a los investigadores asombrosas sustituciones.
Frazer analiz�ndolas, escribe: "Consideradas en su conjunto, las
coincidencias de las fiestas cristianas con las fiestas paganas son
demasiado precisas y demasiado numerosas para ser accidentales.
Constituyen la marca del compromiso que la Iglesia, en la hora de su
triunfo, se hall� forzada a hacer con sus rivales, vencidos, pero todav�a
peligrosos. El protestantismo inflexible de los primeros misioneros, con
su ardiente denunciaci�n del paganismo, hab�a cedido el lugar a la
pol�tica m�s flexible, a la tolerancia m�s c�moda, a la ancha caridad de
eclesi�sticos avisados que se percataban bien de que, si el cristianismo
deb�a conquistar al mundo, no podr�a hacerlo sino aflojando un poco los
principios demasiado r�gidos de su fundador, ensanchando un poco la puerta
estrecha que conduce a la salud. Bajo este aspecto, se podr�a trazar un
paralelo muy instructivo entre la historia del cristianismo y la historia
del budismo" (9). Este compromiso, en su origen, se extiende del
catolicismo a toda la cristiandad; pero se presenta como virtud o facultad
romana, tanto por su car�cter de compromiso puramente formal (en el orden
dogm�tico o teol�gico la catolicidad ha sido en cambio intransigente),
como por el hecho de que en la evangelizaci�n de los americanos y otros
pueblos, s�lo la Iglesia Romana continu� emple�ndolo sistem�tica y
eficazmente. La Inquisici�n, desde este punto de vista, adquiere la
fisonom�a de un fen�meno interno de la religi�n cat�lica: su objeto fue la
represi�n de la herej�a interior; la persecuci�n de los herejes, no de los
infieles.
Pero esta facultad de adaptaci�n es, al mismo tiempo, la fuerza y la
debilidad de la Iglesia Romana. El esp�ritu religioso, no se tiempla sino
en el combate, en la agon�a. "El cristianismo, la cristiandad
�dice Unamuno�
desde que naci� en San Pablo no fue una doctrina, aunque se expresara
dial�cticamente: fue vida, lucha, agon�a. La doctrina era el Evangelio, la
Buena Nueva. El cristianismo, la cristiandad fue una preparaci�n para la
muerte y la resurrecci�n, para la vida eterna"
(10). La pasividad con que
los indios se dejaron catequizar, sin comprender el catecismo, enflaqueci�
espiritualmente al catolicismo en el Per�. El misionero no tuvo que velar
por la pureza del dogma; su misi�n se redujo a servir de gu�a moral, de
pastor eclesi�stico a una grey r�stica y sencilla, sin inquietud
espiritual ninguna.
Como en lo pol�tico, en lo religioso al per�odo heroico de la Conquista
sigui� el per�odo virreinal �administrativo
y burocr�tico�. Francisco Garc�a
Calder�n enjuicia as�, en conjunto, esta �poca: "Si la conquista fue el
reino del esfuerzo, la �poca colonial es un largo per�odo de extenuaci�n
moral" (11). La primera etapa, simbolizada por el misionero, corresponde
espiritualmente a la del florecimiento de la m�stica en Espa�a. En la
m�stica, en la Contrarreforma, como lo sostiene Unamuno, Espa�a gast� la
fuerza espiritual que otros pueblos gastaron en la Reforma. Unamuno define
de este modo a los m�sticos: "Repelen la vana ciencia y buscan saber de
finalidad pragm�tica, conocer para amar y obrar y gozar de Dios, no para
conocer tan s�lo. Son, sabi�ndolo o no, anti-intelectualistas y esto los
separa de un Eckart, verbigratia. Propenden al voluntarismo. Lo que
buscan es saber total e integral, una sabidur�a en que el conocer, el
sentir y el querer se a�nen y aun fundan en lo posible. Amamos la verdad
porque es bella, y porque la amamos, creemos, seg�n el padre �vila. En
esta sabidur�a sustancial se mejen y cuajan, por as� decirlo, la verdad,
la bondad y la belleza. Es, pues, natural que este misticismo culminare en
una mujer, de esp�ritu menos anal�tico que el del hombre, y en quien se
dan en m�s �ntimo consorcio, o mejor en una m�s primitiva indiferenciaci�n,
las facultades an�micas"
(12).
Ya sabemos que en Espa�a esta llamarada espiritual, de la cual surgi� la
Contrarreforma, encendi� el alma de Santa Teresa, de San Ignacio y de
otros grandes m�sticos; pero que luego se agot� y concluy�, tr�gica y
f�nebremente, en las hogueras de la Inquisici�n. Pero en Espa�a contaba,
para reavivar su fuerza, con la lucha contra la herej�a, contra la
Reforma. All� pod�a ser todav�a, por alg�n tiempo, vivo y en�rgico
resplandor. Aqu�, f�cilmente superpuesto el culto cat�lico al sentimiento
pagano de los indios, el catolicismo perdi� su vigor moral. "Una gran
santa �observa Garc�a Calder�n�
como Rosa de Lima, est� bien lejos de tener la fuerte personalidad y la
energ�a creadora de Santa Teresa, la gran espa�ola"
(13).
