LA CREACI�N HEROICA DE JOS� CARLOS MARI�TEGUI | ||
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CAPITULO I
LOS PADRES
El primer Mari�tegui, del cual se tiene noticia documentada, arriba al puerto del Callao tras arriesgada traves�a, all� por el a�o de 1770, y responde a los nombres y apellidos de Jos� Ignacio Mari�tegui y Liernia (1740-1814), hombre de edad madura y solter�n; proced�a de la regi�n vasca de Espa�a (1). Llegaba el tal personaje, animado del deseo de afincarse en el Nuevo Mundo, a fin de tentar fortuna en las actividades comerciales, propias de su extracci�n burguesa, y, adem�s, tra�a la intenci�n de formar su hogar con una bella y bien dotada mujer lime�a. As� pues, al correr del tiempo, habr�a de devenir en tatarabuelo de Jos� Carlos (2). En cuanto a la estirpe materna de nuestro biografiado, no es aventurado presumir que se hallaba entroncado con el c�lebre cacique La Chira, natural de Piura, de quien los cronistas espa�oles Francisco de Jerez y Pedro Sancho de la Hoz, dan cuenta que estuvo a punto de ser ajusticiado por el conquistador del Per�, Francisco Pizarro, por haber dirigido abiertamente (junto con otros cabecillas lugare�os que pagaron con sus vidas) la primera sedici�n que los antiguos peruanos urdieron para expulsar a los invasores hispanos. La leyenda de que la familia de Jos� Carlos desciende del Cacique, puede no tener fundamento alguno, ya que se carece de fuentes hist�ricas de informaci�n para probarlo; pero la coincidencia de que los antecesores de la madre de Mari�tegui hubieran nacido en esa regi�n y llevaran el mismo apelativo del rebelde, si no confirma el parentesco, por lo menos pone en evidencia las profundas ra�ces vern�culas de su apellido. Es interesante reparar, luego, como los Mari�tegui y los La Chira, progenitores de Jos� Carlos, desde puntos geogr�ficos diametralmente opuestos y por circunstancias diversas, vienen a convergir al pueblo de San Jer�nimo de Say�n (distrito de Chancay), donde se producir�a la conjunci�n de esta epifan�a. Seguiremos, pues, el itinerario de ambos apellidos hasta su encuentro en el sitio se�alado por el destino. En primer lugar, hay noticias que revelan c�mo el joven Jos� del Carmen La Chira (1817-1882), vino a ser el primero de su linaje que se afincara en Say�n (3). El hubo de iniciarse trabajando en el taller de talabarter�a que ten�a su padre en Catacaos (Piura), lugar de donde eran originarios. En plena etapa de su aprendizaje, Jos� del Carmen, que frisaba los veinte a�os ―tal como otros tantos muchachos de su edad―, fue arrancado de la tierra de sus mayores (1837), para servir a la Patria. Alistado en el ej�rcito nor-peruano al mando del General Domingo Nieto, recibi� la orden de trasladarse a Lima, interviniendo en las acciones b�licas contra las tropas chilenas que comandaba el General Manuel Bulnes, en la Portada de Gu�a (1838) y poco despu�s, en la batalla de Yungay, donde fuera derrotado el Mariscal Andr�s de Santa Cruz, presidente de la confederaci�n Per�-Boliviana. Terminadas ambas empresas b�licas, La Chira, a consecuencia de la campa�a militar contrajo fiebre pal�dica, gestion� y obtuvo su baja del ej�rcito para dirigirse al pueblo de San Jer�nimo de Say�n (1839), a fin de restablecer su quebrantada salud. Sab�a por sus compa�eros de armas, entre los que se encontraban algunos veteranos de la guerra de liberaci�n contra el colonialismo espa�ol, que aquel lugar ―cabecera de sierra―, era renombrado por su benigno y saludable clima. Todos recordaban que gran parte de las tropas de San Mart�n y Bol�var, que fueron v�ctimas de las tercianas, se vieron obligadas a acantonarse en Say�n en procura de convalecencia. Devuelto a la vida civil, La Chira Logr� reponerse de su enfermedad y se estableci� en dicho pueblo. All� inici� el ejercicio de la artesan�a que heredara de sus antepasados para subvenir las necesidades de su existencia. M�s adelante form� hogar con do�a Candelaria Ballejos, joven y atractiva sayanera de extracci�n campesina. Fruto de tal uni�n fueron cinco ni�os: cuatro varones. Pedro Pablo (1857-?), Jos� Manuel (1858-?), Felipe (1863-1873) y Juan Cl�maco (1869-1955) (4); y una mujer: Amalia (1860?1946) (5). Es indudable que Piura, en la vida de Jos� del Carmen La Chira, qued� un tanto rezagada, y que s�lo una que otra carta proveniente de los familiares de Catacaos reavivar�a su recuerdo de tarde en tarde. Adem�s, el trabajo agotador y los a�os que sobreven�an inexorablemente iban alejando la esperanza de su reencuentro con el amado terru�o de sus abuelos. Y, tal como hiciere su padre con �l en tiempo de su mocedad, preparaba a su primog�nito Pedro Pablo en el oficio de talabarter�a (6). La �nica hija mujer del hogar La Chira y Ballejos, Amalia, ten�a dieciocho a�os cuando se sinti� acosada por la mirada amorosa de quien parec�a predestinado para enrumbar el cauce definitivo de su vida. La adolescente Amalia era bella, alegre y confiada. Su trabajo sufragaba con ventaja la modesta vida pueblerina y no habr�a alentado m�s preocupaciones que los esperanzados sue�os propios de su edad, pero aquel deslumbrante forastero la ten�a alborotada. Y por sus sue�os colegir�a ―quiz�― la premonici�n de su destino cuando sinti� que un hombre joven y elegante se acercaba gentilmente a su coraz�n. Corr�a el a�o 1880 y el enamorado frisaba los treintiuno de edad. V�stago de ilustre prosapia, se llamaba Francisco Javier Mari�tegui y Requejo (1849-1907), nacido en Lima (7). Llevaba los mismos nombres de un eminente antecesor suyo y, familiarmente, se le nombraba s�lo Javier. Los Mari�tegui, predecesores del joven gal�n, distingui�ronse por su apostolado liberal y por su heroica participaci�n en la lucha emancipadora del pa�s. En tal sentido, se debe mencionar la valiente y denodada campa�a democr�tica que sostuviera don Francisco Javier Mari�tegui y Teller�a ―abuelo de aquel―, en los albores de la Rep�blica. Empresa que fue secundada con orgullosa emulaci�n por sus hermanos Ignacio (1797-1868), quien alcanz� el grado de Contralmirante de la Marina de Guerra del Per�, y Bl�s (1802-1831), fallecido prematuramente a la edad de veintinueve a�os. Tambi�n, como era natural para todos aquellos que se sintieron atra�dos por las ideas de la revoluci�n francesa, el viejo Francisco Javier, fue activo anticlerical y distinguido