OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

7 ENSAYOS DE INTERPRETACI�N DE LA REALIDAD PERUANA

    

 

EL PROCESO DE LA INSTRUCCI�N P�BLICA

 

I

LA HERENCIA COLONIAL Y LAS INFLUENCIAS
FRANCESA Y NORTEAMERICANA



Tres influencias se suceden en el proceso de la instrucci�n en la Rep�blica: la influencia o, mejor, la herencia espa�ola, la influencia francesa y la influencia norteamericana. Pero s�lo la espa�ola logra en su tiempo un dominio completo. Las otras dos se insertan mediocremente en el cuadro espa�ol, sin alterar demasiado sus l�neas fundamentales.

La historia de la instrucci�n p�blica en el Per� se divide as� en los tres per�odos que se�alan estas tres influencias (1). Los l�mites de cada per�odo no son muy precisos. Pero en el Per� �ste es un defecto com�n a casi todos los fen�menos y a casi todas las cosas. Hasta en los hombres rara vez se observa un contorno neto, un perfil categ�rico. Todo aparece siempre un poco borroso, un poco confuso.

En el proceso de la instrucci�n p�blica, como en otros aspectos de nuestra vida, se constata la superposici�n de elementos extranjeros insuficientemente combinados, insuficientemente aclimatados. El problema est� en las ra�ces mismas de este Per� hijo de la conquista. No somos un pueblo que asimila las ideas y los hombres de otras naciones, impregn�ndolas de su sentimiento y su ambiente, y que de esta suerte enriquece, sin deformarlo, su esp�ritu nacional. Somos un pueblo en el que conviven, sin fusionarse a�n, sin entenderse todav�a, ind�genas y conquistadores. La Rep�blica se siente y hasta se confiesa solidaria con el Virreinato. Como el Virreinato, la Rep�blica es el Per� de los colonizadores, m�s que de los regn�colas. El sentimiento y el inter�s de las cuatro quintas partes de la poblaci�n no juegan casi ning�n rol en la formaci�n de la nacionalidad y de sus instituciones.

La educaci�n nacional, por consiguiente, no tiene un esp�ritu nacional: tiene m�s bien un esp�ritu colonial y colonizador. Cuando en sus programas de instrucci�n p�blica el Estado se refiere a los indios, no se refiere a ellos como a peruanos iguales a todos los dem�s. Los considera como una raza inferior. La Rep�blica no se diferencia en este terreno del Virreinato.

Espa�a nos leg�, de otro lado, un sentido aristocr�tico y un concepto eclesi�stico y literario de la ense�anza. Dentro de este concepto, que cerraba las puertas de la Universidad a los mestizos, la cultura era un privilegio de casta. El pueblo no ten�a derecho a la instrucci�n. La ense�anza ten�a por objeto formar cl�rigos y doctores.

La revoluci�n de la Independencia, alimentada de ideolog�a jacobina, produjo temporalmente la adopci�n de principios igualitarios. Pero este igualitarismo verbal no ten�a en mira, realmente, sino al criollo. Ignoraba al indio. La Rep�blica, adem�s, nac�a en la miseria. No pod�a permitirse el lujo de una amplia pol�tica educacional.

La generosa concepci�n de Condorcet no se cont� entre los pensamientos tomados en pr�stamo por nuestros liberales a la gran Revoluci�n. Pr�cticamente subsisti�, en �sta como en casi todas las cosas, la mentalidad colonial. Disminuida la efervescencia de la ret�rica y el sentimiento liberales, reapareci� netamente el principio de privilegio. El gobierno de 1831, que declar� la gratuidad de la ense�anza, fundaba esta medida que no lleg� a actuarse, en "la notoria decadencia de las fortunas particulares que hab�a reducido a innumerables padres de familia a la amarga situaci�n de no serles posible dar a sus hijos educaci�n ilustrada, malogr�ndose muchos j�venes de talento" (2). Lo que preocupaba a ese gobierno, no era la necesidad de poner este grado de instrucci�n al alcance del pueblo. Era, seg�n sus propias palabras, la urgencia de resolver un problema de las familias que hab�an sufrido desmedro en su fortuna.

La persistencia de la orientaci�n literaria y ret�rica se manifiesta con la misma acentuaci�n. Felipe Barreda y Laos se�ala como fundaciones t�picas de los primeros lustros de la Rep�blica las siguientes: el Colegio de la Trinidad de Huancayo, la Escuela de Filosof�a y Latinidad de Huamachuco y las C�tedras de Filosof�a, de Teolog�a dogm�tica y de Jurisprudencia del Colegio de Moquegua (3).

En el culto de las humanidades se confund�an los liberales, la vieja aristocracia terrateniente y la joven burgues�a urbana. Unos y otros se complac�an en concebir las universidades y los colegios como unas f�bricas de gentes de letras y de leyes. Los liberales no gustaban menos de la ret�rica que los conservadores. No hab�a quien reclamase una orientaci�n pr�ctica dirigida a estimular el trabajo, a empujar a los j�venes al comercio y la industria (Menos a�n hab�a quien reclamase una orientaci�n democr�tica, destinada a franquear el acceso a la cultura a todos los individuos).

La herencia espa�ola no era exclusivamente una herencia psicol�gica e intelectual. Era ante todo, una herencia econ�mica y social. El privilegio de la educaci�n persist�a por la simple raz�n de que persist�a el privilegio de la riqueza y de la casta. El concepto aristocr�tico y literario de la educaci�n correspond�a absolutamente a un r�gimen y a una econom�a feudales. La revoluci�n de la independencia no hab�a liquidado en el Per� este r�gimen y esta econom�a (4). No pod�a, por ende, haber cancelado sus ideas peculiares sobre la ense�anza.