En la costa, en Lima sobre todo, otro elemento vino a enervar la energ�a
espiritual del catolicismo. El esclavo negro prest� al culto cat�lico su
sensualismo fetichista, su oscura superstici�n. El indio, sanamente
pante�sta y materialista, hab�a alcanzado el grado �tico de una gran
teocracia; el negro, mientras tanto, trasudaba por todos sus poros el
primitivismo de la tribu africana. Javier Prado anota lo siguiente: "Entre
los negros, la religi�n cristiana era convertida en culto supersticioso e
inmoral. Embriagados completamente por el abuso del licor, excitados por
est�mulos de sensualidad y libertinaje, propios de su raza, iban primero
los negros bozales y despu�s los criollos danzando con movimientos
obscenos y gritos salvajes, en las populares fiestas de diablos y
gigantes, moros y cristianos, con las que, frecuentemente, con aplauso
general, acompa�aban a las procesiones"
(14).
Los religiosos gastaban lo mejor de su energ�a en sus propias querellas
internas, o en la caza del hereje, si no en una constante y activa
rivalidad con los representantes del poder temporal. Hasta en el fervor
apost�lico del padre de Las Casas, el profesor Prado cree encontrar el
est�mulo de esta rivalidad. Pero, en este caso, al menos, el celo
eclesi�stico era usado en servicio de una causa noble y justa que, hasta
mucho tiempo despu�s de la emancipaci�n pol�tica del pa�s, no volver�a a
encontrar tan tenaces defensores.
Si el suntuoso culto y la majestuosa liturgia dispon�an de un singular
poder de sugesti�n para imponerse al paganismo ind�gena, el catolicismo
espa�ol, como concepci�n de la vida y disciplina del esp�ritu, carec�a de
aptitud para crear en sus colonias elementos de trabajo y de riqueza. Este
es, como lo he observado en mi estudio sobre la econom�a peruana, el lado
m�s d�bil de la colonizaci�n espa�ola. Mas, del recalcitrante
medioevalismo de Espa�a, causante de su floja y morosa evoluci�n hacia el
capitalismo, ser�a arbitrario y extremado suponer exclusivamente
responsable al catolicismo que, en otros pa�ses latinos, supo aproximarse
sagazmente a los principios de la econom�a capitalista. Las
congregaciones, especialmente la de los jesuitas, operaron en el terreno
econ�mico, m�s diestramente que la administraci�n civil y sus fiduciarios.
La nobleza espa�ola, despreciaba el trabajo y el comercio; la burgues�a,
muy retardada en su proceso, estaba contagiada de principios
aristocr�ticos. Pero, en general, la experiencia de Occidente revela la
solidaridad entre capitalismo y protestantismo, de modo demasiado
concreto. El protestantismo aparece en la historia, como la levadura
espiritual del proceso capitalista. La Reforma protestante conten�a la
esencia, el germen del Estado liberal. El protestantismo y el liberalismo
correspondieron, como corriente religiosa y tendencia pol�tica
respectivamente, al desarrollo de los factores de la econom�a capitalista.
Los hechos abonan esta tesis. El capitalismo y el industrialismo no han
fructificado en ninguna parte como en los pueblos protestantes. La
econom�a capitalista ha llegado a su plenitud s�lo en Inglaterra, Estados
Unidos y Alemania. Y, dentro de estos estados, los pueblos de confesi�n
cat�lica han conservado instintivamente gustos y h�bitos rurales y
medioevales (Baviera cat�lica es tambi�n campesina). Y en cuanto a los
estados cat�licos, ninguno ha alcanzado un grado superior de
industrializaci�n. Francia �que no
puede ser juzgada por el mercado financiero cosmopolita de Par�s ni por el
Comit� des Forges� es m�s
agr�cola que industrial. Italia �aunque
su demograf�a la ha empujado por la v�a del trabajo industrial que ha
creado los centros capitalistas de Mil�n, Tur�n y G�nova�
mantiene su inclinaci�n agraria. Mussolini se complace frecuentemente en
el elogio de Italia campesina y provinciana y en uno de sus discursos
�ltimos ha recalcado su aversi�n a un urbanismo y un industrialismo
excesivos, por su influjo depresivo sobre el factor demogr�fico. Espa�a,
el pa�s m�s clausurado en su tradici�n cat�lica -que arroj� de su suelo al
jud�o- presenta la m�s retrasada y an�mica estructura capitalista, con la
agravante de que su incipiencia industrial y financiera no ha estado al
menos compensada por una gran prosperidad agr�cola, acaso porque, mientras
el terrateniente italiano hered� de sus ascendientes romanos, un arraigado
sentimiento agrario, el hidalgo espa�ol se aferr� al prejuicio de las
profesiones nobles. El di�logo entre la carrera de las armas y la de las
letras no reconoci� en Espa�a m�s primac�a que la de la carrera
eclesi�stica.
La primera etapa de la emancipaci�n de la burgues�a es, seg�n Engels, la
reforma protestante. "La reforma de Calvino �escribe
el c�lebre autor del Anti D�hring�
respond�a a las necesidades de la burgues�a m�s avanzada de la �poca. Su
doctrina de la predestinaci�n era la expresi�n religiosa del hecho de que,
en el mundo comercial de la competencia, el �xito y el fracaso no dependen
ni de la actividad ni de la habilidad del hombre, sino de circunstancias
no subordinadas a su control"
(15). La rebeli�n contra Roma de las
burgues�as m�s evolucionadas y ambiciosas condujo a la instituci�n de
iglesias nacionales destinadas a evitar todo conflicto entre lo temporal y
lo espiritual, entre la Iglesia y el Estado. El libre examen encerraba el
embri�n de todos los principios de la econom�a burguesa: libre
concurrencia, libre industria, etc. El individualismo, indispensable para
el desenvolvimiento de una sociedad basada en estos principios, recib�a de
la moral y de la pr�ctica protestantes los mejores est�mulos.
