OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

  

     

EL REGRESO A AMERICA

 

Legu�a dejaba en paz a las Universidades Populares. Y �stas habr�an tenido a�n mayor margen para sus actividades, si no hubiera sido por las aparatosas algaradas y, sobre todo, por las intrigas de sus polic�as secretos. El r�gimen legui�sta estaba a�n en su apogeo, asentado sobre la base firme del florecimiento econ�mico. El algod�n, el az�car y otras materias primas que el Per� produce en gran escala se cotizaban inmejorablemente en los mercados de Nueva York y de Londres. Los capitales extranjeros, principalmente el norteamericano, aflu�an a la econom�a peruana en diferentes formas y, sobre todo, como empr�stitos del Estado. La burgues�a realizaba estupendos negocios, y la clase media, base de sustentaci�n del legui�smo, conoci� d�as de gran optimismo y prosperidad, evo�lucionando a la formaci�n de un nuevo n�cleo de burgues�a. La pol�tica de las obras p�blicas urbanas y de las carreteras proporcionaba tra�bajo en todas partes, y, por �ltimo, la burocracia de ese r�gimen, salida de las clases medias, no hab�a tenido tiempo a�n para hundirse en el descr�dito y en la corrupci�n. El Presidente dejaba, pues, que los profesores libres ejercieran sus funciones en f�bricas y sindicatos. Los profesores sol�an reunirse en el "Centro de Medicina", de la calle Llanos, en los locales de los sindicatos, y en uno que otro domicilio de los alumnos. En todas partes, bien posesionados de sus trascendentales destinos, con airecillos de conspiradores, hablaban de sus novias reaccionarias, del "tirano Legu�a", del "cristianismo verdadero" y de Mahatma Gandhi, sin olvidar nunca aquello de "viejos, a la tumba; j�venes, a la obra", sabiendo perfectamente que viejos eran los hombres de cuarenta a�os y j�venes los de veinte. (Esta era, por lo menos, mi idea. Queda a salvo la de mis colegas de aquellos tiempos).

De vez en cuando aparec�a alguno que otro nuevo adepto, que se limitaba a o�r o a desarro�llar poco m�s o menos las mismas ideas con las mismas palabras. Pero una noche, de recuerdo inolvidable, porque para nosotros fue la noche de un gran acontecimiento, llegamos cuando, alrededor de una gran mesa de madera, los profesores, de pie o sentados en sillas dispersas, algunos le�an, en peque�a reuni�n, libros, revistas o conversaban en voz alta. Todos los rostros eran familiares, menos uno. All� estaba la melena desordenada y rubia de ese muchacho nobil�simo y original entre todos, Enrique Cornejo Koster; se o�a la vocecilla aflautada y graciosa del joven sabio y catedr�tico Oscar He�rrera; all� se ve�a la talla herc�lea con el pecho sobresaliente de Carlos Manuel Cox; los ojos so�adores, sombreados por cejas abundantes, de Luis Heysen; los anteojos refulgentes sobre la nariz judaica de Eudocio Rabines; el aguile�o perfil no menos judaico de Jacobo Hurwitz; el rostro peque�o y moreno del obrero Posada; el cuerpecillo enjuto del carpintero Navarro. Fi�guras y rostros conocidos, familiares, �de qui�n pod�a ser ese busto fr�gil, de largos brazos y manos finas, sobre el que se asentaba una cabeza potente de cabello negro, brillante, con el mech�n obstinado cayendo sobre la frente estrecha y p�lida que se desplomaba en una l�nea dura de perfil aguafuertista? Esa persona, desconocida para nosotros, hab�a comenzado a hablar conversando en voz baja entre el murmullo de las otras voces. Pero hubo un momento en que se qued� sola; emerg�a limpia y afinada, atrayendo las miradas de todos los presentes.

"Los viejos, a la tumba; los j�venes, a la obra"... Est� muy bien... Pero, �de qu� viejos y de qu� j�venes se trata? Porque yo he visto marchar a los j�venes fascistas romanos al can�to de la "Giovinezza"; hay muchos j�venes que llevan los signos de la decrepitud en la frente. Y el viejo Jean Jaur�s era el esp�ritu m�s joven de Francia".

�Qui�n pod�a ser ese hombre que planteaba la cuesti�n de manera tan nueva, tan extra�a, tan sugestiva?

Y cuando, en las derivaciones de la discusi�n, poco despu�s, Luis Bustamante, con sus gestos de orador gesticulante y sus �mpetus anticlerica�les, arguy� que las causas de nuestro atraso ra�dicaban en los estragos de la religi�n, la voz �gil se desliz� otra vez como una flecha:

�Creo que lo que nos pierde precisamente, querido Bustamante, es nuestra falta de capaci�dad religiosa. Lo que tenemos en el Per� es abundancia, superabundancia de cucufater�a, co�sa muy distinta de religiosidad. Cualesquiera de nuestros mulatos que van infaliblemente a las procesiones del Se�or de los Milagros, con sus uniformes, y vuelven a sus casas en busca de picantes y de org�a, no tienen nada que ver, querido amigo, con la religiosidad de Teresa de Avila o de Francisco de As�s...

�Qui�n pod�a ser este hombre extraordinario? �Cu�ndo, en qu� Universidad de nuestro pa�s, se hab�a o�do una voz tan nueva, tan sencilla y tan densa de pensamiento?

��Qui�n es este hombre, qui�n es?� pregun�tamos, con visible asombro.

Era Jos� Carlos Mari�tegui.

Cuando poco despu�s nos marchamos a casa, sent�amos que se hab�an conmovido las m�s s�lidas bases de nuestra ideolog�a. Muchas luces de Gonz�lez Prada corr�an hacia el poniente.

