OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

  

    

LA HUELLA IMBORRABLE

 

Este gran amante del paisaje, en constante funci�n de movimiento, que nunca hab�a llegado a conocer la depresi�n de la nostalgia, atraves� el gran trance de la vida a la muerte sin los sobresaltos de la angustia, como si se hubiera tratado de emprender simplemente un nuevo viaje hacia pa�s propicio y conocido. Sin embargo, pocos hombres amaron y, sobre todo supieron amar, como �l, tan entra�ablemente la vida de este mundo, donde quedaban tantas cosas amables a su coraz�n. Es que la pupila del agudo marxista, que ve�a tan claro el sentido de los hechos terrenales, hab�a sabido calar tambi�n en la tenebrosa entra�a del gran misterio, haci�ndole sentir aquel deslumbramiento magni�fico que hiciera exclamar a Spinoza, su fil�sofo preferido: "El mismo principio y la misma substancia, antes y despu�s del sepulcro. Y todo no es m�s que variaci�n en las infinitas formas de la vida universal". Y tambi�n a Walt Whitman su poeta dilecto: "Y en cuanto a ti: �Oh, muerte!, nada temo, porque s� que no vas m�s all� de la forma, de la simple apariencia, del cambio, de la reintegraci�n a la materia inmortal".

Por otra parte, sus �ltimas palabras, cargadas de optimismo y de fe en el mejoramiento del destino humano, hacen pensar que abandon� la tierra con la satisfacci�n de haber dejado la misi�n terminada: as� el art�fice honesto, que puso todo el oro confiado para tallar la joya, que al salir de sus manos result� leg�tima y perfecta.

Es cierto que, al morir en plena juventud, su obra qued� relativamente truncada; pero todo lo que sali� de su pluma �y salieron miles de p�ginas� tuvo la potencialidad del germen, la virtud del impulso generador de nuevas energ�as.

Bastaron s�lo unas l�neas publicadas, en peri�dico argentino sin prestigio, para que Lugones, gran catador de esp�ritus, que las ley� por casualidad, le profesara afecto indestructible. Algo parecido sucedi� con Sanin Cano, ese faro intenso del humanismo en nuestros suelos; con el cubano insigne Enrique Jos� Varona, y con esa fragante y m�gica voz de la primavera ame�ricana que se llama Juana de Ibarbourou.

Pero su radio de iluminaci�n no s�lo abar�caba las cumbres; le le�an tambi�n devotamen�te los universitarios inquietos, anhelantes, de Lima, Santiago de Chile o La Habana; los obreros despiertos de Vitarte o Buenos Aires; los mineros de La Oroya, los indios campesinos de Cuzco y Cajamarca.

Ciertamente: lo que dej� escrito tiene la vir�tud de lo que vive y act�a perdurablemente. Pero lo m�s hermoso que dej� al morir fue el ejemplo de su vida sacrificada y creadora. La estimaci�n que Waldo Frank sinti� al leer un art�culo suyo en lejana urbe, se transform� en amistad, en amor, en devoci�n entra�ables el d�a en que el norteamericano pudo escuchar la palabra luminosa, esperanzada del Amauta; al ver el gesto inaudito de su vida, triunfante, a pesar de la desgracia y el sill�n de ruedas.

Y el caso de Waldo Frank, seguramente el m�s conocido de todos, se produjo infaliblemente cada vez que lleg� a su presencia un valor aut�ntico, aunque se tratara de personalidades del todo distintas, como sucedi� con los poetas Jos� Mar�a Eguren, solitario y simbolista; Jos� G�lvez, sociable y parnasiano, o Blanca Luz Brum, modernista y revolucionaria; con los es�critores Ra�l Porras Barrenechea, Luis E. Valc�rcel, o Jorge Basadre; como sucedi� con los pintores Sabogal, Julia Codesido o Malanca, y con los m�sicos Alfonso de Silva, Carlos S�nchez M�laga y Valc�rcel. Todos ellos, como todo aquel que ten�a una noble inquietud espiritual, aunque no fuera de la misma naturaleza que la suya, encontraban, al acercarse a Mari�tegui, respuesta inmediata, acogedora luz de entendimiento y fuerza irresistible de atracci�n.

Era que este descendiente de sangre india y espa�ola pertenec�a, en realidad, a la categor�a de la m�s alta aristocracia del esp�ritu, a esa calidad humana que no se logra por t�tulos de abolengo ni influencias de bienes materiales, y ni siquiera por obra misma de la virtud pedag�gica; pertenec�a a la m�s alta aristocracia del esp�ritu, en cuyo seno se nace por naturaleza �o por privilegio�, perfectamente dotado de ciertos atributos, como esas aves de altura que nacen con alas especiales para las grandes trave�s�as del espacio.

Sostengo que Mari�tegui habr�a sido un hom�bre extraordinario a�n en el caso que no hu�biera conocido el marxismo. Habr�a podido es�cribir poemas y novelas admirables, acabadas; habr�a podido ser fundamentalmente artista antes que hombre de disciplina cient�fica; para ello ten�a temperamento y sensibilidad de sobra. Y, en todo caso, en cualquier parte no habr�a faltado su devoci�n y entrega a una noble causa humana. Su defensa del indio, que algunos mar�xistas, fallecido ya Mari�tegui, criticaron torpemente, puede ser o no ortodoxamente marxista, como la defensa de Fray Bartolom� de las Casas en los antiguos tiempos pudo ser o no cat�lica; poco importa el matiz en el �ltimo t�rmino; mas esa defensa no dej� de ser en nin�g�n caso entra�able y luminosamente humana. Los cien a�os de Rep�blica no escucharon nun�ca en defensa del indio una expresi�n m�s amorosa, exaltada y pat�tica que la de Mari�tegui en sus Siete Ensayos. A la diestra del inmor�tal dominicano se le ver� por eso siempre en los caminos que lleven a la liberaci�n y a la grandeza de la raza conquistada.

Mas su aguda perspicacia, su fina sensibilidad; le hicieron ver que el conocimiento del marxismo ser�a para �l un magn�fico impulso y una oportunidad para ejercer la potencia de sus condiciones, la agilidad extraordinaria de su sentido dial�ctico, en la hora, en el instante justo en que el esp�ritu humano parec�a llegar a refugiarse en las doctrinas del socialismo cient�fico, huyendo de las aulas y los claustros oficiales.

Y, a este respecto, se hace imprescindible recordar que mientras otros estudiosos del marxis�mo se esmeraban en llevar la doctrina y la praxis por las pendientes de la casu�stica y el dogma inflexible y fr�o, Mari�tegui tomaba de �l, esencialmente, su coherencia flexible, su revelador sentido del movimiento, llegando a con-substanciarse a su nuevo humanismo universalista, a su esp�ritu de sacrificio que le vienen del cristianismo en l�nea directa. Por eso es que, sabiendo muy bien la distancia que separa a Lenin de Jean Jaur�s, por ejemplo, supo tributar a ambos, por igual, su devoci�n.

Por ese humanismo actuante, siempre en funci�n, de entrega y sacrificio, Mari�tegui encen�di� su estrella con luz inextinguible a su paso fugaz por este mundo.