fundador de la masoner�a (8), circunstancias por las que estaba apartado de la Iglesia y de los conv�ncionalismos en boga por aquella �poca. A las figuras antes citadas, se a�ade la del Coronel Foci�n Mari�tegui y Palacio (1835-1929), quien tom� parte activa en el combate del 2 de Mayo de 1866 y en la guerra del Pac�fico (1879-1883). Era �ste, hijo del pr�cer de la independencia y t�o del joven Javier, que con Amalia iban a ser padres de Jos� Carlos. Entre los motivos que condujeron al mozo Mari�tegui a Say�n, es pertinente consignar en primer t�rmino, el causado por el repudio a la actividad anticlerical que el viejo Francisco Javier, su abuelo, asumiera en defensa del laicismo de las instituciones p�blicas al lado de Francisco de Paula Gonz�lez Vigil, Benito Lazo, Mat�as Le�n y otros preclaros rep�blicos. La adversa circunstancia de tal menosprecio se extendi� al apelativo del nieto dificultando su normal desenvolvimiento en el medio donde deb�a actuar. La conservadora sociedad lime�a constitu�a realmente una facci�n activa, resto beligerante del ag�nico r�gimen colonial, cuya mentalidad abiertamente reaccionaria y clerical opon�a a la libertad de pensamiento y de conciencia, el derecho jer�rquico de la direcci�n social reservado a la aristocracia heredera del poder econ�mico, intocado por la revoluci�n emancipadora. Su paternalismo, predicado desde las aulas, ofrec�a el generoso se�uelo de la adopci�n a los miembros de las sedientas juventudes, que en esa hora de transici�n, enajenaran su futuro al servicio de ella. Adem�s, es indudable que Javier se sent�a preocupado por las proyecciones internacionales de la desorientada pol�tica local que habr� de ensangrentar el territorio y amenazaba prolongar desmesuradamente la situaci�n incluyendo al Per� en las reclamaciones chilenas a Bolivia. Simult�neamente y en contraposici�n a este brumoso panorama, se anunciaba, por entonces, la promisora industrializaci�n del producto agr�cola en los grandes fundos azucareros del norte donde se esbozaba la acci�n redentora del trabajo a cargo de la naciente organizaci�n capitalista. Ante este dilema planteado por estas circunstancias, es posible que Javier hubiera sentido el deber de asimilarse al consenso social imperante para trocar la cr�tica adversa que despertaba la menci�n de su nombre, sin advertir que con tal conducta empeque�ecer�a su propia personalidad y, lo que es m�s grave, empa�aba la imagen pr�cer de su ilustre abuelo. Presumiblemente hubiera pensado huir, refugi�ndose para el caso fuera de Lima, a donde volver�a cuando la fortuna, quiz�, le pudiera elevar al luminoso foco que su so�adora juventud alumbraba. Un hecho vendr�a a favorecer el deseado proyecto de Javier: es el caso que hacia 1878 (21 de diciembre), contrae matrimonio el Coronel Foci�n Mari�tegui con do�a Lucila Ausejo y Zul�aga, rica poseedora de la hacienda Andahuasi ―situada a una legua del pueblo de Say�n―. Por tal suceso es que encontraremos al sobrino, all� por el a�o 1880, en Say�n. Ya, entonces, la naci�n entera sent�a el dolor de los m�ximos reveses en el extremo sur por el ataque s�bito que sigui� a la inesperada declaratoria de guerra con Chile (1879-1883). All�, Javier, ha cambiado su elegante apostura de gal�n por su inter�s en las labores agr�colas. Pero cierto d�a en que se celebraban las tradicionales fiestas del santo patr�n de San Jer�nimo de Say�n (30 de septiembre de 1880), con misa, procesi�n, pelea de gallos y diversas distracciones populares (9), el forastero Mari�tegui, reci�n llegado al lugar, se hall� de pronto frente a la agraciada figura de Amalia. Ante su presencia, Javier, qued� prendado, requiriendo a su derredor, la direcci�n y otros pormenores de la bella joven veintea�era. Lejos del animado centro capitalino, incidentalmente comprometido en los aprestos que obligaba la guerra, Mari�tegui sent�a en ese pueblo la soledad angustiosa del destierro y pens� que esta muchacha, deslumbrante y graciosa pod�a ser el consuelo adecuado para su desolaci�n. En esta forma Javier ampliaba el problema de su vida optando lo que �l cre�a entonces un amor�o circunstancial, ef�mero e incapaz de comprometer la consecuci�n del plan que lo manten�a alejado de Lima. Sin embargo, era indudable que �l experimentaba un urgente e irrenunciable sentimiento, el cual le conduc�a a solicitar el amor de Amalia. Y, aqu�l y este anhelo, n�tidamente opuestos por la desigualdad de clases que representaba, le plantearon un nuevo problema cuya soluci�n solamente pod�a conciliar la posibilidad de saciar su sed amorosa sin comprometer su autonom�a. Mas, el r�pido avance del ej�rcito enemigo, despu�s de los desastres causados por la guerra que sufr�a la naci�n, colmaba de incertidumbre y angustia ese momento. No s�lo para Javier, sino para todo el pa�s que encontr�, de repente, roto el tim�n de gobierno, y hubo de afrontar la anarqu�a a la vez que organizaba desorientado la resistencia a la inminente invasi�n chilena a la capital. La ciudadan�a que no fue sacrificada en los encuentros del sur, se enrol� entonces, enardecida de patriotismo, para combatir al enemigo. Mari�tegui frente al peligro que confrontaba la patria, decide abandonar la hacienda Andahuasi, en Say�n, dirigi�ndose a Lima para tomar parte como combatiente en las batallas de San Juan y Miraflores (Enero de 1881). Con el grado de Capit�n de Reserva, al lado de su t�o carnal, el Coronel Foci�n Mari�tegui y Palacio, conoci� en uno de los reductos de combate a Manuel Gonz�lez Prada, compa�ero de armas de la misma graduaci�n. M�s tarde, ante la presencia de Jos� Carlos, hijo de aqu�l, recordar� las circunstancias que le aproximaron a Javier. Tras la derrota sufrida por los peruanos en los campos de San Juan y Miraflores, Mari�tegui emprende viaje de retorno a Say�n. Mas, apenas arribado al pueblo, se entera que las tropas invasoras amagan el valle deChancay amenazando su cercano refugio. Pero justamente en esa zona el legendario General Andr�s Avelino C�ceres y sus heroicos guerrilleros mantuvieron a raya a los chilenos (10) combati�ndolos tenazmente, reavivando el fuego patri�tico entre los campesinos indios y mestizos, como en los a�os de la independencia. Aislado, pues, Say�n de la agresi�n enemiga, el tiempo transcurre all� pac�fico y mon�tono. Los vecinos ve�an a Mari�tegui