Marx ha esclarecido varios aspectos de las relaciones entre protestantismo
y capitalismo. Singularmente aguda es la siguiente observaci�n: "El
sistema de la moneda es esencialmente cat�lico, el del cr�dito
eminentemente protestante. Lo que salva es la fe: la fe en el valor
monetario considerado como el alma de la mercader�a, la fe en el sistema
de producci�n y su ordenamiento predestinado, la fe en los agentes de la
producci�n que personifican el capital, el cual tiene el poder de aumentar
por s� mismo el valor. Pero as� como el protestantismo no se emancipa casi
de los fundamentos del catolicismo, as� el sistema del cr�dito no se eleva
sobre la base del sistema de la moneda"
(l6).
Y no s�lo los dial�cticos del materialismo hist�rico constatan esta
consanguinidad de los dos grandes fen�menos. Hoy mismo, en una epoca de
reacci�n, as� intelectual como pol�tica, un escritor espa�ol, Ramiro de
Maeztu, descubre la flaqueza de su pueblo en su falta de sentido
econ�mico. Y he aqu� c�mo entiende los factores morales del capitalismo
yanqui: "Su sentido del poder lo deben, en efecto, los norteamericanos a
la tesis calvinista de que Dios, desde toda eternidad, ha destinado unos
hombres a la salvaci�n y otros a la muerte eterna; que esa salvaci�n se
conoce en el cumplimiento de los deberes de cada hombre en su propio
oficio, de lo cual se deduce que la prosperidad consiguiente al
cumplimiento de esos deberes es signo de la posesi�n de la divina gracia,
por lo que hace falta conservarla a todo trance, lo que implica la
moralizaci�n de la manera de gastar el dinero. Estos postulados teol�gicos
no son actualmente m�s que historia. El pueblo de los Estados Unidos
contin�a progresando, pero a la manera de una piedra lanzada por un brazo
que ya no existe para renovar la fuerza del proyectil, cuando �sta se
agote" (17). Los neoescol�sticos se empe�an en contestar o regatear a la
Reforma este infllujo en el desarrollo capitalista, pretendiendo que en el
tomismo estaban ya formulados los principios de la econom�a burguesa
(18). Sorel ha reconocido a Santo Tom�s los servicios prestados a la
civilizaci�n occidental por el realismo con que trabaj� por apoyar el
dogma en la ciencia. Ha hecho resaltar particularmente su concepto de que
"La ley humana no puede cambiar la naturaleza jur�dica de las cosas,
naturaleza que deriva de su contenido econ�mico"
(19). Pero si el
catolicismo, con Santo Tom�s, arrib� a este grado de comprensi�n de la
econom�a, la Reforma forj� las armas morales de la revoluci�n burguesa,
franqueando la v�a al capitalismo. La concepci�n neo-escol�stica se
explica f�cilmente. El neo-tomismo es burgu�s; pero no capitalista. Porque
as� como socialismo no es la misma cosa que proletariado, capitalismo no
es exactamente la misma cosa que burgues�a. La burgues�a es la clase, el
capitalismo es el orden, la civilizaci�n, el esp�ritu que de esta clase ha
nacido. La burgues�a es anterior al capitalismo. Existi� mucho antes que
�l, pero s�lo despu�s ha dado su nombre a toda una edad hist�rica.
Dos caminos tiene el sentimiento religioso seg�n un juicio de Papini
�de sus tiempos de pragmatista�,
el de la posesi�n y el de la renuncia
(20). El protestantismo, desde su
origen, escogi� resueltamente el primero. En el impulso m�stico del
puritanismo, Waldo Frank acertadamente advierte, ante todo, voluntad de
potencia. En su explicaci�n de Norte Am�rica nos dice c�mo "la disciplina
de la Iglesia organiz� e hizo marchar a los hombres contra las
dificultades materiales de una Am�rica indomada; c�mo el renunciamiento a
los placeres de los sentidos produjo m�xima energ�a disponible para la
caza del poder y de la riqueza; c�mo estos sentidos, mortificados por
principios asc�ticos, adaptados a las rudas condiciones de la vida,
tomaron su revancha en una lucha hacia la fortuna". La universidad
norteamericana, bajo estos principios religiosos, proporcionaba a los
j�venes una cultura "cuyo sentido era la santidad de la propiedad, la
moralidad del �xito"
(21).
El catolicismo, en tanto, se mantuvo como un constante compromiso entre
los dos t�rminos, posesi�n y renuncia. Su voluntad de potencia se tradujo
en empresas militares y sobre todo pol�ticas; no inspir� ninguna gran
aventura econ�mica. La Am�rica espa�ola, por otra parte, no ofrec�a a la
catolicidad un ambiente propicio al ascetismo. En vez de mortificaci�n,
los sentidos no encontraron en este continente sino goce, lasitud y
molicie.