El Dr. Manuel Vicente Villar�n, que representa en el proceso y el debate de la instrucci�n p�blica peruana el pensamiento demoburgu�s, deplorando esta herencia, dijo en su discurso sobre las profesiones liberales hace un cuarto de siglo "El Per� deber�a ser por mil causas econ�micas y sociales, como han sido los Estados Unidos, tierra de labradores, de colonos, de mineros, de comerciantes, de hombres de trabajo; pero las fatalidades de la historia y la voluntad de los hombres han resuelto otra cosa, convirtiendo al pa�s en centro literario, patria de intelectuales y semillero de bur�cratas. Pasemos la vista en torno de la sociedad y fijemos la atenci�n en cualquiera familia: ser� una gran fortuna si logramos hallar entre sus miembros alg�n agricultor, comerciante, industrial o marino; pero es indudable que habr� en ella alg�n abogado o m�dico, militar o empleado, magistrado o pol�tico, profesor o literato, periodista o poeta. Somos un pueblo donde ha entrado la man�a de las naciones viejas y decadentes, la enfermedad de hablar y de escribir y no de obrar, de 'agitar palabras y no cosas', dolencia lamentable que constituye un signo de laxitud y de flaqueza. Casi todos miramos con horror las profesiones activas que exigen voluntad en�rgica y esp�ritu de lucha, porque no queremos combatir, sufrir, arriesgar y abrirnos paso por nosotros mismos hacia el bienestar y la independencia. �Qu� pocos se deciden a soterrarse en la monta�a, a vivir en las punas, a recorrer nuestros mares, a explorar nuestros r�os, a irrigar nuestros campos, a aprovechar los tesoros de nuestras minas! Hasta las manufacturas y el comercio, con sus riesgos y preocupaciones, nos atemorizan, y en cambio contemplamos engrosar a�o por a�o la multitud de los que anhelan a todo precio la tranquilidad, la seguridad, el semi-reposo de los empleos p�blicos y las profesiones literarias. En ello somos estimulados, empujados por la sociedad entera. Todas las preferencias de los padres de familia son para los abogados, los doctores, los oficinistas, los literatos y los maestros. As� es que el saber se halla triunfante, la palabra y la pluma est�n en su edad de oro, y si el mal no es corregido pronto, el Per� va a ser como la China, la tierra prometida de los funcionarios y de los letrados" (5).

El estudio de la historia de la civilizaci�n capitalista, esclarece amplia-mente las causas del estado social peruano, considerado por el doctor Villar�n en el p�rrafo copiado.

Espa�a es una naci�n rezagada en el progreso capitalista. Hasta ahora, Espa�a no ha podido emanciparse del Medioevo. Mientras en Europa Central y Oriental, han sido abatidos como consecuencia de la guerra los �ltimos bastiones de la feudalidad, en Espa�a se mantienen todav�a en pie, defendidos por la monarqu�a. Quienes ahondan hoy en la historia de Espa�a, descubren que a este pa�s le ha faltado una cumplida revoluci�n liberal y burguesa. En Espa�a el tercer estado no ha logrado nunca una victoria definitiva. El capitalismo aparece cada vez m�s netamente como un fen�meno consustancial y solidario con el liberalismo y con el protestantismo. Esta no es, propiamente, un principio ni una teor�a, sino m�s bien, una observaci�n experimental, emp�rica. Se constata que los pueblos en los cuales el capitalismo industrialismo y maquinismo ha alcanzado todo su desarrollo, son los pueblos anglosajones liberales y protestantes (6). S�lo en estos pa�ses la civilizaci�n capitalista se ha desarrollado plenamente. Espa�a es entre las naciones latinas la que menos ha sabido adaptarse al capitalismo y al liberalismo. La famosa decadencia espa�ola, a la cual exegetas rom�nticos atribuyen los m�s diversos y extra�os or�genes, consiste simplemente en esta incapacidad. El clamor por la europeizaci�n de Espa�a ha sido un clamor por su asimilaci�n a la Europa demo-burguesa y capitalista. L�gicamente, las colonias formadas por Espa�a en Am�rica ten�an que resentirse de la misma debilidad. Se explica perfectamente el que las colonias de Inglaterra, naci�n destinada a la hegemon�a en la edad capitalista, recibiesen los fermentos y las energ�as espirituales y materiales de un apogeo, mientras las colonias de Espa�a, naci�n encadenada a la tradici�n de la edad aristocr�tica, recib�an los g�rmenes y las taras de una decadencia.

El espa�ol trajo a la empresa de la colonizaci�n de Am�rica su esp�ritu medioeval. Fue s�lo un conquistador; no fue realmente un colonizador. Cuando Espa�a termin� de mandarnos conquistadores, empez� a mandarnos �nicamente virreyes, cl�rigos y doctores.

Se piensa ahora que Espa�a experiment� su revoluci�n burguesa en Am�rica. Su clase liberal y burguesa, sofocada en la metr�poli, se organiz� en las colonias. La revoluci�n espa�ola por esto se cumpli� en las colonias y no en la metr�poli. En el proceso hist�rico abierto por esta revoluci�n, les toc� en consecuencia la mejor parte a los pa�ses donde los elementos de esa clase liberal y burguesa y de una econom�a congruente, eran m�s vitales y s�lidos. En el Per� eran demasiado incipientes. Aqu�, sobre los residuos dispersos, sobre los materiales disueltos de la econom�a y la sociedad inkaicas, el Virreinato hab�a edificado un r�gimen aristocr�tico y feudal que reproduc�a, con sus vicios y sin sus ra�ces, el de la deca�da metr�poli.

La responsabilidad del estado social denunciado por el doctor Villar�n en su discurso acad�mico de 1900, corresponde, pues, fundamentalmente, a la herencia espa�ola. El doctor Villar�n lo admiti� en su tesis, aunque su filiaci�n civilista no le consent�a excesiva independencia mental frente a una clase, como la representada por su partido, que tan inequ�vocamente desciende del Virreinato y se siente heredera de sus privilegios. "La Am�rica escrib�a el doctor Villar�n, no era colonia de trabajo y poblamiento sino de explotaci�n. Los colonos espa�oles ven�an a buscar la riqueza f�cil, ya formada, descubierta, que se obtiene sin la doble pena del trabajo y el ahorro, esa riqueza que es la apetecida por el aventurero, por el noble, por el soldado, por el soberano. Y en fin, �para qu� trabajar si no era necesario? �No estaban all� los indios? �No eran numerosos, mansos, diligentes, sobrios, acostumbrados a la tierra y al clima? Ahora bien, el indio siervo produjo al rico ocioso y dilapidador. Pero lo peor de todo fue que una fuerte asociaci�n de ideas se estableci� entre el trabajo y la servidumbre, porque de hecho no hab�a trabajador que no fuera siervo. Un instinto, una repugnancia natural manch� toda labor pac�fica y se lleg� a pensar que trabajar era malo y deshonroso. Este instinto nos ha sido legado por nuestros abuelos como herencia org�nica. Tenemos, pues, por raza y nacimiento, el desd�n al trabajo, el amor a la adquisici�n del dinero sin esfuerzo propio, la afici�n a la ociosidad agradable, el gusto a las fiestas y la tendencia al derroche" (7).

Los Estados Unidos, son la obra del pioneer, el puritano y el jud�o, esp�ritus pose�dos de una poderosa voluntad de potencia y orientados adem�s hacia fines utilitarios y pr�cticos. En el Per� se estableci�, en cambio, una raza que en su propio suelo no pudo ser m�s que una raza indolente y so�adora, p�simamente dotada para las empresas del industrialismo y del capitalismo. Los descendientes de esta raza, por otra parte, m�s que sus virtudes heredaron sus defectos.