* * *

Cuando Mari�tegui lleg� a Lima, Haya se encontraba perseguido por la polic�a, siendo despu�s conducido a la prisi�n de San Lorenzo, en donde permaneci� alg�n tiempo. Un d�a, al conocerse la noticia de que iba a ser deportado a Panam�, numerosos profesores y alumnos de las Universidades Gonz�lez Prada trataron de organizar una protesta, provocando, si era posible, una huelga general, para conseguir la anulaci�n de la orden. No se pudo lograr nada, pues el r�gimen legui�sta, como hemos dicho anteriormente, se encontraba en plena pujanza, y los recursos con que contaban las Universidades Populares, en conexi�n con los obreros avanzados, eran bastante exiguos. No se pudo lograr nada; al contrario, en una redada de la polic�a cayeron veinte agitadores que se hallaban en reuni�n secreta para tomar resoluciones. Mari�tegui se encontraba tambi�n en el grupo. Una vez en la prisi�n tuvo lugar una escena que no dej� de impresionar profundamente a todos los que tuvieron la suerte de presenciarla; una escena qu� puso en evidencia hasta qu� punto puede llegar, a veces, el poder�o del esp�ritu sobre la fuerza bruta, elemental. Uno de esos militares, sabuesos del r�gimen, que estaba acostumbrado a maltratar de palabra y de obra a todas las personas que ca�an detenidas en la Intendencia de Lima, ya fueran simples gentes del hampa, ya fueran gentes respetables acusadas de cualquier delito pol�tico, quiso demostrar sus condiciones de matoner�a entre los veinte detenidos que deb�an permanecer sentados en unos bancos, como los escolares. Comenz� lanzando gruesas interjecciones y llegaba ya a los insultos soeces. Mari�tegui se puso de pie entonces, y dijo con un acento de firmeza impresionante:

�Usted no tiene ning�n derecho para insultarnos, coronel. No tiene m�s que mirarnos de frente para darse cuenta de que no tiene ning�n derecho para- tratarnos de esa manera, coronel.

El hombr�n galoneado se lanz� hacia la figu�rilla enhiesta que encend�a en sus ojos penetrantes, altos y fijos, una luz poderosa de mandato. El militar, al sentirla sobre sus ojos, se qued� paralizado y no acert� m�s que a gritar:

�Si�ntese.

Y volvi� la cara, mientras Mari�tegui segu�a de pie, inm�vil, hasta cuando quiso sentarse.

Nuestros veinte agitadores fueron puestos en libertad cuando Haya de la Torre navegaba seguramente a la altura de Salaverry, o sea, despu�s de cuarenta y ocho horas de haber sido detenidos.

* * *

La direcci�n de las Universidades Populares y de la revista Claridad pasaron, pues, de las manos de un universitario impetuoso �quiz� en demas�a� y valiente �que en un caso dado ha�br�a llegado al hero�smo1� a las de un periodista sereno, calculador, de una agudeza y habilidad extraordinarias. Mari�tegui tra�a, adem�s, como su antecesor, una capacidad de trabajo asombrosa. Durante los cuatro a�os que tuvimos la suerte de vivir en su intimidad pudimos observar que se trataba de un hombre absolutamente due�o y se�or de s� mismo. Sus impresiones, sus sentimientos, sus actos se mov�an en el espacio y en la luz de su raz�n, guiados por la mano experta de su voluntad. Pero hab�a en �l un impulso que nunca pudo frenar como es debido: su impulso de trabajo. Este fue uno de los motivos de su muerte en plena juventud.

Tan luego como se puso en contacto con las universidades, comenz� a dictar clases y confe�rencias, al mismo tiempo que desarrollaba una intensa labor period�stica. Al darse cuenta de que en el Per� hac�a falta una labor paciente, de lenta preparaci�n, y que esta labor pod�a desarrollarse perfectamente con un poco de astucia y habilidad, dentro del mismo r�gimen legui�sta, traz� su plan de acci�n. Hab�a que seguir una delicada l�nea de equilibrio, que sin alarmar al Go�bierno pudiera rendir una amplia eficacia al fin propuesto. Mari�tegui supo guardar ese equilibrio, y sus art�culos y sus conferencias, cargados de pensamiento pol�tico, de preocupaci�n proselitista, tuvieron siempre la apariencia de amenas cr�nicas y de atrayentes ejercicios literarios. En la prensa lime�a comenzaron a barajarse corrientemente los nombres de Poincar�, Clemenceau, Herriot, junto a los de Benito Mussolini, Farinacci, Lenin, Lunatcharsky y Tchicherin. Guard�ndose muy bien de emitir aparentemente un juicio personal, hac�a hablar siempre a las autoridades de la pol�tica o de las literaturas mundiales, que gozaban de s�lido prestigio en las altas esferas sociales. As� escrib�a: "Herriot en su libro La Rusia Nueva y De Monzie en Del Kremlin a Mosc�, nos dan testimonios enteramente burgueses. Y estos testimonios nos hablan de la rectitud y de la grandeza de los hombres e ideas de la difamada revoluci�n. Son hombres ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, pero saben opinar honestamente. Herriot dice: "Un hecho tan violento como la revoluci�n ruso supone una larga serie de acciones anteriores. No es a los ojos del historiador sino una consecuencia". De esta manera, no pod�a arg��rsele nada. Lo mismo hac�a en sus conferencias: "Mi labor es simplemente informativa. No hago m�s que relatar los hechos que se han desarrollado no hace mucho en Europa, y que aqu� no se conocen por falta de un periodismo debidamente documentado". Y hablaba de las Internacionales y del movimiento sindical internacional. De modo que los obreros, los intelectuales de todas las tendencias, comenzaron a tener una idea clara del mundo europeo, sobre todo de la Europa Oriental, a la que hasta ese entonces se hab�a presentado como un degolladero, en el que Lenin y sus lugartenientes no se cansaban de abatir a la gente...

