OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

7 ENSAYOS DE INTERPRETACI�N DE LA REALIDAD PERUANA

   

 

EL FACTOR RELIGIOSO

 

I. LA RELIGI�N DEL TAWANTINSUYO


Han tramontado definitivamente los tiempos de apriorismo anticlerical, en que la cr�tica "librepensadora" se contentaba con una est�ril y sumaria ejecuci�n de todos los dogmas e iglesias, a favor del dogma y la iglesia de un "libre pensamiento" ortodoxamente ateo, laico y racionalista. El concepto de religi�n ha crecido en extensi�n y profundidad. No reduce ya la religi�n a una iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos religiosos una significaci�n muy diversa de la que ingenuamente le atribu�an, con radicalismo incandescente, gentes que identificaban religiosidad y "oscurantismo".

La cr�tica revolucionaria no regatea ni contesta ya a las religiones, y ni siquiera a las iglesias, sus servicios a la humanidad ni su lugar en la historia. Waldo Frank, pensador y artista de esp�ritu tan penetrante y moderno, no nos ha asombrado, por esto, cuando nos ha explicado el fen�meno norteamericano descifrando, atentamente, su origen y factores religiosos. El pioneer, el puritano y el jud�o, han sido, seg�n la luminosa versi�n de Frank, los creadores de los Estados Unidos. El pioneer desciende del puritano: m�s a�n, lo realiza. Porque en la ra�z de la protesta puritana, Frank distingue principalmente voluntad de potencia. "El puritano escribe hab�a comenzado por desear el poder en Inglaterra: este deseo lo hab�a impulsado hacia la austeridad, de la cual hab�a pronto descubierto las dulzuras. He aqu� que descubr�a luego un poder sobre s� mismo, sobre los otros, sobre el mundo tangible. Una tierra virgen y hostil demandaba todas las fuerzas que pod�a aportarle; y, mejor que ninguna otra, la vida frugal, la vida de renunciamiento, le permit�a disponer de esas fuerzas" (1).

El colonizador anglosaj�n no encontr� en el territorio norteamericano ni una cultura avanzada ni una poblaci�n potente. El cristianismo y su disciplina no tuvieron, por ende, en Norteam�rica una misi�n evangelizadora. Distinto fue el destino del colonizador ibero, adem�s de ser diverso el colonizador mismo. El misionero deb�a catequizar en M�xico, el Per�, Colombia, Centroam�rica, a una numerosa poblaci�n, con instituciones y pr�cticas religiosas arraigadas y propias.

Como consecuencia de este hecho, el factor religioso ofrece, en estos pueblos, aspectos m�s complejos. El culto cat�lico se superpuso a los ritos ind�genas, sin absorberlos m�s que a medias. El estudio del sentimiento religioso en la Am�rica espa�ola tiene, por consiguiente, que partir de los cultos encontrados por los conquistadores.

La labor no es f�cil. Los cronistas de la Colonia no pod�an considerar estas concepciones y pr�cticas religiosas sino como un conjunto de supersticiones b�rbaras. Sus versiones deforman y empa�an la imagen del culto aborigen. Uno de los m�s singulares ritos mexicanos el que revela que en M�xico se conoc�a y aplicaba la idea de la transubstanciaci�n era para los espa�oles una simple treta del demonio.

Pero, por mucho que la cr�tica moderna no se haya puesto a�n de acuerdo respecto a la mitolog�a peruana, se dispone de suficientes elementos para saber su puesto en la evoluci�n religiosa de la humanidad.

La religi�n inkaica carec�a de poder espiritual para resistir al Evangelio. Algunos historiadores deducen de algunas constataciones filol�gicas y arqueol�gicas el parentesco de la mitolog�a inkaica con la indostana. Pero su tesis reposa en similitudes mitol�gicas, esto es formales; no propiamente espirituales o religiosas. Los rasgos fundamentales de la religi�n inkaica son su colectivismo teocr�tico y su materialismo. Estos rasgos la diferencian, sustancialmente, de la religi�n indostana, tan espiritualista en su esencia. Sin arribar a la conclusi�n de Valc�rcel de que el hombre del Tawantinsuyo carec�a virtualmente de la idea del "m�s all�", o se conduc�a como si as� fuera, no es posible desconocer lo exiguo y sumario de su metaf�sica. La religi�n del quechua era un c�digo moral antes que una concepci�n metaf�sica, hecho que nos aproxima a la China mucho m�s que a la India. El Estado y la Iglesia se identificaban absolutamente; la religi�n y la pol�tica reconoc�an los mismos principios y la misma autoridad. Lo religioso se resolv�a en lo social. Desde este punto de vista, es evidente entre la religi�n del Inkario y las de Oriente la misma oposici�n que James George Frazer constata entre �stas y la civilizaci�n greco-romana. "La sociedad, en Grecia y en Roma escribe Frazer se fundaba sobre la concepci�n de la subordinaci�n del individuo a la sociedad, del ciudadano al Estado; colocaba la seguridad de la rep�blica, como fin dominante de conducta, por encima de la seguridad del individuo, sea en este mundo, sea en el mundo futuro. Los ciudadanos, educados desde la infancia en este ideal altruista, consagraban su vida al servicio del Estado y estaban prontos a sacrificarla por el bien p�blico. Retrocediendo ante el sacrificio supremo, sab�an muy bien que obraban bajamente prefiriendo su existencia personal a los intereses nacionales. La propagaci�n de las religiones orientales cambi� todo esto: inculc� la idea de que la comuni�n del alma con Dios y su salud eterna eran los �nicos fines por los cuales val�a la pena de vivir, fines en comparaci�n de los cuales la prosperidad y aun la existencia del Estado resultaban insignificantes" (2).

Identificada con el r�gimen social y pol�tico, la religi�n inkaica no pudo sobrevivir al Estado inkaico. Ten�a fines temporales m�s que fines espirituales. Se preocupaba del reino de la tierra antes que del reino del cielo. Constitu�a una disciplina social m�s que una disciplina individual. El mismo golpe hiri� de muerte la teocracia y la teogon�a. Lo que ten�a que subsistir de esta religi�n, en el alma ind�gena, hab�a de ser, no una concepci�n metaf�sica, sino los ritos agrarios, las pr�cticas m�gicas y el sentimiento pante�sta (3).

De todas las versiones que tenemos sobre los mitos y ceremonias inkaicas, se desprende que la religi�n quechua era en el Imperio mucho m�s que la religi�n del Estado (en el sentido que esta confesi�n posee en nuestro evo). La iglesia ten�a el car�cter de una instituci�n social y pol�tica. La iglesia era el Estado mismo. El culto estaba subordinado a los intereses sociales y pol�ticos del Imperio. Este lado de la religi�n inkaica se delinea netamente en el miramiento con que trataron los inkas a los s�mbolos religiosos de los pueblos sometidos o conquistados. La iglesia inkaica se preocupaba de avasallar a los dioses de �stos, m�s que de perseguirlos y condenarlos. El Templo del Sol se convirti� as� en el templo de una religi�n o una mitolog�a un tanto federal. El quechua, en materia religiosa, no se mostr� demasiado catequista ni inquisidor. Su esfuerzo, naturalmente dirigido a la mejor unificaci�n del Imperio, tend�a, en este inter�s, a la extirpaci�n de los ritos crueles y de las pr�cticas b�rbaras; no a la propagaci�n de una nueva y �nica verdad metaf�sica. Para los inkas se trataba no tanto de sustituir como de elevar la religiosidad de los pueblos anexados a su Imperio.

La religi�n del Tawantinsuyo, por otro lado, no violentaba ninguno de los sentimientos ni de los h�bitos de los indios. No estaba hecha de complicadas abstracciones, sino de sencillas alegor�as. Todas sus ra�ces se alimentaban de los instintos y costumbres espont�neas de una naci�n constituida por tribus agrarias, sana y ruralmente pante�stas, m�s propensas a la cooperaci�n que a la guerra. Los mitos inkaicos reposaban sobre la primitiva y rudimentaria religiosidad de los abor�genes, sin contrariarla sino en la medida en que la sent�an ostensiblemente inferior a la cultura inkaica o peligrosa para el r�gimen social y pol�tico del Tawantinsuyo. Las tribus del Imperio m�s que en la divinidad de una religi�n o un dogma, cre�an simplemente en la divinidad de los Inkas.