con respeto y admiraci�n cruzar, montado a caballo, las viejas calles polvorientas. Su empaque de gran se�or, su indumentaria elegante y el aire distinguido y aristocr�tico que suscitaba su presencia concitaban la atenci�n, mas no el amor del pueblo, porque, era evidente que el joven forastero desde�aba la triste realidad lugare�a. Despu�s de los sucesos cruentos en que tom� parte Javier, �ste rememoraba conmovido la placidez po�tica que le hab�a brindado Say�n; reconstruye imaginativamente el tiempo pasado en ese pueblo casi remoto y tranquilo. En la pantalla del recuerdo se mira obcecado por el inter�s que hubo de despertar en �l la atractiva aldeana; contempla la escena que le llev� decididamente a buscarla con el pretexto de requerir arreos: Cabalgaba un brioso corcel y se hizo presente en la talabarter�a de La Chira. Fue una tarde apacible y dorada en que Amalia estar�a cosiendo o tal vez so�ando en su habitaci�n y, movida por un misterioso augurio, se asom� a la ventana para verlo e instant�neamente ambos cruzaron sus miradas en silencioso pacto. La muchacha ciertamente so�adora auspiciaba vanas ilusiones. El padre con sus leyendas del distante lar, habr�a sido, en cierta forma, el animador de las im�genes visionales que animaban la vida de la hermosa provinciana. Pose�da de su fant�stico para�so, Amalia, mezclaba los sue�os de amor con vagos anhelos ambiciosos. As�, cuando aquel elegante caballero llam� a la puerta de su hogar, ella cre�a que, en realidad, llamaba a su coraz�n. Amalia despertaba admiraci�n y codicia en el pueblo, debido a sus encantos y al aire de enso�aci�n que pose�a. Javier la conceb�a ciertamente como la mujer predestinada para �l; tambi�n ella lo ve�a como el protagonista de sus sue�os y ambos gozaban, por un lado, de la simpat�a y fascinaci�n y, por otro, de la rivalidad de la poblaci�n sayanera. El romance amoroso de la joven pareja se inici� plenamente teniendo como mudos testigos al cerro de San Jer�nimo, a los bellos paisajes adyacentes, a los a�osos �rboles de la plaza principal y a la c�mplice soledad buc�lica. Pero pronto este amartelamiento tuvo su culminaci�n, fruto de aquel amor, en el anuncio de una criatura en gestaci�n. No se pudo mantener el secreto, el corrillo malediciente del pueblo, culpa a Mari�tegui del embarazo de la joven aldeana. Entonces don Jos� del Carmen La Chira, hombre sencillo y de car�cter bonach�n, sabedor de tal suceso se siente humillado en lo m�s �ntimo de su ser y encolerizado; fuera de s� busca al audaz forastero a quien increpa su conducta desleal con Amalia, inst�ndole con firmeza y decisi�n al reparo del agravio inferido. Aqu�l, atemorizado, m�s por el esc�ndalo que amenazaba trascender los linderos del pueblo y llegar a o�dos de su parentela de la capital, que por las razones expuestas por el infortunado padre, promete casarse, dando su palabra de honor. Pero ha de pasar alg�n tiempo antes de cumplir el compromiso. En el intervalo, por el mes de octubre de 1881, nace el primer reto�o: una ni�a (11). a quien bautizan con el nombre de Mercedes, en recuerdo de la madre de Javier, do�a Mercedes Requejo de Mari�tegui, fallecida hac�a pocos meses. A continuaci�n de este alumbramiento sobreviene el deceso de Jos� del Carmen (10 de febrero de 1882), v�ctima de colerina. Afirman que �ste, antes de morir, llam� a Javier para recordarle el cumplimiento de su palabra empe�ada. Y el esperado enlace se realiza finalmente el 1� de mayo de 1882, en la parroquia de San Jer�nimo. Ella ten�a 22 y el novio 33 a�os de edad. Pero Mari�tegui, que desde su arribo a Say�n, por motivos muy personales, ven�a ocultando parte de su identidad, confirma los datos falsos de su filiaci�n durante la ceremonia nupcial manteniendo en secreto su verdadera personalidad (12). Con tan extra�o doblez quiz�s pretend�a abandonar all� los vestigios de un ente personal, para cumplir el mandato del muerto y consolar a Amalia. Salvada as� su egolatr�a al par que negaba su vinculaci�n con el hogar modesto de un pueblo miserable. Los La Chira, gente de la mejor sangre del pueblo, ignorando la extra�a conducta del forastero celebraron la ceremonia del casorio con simpleza y orgullo local. Luego la pareja fue a vivir a una casita no muy lejos del taller de los hermanos de Amalia. A los dos meses del matrimonio, naci� el segundo ni�o, a quien se bautiz� con los nombres de F�lix Evelardo (13). Tiempo despu�s habr�a de empezar el drama para Amalia y para su familia. Los j�venes c�nyuges pierden a sus dos hijos en menos de dos a�os. Tras de tan sentidas p�rdidas, el a�o de 1883 Amalia dar� a luz a un tercer reto�o: una ni�a que recibe el nombre de Amanda, pero como los anteriores v�stagos muere a temprana edad (14). El hogar era desdichado, no s�lo por la desaparici�n de los ni�os, sino tambi�n por la conducta irregular de Javier, que defraudaba las expectativas de su consorte, que ajena al problema oculto del marido, encontraba inexplicable el desacostumbrado y desesperante comportamiento que iba haci�ndose habitual en �l. Y, al fin, lleg� lo que Amalia no sospechara jam�s: la partida del esposo que, con el pretexto de trabajar en la provincia de Santa ―comprensi�n del departamento de Ancash― resta su persona y su responsabilidad del hogar, Amalia comprende el abandono y decide encarar valientemente su destino, no obstante que en sus entra�as lat�a la vida de su cuarto hijo en gestaci�n. Su madre, Candelaria Ballejos, por el cari�o que profesa a su hija, la acoge y comparte con ella los pocos medios de que dispone. Pero Amalia, herida en lo m�s profundo de su amor propio, procura evitar m�s sufrimientos a su anciana madre y resuelve conllevar sola sus penurias. Trasl�dase a Huacho en compa��a de su hermano Manuel con el prop�sito de instalar en esa localidad, situada a doce leguas de Say�n, el negocio de talabarter�a en el que poseen gran habilidad artesanal. Y all�, solos, sin la sombra protectora del padre, tratan de abrirse camino. Amalia pretende superar su dolor alej�ndose de la conmiseraci�n y curiosidad indiscreta del vecindario sayanero. En aquel lugar nace su cuartog�nito que es bautizado con el nombre de Esteban, con cuyo patron�mico el padre trata de recordar a uno de sus m�s lejanos predecesores (15). Lamentablemente como en el caso de sus infortunados hermanos