Mari�tegui hizo nacer, pues, en nuestra Lima colonial un ambiente y un clima intelectua�les de gran ciudad moderna.

Esta labor escrita y oral intensa, era dema�siado para �l. Al cabo de pocos meses su organismo d�bil se resisti� a obedecer el mandato de una voluntad anhelante y febril. La dolencia que le hab�a atacado en su ni�ez de privaciones y trabajo, despert� de su estado latente, despu�s de veinte a�os, ayudada por las condiciones org�nicas de desgaste y debilitamiento que la hab�an originado. Le ve�amos decaer, perder su fuerza. En un momento dado, aumentaron extra�amente la palidez de su rostro y el brillo de sus ojos, si bien segu�a acudiendo siempre infalible a la brega. Hasta que un d�a no pudo ya moverse del lecho, con una fiebre de 40 grados.

* * *

Desde su regreso de Europa, Mari�tegui viv�a, con su mujer y los ni�os, en una casita moderna, en pobreza voluntaria, pues en aquel momento le hab�an propuesto varios puestos, entre otros, el de la direcci�n de La Prensa, �rgano del Gobierno. Como es natural, no quiso aceptarlo. Su situaci�n familiar se presentaba, pues, en tal instante, verdaderamente desesperada. Aquel m�dico Roe, que en Roma fuera uno do los miembros de la "primera c�lula comunista peruana" se encontraba en Lima; hab�a dejado ya de ser "rojo", pero segu�a siendo un amigo sol�cito. Estuvo siempre junto al lecho del enfermo, y cuando vio que se trataba de una crisis profunda, dispuso que se le llevara a una cl�nica apropiada.

He pensado muchas veces en esa cl�nica, a la que sus amigos �bamos cotidianamente a inquirir por la salud del enfermo. Eran los d�as de ese invierno carcelero de Lima, que no acaba de descargar nunca la ceniza de su lluvia fina, mon�tona, desesperante. Los que est�bamos unidos ya a Mari�tegui por ciertas afinidades permanentes, por ciertos v�nculos indestructibles del esp�ritu; los que hab�amos intuido sus magn�ficas fuerzas creadoras, los que hab�amos o�do el acento misterioso de su voz resonando obscuramente en nuestros destinos, sent�amos, por esos d�as, el peso de una invencible angustia. Un rec�ndito presentimiento nos advert�a vagamente que el peligro de muerte suspendido sobre Mari�tegui amenazaba tambi�n con afectar la vida de algunos de los que le rode�bamos. Los hechos posteriores nos presentaron a plena luz todo el contenido verdadero de este presentimiento. El que escribe estas l�neas es una de aquellas personas que, sin aliento, sin la ayuda, sin el ejemplo del gran americano que surgi�, precisamente, despu�s de superar ese gran trance de agon�a, no habr�a podido encontrar el camino del sufrimiento visionario y el esfuerzo obstinado, que quisiera hacerse eterno creando a cualquier costo y por el que avanza su existencia.

* * *

El cirujano Guillermo Gasta�eta oper� a Ma�ri�tegui, tratando de no recurrir a una grave amputaci�n. La enfermedad se manifestaba visi�blemente en un flem�n de naturaleza maligna, localizado a la altura del muslo izquierdo. El buen deseo del cirujano estuvo a punto de ori�ginar la muerte antes de que cumpliera los treinta a�os y antes que hubiera cumplido completamente su misi�n en este mundo. El simple drenaje del tumor y la supuraci�n hacia el exterior hicieron bajar casi inmediatamente la fiebre del paciente y se crey� haber conseguido un verda�dero �xito. El enga�o no dur� muchos d�as. Un examen minucioso, practicado por un m�dico subalterno de la cl�nica, puso al descubierto que la enfermedad hab�a seguido progresando subrepticiamente, hasta colocar al enfermo en una si�tuaci�n desesperada, pues la amputaci�n de la pierna, en tal momento, contaba con s�lo un m�nimo insignificante de probabilidades para salvarle. Recuerdo que en ese instante rodeaban el lecho albeante, en el que aparec�a sobre la almohada s�lo el rostro afilado, donde la muer�te comenzaba a dejar los tonos p�lidos de su temible paleta, el cirujano Gasta�eta, el practicante, la madre de Mari�tegui, un estudiante, cuyo nombre no recuerdo. En ese instante, el destino debi� forcejear, duramente, para alejarlo de la tumba. El cirujano llam� a la anciana madre de Mari�tegui hacia afuera de la alcoba y le manifest� enteramente lo angustioso de la situa�ci�n: "La intervenci�n quir�rgica en este ins�tante cuenta con un m�nimo extremo de probabilidades para salvarlo. Pero si no recurrimos a ella, su muerte ocurrir� inevitable antes de las veinticuatro horas". En tales circunstancias. el cirujano ped�a la autorizaci�n de los parientes para proceder de inmediato La madre de Mari�tegui, una se�ora de cepa antigua, cat�lica hasta el fanatismo, estaba llena, como es natural, de abundantes prejuicios y supersticiones. Ella consideraba, por ejemplo, que la mutila�ci�n del cuerpo constitu�a un atentado contra la naturaleza. (No s� si esta idea es ortodoxamente cat�lica). Entre l�grimas y sollozos opinaba, pues, que no deb�a recurrirse a la intervenci�n, ante la mirada interrogante y tranquila del cirujano, acostumbrado ya seguramente a tales opiniones y escenas tremendas. En ese instante lle�g�, por suerte, apresuradamente Anita, la esposa de Mari�tegui, que hab�a sido llamada por tel�fono. Y se produjo entonces un enfrentamiento emocionante. Las dos mujeres defend�an con todo su ardor, con toda la vehemencia de que eran capaces, el bien de un hombre, cada una a su manera. Los fueros de la muerte y del pasado, contra los fueros de la vida y del porvenir, disputaron esa vez, agriamente, por boca de la madre y de la esposa.