Los aspectos de la religi�n de los antiguos peruanos que m�s interesa esclarecer son, por esto antes que los misterios o s�mbolos de su metaf�sica y de su mitolog�a muy embrionarias, sus elementos naturales: animismo, magia, t�tems y tab�es. Es �sta una investigaci�n que debe conducirnos a conclusiones seguras sobre la evoluci�n moral y religiosa de los indios.

La especulaci�n abstracta sobre los dioses inkaicos ha empujado frecuentemente a la cr�tica a deducir de la correspondencia o afinidad de ciertos s�mbolos o nombres el probable parentesco de la raza quechua con razas que, espiritual y mentalmente, resultan distintas y diversas. Por el contrario, el estudio de los factores primarios de su religi�n sirve para constatar la universalidad o semiuniversalidad de innumerables ritos y creencias m�gicas y, por consiguiente, lo aventurado de buscar en este terreno las pruebas de una hipot�tica comunidad de or�genes. El estudio comparado de las religiones ha hecho en los �ltimos tiempos enormes progresos, que impiden servirse de los antiguos puntos de partida para decidir respecto a la particularidad o el significado de un culto. James George Frazer, a quien se deben en gran parte estos progresos, sostiene que, en todos los pueblos, la edad de la magia ha precedido a la edad de la religi�n; y demuestra la an�loga o id�ntica aplicaci�n de los principios de "similitud", "simpat�a" y "contacto", entre pueblos totalmente extra�os entre s� (4).

Los dioses inkaicos reinaron sobre una muchedumbre de divinidades menores que, anteriores a su imperio y arraigadas en el suelo y el alma indios, como elementos instintivos de una religiosidad primitiva, estaban destinadas a sobrevivirles. El "animismo" ind�gena poblaba el territorio del Tawantinsuyo de genios o dioses locales, cuyo culto ofrec�a a la evangelizaci�n cristiana una resistencia mucho mayor que el culto inkaico del Sol o del dios Kon. El "totemismo", consustancial con el "ayllu" y la tribu, m�s perdurables que el Imperio, se refugiaba no s�lo en la tradici�n sino en la sangre misma del indio. La magia, identificada como arte primitivo de curar a los enfermos, con necesidades e impulsos vitales, contaba con arraigo bastante para subsistir por mucho tiempo bajo cualquiera creencia religiosa.

Estos elementos naturales o primitivos de religiosidad se aven�an perfectamente con el car�cter de la monarqu�a y el Estado inkaicos. M�s a�n: estos elementos exig�an la divinidad de los inkas y de su gobierno. La teocracia inkaica se explica en todos sus detalles por el estado social ind�gena; no es menester la f�cil explicaci�n de la sabidur�a taumat�rgica de los inkas (Colocarse en este punto de vista es adoptar el de la plebe vasalla que se quiere, precisamente, desde�ar y rebajar). Frazer, que tan magistralmente ha estudiado el origen m�gico de la realeza, analiza y clasifica varios tipos de reyes-sacerdotes, dioses humanos, etc., m�s o menos pr�ximos a nuestros Inkas. "Entre los indios de Am�rica -escribe refiri�ndose particularmente a este caso- los progresos m�s considerables hacia la civilizaci�n han sido efectuados bajo los gobiernos mon�rquicos y teocr�ticos de M�xico y del Per�, pero sabemos muy pocas cosas de la historia primitiva de estos pa�ses para decir si los predecesores de sus reyes divinizados fueron o no hombres-medicina. Podr�a encontrarse la huella de tal sucesi�n en el juramento que pronunciaban los reyes mexicanos al ascender al trono; juraban hacer brillar al sol, caer la lluvia de las nubes, correr los r�os y producir a la tierra frutos en abundancia. Lo cierto es que en la Am�rica aborigen, el hechicero y el curandero, nimbado de una aureola de misterio, de respeto y de temor, era un personaje considerable y que pudo muy bien convertirse en jefe o rey en muchas tribus, aunque nos falten pruebas positivas, para afirmar este �ltimo punto". El autor de The Golden Bough, extrema su prudencia, por insuficiencia de material hist�rico; pero llega siempre a esta conclusi�n: "En la Am�rica del Sur, la magia parece haber sido la ruta que condujo al trono". Y, en otro cap�tulo, precisa m�s a�n su concepto: "La pretensi�n de poderes divinos y sobrenaturales que nutrieron los monarcas de grandes imperios hist�ricos como el Egipto, M�xico y el Per� no proven�a simplemente de una vanidad complaciente ni era la expresi�n de una vil lisonja; no era sino una supervivencia y una extensi�n de la antigua costumbre salvaje de deificar a los reyes durante su vida. Los Inkas del Per�, por ejemplo, que se dec�an hijos del Sol, eran reverenciados como dioses; se les consideraba infalibles y nadie pensaba da�ar a la persona, el honor, los bienes del monarca o de un miembro de su familia. Contrariamente a la opini�n general, los Inkas no ve�an su enfermedad como un mal. Era, a sus ojos, una mensajera de su padre el sol que los llamaba a reposar cerca de �l en el cielo" (5).

El pueblo inkaico ignor� toda separaci�n entre la religi�n y la pol�tica, toda diferencia entre Estado e Iglesia. Todas sus instituciones, como todas sus creencias, coincid�an estrictamente con su econom�a de pueblo agr�cola y con su esp�ritu de pueblo sedentario. La teocracia descansaba en lo ordinario y lo emp�rico; no en la virtud taumat�rgica de un profeta ni de su verbo. La Religi�n era el Estado.

Vasconcelos, que subestima un poco las culturas aut�ctonas de Am�rica, piensa que, sin un libro magno, sin un c�digo sumo, estaban condenadas a desaparecer por su propia inferioridad. Estas culturas, sin duda, intelectualmente, no hab�an salido a�n del todo de la edad de la magia. Por lo que toca a la cultura inkaica, bien sabemos adem�s que fue la obra de una raza mejor dotada para la creaci�n art�stica que para la especulaci�n intelectual. Si nos ha dejado, por eso, un magn�fico arte popular, no ha dejado un Rig Veda ni un Zend Avesta. Esto hace m�s admirable todav�a su organizaci�n social y pol�tica. La religi�n no era sino uno de los aspectos de esta organizaci�n, a la que no pod�a, por ende, sobrevivir.

II. LA CONSQUISTA CAT�LICA


He dicho ya que la Conquista fue la �ltima cruzada y que con los conquistadores tramont� la grandeza espa�ola. Su car�cter de cruzada define a la Conquista como empresa esencialmente militar y religiosa. La realizaron en comandita soldados y misioneros. El triunvirato de la conquista del Per�, habr�a estado incompleto sin Hernando de Luque. Tocaba a un cl�rigo el papel de letrado y mentor de la compa��a. Luque representaba la Iglesia y el Evangelio. Su presencia resguardaba los fueros del dogma y daba una doctrina a la aventura. En Cajamarca, el verbo de la conquista fue el padre Valverde. La ejecuci�n de Atahualpa, aunque obedeciese s�lo al rudimentario maquiavelismo pol�tico de Pizarro, se revisti� de razones religiosas. Virtualmente, aparece como la primera condena de la Inquisici�n en el Per�.

Despu�s de la tragedia de Cajamarca, el misionero continu� dictando celosamente su ley a la Conquista. El poder espiritual inspiraba y manejaba al poder temporal. Sobre las ruinas del Imperio, en el cual Estado e Iglesia se consustanciaban, se esboza una nueva teocracia, en la que el latifundio, mandato econ�mico, deb�a nacer de la "encomienda", mandato administrativo, espiritual y religioso. Los frailes tomaron solemne posesi�n de los templos inkaicos. Los dominicos se instalaron en el templo del Sol, acaso por cierta predestinaci�n de orden tomista, maestra en el arte escol�stico de reconciliar al cristianismo con la tradici�n pagana (6). La Iglesia tuvo as� parte activa, directa, militante en la Conquista.