* * *
La evangelizaci�n de la Am�rica espa�ola no puede ser
enjuiciada como una empresa religiosa sino como una empresa eclesi�stica.
Pero, despu�s de los primeros siglos del cristianismo, la evangelizaci�n
tuvo siempre este car�cter. S�lo una poderosa organizaci�n eclesi�stica,
apta para movilizar aguerridas milicias de catequistas y sacerdotes, era
capaz de colonizar para la fe cristiana pueblos lejanos y diversos.
El protestantismo, como ya he apuntado, careci� siempre de eficacia
catequista, por una consecuencia l�gica de su individualismo, destinado a
reducir al m�nimo el marco eclesi�stico de la religi�n. Su propagaci�n en
Europa se debi� invariablemente a razones pol�ticas y econ�micas: los
conflictos entre la Iglesia Romana y estados y monarcas propensos a
rebelarse contra el poder papal y a incorporarse en la corriente
secesionista; y el crecimiento de la burgues�a que encontraba en el
protestantismo un sistema m�s c�modo y se irritaba contra el favor de Roma
a los privilegios feudales. Cuando el protestantismo ha emprendido una
obra de catequizaci�n y propaganda, ha adoptado un m�todo en el cual se
combina la pr�ctica eclesi�stica con sagaces ensayos de servicio social.
En la Am�rica del Norte, el colonizador anglosaj�n no se preocup� de la
evangelizaci�n de los abor�genes. Le toc� colonizar una tierra casi
virgen, en �spero combate con una naturaleza cuya posesi�n y conquista
exig�an �ntegramente su energ�a. Aqu� se descubre la �ntima diferencia
entre las dos conquistas, la anglosajona y la espa�ola: la primera se
presenta en su origen y en su proceso, como una aventura absolutamente
individualista, que oblig� a los hombres que la realizaron a una vida de
alta tensi�n (Individualismo, practicismo y activismo hasta ahora son
los resortes primarios del fen�meno norteamericano).
La colonizaci�n anglosajona no necesitaba una organizaci�n eclesi�stica.
El individualismo puritano, hac�a de cada pioneer un pastor: el pastor de
s� mismo. Al pioneer de Nueva Inglaterra le bastaba su Biblia (Unamuno
llama al protestantismo, "la tiran�a de la letra"). La Am�rica del Norte
fue colonizada con gran econom�a de fuerzas y de hombres. El colonizador
no emple� misioneros, predicadores, te�logos ni conventos. Para la
posesi�n simple y ruda de la tierra, no le hac�an falta. No ten�a que
conquistar una cultura y un pueblo sino un territorio. La suya, dir�n
algunos, no era econom�a sino pobreza. Tendr�n raz�n; pero a condici�n de
reconocer que de esta pobreza surgieron el poder y riqueza de los Estados
Unidos.
El sino de la colonizaci�n espa�ola y cat�lica era mucho m�s amplio; su
misi�n, m�s dif�cil. Los conquistadores encontraron en estas tierras,
pueblos, ciudades, culturas: el suelo estaba cruzado de caminos y de
huellas que sus pasos no pod�an borrar. La evangelizaci�n tuvo su etapa
heroica, aqu�lla en que Espa�a nos envi� misioneros en quienes estaba vivo
a�n el fuego m�stico y el �mpetu militar de los cruzados ("Al mismo tiempo
que los soldados �leo en Julien
Luchaire� desembarcaban, en multitud,
y escogidos entre los mejores, los curas y los monjes cat�licos")
(22).
Pero �vencedor el pomposo culto
cat�lico del r�stico paganismo ind�gena�,
la esclavitud y la explotaci�n del indio y del negro, la abundancia y la
riqueza, relajaron al colonizador. El elemento religioso qued� absorbido y
dominado por el elemento eclesi�stico. El clero no era una milicia heroica
y ardiente, sino una burocracia regalona, bien pagada y bien vista. "Vino
entonces -escribe el doctor M. V. Villar�n- la segunda edad de la historia
del sacerdocio colonial: la edad de la vida pl�cida y tranquila en los
magn�ficos conventos, la edad de las prebendas, de los fructuosos curatos,
de la influencia social, del predominio pol�tico, de las lujosas fiestas,
que tuvieron por consecuencias inevitables el abuso y la relajaci�n de
costumbres. En aquella �poca la carrera por excelencia era el sacerdocio.
Profesi�n honrosa y lucrativa, los que a ella se dedicaban viv�an como
grandes y habitaban palacios; eran el �dolo de los buenos colonos que los
amaban, los respetaban, los tem�an, los obsequiaban, los hac�an herederos
y legatarios de sus bienes. Los conventos eran grandes y hab�a en ellos
celda para todos: las mitras, las dignidades, las canonj�as, los curatos,
las capellan�as, las c�tedras, los oratorios particulares, los beneficios
de todo orden abundaban. La piedad de los habitantes era ferviente y ellos
prove�an con largueza a la sustentaci�n de los ministros del altar. As�,
pues 'todo hijo segundo de buena familia era destinado al sacerdocio
(23).