Esta tesis de la deficiencia de la raza espa�ola para liberarse del Medioevo y adaptarse a un siglo liberal y capitalista resulta cada d�a m�s corroborada por la interpretaci�n cient�fica de la historia (8). Entre nosotros, demasiado inclinados siempre a un idealismo rampl�n en la historiograf�a, se afirma ahora un criterio realista a este respecto. C�sar A. Ugarte en su Bosquejo de la Historia Econ�mica del Per� escribe lo que sigue: "�Cu�l fu� el contingente de energ�as que dio al Per� la nueva raza? La sicolog�a del pueblo espa�ol del siglo XVI no era la m�s apropiada para el desenvolvimiento econ�mico de una tierra abrupta e inexplorada. Pueblo guerrero y caballeresco, que acababa de salir de ocho siglos de lucha por la reconquista de su suelo y que se hallaba en pleno proceso de unificaci�n pol�tica, carec�a en el siglo XVI de las virtudes econ�micas, especialmente de la constancia para el trabajo y del esp�ritu del ahorro. Sus prejuicios nobiliarios y sus aficiones burocr�ticas le alejaban de los campos y de las industrias por juzgarlas ocupaciones de esclavos y villanos. La mayor parte de los conquistadores y descubridores del siglo XVI, era gente desvalida; pero no les inspiraba el m�vil de encontrar una tierra libre y rica para prosperar en ella con su esfuerzo paciente: gui�balos s�lo la codicia de riquezas f�ciles y fabulosas y el esp�ritu de aventura para alcanzar gloria y poder�o. Y si al lado de esta masa ignorante y aventurera, ven�an algunos hombres de mayor cultura y val�a, impulsaba a �stos la fe religiosa y el prop�sito de catequizar a los naturales" (9).

El esp�ritu religioso en s�, a mi juicio, no fue un obst�culo para la orga-nizaci�n econ�mica de las colonias. M�s esp�ritu religioso hubo en los puritanos de la Nueva Inglaterra. De �l sac� precisamente Norteam�rica la savia espiritual de su engrandecimiento econ�mico. En cuanto a religiosidad, la colonizaci�n espa�ola no pec� de exceso (10).

* * *

La Rep�blica, que hered� del Virreinato, esto es de un r�gimen feudal y aristocr�tico, sus instituciones y m�todos de instrucci�n p�blica, busc� en Francia los modelos de la reforma de la ense�anza tan luego como, esbozada la organizaci�n de una econom�a y una clase capitalistas, la gesti�n del nuevo Estado adquiri� cierto impulso progresista y cierta aptitud ordenadora.

De este modo, a los vicios originales de la herencia espa�ola se a�adieron los defectos de la influencia francesa que, en vez de venir a atenuar y corregir el concepto literario y ret�rico de la ense�anza trasmitido a la Rep�blica por el Virreinato, vino m�s bien a acentuarlo y complicarlo.

La civilizaci�n capitalista no ha logrado en Francia, como en Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, un cabal desarrollo, entre otras razones, por lo inadecuado del sistema educacional franc�s. Todav�a no se ha resuelto en esa naci�n de la cual hemos copiado anacr�nicamente tantas cosas, problemas fundamentales como el de la escuela �nica primaria y el de la ense�anza t�cnica.

Estudiando detenidamente esta cuesti�n en su obra Crear, Herriot hace las siguientes constataciones: "En verdad, conscientemente o no, hemos permanecido fieles a ese gusto de la cultura universal que parec�a a nuestros padres el mejor medio de alcanzar la distinci�n del esp�ritu. El franc�s ama la idea general sin saber siempre lo que entiende por ese t�rmino. Nuestra prensa, nuestra elocuencia, se nutren de lugares comunes" (11). "En pleno siglo XX no tenemos a�n un plan de educaci�n nacional. Las experiencias pol�ticas a las que hemos estado condenados han reaccionado cada una a su manera sobre la ense�anza. Si se le mira desde un poco de altura, la mediocridad del esfuerzo tentado aparece lamentable" (12).

Y, m�s adelante, despu�s de recordar que Ren�n atribu�a en parte la responsabilidad de las desventuras de 1870 a una instrucci�n p�blica cerrada a todo progreso, convencida de haber dejado que el esp�ritu de Francia se malograse en la nulidad, Herriot agrega: "Los hombres de 1848 hab�an concebido para nuestro pa�s un programa de instrucci�n que no ha sido jam�s ejecutado y ni siquiera comprendido. Nuestro maestro Constantino Pecqueur, lamentaba que la instrucci�n p�blica no fuese a�n organizada socialmente, que el privilegio de nacimiento se prolongase en la educaci�n de los ni�os" (13).

Herriot, cuya ponderaci�n democr�tica no puede ser contestada, suscribe a este respecto juicios sustentados por los Compagnons de l'Universit� Nouvelle y otros propugnadores de una radical reforma de la ense�anza. Conforme a su esquema de la Historia de la Instrucci�n P�blica de Francia, la revoluci�n tuvo un amplio y nuevo ideario educacional. "Con un vigor y una decisi�n de esp�ritu remarcables, Condorcet reclamaba para todos los ciudadanos todas las posibilidades de instrucci�n, la gratuidad de todos los grados, la triple cultura de las facultades f�sicas, intelectuales y morales". Pero despu�s de Condorcet, vino Napole�n. "La obra de 1808, escribe Herriot, es la ant�tesis del esfuerzo de 1792. En adelante los dos principios antag�nicos no cesar�n de luchar. Los encontraremos, as� al uno como al otro, en la base de nuestras instituciones tan mal coordinadas todav�a. Napole�n se ocup� sobre todo de la ense�anza secundaria que deb�a darle a sus funcionarios y oficiales. Nosotros lo estimamos en gran parte responsable de la larga ignorancia de nuestro pueblo en el curso del siglo XIX. Los hombres de 1793 hab�an tenido otras esperanzas. Hasta en los colegios y los liceos, nada que pueda despertar la libertad de la inteligencia; hasta en la ense�anza superior, ninguna parte para el culto desinteresado de la ciencia o las letras. La tercera Rep�blica ha podido desprender a las universidades de esta tutela y volver a la tradici�n de los pretendidos sectarios que crearon la Escuela Normal, el Conservatorio de Artes y Oficios o el Instituto. Pero no ha podido romper completamente con la concepci�n estrecha tendiente a aislar la cooperaci�n universitaria del resto de la naci�n. Ha conservado del Imperio una afici�n exagerada a los grados, un respeto excesivo por los procedimientos que hab�an constituido la fuerza pero tambi�n el peligro de la educaci�n de los jesuitas" (14).