desaparece de peque�o. Por entonces muere en Lima el Dr. Francisco Javier Mari�tegui y Teller�a (23 de diciembre de 1884), el famoso abuelo de tendencia liberal. Afiliado �ste a la masoner�a, era un brillante defensor de la libertad de conciencia y a la vez que uno de los m�s decididos partidarios de superar la confusi�n de poderes y jurisdicciones entre el Estado convertido en Iglesia y la Iglesia convertida en Estado. Consecuente con la obra profusa de su vida, expres� su repudio al rito cat�lico cuando sus aprehensivos familiares insinuaban la confesi�n al moribundo anciano. Esta "herej�a" causa alarma y franca repulsa de parte de la grey cat�lica de la ciudad, que con esta oportunidad, confirm� la abominaci�n al liberalismo. Javier, el nieto del esclarecido difunto, quiz� acuciado por la reconsideraci�n de su conciencia, ante el deceso de aqu�l, retorn� sobre los pasos de su fuga efectuando una nueva reconciliaci�n con Amalia. De este reencuentro nace una hermosa ni�a que bautizan con el nombre de Guillermina (16). Y no es raro que las sombras de los cuatro frutos arrancados por la muerte se proyectaran sobre el nuevo ser. Amalia, ante aquella pesadilla, habr� de redoblar sus desvelos y extremar su pr�ctica religiosa. Y mientras encaraba esta fat�dica situaci�n, sobreviene otra prolongada e inexplicable separaci�n de parte del fugitivo consorte. Diez a�os despu�s el marido desertor, y a la edad que marca esa ausencia, Guillermina conoce a su padre, cuyo cari�o y protecci�n extra�aba. Javier confiado en la capacidad de ternura y la comprensi�n humana de Amalia, resta importancia al tiempo transcurrido y obtiene de ella el perd�n y el olvido del pasado. Amalia, para explicarse los extra�os alejamientos del esposo, hab�a adquirido conciencia de que el nivel que le depar� la fortuna le obligaba a admitir en silencio el maltrato a su persona y, tambi�n, siguiendo la superstici�n lugare�a, sospechaba que �l hubiera sido v�ctima del hechizo urdido por gentes malvadas, envidiosas de su felicidad. El semblante de Amalia mostraba ahora la m�cula cruel del dolor, de la desolaci�n, de la fatiga, del trabajo, de la angustia y del peso irreversible de los a�os transcurridos. Reconciliada con Javier, Amalia queda nuevamente encinta, a la vez que siente amenazada su salud. Su organismo se encontraba agotado por la desnutrici�n y el exceso de labor, lo que agregado a la nueva fuga del esposo, amenazaba la vida del ser que sent�a surgir en sus entra�as. En tal situaci�n encomienda, ambas vidas, al amparo de la Virgen del Carmen, de gran devoci�n y mentada festividad en toda la provincia de Chancay. Al mismo tiempo viste el h�bito de esa santa patrona y fortalecida as�, espiritualmente, afronta decidida su incierto destino. Vuelve a sus tareas en el taller de talabarter�a donde trabaja al lado de su hermano y cumple, adem�s, las labores de costura que sol�an encomendarles varias familias pudientes de la localidad. Una de las clientes era esposa del Coronel don Mariano Adolfo Berm�dez, quien llegar�a a ser Ministro de Guerra de Pierola durante la campa�a de 1895. Fue por intermedio de esta matrona huachana que Amalia conoci� a quien ser�a en adelante su benefactora y, posteriormente, su comadre: la se�orita Carmen Chocano. Aquel distinguido militar profesaba entra�able amistad con el Coronel Julio C�sar Chocano, ardiente pierolista tambi�n y respetable autoridad (17). Don julio C�sar era oriundo de Moquegua donde resid�a permanentemente y, cada vez que viajaba a Lima, con su hermana do�a Carmen, sol�a pasar a Huacho para visitar a don Mariano Adolfo. M�s tarde, una hija del Coronel Berm�dez ha de contraer matrimonio con el poeta Jos� Santos Chocano (1897), sobrino precisamente de Julio C�sar. As� se enlazaron los v�nculos familiares de los Berm�dez y los Chocano. All� en la casa del Coronel Berm�dez, de la localidad de Huacho, la se�orita Carmen Chocano, conoci� a Amalia y se encari�� con la peque�a Guillermina. Mas, cuando tuvo conocimiento de la penuria lacerante que consum�a a la madre y a la ni�a, la convenci� para que abandonara el lugar donde la desdicha se ensa�aba con ella. Alej�ndose de los motivos de su desgracia podr�a emprender la reconstrucci�n de su maltrecha vida al lado suyo, en la bella y acogedora ciudad de Moquegua, donde resid�a. Amalia, ante el generoso ofrecimiento de su protectora, siente que ingresa a un nuevo mundo y se entrega a rehacer su existencia. Y, so�adora, visionaria y decisiva, como en sus a�os juveniles, resuelve aceptar la invitaci�n. Para ello preconcibe un plan con el que cree obtener una renovaci�n moral efectiva, que le permita dotar de un porvenir esperanzado y decoroso a su hija y el reto�o que lleva en sus entra�as. Considera que a�n le quedan fuerzas para vencer la adversidad; que abandonando la zona de su infortunio ha de encontrar la dorada felicidad que so�aba cuando su coraz�n de ni�a la arrastr� a la aventura que ahora deseaba olvidar. Pose�da de esta nueva ilusi�n emprende resueltamente su viaje a la distante Moquegua (enero de 1894). Llevaba por entonces tres meses de embarazo: era Jos� Carlos el ser que se hallaba en proceso de venir al mundo. A su llegada al claro y alegre ambiente del pueblo que acaba de conocer, siente retornar en ella su condici�n constructiva y luchadora. Recuenta su pasado como un rosario sin fin de sufrimientos y lo repudia, considerando falso, hip�crita y cruel el v�nculo que la encaden� a la servidumbre de una uni�n ficticia. Raciocina que, si bien por aquella formalidad estaba vigente el nexo irreversible que la ataba, en realidad no "exist�a" su marido. Decide, entonces. aparecer como "viuda" a quien la sociedad moqueguana deb�a considerar respetable y digna. Cree borrar, en esta forma, su anterior condici�n que sobrellev� en Huacho y antes en Say�n. Esta es su firme decisi�n y ante ella siente que le renace el optimismo y la confianza necesaria para iniciar su redenci�n. Ahoga la flaqueza sentimental que, a pesar de todo, palpita en el fondo de su coraz�n, sin advertir que ese sentimiento podr�a traicionarla si el descarriado marido descubriera su refugio. Se ratifica, sin embargo, en la firmeza de su determinaci�n y, haciendo efectivo el mon�logo de su desvar�o, afirma que la pr�ctica desaparici�n de su consorte justifica la imputaci�n