Y esta Iglesia no fue ya siquiera la de la Contrarreforma y la
Inquisici�n. El Santo Oficio no ten�a casi en el Per� herej�as que
perseguir. Dirig�a m�s bien su acci�n contra los civiles en mal
predicamento con el clero; contra las supersticiones y vicios que solapada
y f�cilmente prosperaban en un ambiente de sensualidad y de idolatr�a,
cargado de sedimentos m�gicos; y, sobre todo, contra aquello que juzgaba
sospechoso de insidiar o disminuir su poder. Y bajo este �ltimo aspecto,
la Inquisici�n se comportaba m�s como instituci�n pol�tica que religiosa.
Est� bien averiguado que en Espa�a sirvi� los fines del absolutismo antes
que los de la Iglesia. "El Santo Oficio �dice
Luchaire� era poderoso, antes que
todo, porque el rey quer�a que lo fuese; porque ten�a la misi�n de
perseguir a los rebeldes pol�ticos igual que a los innovadores religiosos;
el arma no estaba en las manos del Papa sino en las del rey: el rey la
manejaba en su inter�s tanto como en el de la Iglesia"
(24).
La ciencia eclesi�stica, por otra parte, en vez de comunicarnos con las
corrientes intelectuales de la �poca, nos separaba de ellas. El
pensamiento escol�stico fue vivo y creador en Espa�a, mientras recibi� de
los m�sticos calor y ardimiento. Pero desde que se congel� en f�rmulas
pedantes y casuistas, se convirti� en yerto y apergaminado saber de
erudito, en anquilosada y ret�rica ortodoxia de te�logo espa�ol. En la
cr�tica civilista, no escasean las requisitorias contra esta fase de la
obra eclesi�stica en el Per�. "�Cu�l era la ciencia que suministraba el
clero? �se pregunta Javier Prado en su
duradero y enjundioso estudio�. Una
teolog�a vulgar �se responde�,
un dogmatismo formalista, mezcla confusa y abrumadora de las doctrinas
peripat�ticas con el ergotismo escol�stico. Siempre que la lglesia no ha
podido suministrar verdaderos conocimientos cient�ficos, ha apelado al
recurso de distraer y fatigar el pensamiento, por medio de una gimnasia de
palabras y f�rmulas y de un m�todo vac�o, extravagante e infecundo. Aqu�,
en el Per�, se le�a en lat�n discursos que no se comprend�an y que, sin
embargo, se argumentaban en la misma condici�n; hab�a sabios que ten�an
f�rmulas para resolver, nuevos Pico de la Mirandola, todas las
proposiciones de las ciencias; aqu� se solucionaba lo divino y lo humano
por medio de la religi�n y de la autoridad del maestro, aunque reinara la
mayor ignorancia no s�lo en las ciencias naturales sino tambi�n en las
filos�ficas y aun en las ense�anzas de Bossuet y Pascal"
(25).
La lucha de la Independencia -que abri� un nuevo camino y prometi� una
nueva aurora a los mejores esp�ritus-, descubri� que donde hab�a a�n
religiosidad �esto es misticismo,
pasi�n� era en algunos curas criollos
e indios, entre los cuales, en el Per� como en M�xico, la revoluci�n
liberal reclutar�a algunos de sus audaces precursores y de sus grandes
tribunos.
III. LA INDEPENDENCIA Y LA IGLESIA
La Revoluci�n de la Independencia, del mismo modo que no toc� los
privilegios feudales, tampoco toc� los privilegios eclesi�sticos. El alto
clero conservador y tradicionalista, se sent�a naturalmente fiel al rey y
a la Metr�poli; pero igual que la aristocracia terrateniente, acept� la
Rep�blica apenas constat� la impotencia pr�ctica de �sta ante la
estructura colonial. La revoluci�n americana, conducida por caudillos
romancescos y napole�nicos y teorizada por tribunos dogm�ticos y
formalistas, aunque se aliment� como se sabe, de los principios y
emociones de la Revoluci�n Francesa, no hered� ni conoci� su problema
religioso.
En Francia como en los otros pa�ses donde no prendi� la Reforma, la
revoluci�n burguesa y liberal no pudo cumplirse sin jacobinismo y
anticlericalismo. La lucha contra la feudalidad descubr�a en esos pueblos
una solidaridad comprometedora entre la iglesia cat�lica y el r�gimen
feudal. Tanto por la influencia conservadora de su alto clero como por su
resistencia doctrinal y sentimental a todo lo que en el pensamiento
liberal reconoc�a de individualismo y nacionalismo protestantes, la
iglesia cometi� la imprudencia de vincularse demasiado a la suerte de la
reacci�n mon�rquica y aristocr�tica.
Mas en la Am�rica espa�ola, sobre todo en los pa�ses donde la revoluci�n
se detuvo por mucho tiempo en su f�rmula pol�tica (independencia y
rep�blica), la subsistencia de los privilegios feudales se acompa�aba
l�gicamente de la de los privilegios eclesi�sticos. Por esto en M�xico
cuando la revoluci�n ha ataca-do a los primeros, se ha encontrado en
seguida en conflicto con los segundos (En M�xico, por estar en manos de la
iglesia una gran parte de la propiedad, unos y otros privilegios se
presentaban no s�lo pol�tica sino materialmente identificados).