Pero si se puede decir que el colonizador de la Am�rica sajona fue el pioneer puritano, no se puede decir igualmente que el colonizador de la Am�rica espa�ola fue el cruzado, el caballero. El conquistador era de esta estirpe espiritual; el colonizador no. La raz�n est� al alcance de cualquiera: el puritano representaba un movimiento en ascensi�n, la Reforma protestante; el cruzado, el caballero, personificaba una �poca que conclu�a, el Medioevo cat�lico. Inglaterra sigui� enviando puritanos a sus colonias, mucho tiempo despu�s de que Espa�a no ten�a ya cruzados que mandar a las suyas. La especie estaba agotada. La energ�a espiritual de Espa�a solicitada por la reacci�n contra la Reforma precisamente, daba vida a un extraordinario renacimiento religioso, destinado a gastar su magn�fica potencia en una intransigente reafirmaci�n ortodoxa: la Contrarreforma. "La verdadera Reforma espa�ola escribe Unamuno fue la m�stica, y �sta, que tan poco se preocup� de la Reforma protestante, fue en Espa�a el m�s fuerte valladar contra ella. Santa Teresa hizo, acaso tanto como San Ignacio de Loyola, la contrarreforma, por medio de la reforma espa�ola" (7).

La conquista consumi� los �ltimos cruzados. Y el cruzado de la conquista, en la gran mayor�a de los casos, no era ya propiamente el de las cruzadas, sino s�lo su prolongaci�n espiritual. El noble no estaba ya para empresas de caballer�a. La extensi�n y riqueza de los dominios de Espa�a le aseguraba una existencia cortesana y gaudente. El cruzado de la conquista, cuando fue hidalgo, fue pobre. En otros casos, proven�a del Estado llano.

Venidos de Espa�a a ocupar tierras para su Rey -en quien los misioneros reconoc�an ante todo un fiduciario de la Iglesia Romana-, los conquistadores parecen impulsados a veces por un vago presentimiento de que los suceder�an hombres sin su grandeza y audacia. Un confuso y oscuro instinto los mueve a rebelarse contra la Metr�poli. Acaso en el mismo heroico arranque de Cort�s, cuando manda quemar sus naves, asoma indescifrable esta intuici�n. En la rebeli�n de Gonzalo Pizarro, alienta una tr�gica ambici�n, una desesperada e impotente nostalgia. Con su derrota, termina la obra y la raza de los conquistadores. Concluye la Conquista; comienza el Coloniaje. Y si la Conquista es una empresa militar y religiosa, el Coloniaje no es sino una empresa pol�tica y eclesi�stica. La inaugura un hombre de iglesia, Don Pedro de la Gasca. El eclesi�stico reemplaza al evangelizador. El Virreinato, molicie y ocio sensual, traer�a despu�s al Per� nobles letrados y doctores escol�sticos, gente ya toda de otra Espa�a, la de la Inquisici�n y de la decadencia.

Durante el coloniaje, a pesar de la Inquisici�n y la Contrarreforma, la obra civilizadora es, sin embargo, en su mayor parte, religiosa y eclesi�stica. Los elementos de educaci�n y de cultura se concentraban exclusivamente en manos de la Iglesia. Los frailes contribuyeron a la organizaci�n virreinal no s�lo con la evangelizaci�n de los infieles y la persecuci�n de las herej�as, sino con la ense�anza de artes y oficios y el establecimiento de cultivos y obrajes. En tiempos en que la Ciudad de los Virreyes se reduc�a a unos cuantos r�sticos solares, los frailes fundaron aqu� la primera universidad de Am�rica. Importaron con sus dogmas y sus ritos, semillas, sarmientos, animales dom�sticos y herramientas. Estudiaron las costumbres de los naturales, recogieron sus tradiciones, allegaron los primeros materiales de su historia. Jesuitas y dominicos, por una suerte de facultad de adaptaci�n v asimilaci�n que caracteriza sobre todo a los jesuitas, captaron no pocos secretos de la historia y el esp�ritu ind�genas. Y los indios, explotados en las minas, en los obrajes y en las "encomiendas" encontraron en los conventos, y aun en los curatos, sus m�s eficaces defensores. El padre de Las Casas, en quien florec�an las mejores virtudes del misionero, del evangelizador, tuvo precursores y continuadores.

El catolicismo, por su liturgia suntuosa, por su culto pat�tico, estaba dotado de una aptitud tal vez �nica para cautivar a una poblaci�n que no pod�a elevarse s�bitamente a una religiosidad espiritual y abstractista. Y contaba, adem�s, con su sorprendente facilidad de aclimataci�n a cualquier �poca o clima hist�rico. El trabajo, empezado muchos siglos atr�s en Occidente, de absorci�n de antiguos mitos y de apropiaci�n de fechas paganas, continu� en el Per�. El culto de la Virgen encontr� en el lago Titicaca de donde parec�a nacer la teocracia inkaica su m�s famoso santuario.

Emilio Romero, inteligente y estudioso escritor, tiene interesantes observaciones sobre este aspecto de la sustituci�n de los dioses inkaicos por las efigies y ritos cat�licos. "Los indios vibraban de emoci�n -escribe- ante la solemnidad del rito cat�lico. Vieron la imagen del Sol en los rutilantes bordados de brocados de las casullas y de las capas pluviales; y los colores del iris en los roquetes de fin�simos hilos de seda en fondos viol�ceos. Vieron tal vez el s�mbolo de los quipus en las borlas moradas de los abates y en los cordones de los descalzos... As� se explica el furor pagano con que las multitudes ind�genas cuzque�as vibraban de espanto ante la presencia del Se�or de los Temblores en quien ve�an la imagen tangible de sus recuerdos y sus adoraciones, muy lejos el esp�ritu del pensamiento de los frailes. Vibraba el paganismo ind�gena en las fiestas religiosas. Por eso, lo vemos llevar sus ofrendas a las iglesias, los productos de sus reba�os, las primicias de sus cosechas. M�s tarde, ellos mismos levantaban sus aparatosos altares del Corpus Christi llenos de espejos con marcos de plata repujada, sus grotescos santos y a los pies de los altares las primicias de los campos. Brindaban frente a los santos con honda nostalgia la misma jora de las libaciones del C�pac Raymi; y finalmente, entre los alaridos de su devoci�n que para los curas espa�oles eran gritos de penitencia y para los indios gritos p�nicos, bailaban las estrepitosas cachampas y las gimn�sticas kashuas ante la sonrisa petrificada y vidriosa de los santos" (8).

La exterioridad, el paramento del catolicismo, sedujeron f�cilmente a los indios. La evangelizaci�n, la catequizaci�n, nunca llegaron a consumarse en su sentido profundo, por esta misma falta de resistencia ind�gena. Para un pueblo que no hab�a distinguido lo espiritual de lo temporal, el dominio pol�tico comprend�a el dominio eclesi�stico. Los misioneros no impusieron el Evangelio; impusieron el culto, la liturgia, adecu�ndolos sagazmente a las costumbres ind�genas. El paganismo aborigen subsisti� bajo el culto cat�lico.