Esta es, seg�n un estadista demoliberal de la burgues�a francesa, la situaci�n de la ense�anza en la naci�n de la cual, con desorientaci�n deplorable hemos importado m�todos y textos durante largos a�os. Le debemos este desacierto a la aristocracia virreinal que, disfrazada de burgues�a republicana, ha mantenido en la Rep�blica los fueros y los principios de orden colonial. Esta clase quiso para sus hijos, ya que no la educaci�n acremente dogm�tica de los colegios reales de la Metr�poli, la educaci�n elegantemente conservadora de los colegios jesuitas de Francia de la restauraci�n.

El Dr. M. V. Villar�n, propugnador de la orientaci�n norteamericana, denunci� en 1908, en su tesis sobre la influencia extranjera en la educaci�n, el error de inspirarse en Francia. "Con toda su admirable intelectualidad -dec�a- ese pa�s no ha podido a�n modernizar, democratizar y unificar suficientemente su sistema y sus m�todos de educaci�n. Los escritores franceses de m�s nota son los primeros en reconocerlo" (15). Se apoya el doctor Villar�n en la opini�n de Taine, de autoridad incontestable para los intelectuales civilistas a quienes le tocaba dirigirse.

La influencia francesa no est� a�n liquidada. Quedan a�n de ella demasiados rezagos en los programas y, sobre todo, en el esp�ritu de la ense�anza secundaria y superior. Pero su ciclo ha concluido con la adopci�n de modelos norteamericanos que caracteriza las �ltimas reformas. Su balance, pues, puede ser hecho. Ya sabemos por anticipado que arroja un pasivo enorme. Hay que poner en su cuenta la responsabilidad del predominio de las profesiones liberales. Impotente para preparar una clase dirigente apta y sana, la ense�anza ha tenido en el Per�, para un criterio rigurosamente hist�rico, el vicio fundamental de su incongruencia con las necesidades de la evoluci�n de la econom�a nacional y de su olvido de la existencia del factor ind�gena. Vale decir el mismo vicio que encontramos en casi todo proceso pol�tico de la Rep�blica.

* * *

El per�odo de reorganizaci�n econ�mica del pa�s sobre bases civilistas, inaugurado en 1895 por el gobierno de Pi�rola, trajo un per�odo de revisi�n del r�gimen y m�todos de la ense�anza. Recomenzaba el trabajo de formaci�n de una econom�a capitalista interrumpido por la guerra del 79 y sus consecuencias y, por tanto, se planteaba el problema de adaptar gradualmente la instrucci�n p�blica a las necesidades de esta econom�a en desenvolvimiento.

El Estado, que en sus tiempos de miseria o falencia abandon� obligadamente la ense�anza primaria a los municipios, reasumi� este servicio. Con la fundaci�n de la Escuela Normal de Preceptores se prepar� el cimiento de la escuela primaria p�blica o, mejor, popular, que hasta entonces no era sino rutinarismo y diletantismo criollos. Con el restablecimiento de la Escuela de Artes y Oficios se dise�� una ruta en orden a la ense�anza t�cnica.

Este per�odo se caracteriza en la historia de la instrucci�n p�blica por su progresivo orientamiento hacia el modelo anglosaj�n. La reforma de la segunda ense�anza en 1902 fue el primer paso en tal sentido. Pero, limitada a un solo plano de la ense�anza, constituy� un paso falso. El r�gimen civilista restablecido por Pi�rola no supo ni pudo dar una direcci�n segura a su pol�tica educacional. Sus intelectuales, educados en un g�rrulo e hinchado verbalismo o en un erudicionismo linf�tico y acad�mico, no ten�an sino una mediocre habilidad de tinterillos. Sus caciques o capataces, cuando se elevaban sobre el nivel mental de un mero traficante de culis y ca�a de az�car, permanec�an demasiado adheridos a los m�s caducos prejuicios aristocr�ticos.

El doctor M. V. Villar�n, aparece desde 1900 como el preconizador de una reforma coherente con el embrionario desarrollo capitalista del pa�s. Su discurso de ese a�o sobre las profesiones liberales, fue la primera requisitoria eficaz contra el concepto literario y aristocr�tico de la ense�anza trasmitido a la Rep�blica por el Virreinato. Ese discurso condenaba al gaseoso y arcaico idealismo extranjero que hasta entonces hab�a prevalecido en la ense�anza p�blica reducida a la educaci�n de los j�venes "decentes", en el nombre de una concepci�n francamente materialista, o sea capitalista, del progreso. Y conclu�a con la aserci�n de que era "urgente rehacer el sistema de nuestra educaci�n en forma tal que produzca pocos diplomados y literatos y en cambio eduque hombres �tiles, creadores de riqueza". "Los grandes pueblos europeos -agregaba- reforman hoy sus planes de instrucci�n adoptando generalmente el tipo de la educaci�n yanqui, porque comprenden que las necesidades de la �poca exigen ante todo, hombres de empresa, y no literatos ni eruditos, y porque todos esos pueblos se hallan empe�ados m�s o menos en la gran obra humana de extender a todas partes su comercio, su civilizaci�n y su raza. As� tambi�n nosotros, siguiendo el ejemplo de las grandes naciones de Europa, debemos enmendar el equivocado rumbo que hemos dado a la educaci�n nacional, a fin de producir hombres pr�cticos, industriosos y en�rgicos porque ellos son los que necesita la Patria para hacerse rica y por lo mismo fuerte" (16).

La reforma de 1920 se�ala la victoria de la orientaci�n preconizada por el doctor Villar�n y, por tanto, el predominio de la influencia norteamericana. De un lado, la ley org�nica de ense�anza, en convencional vigor desde ese a�o, tiene su origen en un proyecto elaborado primero por una comisi�n que presidi� Villar�n y asesor� un t�cnico yanqui, el doctor Bard, destilado y refinado luego por otra comisi�n que encabez� tambi�n el doctor Villar�n y rectificado finalmente por el doctor Bard, en su calidad de jefe de la misi�n norteamericana tra�do por el Gobierno para reorganizar la instrucci�n p�blica. De otro lado, la aplicaci�n de los principios de la misma ley, fue confiada por alg�n tiempo a este equipo de t�cnicos yanquis.

La importaci�n del m�todo norteamericano no se explica, fundamentalmente, por el cansancio del verbalismo latinista sino por el impulso espiritual que determinaban la afirmaci�n y el crecimiento de una econom�a capitalista. Este proceso hist�rico que en el plano pol�tico produjo la ca�da de la oligarqu�a representativa de la casta feudal a causa de su ineptitud para devenir clase capitalista, en el plano educacional impuso la definitiva adopci�n de una reforma pedag�gica inspirada en el ejemplo de la naci�n de m�s pr�spero desarrollo industrial.