Tuvo el Per� un clero liberal y patriota desde las primeras jornadas de la
revoluci�n. Y el liberalismo civil, en muy pocos casos individuales se
mostr� intransigentemente jacobino y, en menos casos a�n, netamente
antirreligioso. Proced�an nuestros liberales, en su mayor parte, de las
logias mas�nicas, que tan activa funci�n tuvieron en la preparaci�n de la
Independencia, de modo que profesaban casi todos el de�smo que hizo de la
masoner�a, en los pa�ses latinos, algo as� como un suced�neo espiritual y
pol�tico de la Reforma.
En la propia Francia, la Revoluci�n se mantuvo en buenas relaciones con la
cristiandad, aun durante su estaci�n jacobina. Aulard observa sagazmente
que en Francia la oleada antirreligiosa o anticristiana obedeci� a causas
contingentes m�s bien que doctrinarias. "De todos los acontecimientos
�dice�
que condujeron al estado de esp�ritu del cual sali� la tentativa de
descristianizaci�n, la insurrecci�n de la Vend�e, por su forma clerical,
fue la m�s importante, la m�s influyente. Creo poder decir que sin la
Vend�e, no habr�a habido culto de la Raz�n"
(26). Recuerda Aulard el
de�smo de Robespierre, quien sosten�a que "el ate�smo es aristocr�tico"
mientras que "la idea de un Ser Supremo que vela por la inocencia oprimida
y castiga al crimen triunfante es completamente popular". El culto de la
diosa Raz�n no conserv� su impulso vital sino en tanto que fue culto de la
Patria, amenazada e insidiada por la reacci�n extranjera con el favor del
poder papal. Adem�s, "el culto de la raz�n �agrega
Aulard�, fue casi siempre de�sta y no
materialista o ateo"
(27).
La revoluci�n francesa arrib� a la separaci�n de la Iglesia y del Estado.
Napole�n encontr� m�s tarde, en el concordato, la f�rmula de la
subordinaci�n de la Iglesia al Estado. Pero los per�odos de Restauraci�n
comprometieron su obra, renovando el conflicto entre el clero y la
laicidad en el cual Lucien Romier cree ver resumida la historia de la
Rep�blica. Romier parte del supuesto de que la feudalidad estaba ya
vencida cuando vino la revoluci�n. Bajo la Monarqu�a, seg�n Romier
�y en esto lo acompa�an todos los
escritores reaccionarios� la burgues�a
hab�a ya impuesto su ley. "La victoria contra los se�ores
�dice�
estaba conseguida. Los reyes hab�an muerto a la feudalidad. Quedaba
una aristocracia, pero sin fuerza propia y que deb�a todas sus
prerrogativas y sus t�tulos al poder central, cuerpo de funcionarios
galoneados con funciones m�s o menos hereditarias. Restos fr�giles de una
potencia que se derrumb� a la primera oleada republicana. Cumplida esta
destrucci�n f�cilmente, la Rep�blica no tuvo sino que mantener el hecho
adquirido sin aplicar a esto un esfuerzo especial. Por el contrario, la
Monarqu�a hab�a fracasado respecto a la Iglesia. A pesar de la
domesticaci�n secular del alto clero, a pesar de un conflicto con la Curia
que renac�a de reinado en reinado, a pesar de muchas amenazas de ruptura,
la lucha contra la autoridad romana no hab�a dado al Estado m�s poder
sobre la religi�n que en los tiempos de Felipe el Bello. As�, es contra la
Iglesia y el clero ultramontano que la Rep�blica orient� su principal
esfuerzo por un siglo"
(28).
En las colonias espa�olas de la Am�rica del Sur, la situaci�n era muy
distinta. En el Per� en particular, la revoluci�n encontraba una
feudalidad intacta. Los choques entre el poder civil y el poder
eclesi�stico no ten�an ning�n fondo doctrinal. Traduc�an una querella
dom�stica. Depend�an de un estado latente de competici�n y de equilibrio,
propio de pa�ses donde la colonizaci�n sent�a ser en gran parte
evangelizaci�n y donde la autoridad espiritual tend�a f�cilmente a
prevalecer sobre la autoridad temporal. La constituci�n republicana, desde
el primer momento, proclam� al catolicismo religi�n nacional. Mantenidos
dentro de la tradici�n espa�ola, carec�an estos pa�ses de elementos de
reforma protestante. El culto de la Raz�n habr�a sido m�s ex�tico todav�a
en pueblos de exigua actividad intelectual y floja y rala cultura
filos�fica. No exist�an las razones de otras latitudes hist�ricas para el
Estado laico. Amamantado por la catolicidad espa�ola, el Estado peruano
ten�a que constituirse como Estado semifeudal y cat�lico.