�Si el ser la madre de sus hijos �arguy� Anita como supremo argumento en un dif�cil espa�ol� me da alg�n derecho exclusivo, reclamo y exijo que la intervenci�n se realice inmediatamente.

No hab�a nada que arg�ir. Se hicieron r�pi�damente los preparativos y la operaci�n se realiz� con buenos resultados.

Mari�tegui hab�a sido llevado a la mesa de operaciones, con una fiebre alt�sima y en completo delirio. Ese estado dur� a�n muchas ho�ras despu�s de realizada la amputaci�n de la pierna izquierda. Tres d�as estuvo sin saber nada de lo que hab�a sucedido en su organismo.

Un d�a dijo, dirigi�ndose a un amigo con quien estaba a solas:

�Es curioso. Desde ayer siento la pierna izquierda completamente adormecida.

Seguramente se dio cuenta del efecto que sus palabras produjeron en el rostro del oyente y al vuelo comprendi� la magnitud de su desgracia. Luego llev� la mano hacia la pierna, que cre�a adormecida, y encontr� la amputaci�n. Entonces aument� mortalmente la palidez de su rostro y comenz� a llorar entre sollozos, mientras su amigo, bes�ndole en la frente y habl�ndole con todo el calor y la ternura de que su alma era capaz lo acompa�aba en su llanto.

Fue la �nica vez que se le vio en tal estado de postraci�n. Fue la �nica vez que se le vio realmente doblegado por el dolor. El camino que le quedaba por recorrer estar�a sembrado de grandes contrariedades, privaciones, y sufrimien�tos de toda �ndole, pero el temple de su esp�ritu resisti� a todo con una magn�fica nobleza silenciosa. Entonces tuvo Am�rica uno de los espect�culos m�s hermosos y emocionantes: el de un hombre inmovilizado, que convierte su dolor en una fuente inexhausta de vida y de optimismo creador.

El caso de Mari�tegui, extraordinario desde su ni�ez, plantea de nuevo otro problema com�plejo y profundo. �En qu� consiste la salud? �C�mo era posible que un cuerpo humano reducido a la invalidez y continuamente acuciado por la enfermedad, fuera una fuente creadora, que diera una luz de optimismo y de alegr�a capaz de eclipsar el optimismo y la alegr�a del cuerpo m�s sano? Mari�tegui fue para muchos la revelaci�n de extraordinarias contradicciones, efectivas o aparentes.

Una vez que estuvo en condiciones de abandonar la cl�nica, el convaleciente fue llevado a Miraflores, balneario lime�o de buen clima, para que all� convaleciera. Y al llegar a este mo�mento de su vida, es agradable recordar que en todo el Per� se produjo un movimiento de simpat�a y de auxilio hacia el escritor en desgracia. Le correspondi� a Luis Alberto S�nchez el honor de iniciarlo en Lima. A �l se unieron todos los escritores y artistas en masa. Hubo funciones y conferencias en los teatros. Y el producto obtenido en ellas le sirvi� para atender a su restablecimiento.

Su convalecencia fue r�pida en el balneario. E inmediatamente recomenz� su actividad con m�s br�os que nunca. Se sinti� pose�do otra vez por ese impulso irresistible de trabajo, que en un instante dado hab�a sido contenido de golpe. Y le gustaba entonces repetir a sus amigos:

�En el instante m�s �lgido de mi agon�a, yo sab�a que no pod�a morir, que no morir�a a�n. Estaba seguro. Yo sab�a que mi destino no estaba a�n terminado y ello me daba una fuerza inaudita. Creo que nuestras vidas son como las flechas que deben alcanzar necesariamente un blanco. Y yo sab�a que la m�a no hab�a llegado todav�a al suyo.

Comenz� su trabajo period�stico en las dos revistas peruanas de mayor circulaci�n; y su tra�bajo oral tambi�n, pues fue su hogar haci�ndose poco a poco el m�s selecto punto de reuni�n de escritores, artistas, estudiantes y obreros avanzados. Su sill�n de inv�lido fue ganando el prestigio de la m�s ilustre c�tedra. Pero no se trataba de una c�tedra en la que se aprendieran fr�os conocimientos. Se trataba de una voz luminosa, cargada de misteriosas reso�nancias que infund�an fuerza al �nimo quebran�tado, que se�alaban el camino al que estaba por extraviarse; una voz que ense�aba, alentaba y consolaba.

�Cu�ntas veces se pudo ver a m�s de un hombre robusto, joven, entrar al hogar del inv�lido, con la amargura de una decepci�n profunda en los ojos, para salir poco despu�s con el aire sose�gado del que encontr� una soluci�n, o con la sonrisa expresiva del que encendi� en su camino una salvadora esperanza!