Este fen�meno no era exclusivo de la catequizaci�n del Tawantinsuyo. La catolicidad se caracteriza, hist�ricamente, por el mimetismo con que, en lo formal, se ha amoldado siempre al medio. La Iglesia Romana puede sentirse leg�tima heredera del Imperio Romano en lo que concierne a la pol�tica de colonizaci�n y asimilaci�n de los pueblos sometidos a su poder. La indagaci�n del origen de las grandes fechas del calendario gregoriano ha revelado a los investigadores asombrosas sustituciones. Frazer analiz�ndolas, escribe: "Consideradas en su conjunto, las coincidencias de las fiestas cristianas con las fiestas paganas son demasiado precisas y demasiado numerosas para ser accidentales. Constituyen la marca del compromiso que la Iglesia, en la hora de su triunfo, se hall� forzada a hacer con sus rivales, vencidos, pero todav�a peligrosos. El protestantismo inflexible de los primeros misioneros, con su ardiente denunciaci�n del paganismo, hab�a cedido el lugar a la pol�tica m�s flexible, a la tolerancia m�s c�moda, a la ancha caridad de eclesi�sticos avisados que se percataban bien de que, si el cristianismo deb�a conquistar al mundo, no podr�a hacerlo sino aflojando un poco los principios demasiado r�gidos de su fundador, ensanchando un poco la puerta estrecha que conduce a la salud. Bajo este aspecto, se podr�a trazar un paralelo muy instructivo entre la historia del cristianismo y la historia del budismo" (9). Este compromiso, en su origen, se extiende del catolicismo a toda la cristiandad; pero se presenta como virtud o facultad romana, tanto por su car�cter de compromiso puramente formal (en el orden dogm�tico o teol�gico la catolicidad ha sido en cambio intransigente), como por el hecho de que en la evangelizaci�n de los americanos y otros pueblos, s�lo la Iglesia Romana continu� emple�ndolo sistem�tica y eficazmente. La Inquisici�n, desde este punto de vista, adquiere la fisonom�a de un fen�meno interno de la religi�n cat�lica: su objeto fue la represi�n de la herej�a interior; la persecuci�n de los herejes, no de los infieles.

Pero esta facultad de adaptaci�n es, al mismo tiempo, la fuerza y la debilidad de la Iglesia Romana. El esp�ritu religioso, no se tiempla sino en el combate, en la agon�a. "El cristianismo, la cristiandad dice Unamuno desde que naci� en San Pablo no fue una doctrina, aunque se expresara dial�cticamente: fue vida, lucha, agon�a. La doctrina era el Evangelio, la Buena Nueva. El cristianismo, la cristiandad fue una preparaci�n para la muerte y la resurrecci�n, para la vida eterna" (10). La pasividad con que los indios se dejaron catequizar, sin comprender el catecismo, enflaqueci� espiritualmente al catolicismo en el Per�. El misionero no tuvo que velar por la pureza del dogma; su misi�n se redujo a servir de gu�a moral, de pastor eclesi�stico a una grey r�stica y sencilla, sin inquietud espiritual ninguna.

Como en lo pol�tico, en lo religioso al per�odo heroico de la Conquista sigui� el per�odo virreinal administrativo y burocr�tico. Francisco Garc�a Calder�n enjuicia as�, en conjunto, esta �poca: "Si la conquista fue el reino del esfuerzo, la �poca colonial es un largo per�odo de extenuaci�n moral" (11). La primera etapa, simbolizada por el misionero, corresponde espiritualmente a la del florecimiento de la m�stica en Espa�a. En la m�stica, en la Contrarreforma, como lo sostiene Unamuno, Espa�a gast� la fuerza espiritual que otros pueblos gastaron en la Reforma. Unamuno define de este modo a los m�sticos: "Repelen la vana ciencia y buscan saber de finalidad pragm�tica, conocer para amar y obrar y gozar de Dios, no para conocer tan s�lo. Son, sabi�ndolo o no, anti-intelectualistas y esto los separa de un Eckart, verbigratia. Propenden al voluntarismo. Lo que buscan es saber total e integral, una sabidur�a en que el conocer, el sentir y el querer se a�nen y aun fundan en lo posible. Amamos la verdad porque es bella, y porque la amamos, creemos, seg�n el padre �vila. En esta sabidur�a sustancial se mejen y cuajan, por as� decirlo, la verdad, la bondad y la belleza. Es, pues, natural que este misticismo culminare en una mujer, de esp�ritu menos anal�tico que el del hombre, y en quien se dan en m�s �ntimo consorcio, o mejor en una m�s primitiva indiferenciaci�n, las facultades an�micas" (12).

Ya sabemos que en Espa�a esta llamarada espiritual, de la cual surgi� la Contrarreforma, encendi� el alma de Santa Teresa, de San Ignacio y de otros grandes m�sticos; pero que luego se agot� y concluy�, tr�gica y f�nebremente, en las hogueras de la Inquisici�n. Pero en Espa�a contaba, para reavivar su fuerza, con la lucha contra la herej�a, contra la Reforma. All� pod�a ser todav�a, por alg�n tiempo, vivo y en�rgico resplandor. Aqu�, f�cilmente superpuesto el culto cat�lico al sentimiento pagano de los indios, el catolicismo perdi� su vigor moral. "Una gran santa observa Garc�a Calder�n como Rosa de Lima, est� bien lejos de tener la fuerte personalidad y la energ�a creadora de Santa Teresa, la gran espa�ola" (13).

En la costa, en Lima sobre todo, otro elemento vino a enervar la energ�a espiritual del catolicismo. El esclavo negro prest� al culto cat�lico su sensualismo fetichista, su oscura superstici�n. El indio, sanamente pante�sta y materialista, hab�a alcanzado el grado �tico de una gran teocracia; el negro, mientras tanto, trasudaba por todos sus poros el primitivismo de la tribu africana. Javier Prado anota lo siguiente: "Entre los negros, la religi�n cristiana era convertida en culto supersticioso e inmoral. Embriagados completamente por el abuso del licor, excitados por est�mulos de sensualidad y libertinaje, propios de su raza, iban primero los negros bozales y despu�s los criollos danzando con movimientos obscenos y gritos salvajes, en las populares fiestas de diablos y gigantes, moros y cristianos, con las que, frecuentemente, con aplauso general, acompa�aban a las procesiones" (14).

Los religiosos gastaban lo mejor de su energ�a en sus propias querellas internas, o en la caza del hereje, si no en una constante y activa rivalidad con los representantes del poder temporal. Hasta en el fervor apost�lico del padre de Las Casas, el profesor Prado cree encontrar el est�mulo de esta rivalidad. Pero, en este caso, al menos, el celo eclesi�stico era usado en servicio de una causa noble y justa que, hasta mucho tiempo despu�s de la emancipaci�n pol�tica del pa�s, no volver�a a encontrar tan tenaces defensores.

Si el suntuoso culto y la majestuosa liturgia dispon�an de un singular poder de sugesti�n para imponerse al paganismo ind�gena, el catolicismo espa�ol, como concepci�n de la vida y disciplina del esp�ritu, carec�a de aptitud para crear en sus colonias elementos de trabajo y de riqueza. Este es, como lo he observado en mi estudio sobre la econom�a peruana, el lado m�s d�bil de la colonizaci�n espa�ola. Mas, del recalcitrante medioevalismo de Espa�a, causante de su floja y morosa evoluci�n hacia el capitalismo, ser�a arbitrario y extremado suponer exclusivamente responsable al catolicismo que, en otros pa�ses latinos, supo aproximarse sagazmente a los principios de la econom�a capitalista. Las congregaciones, especialmente la de los jesuitas, operaron en el terreno econ�mico, m�s diestramente que la administraci�n civil y sus fiduciarios. La nobleza espa�ola, despreciaba el trabajo y el comercio; la burgues�a, muy retardada en su proceso, estaba contagiada de principios aristocr�ticos. Pero, en general, la experiencia de Occidente revela la solidaridad entre capitalismo y protestantismo, de modo demasiado concreto. El protestantismo aparece en la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista. La Reforma protestante conten�a la esencia, el germen del Estado liberal. El protestantismo y el liberalismo correspondieron, como corriente religiosa y tendencia pol�tica respectivamente, al desarrollo de los factores de la econom�a capitalista. Los hechos abonan esta tesis. El capitalismo y el industrialismo no han fructificado en ninguna parte como en los pueblos protestantes. La econom�a capitalista ha llegado a su plenitud s�lo en Inglaterra, Estados Unidos y Alemania. Y, dentro de estos estados, los pueblos de confesi�n cat�lica han conservado instintivamente gustos y h�bitos rurales y medioevales (Baviera cat�lica es tambi�n campesina). Y en cuanto a los estados cat�licos, ninguno ha alcanzado un grado superior de industrializaci�n. Francia que no puede ser juzgada por el mercado financiero cosmopolita de Par�s ni por el Comit� des Forgeses m�s agr�cola que industrial. Italia aunque su demograf�a la ha empujado por la v�a del trabajo industrial que ha creado los centros capitalistas de Mil�n, Tur�n y G�nova mantiene su inclinaci�n agraria. Mussolini se complace frecuentemente en el elogio de Italia campesina y provinciana y en uno de sus discursos �ltimos ha recalcado su aversi�n a un urbanismo y un industrialismo excesivos, por su influjo depresivo sobre el factor demogr�fico. Espa�a, el pa�s m�s clausurado en su tradici�n cat�lica -que arroj� de su suelo al jud�o- presenta la m�s retrasada y an�mica estructura capitalista, con la agravante de que su incipiencia industrial y financiera no ha estado al menos compensada por una gran prosperidad agr�cola, acaso porque, mientras el terrateniente italiano hered� de sus ascendientes romanos, un arraigado sentimiento agrario, el hidalgo espa�ol se aferr� al prejuicio de las profesiones nobles. El di�logo entre la carrera de las armas y la de las letras no reconoci� en Espa�a m�s primac�a que la de la carrera eclesi�stica.