La Rep�blica continu� la pol�tica espa�ola, en este como en otros
terrenos. "Por el patronato, por el r�gimen de diezmos, por los beneficios
eclesi�sticos �dice Garc�a Calder�n�
se estableci�, siguiendo el ejemplo franc�s, una constituci�n civil de la
Iglesia. En este sentido la revoluci�n fue tradicionalista. Los reyes
espa�oles ten�an sobre la Iglesia, desde los primeros monarcas absolutos,
un derecho de intervenci�n y protecci�n: la defensa del culto se convert�a
en sus manos en una acci�n civil y legisladora. La Iglesia era una fuerza
social, pero la debilidad de la jerarqu�a perjudicaba a sus ambiciones
pol�ticas. No podr�a, como en Inglaterra, realizar un pacto constitucional
y delimitar libremente sus fronteras. El rey proteg�a la Inquisici�n y se
mostraba m�s cat�lico que el Papa: su influencia tutelar imped�a los
conflictos, resultaba soberana y �nica"
(29). Toca Garc�a Calder�n en este
juicio, la parte d�bil, el contraste interno de los Estados
latinoamericanos que no han llegado al r�gimen de separaci�n. El Estado
Cat�lico no puede hacer, si su catolicismo es viviente y activo, una
pol�tica laica. Su concepci�n aplicada hasta sus �ltimas consecuencias,
lleva a la teocracia. Desde este punto de vista el pensamiento de los
conservadores ultramontanos como Garc�a Moreno aparece m�s coherente que
el de los liberales moderados, empe�ados en armonizar la confesi�n
cat�lica del Estado con una pol�tica laica, liberal y nacional.
El liberalismo peruano, d�bil y formal en el plano econ�mico y pol�tico,
no pod�a dejar de serlo en el plano religioso. No es exacto, como
pretenden algunos, que a la influencia clerical y eclesi�stica haya
pugnado por oponerse una f�rmula jacobina. La actitud personal de Vigil
�que es la apasionada actitud de un
librepensador salido de los rangos de la Iglesia�
no pertenece propiamente a nuestro liberalismo, que as� como no intent�
nunca desfeudalizar el Estado, tampoco intent� laicizarlo. Sobre el m�s
representativo y responsable de sus l�deres, don Jos� G�lvez, escribe
fundadamente Jorge Guillermo Legu�a: "Su ideolog�a giraba en torno de dos
ideas: Igualitarismo y Moralidad. Yerran, por consiguiente, quienes, al
apreciar sus doctrinas adversas a los diezmos eclesi�sticos, afirman que
era jacobino. G�lvez jam�s desconoci� a la Iglesia ni sus dogmas. Los
respetaba y los cre�a. Estaba mal informada la abadesa que el 2 de mayo
exclam�, al tener noticia de la funesta explosi�n de la Torre de la
Merced: '�Qu� p�lvora tan bien gastada!'. Mal podr�a ser anticat�lico, el
diputado que en el exordio de la Constituci�n invocaba a Dios trino y uno.
Al arrebatar G�lvez a nuestra Iglesia los gajes que encarnaban una
supervivencia feudal, s�lo ten�a en mente una reforma econ�mica y
democr�tica; nunca un objetivo anticlerical. No era G�lvez, seg�n se ha
supuesto, autor de tal iniciativa, ya lanzada por el admirable Vigil"
(30).
Desde que, forzada por su funci�n de clase gobernante, la aristocracia
terrateniente adopt� ideas y gestos de burgues�a, se asimil� parcialmente
los restos de este liberalismo. Hubo en su vida un instante de evoluci�n
�el del surgimiento del Partido Civil�
en que una tendencia liberal, expresiva de su naciente conciencia
capitalista, le enajen� las simpat�as del elemento eclesi�stico, que
coincidi� m�s bien �y no s�lo en la
redacci�n de un peri�dico� con el
pierolismo conservador y plebiscitario. En este per�odo de nuestra
historia, como lo anoto tambi�n en otro lugar, la aristocracia tom� un
aire liberal; el demos, por reacci�n, aunque clamase contra la argolla
traficante, adquiri� un tono conservador y clerical. En el estado mayor
civilista figuraban algunos liberales moderados que tend�an a imprimir a
la pol�tica del Estado una orientaci�n capitalista, desvincul�ndola en lo
posible de su tradici�n feudal. Pero el predominio que la casta feudal
mantuvo en el civilismo, junto con el retardamiento que a nuestro proceso
pol�tico impuso la guerra, impidi� a esos abogados y jurisconsultos
civilistas avanzar en tal direcci�n. Ante el poder del clero y la Iglesia,
el civilismo manifest� ordinariamente un pragmatismo pasivo y un
positivismo conservador que, salvo alguna excepci�n individual, no cesaron
luego de caracterizarlo mentalmente.
El movimiento radical �que tuvo a su
cargo la tarea de denunciar y condenar simult�neamente a los tres
elementos de la pol�tica peruana en los �ltimos lustros del siglo veinte:
civilismo, pierolismo y militarismo�,
constituy� en verdad la primera efectiva agitaci�n anticlerical. Dirigido
por hombres de temperamento m�s literario o filos�fico que pol�tico,
emple� sus mejores energ�as en esta batalla que, si produjo, sobre todo en
las provincias, cierto aumento del indiferentismo religioso
�lo que no era una ganancia�,
no amenaz� en lo m�s m�nimo la estructura econ�mico-social en la cual todo
el orden que anatematizaba se encontraba hondamente enraizado. La protesta
radical o "gonz�lez-pradista" careci� de eficacia por no haber aportado un
programa econ�mico-social. Sus dos principales lemas
�anticentralismo y anticlericalismo�,
eran por s� solos insuficientes para amenazar los privilegios feudales.
�nicamente el movimiento liberal de Arequipa, reivindicado hace poco por
Miguel �ngel Urquieta
(31), intent� colocarse en el terreno
econ�mico-social, aunque este esfuerzo no pasase de la elaboraci�n de un
programa.