Se aborda, pues, con la reforma de 1920, una empresa congruente con el rumbo de la evoluci�n hist�rica del pa�s. Pero, como el movimiento pol�tico que cancel� el dominio del viejo civilismo aristocr�tico, el movimiento educacional paralelo y solidario a aqu�l estaba destinado a detenerse. La ejecuci�n de un programa demoliberal, resultaba en la pr�ctica entrabada y saboteada por la subsistencia de un r�gimen de feudalidad en la mayor parte del pa�s. No es posible democratizar la ense�anza de un pa�s sin democratizar su econom�a y sin democratizar, por ende, su superestructura pol�tica.

En un pueblo que cumple conscientemente su proceso hist�rico, la reorganizaci�n de la ense�anza tiene que estar dirigida por sus propios hombres. La intervenci�n de especialistas extranjeros no puede rebasar los l�mites de una colaboraci�n.

Por estas razones, fracas� el experimento de la misi�n norteamericana. Por estas razones, sobre todo, la nueva ley org�nica qued� m�s bien como un programa te�rico que como una pauta de acci�n.

Ni la organizaci�n ni la existencia de la ense�anza se conforman a la ley org�nica. El contraste, la distancia entre la ley y la pr�ctica no pueden ser atenuados en sus puntos capitales. El doctor Bouroncle, en un estudio que nadie supondr� inspirado en prop�sitos negativos ni pol�micos, apunta varias de las fallas y remiendos que se han sucedido en la accidentada historia de esta reforma. "Un ligero an�lisis escribe de las actuales disposiciones legales y reglamentarias en materia de instrucci�n nos hace ver el gran n�mero de las que no han tenido ni pod�an tener aplicaci�n en la pr�ctica. En primer t�rmino, la organizaci�n de la Direcci�n General y del Consejo Nacional de ense�anza ha sido reformada a m�rito de una autorizaci�n legislativa, suprimi�ndose las direcciones regionales que eran las entidades ejecutivas con mayores atribuciones t�cnicas y administrativas en el ramo. Las direcciones y secciones han sido modificadas y los planes de estudio de ense�anza primaria y secundaria han tenido que ser revisados. Las distintas clases de escuelas consideradas en la ley no se han tomado en cuenta y los ex�menes y t�tulos preceptorales han necesitado ya una total reforma. Las categor�as de escuelas no se han considerado, ni tampoco la complicada clasificaci�n de los colegios que preconiz� el reglamen-to de ense�anza secundaria. La Junta examinadora nacional ha sido reemplazada en sus funciones por la Direcci�n de Ex�menes y Estudios y el sistema total ha sido modificado. Y por �ltimo, la ense�anza superior, la que con m�s detalles organiza la ley, ha dado s�lo parcial cumplimiento a sus mandatos. La Universidad de Escuelas T�cnicas fracas� a las primeras tentativas de organizaci�n y las Escuelas Superiores de Agricultura, Ciencias Pedag�gicas, Artes Industriales y Comercio, no han sido fundadas. El plan de estudios para la Universidad de San Marcos no ha tenido total aplicaci�n y el Centro Estudiantil Universitario, para cuya direcci�n se contrat� personal especial, no ha podido ni siquiera crearse. Y si examinamos los actuales reglamentos de ense�anza primaria y secundaria veremos asimismo un sinn�mero de disposiciones reformadas o sin aplicaci�n. Pocas leyes y reglamentos de los que se han dado en el Per�, han tenido tan pronta y diversa modificaci�n al extremo de que los preceptos reformatorios y aquellos que no se aplican est�n hoy en mayor n�mero en la pr�ctica escolar que los que a�n se conservan en vigencia en la ley y sus reglamentos" (17).

Esta es la cr�tica ponderada y prudente de un funcionario a quien mueve, como es natural, un esp�ritu de colaboraci�n; pero no hacen falta otras constataciones, ni aun la de que no se consigue todav�a dedicar a la ense�anza primaria el l0 por ciento de los ingresos fiscales ordenado por la ley, para declarar la quiebra de la reforma de 1920 (18). Por otra parte, esta declaraci�n ha sido impl�citamente pronunciada por el Consejo Nacional de Ense�anza al acometer la revisi�n de la Ley Org�nica.

A los que en este debate ocupamos una posici�n ideol�gica revolucionaria, nos toca constatar, ante todo, que la quiebra de la reforma de 1920, no depende de ambici�n excesiva ni de idealismo ultramoderno de sus postulados. Bajo muchos aspectos, esa reforma se presenta restringida en su aspiraci�n y conservadora en su alcance. Mantiene en la ense�anza, sin la menor atenuaci�n sustancial, todos los privilegios de clase y de fortuna. No franquea los grados superiores de la ense�anza a los ni�os seleccionados por la escuela primaria, pues no encarga absolutamente a �sta dicha selecci�n. Confina a los ni�os de la clase proletaria en la instrucci�n primaria dividida, sin ning�n fin selectivo, en com�n y profesional, y conserva a la escuela primaria privada, que separa desde la ni�ez, con r�gida barrera, a las clases sociales y hasta a sus categor�as. Establece �nicamente la gratuidad de la primera ense�anza sin sentar por lo menos el principio de que el acceso a la instrucci�n secundaria, que el Estado ofrece a un peque�o porcentaje con su antiguo sistema de becas, est� reservado expresamente a los mejores. La ley org�nica, en cuanto a las becas, se expresa en t�rminos extremadamente vagos, adem�s de que no reconoce pr�cticamente el derecho de ser sostenidos por el Estado sino a los estudiantes que han ingresado ya a los colegios de segunda ense�anza. Dice, en efecto, el art�culo 254: "Por disposici�n reglamentaria, podr� exonerarse de derechos de ense�anza y de pensi�n en los internados de los colegios nacionales, como premio, a los j�venes pobres, que se distingan por su capacidad, moralidad y dedicaci�n al estudio. Estas becas ser�n otorgadas por el director regional a propuesta de la Junta de Profesores del Colegio respectivo" (19).

Tantas limitaciones impiden considerar la reforma de 1920 a�n como la reforma democr�tica, propugnada por el doctor Villar�n en nombre de principios demoburgueses.
 