La primera etapa de la emancipaci�n de la burgues�a es, seg�n Engels, la reforma protestante. "La reforma de Calvino escribe el c�lebre autor del Anti D�hring respond�a a las necesidades de la burgues�a m�s avanzada de la �poca. Su doctrina de la predestinaci�n era la expresi�n religiosa del hecho de que, en el mundo comercial de la competencia, el �xito y el fracaso no dependen ni de la actividad ni de la habilidad del hombre, sino de circunstancias no subordinadas a su control" (15). La rebeli�n contra Roma de las burgues�as m�s evolucionadas y ambiciosas condujo a la instituci�n de iglesias nacionales destinadas a evitar todo conflicto entre lo temporal y lo espiritual, entre la Iglesia y el Estado. El libre examen encerraba el embri�n de todos los principios de la econom�a burguesa: libre concurrencia, libre industria, etc. El individualismo, indispensable para el desenvolvimiento de una sociedad basada en estos principios, recib�a de la moral y de la pr�ctica protestantes los mejores est�mulos.

Marx ha esclarecido varios aspectos de las relaciones entre protestantismo y capitalismo. Singularmente aguda es la siguiente observaci�n: "El sistema de la moneda es esencialmente cat�lico, el del cr�dito eminentemente protestante. Lo que salva es la fe: la fe en el valor monetario considerado como el alma de la mercader�a, la fe en el sistema de producci�n y su ordenamiento predestinado, la fe en los agentes de la producci�n que personifican el capital, el cual tiene el poder de aumentar por s� mismo el valor. Pero as� como el protestantismo no se emancipa casi de los fundamentos del catolicismo, as� el sistema del cr�dito no se eleva sobre la base del sistema de la moneda" (l6).

Y no s�lo los dial�cticos del materialismo hist�rico constatan esta consanguinidad de los dos grandes fen�menos. Hoy mismo, en una epoca de reacci�n, as� intelectual como pol�tica, un escritor espa�ol, Ramiro de Maeztu, descubre la flaqueza de su pueblo en su falta de sentido econ�mico. Y he aqu� c�mo entiende los factores morales del capitalismo yanqui: "Su sentido del poder lo deben, en efecto, los norteamericanos a la tesis calvinista de que Dios, desde toda eternidad, ha destinado unos hombres a la salvaci�n y otros a la muerte eterna; que esa salvaci�n se conoce en el cumplimiento de los deberes de cada hombre en su propio oficio, de lo cual se deduce que la prosperidad consiguiente al cumplimiento de esos deberes es signo de la posesi�n de la divina gracia, por lo que hace falta conservarla a todo trance, lo que implica la moralizaci�n de la manera de gastar el dinero. Estos postulados teol�gicos no son actualmente m�s que historia. El pueblo de los Estados Unidos contin�a progresando, pero a la manera de una piedra lanzada por un brazo que ya no existe para renovar la fuerza del proyectil, cuando �sta se agote" (17). Los neoescol�sticos se empe�an en contestar o regatear a la Reforma este infllujo en el desarrollo capitalista, pretendiendo que en el tomismo estaban ya formulados los principios de la econom�a burguesa (18). Sorel ha reconocido a Santo Tom�s los servicios prestados a la civilizaci�n occidental por el realismo con que trabaj� por apoyar el dogma en la ciencia. Ha hecho resaltar particularmente su concepto de que "La ley humana no puede cambiar la naturaleza jur�dica de las cosas, naturaleza que deriva de su contenido econ�mico" (19). Pero si el catolicismo, con Santo Tom�s, arrib� a este grado de comprensi�n de la econom�a, la Reforma forj� las armas morales de la revoluci�n burguesa, franqueando la v�a al capitalismo. La concepci�n neo-escol�stica se explica f�cilmente. El neo-tomismo es burgu�s; pero no capitalista. Porque as� como socialismo no es la misma cosa que proletariado, capitalismo no es exactamente la misma cosa que burgues�a. La burgues�a es la clase, el capitalismo es el orden, la civilizaci�n, el esp�ritu que de esta clase ha nacido. La burgues�a es anterior al capitalismo. Existi� mucho antes que �l, pero s�lo despu�s ha dado su nombre a toda una edad hist�rica.

Dos caminos tiene el sentimiento religioso seg�n un juicio de Papini de sus tiempos de pragmatista, el de la posesi�n y el de la renuncia (20). El protestantismo, desde su origen, escogi� resueltamente el primero. En el impulso m�stico del puritanismo, Waldo Frank acertadamente advierte, ante todo, voluntad de potencia. En su explicaci�n de Norte Am�rica nos dice c�mo "la disciplina de la Iglesia organiz� e hizo marchar a los hombres contra las dificultades materiales de una Am�rica indomada; c�mo el renunciamiento a los placeres de los sentidos produjo m�xima energ�a disponible para la caza del poder y de la riqueza; c�mo estos sentidos, mortificados por principios asc�ticos, adaptados a las rudas condiciones de la vida, tomaron su revancha en una lucha hacia la fortuna". La universidad norteamericana, bajo estos principios religiosos, proporcionaba a los j�venes una cultura "cuyo sentido era la santidad de la propiedad, la moralidad del �xito" (21).

El catolicismo, en tanto, se mantuvo como un constante compromiso entre los dos t�rminos, posesi�n y renuncia. Su voluntad de potencia se tradujo en empresas militares y sobre todo pol�ticas; no inspir� ninguna gran aventura econ�mica. La Am�rica espa�ola, por otra parte, no ofrec�a a la catolicidad un ambiente propicio al ascetismo. En vez de mortificaci�n, los sentidos no encontraron en este continente sino goce, lasitud y molicie.

* * *

La evangelizaci�n de la Am�rica espa�ola no puede ser enjuiciada como una empresa religiosa sino como una empresa eclesi�stica. Pero, despu�s de los primeros siglos del cristianismo, la evangelizaci�n tuvo siempre este car�cter. S�lo una poderosa organizaci�n eclesi�stica, apta para movilizar aguerridas milicias de catequistas y sacerdotes, era capaz de colonizar para la fe cristiana pueblos lejanos y diversos.