De esta manera se presentaron un d�a en las puertas de su casa, cuando aun viv�a en Miraflores, con andar sigiloso y aire de misterio, cinco profesores de la Universidad Popular. Fue un momento en que Mari�tegui influy�, acaso decididamente, sobre el destino de la pol�tica peruana de esos d�as. Los l�deres estudiantiles ve�n�an nada menos que a resolver una cuesti�n de sumo peligro. Se trataba de que un grupo de obreros terroristas hab�a resuelto victimar al Presidente Legu�a, a quien juzgaban como a un tirano. Antes de llevar a cabo el plan, hab�an querido tener el visto bueno de sus pro�fesores, pues aquellos terroristas eran nada menos que alumnos de las Universidades Populares. Cuatro de los maestros hab�an aprobado ya el plan. Pero el quinto opin� que el caso deb�a llevarse a conocimiento de Mari�tegui. Al principio hubo una ruda oposici�n para que se recurriera a tal consulta, pero la decisi�n del que hizo la propuesta triunf� al fin y al cabo. Y all� estaban ante Mari�tegui, hablando en voz apenas perceptible, p�lidos y no sin cierto temblor. Mari�tegui los oy� tranquilamente, pero abriendo cada vez m�s sus ojos asombrados ante tama�a insensatez. Cuando le toc� su tur�no de hablar, dijo, simplemente:

��Algunos de ustedes creen en la m�s m�nima posibilidad de que este atentado redunde en beneficio nuestro? �Tienen alg�n plan para adue�arse del poder? �Hay por lo menos un cuadro de dirigentes capaces de encauzar los acontecimientos que se precipitar�n despu�s? Si no lo hay, �a manos de qui�n ir�a entonces el poder? Una vez muerto Legu�a, �cu�l ser�a la situaci�n creada?

Como nadie contestara, prosigui�:

�Se adue�ar�a del gobierno, ipso facto, cualquier personaje galoneado, que nos hundir�a en una opresi�n infinitamente m�s terrible. No veo, pues, por ning�n lado el beneficio de tal atentado, que s�lo puede explicarse en situaciones verdaderamente revolucionarias.

Ninguno de los estudiantes se atrevi� a hacer la menor contradicci�n. Y el proyecto descabe�llado no pudo, naturalmente, prosperar.

* * *

Mari�tegui hab�a tra�do desde Europa la determinaci�n de fundar una revista de divulgaci�n cient�fica, literaria y art�stica. Una revista de mayor amplitud que Claridad, consagrada exclusivamente a los problemas universitarios y pol�ticos. La crisis de su salud le impidi� moment�neamente llevar a cabo su proyecto, pero, una vez restablecido, volvi� a tomarlo entre las manos, cada vez con mayor entusiasmo y probabilidades de primer orden, gracias al grupo de escritores y artistas que le rodeaban ya estrecha, �ntimamente. Esta fue la raz�n fundamental de su traslado a Lima. Y ya en su casa de la calle Washington, comenzaron a barajarse nombres: Vanguardia, Adelante, Iniciaci�n... Hasta que Mari�tegui propuso: Amauta. El nombre no gust� al principio, pero se impuso finalmente. Es verdad que el nombre de un libro o de una revista tiene cierta importancia para su �xito, despu�s de todo. Amauta, palabra ind�gena des-conocida entre el gran p�blico americano, y que significa Maestro, profeta, o algo semejante, ser�a, pues, el nombre de la revista que estaba llamada a crear en Hispanoam�rica un movimiento cultural sin precedentes.

Mari�tegui despertaba entre las seis y siete de la ma�ana. A las ocho estaba ya en su escritorio.

En el �ngulo de una peque�a habitaci�n, con gran ventana a la calle Washington, hab�a, en el fondo, a la derecha, un div�n tapizado en azul obscuro. Junto a �ste, un anaquel ancho y bajo de madera negra que llegaba casi hasta el muro opuesto, completamente ocupado de libros en franc�s, italiano, ingl�s, alem�n y espa�ol (la mayor�a en franc�s y en italiano): Das Kapital, La decadence de la Philosophie Allemande, Les Questions Fondamentales du Marxisme, Jean Cristophe, Clart�, casi todos los libros de Piran�dello, de Bontempelli, Tirano Banderas, Los de Abajo, La Agon�a de Cristianismo. Los otros lados de la habitaci�n, en su parte baja, estaba ocultos detr�s de grandes sillones: tal era el es�critorio de Mari�tegui. Instalado en el div�n aquel, comenzaba su trabajo a las ocho de la ma�ana, infaliblemente, salvo los d�as en que la fiebre no le dejaba abandonar el lecho. Ya se sabe cu�l es el trabajo de un escritor: leer, consultar, tomar notas en los libros y revistas, escribir art�culos para los peri�dicos o los cap�tulos de un libro. En el caso de Mari�tegui hubo que agregar los quehaceres del editor. Tan luego como sali� el primer n�mero de Amauta, el escritorio de Mari�tegui se transform� a la vez en una oficina, donde �l mismo, su mujer y sus amigos, hac�an paquetes, pegaban sellos de co�rreo y escrib�an direcciones: Se�or Miguel de Unamuno, Universidad de Salamanca; M. Romain Rolland, Villeneuve, Suisse; M. H. Barbusse, 106, rue Montmartre, Par�s. Y as� segu�an las de Vasconcelos, Diego Rivera, Sanin Cano, Garc�a Monje, Uriel Garc�a, Lugones, Palacios, Juana de Ibarbourou. Y desde un rinc�n del Per�, el esp�ritu nuevo de Am�rica comenz� a irradiar hacia todos los puntos de la Tierra.