de su muerte civil acreditando, por lo tanto, la "viudez" que se asigna. La se�orita Chocano asiente piadosamente esta confidencia, sin aprobar el viso de efectividad que le da el �nfasis con que lo enuncia Amalia. Moquegua -capital de la provincia del mismo nombre- fue conocida tambi�n como "Villa Benem�rita de la Patria". Tesoneramente se repon�a la ciudad de las depredaciones que le causaran los saqueos y destrucci�n efectuados por las tropas realistas durante la guerra de la independencia; de los estragos y la amargura de la desastrosa ocupaci�n chilena que obligara a los habitantes a pagar cuantiosos rescates y, de los terremotos de 1626, 1715 y 1868. Amalia escuch� atenta el pasado esplendoroso del pueblo de su adopci�n, descubriendo que adem�s, en esa Villa floreci� la vida del Mariscal Domingo Nieto, muy conocido de ella por los relatos amenos de su padre. En la Divisi�n de aqu�l que, entonces General, prest� servicios el que fue joven y bizarro soldado piurano que, radicado en Say�n, a donde acudi� a reponerse de paludismo, devendr�a tierno y recordado progenitor suyo. Amalia encontraba un notable parecido fraterno entre este pueblo que abr�a los brazos de su esperanza y el que fuera escenario querido de su ni�ez. Ambas localidades ten�an origen incaico, refiere Garcilaso. Moquegua fue elegida por los Generales del Inca Mayta Capac, quienes al pasar por all�, en su primera expedici�n de la sierra a la costa, descubrieron una amplia zona de sol perenne al lado del r�o Tambopalla, a veinte leguas del mar. En este pueblo de clima benigno, de hospitalaria y generosa poblaci�n, logr� recuperar un poco su quebrantada salud la atribulada madre. Los cuidados, casi fraternales, que le prodigara la abnegada se�orita Carmen, quien viv�a en la casa solariega de sus antepasados, los Chocano ―ubicada en un �ngulo de la Plaza de Armas―, no solamente tend�an a su recuperaci�n f�sica sino que, adem�s, le colmaban de esperanzas y a la vez de gratitud. Frecuentemente la virtuosa y acogedora se�orita Carmen visitaba la modesta vivienda donde Amalia se hospedaba en Moquegua, sita en la calle Jun�n n�mero 4. Jos� Carlos lleg� al mundo en la madrugada del 14 de junio de 1894 (una de la ma�ana), en su casa natal de Jun�n. Con este nuevo v�stago Amalia cumpl�a su sexto alumbramiento. Era el reto�o que trajo en sus entra�as desde Huacho. Al mes y un d�a de nacido se le inscribi� al ni�o en el Concejo Provincial de Moquegua. El encargado de hacerlo fue el se�or Jos� V. Jim�nez, amigo entra�able de la familia Chocano, quien se aperson� con dos allegados a �l: Nicol�s Herrera y Mariano N. P�rez, como testigos, ante la Municipalidad para realizar tal comisi�n (18). Un d�a despu�s (el 16 de julio) se le bautiz� al p�rvulo bajo el padrinazgo de la se�orita Carmen. ―que con tanta solicitud y afecto vel� el feliz parto― y del Dr. Rafael D�az, un amigo de la casa de los Chocano, prestigiado Director de un colegio particular de su propiedad y otro de los benefactores de Amalia. En esta ceremonia religiosa se reiter� el nombre del p�rvulo como Jos� del Carmen Eliseo, hijo de Amalia "viuda" de Mari�tegui (19) rectificando solemnemente, con esta declaraci�n el fin del v�nculo matrimonial y no la efectiva ausencia f�sica del padre. En otras palabras, resultaba esta madre una viuda a quien todav�a no se le hab�a muerto el marido. El nombre del reci�n nacido repet�a el de su abuelo materno, a la vez que homenajeaba a la Virgen de esa invocaci�n a quien encomendara la salud del reto�o la atribulada madre que visti� h�bito carmelita durante el embarazo. M�s tarde el joven sustituy� el nominativo de esas remembranzas por el de Carlos, Jos� rememoraba tambi�n el del primer Mari�tegui que incorpora su apellido en el Per� del siglo XVIII. Dos nobil�simas estirpes conflu�an, pues, a formar a quien con el correr del tiempo lucir�a el rotundo y euf�nico apelativo indentificatorio: Jos� Carlos Mari�tegui. Y, aunque aqu� termine la antecedencia del personaje central de nuestra referencia, cabe a�adir que Amalia traicionada por su inacabable ternura, volvi� a la ciudad de la cual hab�a fugado, para esta vez, reunirse de nuevo con Javier "resucitado�. Su coraz�n le empujaba a acudir a la rom�ntica cita del impenitente esposo, quien habiendo descubierto el albergue de Amalia clamaba epistolarmente por la vuelta del amor que anidara en el po�tico y apacible pueblo de Say�n. A trav�s de las misivas postales, Amalia escuchaba la voz implorante del enamorado de su juventud, y so�aba nuevamente imaginando ahora a Javier galante y cari�oso, exento del maleficio que lo hab�a separado de su lado; d�cil al conjuro del amor leal con que ella respondi� siempre, a pesar de los desvar�os renovados de su inestable y escurridizo marido. La etapa siguiente es de quietud y durante ella vio la luz su �ltimo hijo: Juan Cl�maco Julio (20), quien nace en Lima, el 9 de diciembre de 1895. Amalia, abandonando su falsa condici�n de "viuda", aparece en el documento bautismal al lado del "resucitado" y saludable padre de sus hijos. El nuevo ni�o lleva el nombre de su t�o materno, quien hizo de padrino en el bautizo junto a do�a Candelaria Ballejos, madre de Amalia. Julio es nombre que conmemora el agradecimiento al Coronel Julio C�sar Chocano, hermano de la se�orita Carmen. En Lima ha cambiado substancialmente la condici�n de Amalia. Javier que trabaja en el norte, ven�a poco a la capital; pero su apoyo y cari�o se hac�an presente peri�dicamente en el hogar . Ella hab�a sido presentada por la se�orita Chocano a distinguidas familias de la aristocracia lime�a donde hallaba ocupaci�n segura y remuneraci�n adecuada. Pero un d�a del apagado gris capitalino, lleg� la "cat�strofe" para Amalia quien, por medio de la informaci�n confidencial de cierta encumbrada dama en cuya casa habitualmente trabajaba, supo, horrorizada, que Javier era el contaminado nieto de un hombre condenado por la Iglesia por ap�stata y mas�n. Esta revelaci�n cay� sobre la creyente Amalia tal como una maldici�n del cielo, considerando la situaci�n de haber convivido y concebido seres de un monstruo. Amalia visit� a la familia de Javier para comprobar el parentesco con aquel abuelo endemoniado y, decidiendo su separaci�n final, asumi� nuevamente el papel de "viuda" reputando definitivamente "muerto" en