El protestantismo, como ya he apuntado, careci� siempre de eficacia catequista, por una consecuencia l�gica de su individualismo, destinado a reducir al m�nimo el marco eclesi�stico de la religi�n. Su propagaci�n en Europa se debi� invariablemente a razones pol�ticas y econ�micas: los conflictos entre la Iglesia Romana y estados y monarcas propensos a rebelarse contra el poder papal y a incorporarse en la corriente secesionista; y el crecimiento de la burgues�a que encontraba en el protestantismo un sistema m�s c�modo y se irritaba contra el favor de Roma a los privilegios feudales. Cuando el protestantismo ha emprendido una obra de catequizaci�n y propaganda, ha adoptado un m�todo en el cual se combina la pr�ctica eclesi�stica con sagaces ensayos de servicio social. En la Am�rica del Norte, el colonizador anglosaj�n no se preocup� de la evangelizaci�n de los abor�genes. Le toc� colonizar una tierra casi virgen, en �spero combate con una naturaleza cuya posesi�n y conquista exig�an �ntegramente su energ�a. Aqu� se descubre la �ntima diferencia entre las dos conquistas, la anglosajona y la espa�ola: la primera se presenta en su origen y en su proceso, como una aventura absolutamente individualista, que oblig� a los hombres que la realizaron a una vida de alta tensi�n (Individualismo, practicismo y activismo hasta ahora son los resortes primarios del fen�meno norteamericano).

La colonizaci�n anglosajona no necesitaba una organizaci�n eclesi�stica. El individualismo puritano, hac�a de cada pioneer un pastor: el pastor de s� mismo. Al pioneer de Nueva Inglaterra le bastaba su Biblia (Unamuno llama al protestantismo, "la tiran�a de la letra"). La Am�rica del Norte fue colonizada con gran econom�a de fuerzas y de hombres. El colonizador no emple� misioneros, predicadores, te�logos ni conventos. Para la posesi�n simple y ruda de la tierra, no le hac�an falta. No ten�a que conquistar una cultura y un pueblo sino un territorio. La suya, dir�n algunos, no era econom�a sino pobreza. Tendr�n raz�n; pero a condici�n de reconocer que de esta pobreza surgieron el poder y riqueza de los Estados Unidos.

El sino de la colonizaci�n espa�ola y cat�lica era mucho m�s amplio; su misi�n, m�s dif�cil. Los conquistadores encontraron en estas tierras, pueblos, ciudades, culturas: el suelo estaba cruzado de caminos y de huellas que sus pasos no pod�an borrar. La evangelizaci�n tuvo su etapa heroica, aqu�lla en que Espa�a nos envi� misioneros en quienes estaba vivo a�n el fuego m�stico y el �mpetu militar de los cruzados ("Al mismo tiempo que los soldados leo en Julien Luchaire desembarcaban, en multitud, y escogidos entre los mejores, los curas y los monjes cat�licos") (22). Pero vencedor el pomposo culto cat�lico del r�stico paganismo ind�gena, la esclavitud y la explotaci�n del indio y del negro, la abundancia y la riqueza, relajaron al colonizador. El elemento religioso qued� absorbido y dominado por el elemento eclesi�stico. El clero no era una milicia heroica y ardiente, sino una burocracia regalona, bien pagada y bien vista. "Vino entonces -escribe el doctor M. V. Villar�n- la segunda edad de la historia del sacerdocio colonial: la edad de la vida pl�cida y tranquila en los magn�ficos conventos, la edad de las prebendas, de los fructuosos curatos, de la influencia social, del predominio pol�tico, de las lujosas fiestas, que tuvieron por consecuencias inevitables el abuso y la relajaci�n de costumbres. En aquella �poca la carrera por excelencia era el sacerdocio. Profesi�n honrosa y lucrativa, los que a ella se dedicaban viv�an como grandes y habitaban palacios; eran el �dolo de los buenos colonos que los amaban, los respetaban, los tem�an, los obsequiaban, los hac�an herederos y legatarios de sus bienes. Los conventos eran grandes y hab�a en ellos celda para todos: las mitras, las dignidades, las canonj�as, los curatos, las capellan�as, las c�tedras, los oratorios particulares, los beneficios de todo orden abundaban. La piedad de los habitantes era ferviente y ellos prove�an con largueza a la sustentaci�n de los ministros del altar. As�, pues 'todo hijo segundo de buena familia era destinado al sacerdocio (23).

Y esta Iglesia no fue ya siquiera la de la Contrarreforma y la Inquisici�n. El Santo Oficio no ten�a casi en el Per� herej�as que perseguir. Dirig�a m�s bien su acci�n contra los civiles en mal predicamento con el clero; contra las supersticiones y vicios que solapada y f�cilmente prosperaban en un ambiente de sensualidad y de idolatr�a, cargado de sedimentos m�gicos; y, sobre todo, contra aquello que juzgaba sospechoso de insidiar o disminuir su poder. Y bajo este �ltimo aspecto, la Inquisici�n se comportaba m�s como instituci�n pol�tica que religiosa. Est� bien averiguado que en Espa�a sirvi� los fines del absolutismo antes que los de la Iglesia. "El Santo Oficio dice Luchaire era poderoso, antes que todo, porque el rey quer�a que lo fuese; porque ten�a la misi�n de perseguir a los rebeldes pol�ticos igual que a los innovadores religiosos; el arma no estaba en las manos del Papa sino en las del rey: el rey la manejaba en su inter�s tanto como en el de la Iglesia" (24).

La ciencia eclesi�stica, por otra parte, en vez de comunicarnos con las corrientes intelectuales de la �poca, nos separaba de ellas. El pensamiento escol�stico fue vivo y creador en Espa�a, mientras recibi� de los m�sticos calor y ardimiento. Pero desde que se congel� en f�rmulas pedantes y casuistas, se convirti� en yerto y apergaminado saber de erudito, en anquilosada y ret�rica ortodoxia de te�logo espa�ol. En la cr�tica civilista, no escasean las requisitorias contra esta fase de la obra eclesi�stica en el Per�. "�Cu�l era la ciencia que suministraba el clero? se pregunta Javier Prado en su duradero y enjundioso estudio. Una teolog�a vulgar se responde, un dogmatismo formalista, mezcla confusa y abrumadora de las doctrinas peripat�ticas con el ergotismo escol�stico. Siempre que la lglesia no ha podido suministrar verdaderos conocimientos cient�ficos, ha apelado al recurso de distraer y fatigar el pensamiento, por medio de una gimnasia de palabras y f�rmulas y de un m�todo vac�o, extravagante e infecundo. Aqu�, en el Per�, se le�a en lat�n discursos que no se comprend�an y que, sin embargo, se argumentaban en la misma condici�n; hab�a sabios que ten�an f�rmulas para resolver, nuevos Pico de la Mirandola, todas las proposiciones de las ciencias; aqu� se solucionaba lo divino y lo humano por medio de la religi�n y de la autoridad del maestro, aunque reinara la mayor ignorancia no s�lo en las ciencias naturales sino tambi�n en las filos�ficas y aun en las ense�anzas de Bossuet y Pascal" (25).

La lucha de la Independencia -que abri� un nuevo camino y prometi� una nueva aurora a los mejores esp�ritus-, descubri� que donde hab�a a�n religiosidad esto es misticismo, pasi�n era en algunos curas criollos e indios, entre los cuales, en el Per� como en M�xico, la revoluci�n liberal reclutar�a algunos de sus audaces precursores y de sus grandes tribunos.

 

III. LA INDEPENDENCIA Y LA IGLESIA


La Revoluci�n de la Independencia, del mismo modo que no toc� los privilegios feudales, tampoco toc� los privilegios eclesi�sticos. El alto clero conservador y tradicionalista, se sent�a naturalmente fiel al rey y a la Metr�poli; pero igual que la aristocracia terrateniente, acept� la Rep�blica apenas constat� la impotencia pr�ctica de �sta ante la estructura colonial. La revoluci�n americana, conducida por caudillos romancescos y napole�nicos y teorizada por tribunos dogm�ticos y formalistas, aunque se aliment� como se sabe, de los principios y emociones de la Revoluci�n Francesa, no hered� ni conoci� su problema religioso.

En Francia como en los otros pa�ses donde no prendi� la Reforma, la revoluci�n burguesa y liberal no pudo cumplirse sin jacobinismo y anticlericalismo. La lucha contra la feudalidad descubr�a en esos pueblos una solidaridad comprometedora entre la iglesia cat�lica y el r�gimen feudal. Tanto por la influencia conservadora de su alto clero como por su resistencia doctrinal y sentimental a todo lo que en el pensamiento liberal reconoc�a de individualismo y nacionalismo protestantes, la iglesia cometi� la imprudencia de vincularse demasiado a la suerte de la reacci�n mon�rquica y aristocr�tica.