II

LA REFORMA UNIVERSITARIA

IDEOLOG�A Y REINVINDICACIONES


El movimiento estudiantil que se inici� con la lucha de los estudiantes de C�rdoba, por la reforma de la Universidad, se�ala el nacimiento de la nueva generaci�n latinoamericana. La inteligente compilaci�n de documentos de la reforma universitaria en la Am�rica Latina realizada por Gabriel del Mazo, cumpliendo un encargo de la Federaci�n Universitaria de Buenos Aires, ofrece una serie de testimonios fehacientes de la unidad espiritual de este movimiento (20). El proceso de la agitaci�n universitaria en la Argentina, el Uruguay, Chile, Per�, etc., acusa el mismo origen y el mismo impulso. La chispa de la agitaci�n es casi siempre un incidente secundario; pero la fuerza que la propaga y la dirige viene de ese estado de �nimo, de esa corriente de ideas que se designa -no sin riesgo de equ�voco- con el nombre de "nuevo esp�ritu". Por esto, el anhelo de la reforma se presenta, con id�nticos caracteres, en todas las universidades latinoamericanas. Los estudiantes de toda la Am�rica Latina, aunque movidos a la lucha por protestas peculiares de su propia vida, parecen hablar el mismo lenguaje.

De igual modo, este movimiento se presenta �ntimamente conectado con la recia marejada posb�lica. Las esperanzas mesi�nicas, los sentimientos revolucionarios, las pasiones m�sticas propias de la posguerra, repercut�an particularmente en la juventud universitaria de Latinoam�rica. El concepto difuso y urgente de que el mundo entraba en un ciclo nuevo, despertaba en los j�venes la ambici�n de cumplir una funci�n heroica y de realizar una obra hist�rica. Y, como es natural, en la constataci�n de todos los vicios y fallas del r�gimen econ�mico social vigente, la voluntad y el anhelo de renovaci�n encontraban poderosos est�mulos. La crisis mundial invitaba a los pueblos latinoamericanos, con ins�lito apremio, a revisar y resolver sus problemas de organizaci�n y crecimiento. L�gicamente, la nueva generaci�n sent�a estos problemas con una intensidad y un apasionamiento que las anteriores generaciones no hab�an conocido. Y mientras la actitud de las pasadas generaciones, como correspond�a al ritmo de su �poca, hab�a sido evolucionista -a veces con un evolucionismo completamente pasivo- la actitud de la nueva generaci�n era espont�neamente revolucionaria.

La ideolog�a del movimiento estudiantil careci�, al principio, de homogeneidad y autonom�a. Acusaba demasiado la influencia de la corriente wilsoniana. Las ilusiones demoliberales y pacifistas que la predicaci�n de Wilson puso en boga en 1918-19 circulaban entre la juventud latinoamericana como buena moneda revolucionaria. Este fen�meno se explica perfectamente. Tambi�n en Europa, no s�lo las izquierdas burguesas sino los viejos partidos socialistas reformistas aceptaron como nuevas las ideas demoliberales elocuente y apost�licamente remozadas por el presidente norteamericano.

�nicamente a trav�s de la colaboraci�n cada d�a m�s estrecha con los sindicatos obreros, de la experiencia del combate contra las fuerzas conservadoras y de la cr�tica concreta de los intereses y principios en que se apoya el orden establecido, pod�an alcanzar las vanguardias universitarias una definida orientaci�n ideol�gica.

Este es el concepto de los m�s autorizados portavoces de la nueva generaci�n estudiantil, al juzgar los or�genes y las consecuencias de la lucha por la Reforma. Todos convienen en que este movimiento, que apenas ha formulado su programa, dista mucho de proponerse objetivos exclusivamente universitarios y en que, por su estrecha y creciente relaci�n con el avance de las clases trabajadoras y con el abatimiento de viejos privilegios econ�micos, no puede ser entendido sino como uno de los aspectos de una profunda renovaci�n latino-americana. As� Palcos, aceptando �ntegramente las �ltimas consecuencias de la lucha empe�ada, sostiene que "mientras subsista el actual r�gimen social, la Reforma no podr� tocar las ra�ces rec�nditas del problema educacional". "Habr� llenado su objeto agrega si depura a las universidades de los malos profesores, que toman el cargo como un empleo burocratico; si permite como sucede en otros pa�ses que tengan acceso al profesorado todos los capaces de serlo, sin excluirlos por sus convicciones sociales, pol�ticas o filos�ficas; si neutraliza en parte, por lo menos, el chauvinismo y fomenta en los educandos el h�bito de las investigaciones y el sentimiento de la propia responsabilidad. En el mejor de los casos, la Reforma rectamente entendida y aplicada, puede contribuir a evitar que la Universidad sea, como es en rigor en todos los pa�ses, como lo fue en la misma Rusia pa�s donde se daba, sin embargo, como en ninguna otra parte, una intelectualidad avanzada que en la hora de la acci�n sabote� escandalosamente a la revoluci�n una Bastilla de la reacci�n, esforz�ndose por ganar las alturas del siglo" (21).

No coinciden rigurosamente y esto es l�gico, las diversas interpretaciones del significado del movimiento. Pero, con excepci�n de las que proceden del sector reaccionario, interesado en limitar los alcances de la Reforma, localiz�ndola en la universidad y la ense�anza, todas las que se inspiran sinceramente en sus verdaderos ideales, la definen como la afirmaci�n del "esp�ritu nuevo", entendido como esp�ritu revolucionario.

Desde sus puntos de vista filos�ficos, Ripa Alberdi se inclinaba a considerar esta afirmaci�n como una victoria del idealismo novecentista sobre el positivismo del siglo XIX. "El renacimiento del esp�ritu argentino dec�a se opera por virtud de las j�venes generaciones, que al cruzar por los campos de la filosof�a contempor�nea han sentido aletear en su frente el ala de la libertad". Mas el propio Ripa Alberdi se daba cuenta de que el objeto de la reforma era capacitar a la Universidad para el cumplimiento de "esa funci�n social que es la raz�n misma de su existencia" (22).

Julio V. Gonz�lez, que ha reunido en dos vol�menes sus escritos de la campa�a universitaria, arriba a conclusiones m�s precisas: "La Reforma Universitaria escribe acusa el aparecer de una nueva generaci�n que llega desvinculada de la anterior, que trae sensibilidad distinta e ideales propios y una misi�n diversa para cumplir. No es aquella un hecho simple o aislado, si los hay; est� vinculada en raz�n de causa a efecto con los �ltimos acontecimientos de que fuera teatro nuestro pa�s, como consecuencia de los producidos en el mundo. Significar�a incurrir en una apreciaci�n err�nea hasta lo absurdo, considerar a la Reforma Universitaria como un problema de aulas y, a�n as�, radicar toda su importancia en los efectos que pudiera surtir exclusivamente en los c�rculos de cultura. Error semejante llevar�a sin remedio a una soluci�n del problema que no consultar�a la realidad en que �l est� planteado. Dig�moslo claramente entonces: la Reforma Universitaria es parte de una cuesti�n que el desarrollo material y moral de nuestra sociedad ha impuesto a ra�z de la crisis producida por la guerra" (23). Gonz�lez se�ala en seguida la guerra europea, la revoluci�n rusa y el advenimiento del radicalismo al poder como los factores decisivos de la Reforma en la Argentina.