vida al que fue su esposo. Pero, tambi�n, en tal oportunidad los parientes del marido, le hicieron saber sobre la verdadera situaci�n de aqu�l y de que, sin duda alguna, por razones muy poderosas debi� haber silenciado su estado. Esta. confesi�n en cierta forma contribuy� a aclarar la suplantaci�n de parte de sus se�as personales, a la cual recurri� Javier para contraer matrimonio con Amalia, catorce a�os atr�s, en la Parroquia de San Jer�nimo de Say�n. Esta, aparentemente, c�ndida actitud refleja el arraigado fanatismo de la sociedad peruana de esa �poca cuyo sectarismo no solamente abominaba el liberalismo sino que revolv�a sobre sus sostenedores, efectivos y presuntos, con intransigencia vengativa. Tal estado revelar�a la atormentada situaci�n que tuvo que sortear el nieto del gran rep�blico liberal. La condici�n azarosa de su existencia, tal vez, doblara su integridad vacilante present�ndole en un injusto papel del tr�nsfuga. Habr�a sido la interpretaci�n de la sombra gloriosa de su abuelo la que se proyect� desfavorablemente sobre �l, en-trabando su desenvolvimiento normal. La coincidencia de nombres y apellidos, con exactitud convirtieron a Javier en el motivo mnem�nico de esa sociedad carente de motivaciones mentales que esgrimir. Es seguro, pues, que este hombre se sintiera excluido y hubiera de sufrir la valla que le opon�a la peque�a comunidad urbana que lo ten�a tenazmente proscrito. Esta habr�a sido, quiz�s la raz�n que tuvo para avecinarse en una aldea alejada de la gran peque�ez capitalina, y tambi�n es posible que tal raz�n hubiera influido en la alteraci�n de los datos de su identificaci�n en Say�n. Su postura habitual, apartada de los mandatos del liberalismo; ostentaba el remedo de una pr�ctica decadente y conformista, para asimilarse al consenso y despistar a sus gratuitos e implacables perseguidores. El c�liz de la amargura pasada de las manos de Amalia a los labios del que siempre esquiv� el ac�bar. Pero, aunque todo esto no justifique totalmente la conducta de Javier, lo que m�s cruelmente le atormentaba ahora era que Amalia en cuya penetraci�n humana e infinita misericordia confi� siempre, fuera quien descubriera el embuste que tan penosamente ocult� y que ella, aliada a la sociedad que siempre le repudi�, fuera quien m�s se�aladamente lo detestara. Amalia simple y sencilla, de acuerdo con la fe de sus mayores y la observancia de los mandatos de su credo, asign� proporci�n des-mesurada al inocente pecado de Javier y decidiendo definitivamente no perdonar jam�s el enga�o que significaba haberle ocultado que era nieto de Satan�s, se enfrenta a la lucha sin tregua que va a significarle la protecci�n de sus tres hijos. Desgraciadamente el estado precario de su organismo, que se refleja tambi�n en los ni�os, especialmente en Jos� Carlos, le limita la fuerza que requiere su valent�a y debe resignarse a su m�sera situaci�n. La familia viv�a, por entonces, gracias a las entradas de Amalia, que por cierto eran bastante exiguas. Los ni�os, inocentes de la tragedia que vive su madre, bullen a su rededor proporcionando un poco de sincera alegr�a a la mirada marchita de sus agotados ojos. Jos� Carlos ha de recordar siempre el alborozo que le causara a �l y a sus hermanos el espect�culo fe�rico que le brindara el amor inmenso de su madre, que no regate� jam�s la dicha de que sus hijos gozaran, dentro de la suma pobreza de su existencia. Prueba de ello es la versi�n que nos hace llegar el mismo Jos� Carlos con respecto a la emoci�n que experimenta en el circo. Dejemos pues que el propio Mari�tegui describa sus impresiones sobre el espect�culo que venimos mencionando, al que asistiera a la edad de seis a�os en Lima, durante la celebraci�n de las Fiestas Patrias en el mes de julio de 1900. Fue en compa��a de Guillermina y Julio C�sar, poco antes de que viajara de retorno a Huacho (atendiendo el estado de su salud, como queda consignado al empezar el siguiente cap�tulo): �...Ese recuerdo es el recuerdo de nuestro ingenuo e infantil placer ―escribe Mari�tegui refiri�ndose al Circo―. Cuando fuimos ni�os a todos nos sedujeron por igual las maravillosas pruebas de los gimnastas; a todos nos hizo re�r la astucia bartoldesca del payaso y la bellaquer�a resignada y filos�fica del tony; a todos nos dio miedo y emoci�n el equilibrio tr�gico, durante el cual la orquesta dijo una m�sica sorda mon�tona que nos hizo temblar; a todos nos hipnotiz� la gracia a�rea de los trapecistas y de los saltadores. El Circo tiene para nosotros este recuerdo ingenuo que se abrillanta y se dora con la a�oranza de las tardes luminosas de los matin�es que nos hicieron so�ar toda la semana con la alegre promisi�n de la tarde dominical. Pero yo pienso que el circo tiene para todos otro recuerdo. Este recuerdo es el de nuestra pura visi�n voluptuosa. Cuando tuvimos seis a�os, fue sobre un trapecio, sobre la cuerda floja o sobre el trampol�n, donde ante nuestros ojos maravillados e ignorantes surgi� dislocada y �gil la figura de una mujer acr�bata..." (21). Ahora bien, y la que fuera bella aldeana, de tendencia rom�ntica, so�adora, con cuarenta a�os a cuestas, hecha una mujer madura y con la responsabilidad de velar por la vida y formaci�n de sus hijos, ni siquiera le inquieta el advenimiento del siglo XX tan cargado de presagios. La soledad y la miseria, a la que est�n condenadas todas las madres de su condici�n social, la van tornando insensible e indiferente. Los d�as para Amalia se suceden sin dejar m�s huella que el tiempo y las marcas f�sicas en su doblegado cuerpo. La Iglesia, corno hemos anotado anteriormente, la mantiene serena y ecu�nime. Dir�amos templada y predispuesta a resistir toda la escala de sufrimientos y sinsabores. Nada le sorprende ni le causa desasosiego, su suerte simbolizada por la pobreza est� echada. No hay arrepentimiento posible para los necesitados porque no pueden renunciar a la indigencia qu� viene a ser algo as� como su envoltura carnal.
NOTAS:
(1) Swayne y Mendoza, Guillermo. Mis antepasados. Lima, (1951) p. 120-125. (2) Texto de la carta que remitiera el se�or Jos� Francisco Mari�tegui y Ausejo, a la saz�n Prefecto de Arequipa, indicando el miembro de su familia que pod�a dar datos sobre la relaci�n de parentesco entre Jos� Carlos y el tronco principal de su progenie Mari�tegui en el Per�.