Mas en la Am�rica espa�ola, sobre todo en los pa�ses donde la revoluci�n se detuvo por mucho tiempo en su f�rmula pol�tica (independencia y rep�blica), la subsistencia de los privilegios feudales se acompa�aba l�gicamente de la de los privilegios eclesi�sticos. Por esto en M�xico cuando la revoluci�n ha ataca-do a los primeros, se ha encontrado en seguida en conflicto con los segundos (En M�xico, por estar en manos de la iglesia una gran parte de la propiedad, unos y otros privilegios se presentaban no s�lo pol�tica sino materialmente identificados).

Tuvo el Per� un clero liberal y patriota desde las primeras jornadas de la revoluci�n. Y el liberalismo civil, en muy pocos casos individuales se mostr� intransigentemente jacobino y, en menos casos a�n, netamente antirreligioso. Proced�an nuestros liberales, en su mayor parte, de las logias mas�nicas, que tan activa funci�n tuvieron en la preparaci�n de la Independencia, de modo que profesaban casi todos el de�smo que hizo de la masoner�a, en los pa�ses latinos, algo as� como un suced�neo espiritual y pol�tico de la Reforma.

En la propia Francia, la Revoluci�n se mantuvo en buenas relaciones con la cristiandad, aun durante su estaci�n jacobina. Aulard observa sagazmente que en Francia la oleada antirreligiosa o anticristiana obedeci� a causas contingentes m�s bien que doctrinarias. "De todos los acontecimientos dice que condujeron al estado de esp�ritu del cual sali� la tentativa de descristianizaci�n, la insurrecci�n de la Vend�e, por su forma clerical, fue la m�s importante, la m�s influyente. Creo poder decir que sin la Vend�e, no habr�a habido culto de la Raz�n" (26). Recuerda Aulard el de�smo de Robespierre, quien sosten�a que "el ate�smo es aristocr�tico" mientras que "la idea de un Ser Supremo que vela por la inocencia oprimida y castiga al crimen triunfante es completamente popular". El culto de la diosa Raz�n no conserv� su impulso vital sino en tanto que fue culto de la Patria, amenazada e insidiada por la reacci�n extranjera con el favor del poder papal. Adem�s, "el culto de la raz�n agrega Aulard, fue casi siempre de�sta y no materialista o ateo" (27).

La revoluci�n francesa arrib� a la separaci�n de la Iglesia y del Estado. Napole�n encontr� m�s tarde, en el concordato, la f�rmula de la subordinaci�n de la Iglesia al Estado. Pero los per�odos de Restauraci�n comprometieron su obra, renovando el conflicto entre el clero y la laicidad en el cual Lucien Romier cree ver resumida la historia de la Rep�blica. Romier parte del supuesto de que la feudalidad estaba ya vencida cuando vino la revoluci�n. Bajo la Monarqu�a, seg�n Romier y en esto lo acompa�an todos los escritores reaccionarios la burgues�a hab�a ya impuesto su ley. "La victoria contra los se�ores diceestaba conseguida. Los reyes hab�an muerto a la feudalidad. Quedaba una aristocracia, pero sin fuerza propia y que deb�a todas sus prerrogativas y sus t�tulos al poder central, cuerpo de funcionarios galoneados con funciones m�s o menos hereditarias. Restos fr�giles de una potencia que se derrumb� a la primera oleada republicana. Cumplida esta destrucci�n f�cilmente, la Rep�blica no tuvo sino que mantener el hecho adquirido sin aplicar a esto un esfuerzo especial. Por el contrario, la Monarqu�a hab�a fracasado respecto a la Iglesia. A pesar de la domesticaci�n secular del alto clero, a pesar de un conflicto con la Curia que renac�a de reinado en reinado, a pesar de muchas amenazas de ruptura, la lucha contra la autoridad romana no hab�a dado al Estado m�s poder sobre la religi�n que en los tiempos de Felipe el Bello. As�, es contra la Iglesia y el clero ultramontano que la Rep�blica orient� su principal esfuerzo por un siglo" (28).

En las colonias espa�olas de la Am�rica del Sur, la situaci�n era muy distinta. En el Per� en particular, la revoluci�n encontraba una feudalidad intacta. Los choques entre el poder civil y el poder eclesi�stico no ten�an ning�n fondo doctrinal. Traduc�an una querella dom�stica. Depend�an de un estado latente de competici�n y de equilibrio, propio de pa�ses donde la colonizaci�n sent�a ser en gran parte evangelizaci�n y donde la autoridad espiritual tend�a f�cilmente a prevalecer sobre la autoridad temporal. La constituci�n republicana, desde el primer momento, proclam� al catolicismo religi�n nacional. Mantenidos dentro de la tradici�n espa�ola, carec�an estos pa�ses de elementos de reforma protestante. El culto de la Raz�n habr�a sido m�s ex�tico todav�a en pueblos de exigua actividad intelectual y floja y rala cultura filos�fica. No exist�an las razones de otras latitudes hist�ricas para el Estado laico. Amamantado por la catolicidad espa�ola, el Estado peruano ten�a que constituirse como Estado semifeudal y cat�lico.

La Rep�blica continu� la pol�tica espa�ola, en este como en otros terrenos. "Por el patronato, por el r�gimen de diezmos, por los beneficios eclesi�sticos dice Garc�a Calder�n se estableci�, siguiendo el ejemplo franc�s, una constituci�n civil de la Iglesia. En este sentido la revoluci�n fue tradicionalista. Los reyes espa�oles ten�an sobre la Iglesia, desde los primeros monarcas absolutos, un derecho de intervenci�n y protecci�n: la defensa del culto se convert�a en sus manos en una acci�n civil y legisladora. La Iglesia era una fuerza social, pero la debilidad de la jerarqu�a perjudicaba a sus ambiciones pol�ticas. No podr�a, como en Inglaterra, realizar un pacto constitucional y delimitar libremente sus fronteras. El rey proteg�a la Inquisici�n y se mostraba m�s cat�lico que el Papa: su influencia tutelar imped�a los conflictos, resultaba soberana y �nica" (29). Toca Garc�a Calder�n en este juicio, la parte d�bil, el contraste interno de los Estados latinoamericanos que no han llegado al r�gimen de separaci�n. El Estado Cat�lico no puede hacer, si su catolicismo es viviente y activo, una pol�tica laica. Su concepci�n aplicada hasta sus �ltimas consecuencias, lleva a la teocracia. Desde este punto de vista el pensamiento de los conservadores ultramontanos como Garc�a Moreno aparece m�s coherente que el de los liberales moderados, empe�ados en armonizar la confesi�n cat�lica del Estado con una pol�tica laica, liberal y nacional.

El liberalismo peruano, d�bil y formal en el plano econ�mico y pol�tico, no pod�a dejar de serlo en el plano religioso. No es exacto, como pretenden algunos, que a la influencia clerical y eclesi�stica haya pugnado por oponerse una f�rmula jacobina. La actitud personal de Vigil que es la apasionada actitud de un librepensador salido de los rangos de la Iglesia no pertenece propiamente a nuestro liberalismo, que as� como no intent� nunca desfeudalizar el Estado, tampoco intent� laicizarlo. Sobre el m�s representativo y responsable de sus l�deres, don Jos� G�lvez, escribe fundadamente Jorge Guillermo Legu�a: "Su ideolog�a giraba en torno de dos ideas: Igualitarismo y Moralidad. Yerran, por consiguiente, quienes, al apreciar sus doctrinas adversas a los diezmos eclesi�sticos, afirman que era jacobino. G�lvez jam�s desconoci� a la Iglesia ni sus dogmas. Los respetaba y los cre�a. Estaba mal informada la abadesa que el 2 de mayo exclam�, al tener noticia de la funesta explosi�n de la Torre de la Merced: '�Qu� p�lvora tan bien gastada!'. Mal podr�a ser anticat�lico, el diputado que en el exordio de la Constituci�n invocaba a Dios trino y uno. Al arrebatar G�lvez a nuestra Iglesia los gajes que encarnaban una supervivencia feudal, s�lo ten�a en mente una reforma econ�mica y democr�tica; nunca un objetivo anticlerical. No era G�lvez, seg�n se ha supuesto, autor de tal iniciativa, ya lanzada por el admirable Vigil" (30).