La revista Amauta fue exactamente un reflejo de lo que viv�a y se agitaba en esa peque�a habitaci�n de la calle Washington, donde, atra�dos por cierta fuerza que emanaba de la irresistible personalidad de Mari�tegui, asist�an los temperamentos inquietos m�s diversos. Y as� pod�a verse a un viejo poeta de la m�s alta calidad, artista puro y t�mido que viv�a alejado del bullicio, del tr�fago, de todo lo que quisiera decir contacto con la muchedumbre, a un poeta solitario como Jos� Mar�a Eguren, sentado en esa peque�a habitaci�n, perdido entre un grupo de estudiantes bulliciosos, de obreros recatados, de poetas y pintores nov�simos que discut�an con Mari�tegui sobre las particularidades de los koljoses y los ayllus, sobre las �ltimas travesuras de los surrealistas franceses, la deportaci�n por el dictador Primo de Rivera de Unamuno y la espiritualidad del materialismo hist�rico. Exactamente igual que en las p�ginas de Amauta, donde aparec�an, junto a los poemas del gran simbolista peruano, las complicadas y substanciosas cartas del rector de la Universidad salamantina, los art�culos de Stalin sobre econom�a agraria en los Soviets, los manifiestos de Arag�n y los art�culos de la indigenista Dora Mayer de Zulen.

Y as�, s�lo as�, pod�a salir a las calles de Lima y a los cuatro lados del mundo, emperifollada de cantos, de estrofas, de pinturas de indios, una revista sembradora de la m�s vigorosa semilla revolucionaria en esa hora auroral y heroica del destino humano. Pero los ortodoxos e inexpertos militantes no se cansaban de clamar contra "tanta hojarasca po�tica de la revista" ante la determinaci�n inconmovible y la sonrisa complaciente del piloto...

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Mari�tegui persegu�a un fin pol�tico de rea�lizaci�n m�s o menos lejana, puesto que saltaba a la revista la imposibilidad de su realizaci�n inmediata. No ten�a, pues, por qu� repetir el juego del a�o 22, atacando al r�gimen legui�sta y provocando una reacci�n popular que hubiera favorecido a la oligarqu�a reaccionaria. Lo esencial era crear una nueva conciencia pol�tica, una nueva responsabilidad. Sin embargo, en m�s de una ocasi�n se vio obligado a adoptar una po�sici�n clara, que defin�a sus principios doctrinarios. Este fue el caso del incidente con Chocano, quien se encontraba en el Per� desde hac�a alg�n tiempo, gozando de la protecci�n de Legu�a2. Una ma�ana apareci� en La Prensa de Lima un art�culo furibundo y virulento contra Vasconcelos, y que llevaba la firma del famoso vate americano. Vasconcelos representaba para el grupo Amauta un valor espiritual de primer orden, no tanto por la calidad de su obra escrita, muy discutible, por cierto, sino por la extraordinaria labor educacional que llevaba a cabo en el Ministerio de Educaci�n P�blica de M�xico. Hab�a entre Vasconcelos y el grupo Amauta m�s de una afinidad ideol�gica que hab�a sido demostrada por la cordial acogida que el maestro mexicano dispensara a Haya de la Torre en el momento de su exilio. Un ataque contra Vasconcelos, de la manera como Chocano lo hac�a, era tambi�n, en cierta forma, un ataque al esp�ritu del grupo de Amauta. Mari�tegui decidi� publicar una nota en la que, sin hacer el menor reproche a nadie, se trataba de defender a una personalidad cuya firma aparec�a en las p�ginas de la revista. La nota fue firmada por diez o doce escritores y artistas, entre los que se encontraba Edwin Elmore. Chocano, como casi todos nuestros poetas tropicales, era una persona de vanidad inconmensurable, como el genio que se le atribuye. Su egocentrismo no le per�mit�a mantener la discusi�n en un terreno de altura. Busc� entre los firmantes de la nota a la persona que crey� m�s vulnerable, Edwin Elmore, y la tom� con �l, exclusivamente, record�ndole que era descendiente de un traidor a la patria. Hubo un duelo epistolar que se public� en los peri�dicos y en el que el gran bardo tuvo la desgracia de poner ante la luz p�blica su absoluta falta de nobleza, haciendo gala de vulgaridad y agresividad verdaderamente extra�as en un artista de tanto renombre. Vino, por �ltimo, el encuentro cara a cara en el patio de El Comercio, el encrespamiento de las voces, las injurias, los golpes y el disparo que cost� la vida a Elmore.

La defensa de un principio hab�a derivado a una cuesti�n personal, enteramente repulsiva y odiosa. Y el grupo Amauta, que lo observ� per�fectamente, no tuvo por qu� continuar en ese terreno, menos a�n cuando la oligarqu�a, siempre alerta para aprovechar la menor coyuntura, tomaba la ofensiva de flanco contra Legu�a. Se abstuvo, pues, de caldear el ambiente, a pesar de que Chocano segu�a atac�ndole en una revis�ta que publicaba desde su prisi�n del Hospital San Bartolom�. Vale la pena recordar aquellos ataques, que eran de este g�nero, poco m�s o menos: "Esos bolcheviques de Amauta tienen la desverg�enza de publicar en su revista anuncios comerciales de empresas capitalistas. Y esas empresas son tan est�pidas que se los dan". Era verdad. Los milagros de la perseverancia y la agilidad de algunos redactores de Amauta hab�an conseguido convencer a cinco o seis geren�tes de bancos y compa��as de seguros, que un anuncia en tal revista "cient�fica, literaria y art�stica" de "m�xima circulaci�n" y "prestigio" no har�a m�s que aumentar sus negocios. Los buenos gerentes, que no sab�an al principio de qu� se trataba, llegaron a dar los anuncios, que efectivamente sirvieron para que la revista no se hundiera por falta de recursos desde el comienzo. Tan luego como vieron que no ten�a notas sociales, ni publicaba retratos de las damas distinguidas, tan luego como oyeron el consejo de Chocano, cancelaron sus contratos.