Puesto al habla ―el suscrito― con la persona a que hace referencia la nota, recib� amplia informaci�n verbal y escrita del Capit�n de Fragata Mari�tegui acerca de la rama de los Mari�tegui en el Per�. Mari�tegui y Cisneros, Salvador. Origen documentado de la Familia Mari�tegui en el Per�. Texto en una hoja volante. Figura la lista que sigue: Jos� Ignacio Mari�tegui y Liernia, Francisco Javier Mari�tegui Tallar�a y Francisco Javier Mari�tegui y Palacio. Adem�s, en anotaci�n manuscrita aparte, en hoja suelta, agrega ―para completar la relaci�n precedente― los nombres y apellidos de Francisco Javier Mari�tegui y Requejo y Jos� Carlos Mari�tegui La Chira. (3) En el libro de funerales, existente en la Parroquia de San Jer�nimo de Say�n, que comprende desde el 1� de octubre de 1861 al 5 de febrero de 1889, indica que don Jos� del Carmen La Chira naci� en Piura el a�o 1817 y muri� en Say�n el 10 de febrero de 1882, a la edad de sesenta y cinco a�os. (4) Las cuatro partidas bautismales se encuentran asentadas en el libro correspondiente de la Parroquia de San Jer�nimo de Say�n. (5) Asimismo, en la mencionada Parroquia existe la partida bautismal de Amalia La Chira Ballejos, nacida en el lugar el 10 de julio de 1860. Este documento rectifica la partida de defunci�n inscrita en el Concejo Provincial de Lima con fecha 28 de marzo de 1946, y en la que figura -err�neamente- como hija de Mar�a Calder�n, en lugar de Candelaria Ballejos. (6) Del testimonio de don Juan C. La Chira, t�o de J. C. Mari�tegui. (7) En el libro n�m. 2 de defunciones del Cementerio del Callao, correspondiente a los a�os del 1� de abril de 1900 al 31 de diciembre de 1919, se consigna los siguientes datos:
(8) Tanto que al momento de fallecer (23 de diciembre de 1884), promueve un sonado esc�ndalo la m�xima autoridad eclesi�stica del Per�, al tratar de oponerse a que se de sepultura cristiana a los restos de Francisco Javier Mari�tegui y Teller�a, como observaremos, a continuaci�n, en la rese�a period�stica de la �poca. Funerales del se�or Mari�tegui. En: El Nacional, Lima, 24 de diciembre de 1884. Ep�grafe de la Secci�n: Bolet�n del D�a. Informa sobre la traslaci�n de los restos del se�or Mari�tegui e inserta la nota que el Arzobispo de Lima envi� al Presidente del Consejo de Ministros y al Director de la Beneficencia comunic�ndoles este hecho y, asimismo, que el pr�cer no habr�a manifestado "su voluntad de reconciliarse con la Iglesia de que se hallaba separado, por ser en el Per� uno de los miembros de la masoner�a". Agrega que no ten�a derecho a sepultura ni honor alguno eclesi�stico y deb�an ser evitados los actos que contradijeran las disposiciones ya tomadas al respecto, posiciones ya tomadas al respecto, as� como las manifestaciones contra las creencias religiosas garantizadas por la Constituci�n. El cronista recuerda que el hecho de impedir la inhumaci�n del cad�ver de Mari�tegui en el Cementerio General, "suscit� las mismas dificultades que tuvieron lugar en el entierro del se�or Vigil. Y que S. E. (el General Iglesias, Presidente de la Rep�blica) ha allanado mediante un parte telegr�fico de Anc�n, en el mismo sentido que lo hiciese entonces el Presidente se�or Pardo, con respecto al caso de Vigil. (9) (Mondrag�n, Domingo A.) La provincia de Chancay, por Alcuino (seud.), Lima, 1957, 274 p. (Monograf�a in�dita). (10) Basadre, Jorge. Historia de la Rep�blica del Per�. 5a. ed. aura. y corr. Lima, Eds. "Historia" 1962. t. VI, pp. 2379-2380. (11) En la partida de defunci�n existente en el libro de funerales de la Parroquia de San Jer�nimo de Say�n, se certifica que el 26 de marzo de 1883 se dio sepultura eclesi�stica al cad�ver de Mercedes Mari�tegui, de un a�o y medio de edad, natural de Say�n, quien muri� de fiebre. (12) Acta de matrimonio existente en la Parroquia de San Jer�nimo de Say�n, el de mayo e 1882, asentada en el libro de matrimonios (1842-1893). "El presb�tero inter previa mi licencia cas� y vel� seg�n rito de Nuestra Madre la Iglesia por palabra de presente, despu�s de le�das las tres amonestaciones y tomado el consentimiento a Francisco Eduardo (?) Mari�tegui, soltero, de veinticuatro a�os de edad (?), natural de Macao (?), hijo natural de Juan Mari�tegui y de Rosa Zapata con Amalia La Chira, soltera de veintid�s a�os de edad, natural de Say�n, hija natural de Jos� La Chira y Candelaria Ballejos; fueron testigos Juan Ipince, Domingo Buitr�n y Diego Echegaray. De que doy fe (firmado) Valent�n Aparicio "Certificada por el P�rroco: Iv�n Pardo Figueroa, con fecha 4 de noviembre de 1955. Nota. Los signos de interrogaci�n encerrados dentro de par�ntesis se�alan los datos falsos con los cuales pretendi� ocultar su identidad Francisco Javier Mari�tegui. (13) Partida bautismal existente en la Parroquia de San Jer�nimo de Say�n, 2 de julio de 1882, asentada en el libro de partidas de bautismo "En la Iglesia de Say�n exorcis�, bautic� solemnemente, puse �leo y crisma a F�lix Evelardo de un mes de nacido, hijo leg�timo de Francisco Eduardo Mari�tegui y de Mar�a Amalia Lachira. Fue padrino don Juan M�rquez y testigo Parmenio Jurado, de que certifica. Valent�n Aparicio". (14) En una de las visitas que realizara a la se�ora Amalia, en su casa ubicada en la calle Sag�stegui n�m. 669, all� por los a�os 1943-1944, le escuch� referirse a la brev�sima existencia de Amanda que, seg�n la propia autora de sus d�as, ten�a los rasgos f�sicos de los Mari�tegui. Mar�a Diese en el libro: "Jos� Carlos Mari�tegui (etapas de su vida)" Lima, Eds. Hora del Hombre, 1945 recoge parecida versi�n de los propios labios de la citada anciana (p. 14). Ahora bien la se�ora La Chira, madre de Jos� Carlos, s�lo habla de cuatro de sus hijos: Amanda, Guillermina, Jos� Carlos y Julio C�sar; en cambio, a los dos mayores que murieron a poco de haber nacido: Mar�a Mercedes y F�lix Evelardo, y el cuartog�nito Esteban no los menciona. En la investigaci�n efectuada por el suscrito se ha podido localizar las partidas de bautismo de los tres �ltimos, as� como las de tres de los cuatro anteriores; faltando la partida de Amanda, que no se ha logrado ubicar hasta el momento. (15) Ibid. Swayne y Mendoza, G. Mis antepasados. p. 295. Partida de Nacimiento de Esteban Mari�tegui La Chira.