En los pa�ses sudamericanos donde el pensamiento liberal ha cumplido
libremente su trayectoria, insertado en una normal evoluci�n capitalista y
democr�tica, se ha llegado �si bien
s�lo como especulaci�n intelectual� a
la preconizaci�n del protestantismo y de la iglesia nacional como una
necesidad l�gica del Estado liberal moderno.
Pero, desde que el capitalismo ha perdido su sentido revolucionario, esta
tesis se muestra superada por los hechos
(32). El socialismo, conforme a
las conclusiones del materialismo hist�rico �que
conviene no confundir con el materialismo filos�fico�,
considera a las formas eclesi�sticas y doctrinas religiosas, peculiares e
inherentes al r�gimen econ�mico-social que las sostiene y produce. Y se
preocupa por tanto, de cambiar �ste y no aqu�llas. La mera agitaci�n
anticlerical es estimada por el socialismo como un diversivo liberal
burgu�s. Significa en Europa un movimiento caracter�stico de los pueblos
donde la reforma protestante no ha asegurado la unidad de conciencia civil
y religiosa y donde el nacionalismo pol�tico y universalismo romano viven
en un conflicto ya abierto, ya latente, que el compromiso puede apaciguar
pero no cancelar ni resolver.
El protestantismo no consigue penetrar en la Am�rica Latina por obra de su
poder espiritual y religioso sino de sus servicios sociales (Y. M. C. A.,
misiones metodistas de la sierra, etc.). �ste y otros signos indican que
sus posibilidades de expansi�n normal se encuentran agotadas. En los
pueblos latinoamericanos, las perjudica adem�s el movimiento
antiimperialista, cuyos vig�as recelan de las misiones protestantes como
de t�citas avanzadas del capitalismo anglosaj�n: brit�nico o
norteamericano.
El pensamiento racionalista del siglo diecinueve pretend�a resolver la
religi�n en la filosof�a. M�s realista, el pragmatismo ha sabido reconocer
al sentimiento religioso el lugar del cual la filosof�a ochocentista se
imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la
experiencia hist�rica de los �ltimos lustros ha comprobado que los
actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia
profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos
religiosos.
REFERENCIAS
1. Waldo Frank, Our America.
2. James George Frazer, The Golden Bough.
3. Antero Peralta insurge en un art�culo publicado en el N� 15 de
Amauta contra la idea, corrientemente admitida de que el indio es
pante�sta. Peralta parte de la constataci�n de que el pante�smo del indio
no es asimilable a ninguno de los sistemas pante�s-tas conocidos por la
historia de la filosof�a. Habr�a que observar a Peralta, cuyo aporte a la
investigaci�n de los elementos y caracter�sticas de la religiosidad del
indio confirma su aptitud y vocaci�n de estudioso, que su limitaci�n
previa del empleo de la palabra "pante�smo" peca de arbitraria. Por mi
parte, creo que queda claramente expresado que atribuyo al indio del
Tawantinsuyo sentimiento pante�sta y no una filosof�a
pante�sta.
4. Frazer, ob. citada.
5. Ib.
6. Los m�s celosos custodios de la tradici�n latina y del orden romano
-m�s paganos que cristianos-, se amparan en Santo Tom�s como en la m�s
firme ciudadela del pensamiento cat�lico.
7. Unamuno, La M�stica Espa�ola.
8. "El Cuzco cat�lico" en Amauta N� 10, Diciembre de 1927.
9. Frazer, ob. citada.
10. Unamuno, L'Agonie du Christianisme.
11. F. Garc�a Calder�n, Le P�rou Contemporain.
12. Unamuno, La M�stica Espa�ola.
13 . Garc�a Calder�n, ob. citada.
14. Javier Prado, Estado Social del Per� durante la dominaci�n espa�ola.
15. F. Engels, Socialismo ut�pico y socialismo cient�fico.
16. Karl Marx, El Capital.
17. Ramiro de Maeztu, "Rod� y el Poder", en Repertorio Americano,
Tomo VII, N� 6 (1926).
18. Ren� Johannet, Eloge du bourgeois fran�ais.
19. Sorel, Introduction a l'Economie Moderne, p. 289. Santo Tom�s,
secunda secundae.
20. Papini, Pragmatismo.
21. Waldo Frank, Our America.
22. Luchaire, L'Eglise et le seizi�me siecle.
23. M. V. Villar�n, Estudios sobre Educaci�n Nacional, p�gs. 10 y
11.
24. Luchaire, ob. citada.
25. Javier Prado, ob. citada.
26. A. Aulard, Le Christianisme et la r�volution fran�aise, p. 88.
27. Ib., p. 162.
28. Lucien Romier, Explication de notre temps, pp. 194 y 195.
29. Garc�a Calder�n, ob. citada.
30. "La Convenci�n de 1856 y don Jos� G�lvez", Revista de Ciencias
Jur�dicas y Sociales, N� 1, p. 36.
31. V�ase el art�culo "Gonz�lez Prada y Urquieta" en el N� 5 de Amauta.
32. El l�der de las Y.M.C.A. Julio Navarro Monz�, predicador de una nueva
Reforma, admite en su obra El problema religioso en la cultura
latinoamericana que: "habiendo tenido los pa�ses latinos la enorme
desgracia de haber quedado al margen de la Reforma del siglo XVI, ahora
era ya demasiado tarde para pensar en convertirlos al Protestantismo".
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