Hacia 1929, Legu�a entraba al sexto a�o de su segundo per�odo presidencial, es decir al d�cimo primero de su ininterrumpido r�gimen.

A lo largo de aquella d�cada, este gobernan�te desarrollaba una pol�tica trascendental, tan�to en el orden interno como en el internacional. Con flexibilidad extraordinaria, que a veces provocaba sordas desaprobaciones en algunos sectores del ej�rcito, dej� definitivamente solucionados los complicados problemas territoriales con Colombia y Chile, cediendo a la primera el famoso tri�ngulo de Leticia, que abr�a a esa naci�n el acceso al Amazonas, y cediendo la provincia de Arica a la segunda, a cambio de Tacna, depar�tamento que, despu�s de cuarenta y cinco a�os, volv�a, por mediaci�n de Estados Unidos, a reincorporarse al Per�.

En el orden interno, con extraordinaria visi�n de estadista moderno, Legu�a acometi� la obra de progreso nacional ejecutando un vasto programa vial; otro de irrigaci�n y un tercero de industrializaci�n. Para ello se vio en la necesidad de buscar empr�stitos y t�cnicos extranjeros �procedimiento que, si hoy siguen aplicando los pa�ses subdesarrollados, con m�s frecuen�cia que nunca, ser� porque no es inapropiado.

De este modo pudo encararse la construcci�n de obras tan importantes como las portuarias del Callao, las viales en diferentes puntos de la Rep�blica y las de irrigaci�n en La Joya (Arequipa); en la Esperanza (Huacho) y en las pampas de Olmos (Lambayeque). Parece que la falta de un buen planeamiento, seg�n algunos; o a causa de la corrupci�n de los contratistas y em�pleados, que incapaces de interesarse por el bien futuro de la patria, s�lo se preocupaban por el bien presente de sus mezquinos ego�smos, lo cierto es que, ya sea por esto o por aquello, tales empresas estupendas, sobre todo la de las pampas de Olmos, que nos habr�a proporcionado un campo inmenso, feraz, magn�fico de esa producci�n agropecuaria, que tanta falta hace a la Costa peruana, quedaron inconclusas, definitivamente truncadas.

No hab�a s�lo este aspecto negativo en la gesti�n presidencial del gran estadista. Otra era el innoble espect�culo de libertinaje y derroche que daban sus colaboradores cercanos, quienes a veces en forma l�cita, y otras recurriendo al negociado y toda clase de especulaciones, como el fomento descarado del juego de azar, lograron hacer cuantiosas fortunas, de las que disfrutaban con soberbia y ostentaci�n, al mismo tiempo que rend�an a su benefactor, la m�s servil pleites�a.

Por �ltimo, el autoritarismo legui�sta, que a veces se hac�a indispensable en un medio nacio�nal tan desorganizado e indisciplinado como el aquel entonces, resultaba a la larga transformado en una odiosa opresi�n. Al cabo de diez a�os de gobierno fuerte, la resistencia nacional aumentaba cada vez m�s visiblemente, lo cual a su vez demandaba el crecimiento, hasta hacerse monstruoso, del cuerpo represivo. De est� manera, la delaci�n se hizo corriente y llegaba a actuar hasta en los mismos hogares. Por consiguiente, aumentaba cada d�a el n�mero de presos y deportados, que pod�a ser obreros descontentos, estudiantes inquietos o simplemente cons�piradores profesionales. En tal estado de agitaci�n constante, la autoridad llegaba a ejercerse a veces brutalmente y cometiendo toda clase de abusos. Entre las v�ctimas de tal estado de cosas, se encontraron Mari�tegui y sus colaboradores, quienes a veces ten�an que enfrent�rsele obligadamente en defensa de intereses espec�ficamente clasistas.

El grupo de Amauta estaba constante y estrechamente vigilado. En Lima quedaban muy pocos profesores de las Universidades Populares, pues casi todos hab�an sido expulsados sucesivamente. Los que quedaban, una media docena, poco m�s o menos, persist�an en la idea antigua y un tanto ingenua, dadas las condiciones de vida en tal momento, de formar una cooperativa estudiantil obrera para adquirir una imprenta y fundar una editorial anexa a la revista Amauta. Este proyecto originaba la necesidad de que los interesados se reunieran de vez en cuando para discutir las cuestiones de tr�mite. Pues bien, una de esas reuniones p�blicas, a la que hab�an asis�tido veinte personas, m�s o menos, fue imprevistamente sorprendida por un enjambre de po�lic�as armados hasta los dientes y prestos a dis�parar sus pistolas y sus fusiles contra los inofensivos y espantados cooperativistas. Acto seguido fueron conducidos como si se tratara de temibles terroristas a los calabozos de la Intendencia, primero, y a los de la Isla de San Lorenzo, despu�s. Esa misma noche se allanaba el domicilio de Mari�tegui, quien fue conducido tambi�n en calidad de preso pol�tico al Hospital de San Bartolom�. Parece que Legu�a, al darse cuenta de la barbarie que entra�aba el hecho de atropellar en esa forma a una persona ilustre, cuyo mal estado de salud era conocido por todo Lima, orden� casi inmediatamente, al conocer el hecho, que fuera puesto en libertad. Pero el acto policiaco, dirigido por un torpe Ministro, hab�a producido ya su efecto deplorable, y Mari�tegui sufri� una grave crisis, que le dur� varios meses. A los dem�s presos se los tuvo medio a�o en la Isla de San Lorenzo. Muchos de ellos fueron tambi�n deportados.