Jos� Luis Lanuza indica otro factor: la evoluci�n de la clase media. La mayor�a de los estudiantes pertenecen a esta clase en todas sus gradaciones. Y bien. Una de las consecuencias sociales y econ�micas de la guerra es la proletarizaci�n de la clase media. Lanuza sostiene la siguiente tesis: "Un movimiento colectivo estudiantil de tan vastas proyecciones sociales como la Reforma Universitaria no hubiera podido estallar antes de la guerra europea. Se sent�a la necesidad de renovar los m�todos de estudio y se pon�a de manifiesto el atraso de la Universidad respecto a las corrientes contempor�neas del pensamiento universal desde la �poca de Alberdi, en la que empieza a desarrollarse nuestra industria embrionaria. Pero entonces la clase media universitaria se manten�a tranquila con sus t�tulos de privilegio. Desgraciadamente para ella, esta holgura disminuye a medida que crece la gran industria, se acelera la diferenciaci�n de las clases y sobreviene la proletarizaci�n de los intelectuales. Los maestros, los periodistas y empleados de comercio se organizan gremialmente. Los estudiantes no pod�an escapar al movimiento general" (24).

Mariano Hurtado de Mendoza coincide sustancialmente, con las observaciones de Lanuza. "La Reforma Universitaria -escribe-, es antes que nada y por sobre todo, un fen�meno social que resulta de otro m�s general y extenso, producido a consecuencia del grado de desarrollo econ�mico de nuestra sociedad. Fuera entonces error estudiarla �nicamente bajo la faz universitaria, como problema de renovaci�n del gobierno de la Universidad, o bajo la faz pedag�gica, como ensayo de aplicaci�n de nuevos m�todos de investigaci�n en la adquisici�n de la cultura. Incurrir�amos tambi�n en error si la consider�ramos, como el resultado exclusivo de una corriente de ideas nuevas provocadas por la gran guerra y por la revoluci�n rusa, o como la obra de la nueva generaci�n que aparece y llega desvinculada de la anterior, que trae sensibilidad distinta e ideales propios y una misi�n diversa por cumplir". Y, precisando su concepto, agrega m�s adelante: "La Reforma Universitaria no es m�s que una consecuencia del fen�meno general de proletarizaci�n de la clase media que forzosamente ocurre cuando una sociedad capitalista llega a determinadas condiciones de su desarrollo econ�mico. Significa esto que en nuestra sociedad se est� produciendo el fen�meno de proletarizaci�n de la clase media y que la Universidad, poblada en su casi totalidad por �sta, ha sido la primera en sufrir sus efectos, porque era el tipo ideal de instituci�n capitalista" (25).

Es, en todo caso, un hecho uniformemente observado la formaci�n, al calor de la Reforma, de n�cleos de estudiantes que, en estrecha solidaridad con el proletariado, se han entregado a la difusi�n de avanzadas ideas sociales y al estudio de las teor�as marxistas. El surgimiento de las universidades populares, concebidas con un criterio bien diverso del que inspiraba en otros tiempos t�midos tanteos de extensi�n universitaria, se ha efectuado en toda la Am�rica Latina en visible concomitancia con el movimiento estudiantil. De la Universidad han salido, en todos los pa�ses latinoamericanos, grupos de estudiosos de econom�a y sociolog�a que han puesto sus conocimientos al servicio del proletariado, dotando a �ste, en algunos pa�ses, de una direcci�n intelectual de que antes hab�a generalmente carecido. Finalmente, los propagandistas y fautores m�s entusiastas de la unidad pol�tica de la Am�rica Latina son, en gran parte, los antiguos l�deres de la Reforma Universitaria que conservan as� su vinculaci�n continental, otro de los signos de la realidad de la "nueva generaci�n".

Cuando se confronta este fen�meno con el de las universidades de la China y del Jap�n, se comprueba su rigurosa justificaci�n hist�rica. En el Jap�n, la Universidad ha sido la primera c�tedra de socialismo. En la China, por razones obvias, ha tenido una funci�n todav�a m�s activa en la formaci�n de una nueva conciencia nacional. Los estudiantes chinos componen la vanguardia del movimiento nacionalista revolucionario que, dando a la inmensa naci�n asi�tica una nueva alma y una nueva organizaci�n, le asigna una influencia considerable en los destinos del mundo. En este punto se muestran concordes los observadores occidentales de m�s reconocida autoridad intelectual.

Pero no me propongo aqu�, el estudio de todas las consecuencias y relaciones de la Reforma Universitaria con los grandes problemas de la evoluci�n pol�tica de la Am�rica Latina. Constatada la solidaridad del movimiento estudiantil con el movimiento hist�rico general de estos pueblos, tratemos de examinar y definir sus rasgos propios y espec�ficos.

�Cu�les son las proposiciones o postulados fundamentales de la Reforma?

El Congreso Internacional de Estudiantes de M�xico de 1921 propugn�: 1� la participaci�n de los estudiantes en el gobierno de las universidades; 2� la implantaci�n de la docencia libre y la asistencia libre. Los estudiantes de Chile declararon su adhesi�n a los siguientes principios: 1� autonom�a de la Universidad, entendida como instituci�n de los alumnos, profesores y diplomados; 2� reforma del sistema docente, mediante el establecimiento de la docencia libre y, por consiguiente, de la asistencia libre de los alumnos a las c�tedras, de suerte que en caso de ense�ar dos maestros una misma materia la preferencia del alumnado consagre libremente la excelencia del mejor; 3� revisi�n de los m�todos y del contenido de los estudios; y 4� extensi�n universitaria, actuada como medio de vinculaci�n efectiva de la Universidad con la vida social. Los estudiantes de Cuba concretaron en 1923 sus reivindicaciones en esta f�rmula: a) una verdadera democracia universitaria; b) una verdadera renovaci�n pedag�gica y cient�fica; c) una verdadera popularizaci�n de la ense�anza. Los estudiantes de Colombia reclamaron, en su programa de 1924, la organizaci�n de la Universidad sobre bases de independencia, de participaci�n de los estudiantes en su gobierno y de nuevos m�todos de trabajo. "Que al lado de la c�tedra dice ese programa funcione el seminario, se abran cursos especiales, se creen revistas. Que al lado del maestro titular haya profesores agregados y que la carrera del magisterio exista sobre bases que aseguren su porvenir y den acceso a cuantos sean dignos de tener una silla en la Universidad". Los estudiantes de vanguardia de la Universidad de Lima, leales a los principios proclamados en 19l9 y 1923, sostuvieron en 1926 las siguientes plataformas: defensa de la autonom�a de las universidades; participaci�n de los estudiantes en la direcci�n y orientaci�n de sus respectivas universidades o escuelas especiales; derecho de voto por los estudiantes en la elecci�n de rectores de las universidades; renovaci�n de los m�todos pedag�gicos; voto de honor de los estudiantes en la provisi�n de las c�tedras; incorporaci�n a la universidad de los valores extrauniversitarios; socializaci�n de la cultura: universidades populares, etc. Los principios sostenidos por los estudiantes argentinos son, probablemente, m�s conocidos, por su extensa influencia en el movimiento estudiantil de Am�rica desde su primera enunciaci�n en la Universidad de C�rdoba. Pr�cticamente, adem�s, son a grandes rasgos los mismos que proclaman los estudiantes de las dem�s universidades latinoamericanas.