Desde que, forzada por su funci�n de clase gobernante, la aristocracia terrateniente adopt� ideas y gestos de burgues�a, se asimil� parcialmente los restos de este liberalismo. Hubo en su vida un instante de evoluci�n el del surgimiento del Partido Civil en que una tendencia liberal, expresiva de su naciente conciencia capitalista, le enajen� las simpat�as del elemento eclesi�stico, que coincidi� m�s bien y no s�lo en la redacci�n de un peri�dico con el pierolismo conservador y plebiscitario. En este per�odo de nuestra historia, como lo anoto tambi�n en otro lugar, la aristocracia tom� un aire liberal; el demos, por reacci�n, aunque clamase contra la argolla traficante, adquiri� un tono conservador y clerical. En el estado mayor civilista figuraban algunos liberales moderados que tend�an a imprimir a la pol�tica del Estado una orientaci�n capitalista, desvincul�ndola en lo posible de su tradici�n feudal. Pero el predominio que la casta feudal mantuvo en el civilismo, junto con el retardamiento que a nuestro proceso pol�tico impuso la guerra, impidi� a esos abogados y jurisconsultos civilistas avanzar en tal direcci�n. Ante el poder del clero y la Iglesia, el civilismo manifest� ordinariamente un pragmatismo pasivo y un positivismo conservador que, salvo alguna excepci�n individual, no cesaron luego de caracterizarlo mentalmente.

El movimiento radical que tuvo a su cargo la tarea de denunciar y condenar simult�neamente a los tres elementos de la pol�tica peruana en los �ltimos lustros del siglo veinte: civilismo, pierolismo y militarismo, constituy� en verdad la primera efectiva agitaci�n anticlerical. Dirigido por hombres de temperamento m�s literario o filos�fico que pol�tico, emple� sus mejores energ�as en esta batalla que, si produjo, sobre todo en las provincias, cierto aumento del indiferentismo religioso lo que no era una ganancia, no amenaz� en lo m�s m�nimo la estructura econ�mico-social en la cual todo el orden que anatematizaba se encontraba hondamente enraizado. La protesta radical o "gonz�lez-pradista" careci� de eficacia por no haber aportado un programa econ�mico-social. Sus dos principales lemas anticentralismo y anticlericalismo, eran por s� solos insuficientes para amenazar los privilegios feudales. �nicamente el movimiento liberal de Arequipa, reivindicado hace poco por Miguel �ngel Urquieta (31), intent� colocarse en el terreno econ�mico-social, aunque este esfuerzo no pasase de la elaboraci�n de un programa.

En los pa�ses sudamericanos donde el pensamiento liberal ha cumplido libremente su trayectoria, insertado en una normal evoluci�n capitalista y democr�tica, se ha llegado si bien s�lo como especulaci�n intelectual a la preconizaci�n del protestantismo y de la iglesia nacional como una necesidad l�gica del Estado liberal moderno.

Pero, desde que el capitalismo ha perdido su sentido revolucionario, esta tesis se muestra superada por los hechos (32). El socialismo, conforme a las conclusiones del materialismo hist�rico que conviene no confundir con el materialismo filos�fico, considera a las formas eclesi�sticas y doctrinas religiosas, peculiares e inherentes al r�gimen econ�mico-social que las sostiene y produce. Y se preocupa por tanto, de cambiar �ste y no aqu�llas. La mera agitaci�n anticlerical es estimada por el socialismo como un diversivo liberal burgu�s. Significa en Europa un movimiento caracter�stico de los pueblos donde la reforma protestante no ha asegurado la unidad de conciencia civil y religiosa y donde el nacionalismo pol�tico y universalismo romano viven en un conflicto ya abierto, ya latente, que el compromiso puede apaciguar pero no cancelar ni resolver.

El protestantismo no consigue penetrar en la Am�rica Latina por obra de su poder espiritual y religioso sino de sus servicios sociales (Y. M. C. A., misiones metodistas de la sierra, etc.). �ste y otros signos indican que sus posibilidades de expansi�n normal se encuentran agotadas. En los pueblos latinoamericanos, las perjudica adem�s el movimiento antiimperialista, cuyos vig�as recelan de las misiones protestantes como de t�citas avanzadas del capitalismo anglosaj�n: brit�nico o norteamericano.

El pensamiento racionalista del siglo diecinueve pretend�a resolver la religi�n en la filosof�a. M�s realista, el pragmatismo ha sabido reconocer al sentimiento religioso el lugar del cual la filosof�a ochocentista se imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la experiencia hist�rica de los �ltimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos.
 


 

REFERENCIAS


1. Waldo Frank, Our America.

2. James George Frazer, The Golden Bough.

3. Antero Peralta insurge en un art�culo publicado en el N� 15 de Amauta contra la idea, corrientemente admitida de que el indio es pante�sta. Peralta parte de la constataci�n de que el pante�smo del indio no es asimilable a ninguno de los sistemas pante�s-tas conocidos por la historia de la filosof�a. Habr�a que observar a Peralta, cuyo aporte a la investigaci�n de los elementos y caracter�sticas de la religiosidad del indio confirma su aptitud y vocaci�n de estudioso, que su limitaci�n previa del empleo de la palabra "pante�smo" peca de arbitraria. Por mi parte, creo que queda claramente expresado que atribuyo al indio del Tawantinsuyo sentimiento pante�sta y no una filosof�a pante�sta.

4. Frazer, ob. citada.

5. Ib.

6. Los m�s celosos custodios de la tradici�n latina y del orden romano -m�s paganos que cristianos-, se amparan en Santo Tom�s como en la m�s firme ciudadela del pensamiento cat�lico.

7. Unamuno, La M�stica Espa�ola.

8. "El Cuzco cat�lico" en Amauta N� 10, Diciembre de 1927.

9. Frazer, ob. citada.

10. Unamuno, L'Agonie du Christianisme.

11. F. Garc�a Calder�n, Le P�rou Contemporain.

12. Unamuno, La M�stica Espa�ola.

13 . Garc�a Calder�n, ob. citada.

14. Javier Prado, Estado Social del Per� durante la dominaci�n espa�ola.

15. F. Engels, Socialismo ut�pico y socialismo cient�fico.

16. Karl Marx, El Capital.

17. Ramiro de Maeztu, "Rod� y el Poder", en Repertorio Americano, Tomo VII, N� 6 (1926).

18. Ren� Johannet, Eloge du bourgeois fran�ais.

19. Sorel, Introduction a l'Economie Moderne, p. 289. Santo Tom�s, secunda secundae.

20. Papini, Pragmatismo.

21. Waldo Frank, Our America.

22. Luchaire, L'Eglise et le seizi�me siecle.

23. M. V. Villar�n, Estudios sobre Educaci�n Nacional, p�gs. 10 y 11.

24. Luchaire, ob. citada.

25. Javier Prado, ob. citada.

26. A. Aulard, Le Christianisme et la r�volution fran�aise, p. 88.

27. Ib., p. 162.

28. Lucien Romier, Explication de notre temps, pp. 194 y 195.

29. Garc�a Calder�n, ob. citada.

30. "La Convenci�n de 1856 y don Jos� G�lvez", Revista de Ciencias Jur�dicas y Sociales, N� 1, p. 36.

31. V�ase el art�culo "Gonz�lez Prada y Urquieta" en el N� 5 de Amauta.

32. El l�der de las Y.M.C.A. Julio Navarro Monz�, predicador de una nueva Reforma, admite en su obra El problema religioso en la cultura latinoamericana que: "habiendo tenido los pa�ses latinos la enorme desgracia de haber quedado al margen de la Reforma del siglo XVI, ahora era ya demasiado tarde para pensar en convertirlos al Protestantismo".