(16) Partida bautismal existente en la Parroquia de San Bartolom� de Huacho. "El infrascrito P�rroco de dicha Iglesia certifica que en el libro de bautismos correspondiente a 1885-1888, folio n�m. 8 se encuentra la siguiere a partida: A los veintinueve d�as del mes de diciembre de 1885, yo el infrascrito Cura interino de esta Parroquia bautic�, exorcis�, puse �leo y crisma a una ni�a de tres meses y medio de nacida, de raza mestiza, hija leg�tima de Francisco Mari�tegui, natural de Say�n, residente en Huacho a quien p�sole por nombre Mar�a Guillermina, fue madrina Petronila Bazo, a quien manifest� el parentesco espiritual y dem�s obligaciones, en fe de lo cual firmo: Jos� Dieguez". Es conforme al original (firmado) Eusebio Aroina. Huacho, 22 de noviembre de 1955. (17)Textos de los nombramientos como Prefecto de la Provincia Litoral de Moquegua y del Departamento de Loreto, respectivamente en: El Peruano, Lima, 17 abr. y 11 oct. 1895. (18) Texto de la Partida de Nacimiento. La que suscribe, encargada de la Datar�a Civil del Concejo Provincial de Moquegua-Per� Certifica:- Que a fojas ciento noventiocho y bajo el n�mero ciento ochenticinco del libro respectivo de Nacimientos que corre a mi cargo se encuentra registrada la partida siguiente: En Moquegua a las nueve de la ma�ana de hoy quince de julio de mil ochocientos noventa y cuatro (1,894 ante m� Manuel Ch�vez, Alcalde H. Concejo Municipal de este Distrito, compareci� don Jos� V. Jim�nez de esta vecindad, soltero, mayor de edad a manifestar que el d�a catorce de junio �ltimo a la una de la ma�ana en la casa n�mero 4 de la calle Jun�n naci� una criatura var�n de raza blanca e hijo natural de do�a Mar�a Amalia L. vda. de Mari�tegui, manifest� adem�s que llevar� por nombres "Jos� del C. Eliseo" y que tiene un mes, un d�a de nacido. Son testigos don Nicol�s Herrera y don Mariano N. P�rez que afirman conmigo, el Alcalde y el informante. Fdo. Ch�vez. Fdo. Jos� V. Jim�nez. Testigos Nicol�s Herrera, Mariano N. P�rez. Es copia fiel del original de su referencia. V� B� Eduardo Diez Canseco, Alcalde. Ada Palomino, Encargada de la Datar�a Civil. Moquegua, 20 de octubre de 1971. (19) Partida bautismal existente en la Parroquia de Santa Catalina de Moquegua. J. Anselmo Ch�vez M., Vicario For�neo y P�rroco de Moquegua, Certifica: que en el libro de Bautismos N� XXXV a fojas 6, se encuentra la partida siguiente: "A�o del Se�or de mil ochocientos noventicuatro, en diecis�is de julio. Yo el Cura Vicario de esta Doctrina de Santa Catalina M. de Moquegua que suscribe, bautic� solemnemente puse �leo y crisma a una criatura de treinta y dos d�as a quien puse por nombre Jos� del Carmen Eliseo, hijo natural de Mar�a Amalia L. v. de Mari�tegui. Fueron sus padrinos el Dr. Rafael D�az y do�a Carmen Chocano y Solar, a quienes advert� la obligaci�n y parentesco espiritual que por este acto contrajeron y por as� lo firmo M. Lorenzo Ch�vez. Con el descubrimiento que hiciera de las partidas de nacimiento y bautismo que anteceden, debido a las indagaciones y pesquisas que viene realizando el suscrito sobre la etapa casi desconocida de la vida de Jos� Carlos, pru�base que la partida de nacimiento N� 710, asentada en el Concejo Provincial de Lima, a instancias de do�a Amalia La Chira viuda de Mari�tegui (por disposici�n escrita del Se�or Juez, con fecha 11 de enero de 1937) es falsa. Pues Jos� Carlos Mari�tegui La Chira, no naci� en Lima, el 14 de junio de 1895, como aparece en dicho documento de nacimiento, sino en Moquegua el 14 de junio de 1894. De tal manera que queda rectificada la partida expedida por la Municipalidad de Lima, en lo referente a la ciudad, a�o de nacimiento y al segundo nombre de pila. Las mencionadas partidas de Jos� Carlos fueron localizadas por el suscrito en 1955. Posteriormente, en 1963, con motivo de la publicaci�n de la "B�o-Bibliograf�a de J. C. Mari�tegui", me refer� por primera vez a la partida de bautismo de Mari�tegui (v�ase p�gina 9 de la citada obra). Es posible que el propio Mari�tegui no supiera el a�o en que verdaderamente vino al mundo (de acuerdo con las partidas que hemos transcrito). Para confirmar el caso, podemos remitirnos, a la nota autobiografica que enviara Jos� Carlos en 1928, a Samuel Glusberg, Director de la revista "La vida literaria" de Buenos Aires, donde sostiene textualmente "Nac� el 95...". Conviene subrayar, por otra parte, que la familia de Mari�tegui (me refiero a la de la l�nea materna) le llamaba desde peque�o por el nombre de Jos� y no por el de Jos� Carlos como suele record�rsele ahora. (20) El que suscribe certifica que en el libro de Bautismo V, a p�gina 128, N� 775 se encuentra la siguiente Partida: (al margen: Juan Cl�maco Mari�tegui La Chira) `En la Villa de Chorrillos, Vice Parroquia de Surco a los siete d�as de abril de mil ochocientos noventiseis. Yo el Cura Vicario exorcis�, bautic� solemnemente, puse �leo y crisma a Juan Cl�maco Julio, nacido en el mes de diciembre de mil ochocientos noventicinco, hijo de don Francisco Mari�tegui y Mar�a Amalia La Chira; padrinos Juan C. La Chira y Candelaria Ballejos; y testigos: Rafael S�nchez Concha y Clemente Rivas. De lo que doy fe: Jos� Y. Luyo. Es copia fiel del original, Chorrillos, 9 de marzo de 1955 (Firmado) Dami�n de Lavina, Cura Vicario. (21) Carta a X: Glosario de las cosas cotidianas. En: La Prensa, Lima, 20 jun. 1916, p. 5. Firmada: Juan Croniqueur (seud.) |
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