As� continuaban, pues, los momentos de terri�ble prueba y hero�smo para Mari�tegui. Y, como era un hombre al fin y al cabo, sol�a sumirse a veces en amargos desfallecimientos; en una de esas ocasiones, al verse casi solo, al ver que lo separaban a la fuerza de sus �ltimos colaboradores, se le oy� exclamar, con cierto temblor imperceptible en la voz, pero sin perder la no�ble y serena expresi�n de su semblante:

�Ahora es cuando se me est� haciendo sen�tir toda la magnitud y la orfandad de mi invalidez.

La revista continu� sin embargo public�ndose de manera m�s o menos regular, gracias a la cooperaci�n de sus lectores, que iban en constante aumento, hasta el mismo a�o 1930. Su edici�n termin� precisamente con dos n�meros p�stumos, dedicados a honrar la memoria de su fundador y en los que colaboraron eminentes escritores de las m�s variadas tendencias ideol�gicas de Espa�a y de Am�rica.

Paralelamente a su obra estrictamente lite�raria y que se realizaba no s�lo en Amauta sino tambi�n en los hebdomadarios lime�os Varieda�des y Mundial, dirigidos por Clemente Palma y Andr�s Avelino Arambur�, respectivamente, y en otras publicaciones de Espa�a, Argentina, M�xico y Estados Unidos, Mari�tegui cumpl�a un papel directivo de primer orden en la organizaci�n de las fuerzas proletarias del Per� entero. Como ya se ha dicho, su discrepancia ideol�gica con el fundador del Apra lo llev� a alejarse de este partido. Poco despu�s se le vio fundar otro, que con el nombre de Partido Socialista, ven�a a ser en realidad, la secci�n peruana de la Tercera Internacional, que repudiando los m�todos del nacionalismo reformista, defend�a las teor�as y los m�todos marxistas, interpretados y aplicados a la realidad pol�tica y social rusas por Lenin. Adem�s, los sindicatos, tanto de Lima como de provincias, que ve�an en �l a su mejor gu�a y defensor, lo urg�an constantemente para que les diera consejos y directivas. De este mo�do se vio la necesidad de crear un �rgano de prensa enteramente obrerista que finalmente apareci� con el t�tulo de Labor. El nuevo peri�dico dur� poco tiempo; pero fue el veh�culo ideol�gico que hizo posible, primero, la fundaci�n de las Federaci�n de Campesinos y Yanaconas, la de Mineros del Centro y la de Mar�timos y Portuarios, que junto con otros formaron des�pu�s el cuerpo de la Confederaci�n General de Trabajadores del Per� (C.G.T.P.).

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 Un trabajo de tal naturaleza, que llevaba consigo un c�mulo de tremendas preocupaciones, no hac�a m�s que agotar a paso agigantado las m�nimas reservas org�nicas de Mari�tegui. Sus m�dicos, al comprobarlo de manera inequ�voca en sus constantes crisis de salud, no hac�an m�s que aconsejarle reposo absoluto y cambio de clima. Sus familiares y todos los que le quer�an, obraban en el mismo sentido. Por otra parte, �l estaba convencido de que podr�a utilizar la pierna que le quedaba, el d�a que la ortopedia lo proveyera del reemplazo de la amputada. Pero esto no era posible en Lima. Por �ltimo, el hecho de que su actuaci�n ideol�gica y pr�ctica, sin desconocer el sentido progresista del r�gi�men instaurado por Legu�a, ten�a que enfrentarse a veces forzosamente en defensa de intereses es�pec�ficamente clasistas, haci�ndolo objeto de constante vigilancia y persecuciones policiales, lo determinaron a proyectar un viaje al extran�jero. Ten�a abiertos los caminos a Buenos Aires, desde donde lo llamaban los socialistas Alfredo Palacios y Gabriel del Mazo, y el pintor Petto�rutti, amigo suyo desde sus tiempos de Roma; y el de M�xico, en donde lo esperaban con los brazos abiertos, Diego Rivera, Siqueiros y Blanca Luz Brum, quien a su paso por Lima, el a�o 1923, empezara a colaborar en Amauta. Mari�tegui opt� finalmente por la capital del Sur, porque, entra otras razones, all� le garantizaban la colocaci�n del aparato ortop�dico que le hac�a falta para recuperar la anhelada capacidad de locomoci�n. Adem�s, all� estar�a m�s cerca del Per�, circunstancia importante para la circulaci�n de Amauta, que seguir�a edit�ndose en Buenos Aires sin perder su color cosmopolita, pero sobre una base de peruanidad. En enero de 1930 comenz� a hacer r�pidamente los preparativos para su viaje y el de los suyos: su mujer y cuatros ni�os ya. Su proyecto marcha�ba por el mejor camino. Y cuando todo estaba listo, hacia fines de marzo, su dolencia hizo cri�sis de nuevo, cambiando as� de improviso y con refinada crueldad la direcci�n y amplitud del viaje.

Esta vez no pudo ya nunca levantarse del lecho. Por m�s que los mejores m�dicos de Lima se desvelasen fervorosamente por impedir el progreso del mal; la fiebre no hac�a m�s que aumentar, consumiendo sus �ltimas energ�as corporales. Todos aquellos que le hicieron compa��a en los �ltimos instantes de su vida recuerdan c�mo se manifestaba con entera serenidad y lucidez la llama de su esp�ritu, hasta entre los mismos hielos de su �ltima agon�a.

La gran desgracia americana de su muerte tuvo lugar el 16 de abril de 1930.

 


NOTAS:

1 El autor se refiere, obviamente, al Haya de comienzos de los a�os veinte.

2 Al comienzo de la obra se hace una semblanza de Chocano.