Resulta de esta r�pida revisi�n que como postulados cardinales de la Reforma Universitaria puede considerarse: primero, la intervenci�n de los alumnos en el gobierno de las universidades y segundo, el funcionamiento de c�tedras libres, al lado de las oficiales, con id�nticos derechos, a cargo de ense�antes de acreditada capacidad en la materia.

El sentido y el origen de estas dos reivindicaciones nos ayudan a esclarecer la significaci�n de la Reforma.

 

POL�TICA Y ENSE�ANZA UNIVERSITARIA
EN AM�RICA LATINA

El r�gimen econ�mico y pol�tico determinado por el predominio de las aristocracias coloniales que en algunos pa�ses hispanoamericanos subsiste todav�a aunque en irreparable y progresiva disoluci�n, ha colocado por mucho tiempo las universidades de la Am�rica Latina bajo la tutela de estas oligarqu�as y de su clientela. Convertida la ense�anza universitaria en un privilegio del dinero, si no de la casta, o por lo menos de una categor�a social absolutamente ligada a los intereses de uno y otra, las universidades han tenido una tendencia inevitable a la burocratizaci�n acad�mica. Era �ste un destino al cual no pod�an escapar ni aun bajo la influencia epis�dica de alguna personalidad de excepci�n.

El objeto de las universidades parec�a ser, principalmente, el de proveer de doctores o r�bulas a la clase dominante. El incipiente desarrollo, el m�sero radio de la instrucci�n p�blica, cerraban los grados superiores de la ense�anza a las clases pobres (La misma ense�anza elemental no llegaba como no llega ahora sino a una parte del pueblo). Las universidades, acaparadas intelectual y materialmente por una casta generalmente desprovista de impulso creador, no pod�an aspirar siquiera a una funci�n m�s alta de formaci�n y selecci�n de capacidades. Su burocratizaci�n las conduc�a, de un modo fatal, al empobrecimiento espiritual y cient�fico.

Este no era un fen�meno exclusivo ni peculiar del Per�. Entre nosotros se ha prolongado m�s por la supervivencia obstinada de una estructura econ�mica semifeudal. Pero, aun en los pa�ses que m�s prontamente se han industrializado y democratizado, como la Rep�blica Argentina, a la universidad es adonde ha arribado m�s tarde esa corriente de progreso y transformaci�n. El Dr. Florentino V. Sanguinetti resume as� la historia de la Universidad de Buenos Aires antes de la Reforma: "Durante la primera parte de la vida argentina, movi� modestas iniciativas de cultura y form� n�cleos urbanos que dieron a la montonera el pensamiento de la unidad pol�tica y del orden institucional. Su provisi�n cient�fica era muy escasa, pero bastaba para las necesidades del medio y para imponer las conquistas lentas y sordas del genio civil. Afirmada m�s tarde nuestra organizaci�n nacional, la Universidad aristocr�tica y conservadora cre� un nuevo tipo social: el doctor. Los doctores constituyeron el patriciado de la segunda rep�blica, substituyendo poco a poco a las charreteras y a los caciques rurales, en el manejo de los negocios, pero sal�an de las aulas sin la jerarqu�a intelectual necesaria para actuar con criterio org�nico en la ense�anza o para dirigir el despertar improvisado de las riquezas que rend�an la pampa y el tr�pico. A lo largo de los �ltimos cincuenta a�os, nuestra nobleza agropecuaria fue desplazada, primero, del campo econ�mico por la competencia progresista del inmigrante, t�cnicamente m�s capaz, y luego del campo pol�tico por el advenimiento de los partidos de clase media. Necesitando entonces escenario para mantener su influencia, se apoder� de la Universidad que fue pronto un �rgano de casta, cuyos directores vitalicios turnaban los cargos de mayor relieve y cuyos docentes, reclutados por leva hereditaria, impusieron una verdadera servidumbre educacional de huella estrecha y sin filtraciones renovadoras" (26).

El movimiento de la Reforma ten�a l�gicamente que atacar, ante todo, esta estratificaci�n conservadora de las Universidades. La provisi�n arbitraria de las c�tedras, el mantenimiento de profesores ineptos, la exclusi�n de la ense�anza de los intelectuales independientes y renovadores, se presentaban claramente como simples consecuencias de la docencia olig�rquica. Estos vicios no pod�an ser combatidos sino por medio de la intervenci�n de los estudiantes en el gobierno de las universidades y el establecimiento de las c�tedras y la asistencia libres, destinadas a asegurar la eliminaci�n de los malos profesores a trav�s de una concurrencia leal con hombres m�s aptos para ejercer su magisterio.

Toda la historia de la Reforma registra invariablemente estas dos reacciones de las oligarqu�as conservadoras: primera, su solidaridad recalcitrante con los profesores incompetentes, tachados por los alumnos, cuando ha habido de por medio un inter�s familiar olig�rquico; y segunda, su resistencia, no menos tenaz, a la incorporaci�n en la docencia de valores no universitarios o simplemente independientes. Las dos reivindicaciones sustantivas de la Reforma resultan as� inconfutablemente dial�cticas, pues no arrancan de puras concepciones doctrinales sino de las reales y concretas ense�anzas de la acci�n estudiantil.

Las mayor�as docentes adoptaron una actitud de r�gida e impermeable intransigencia contra los grandes principios de la Reforma Universitaria, el primero de los cuales hab�a quedado proclamado te�ricamente desde el Congreso Estudiantil de Montevideo, y as� en la Argentina como en el Per�, lograron el reconocimiento oficial debido a favorables circunstancias pol�ticas, cambiadas las cuales se inici�, por parte de los elementos conservadores de la docencia, un movimiento de reacci�n, que en el Per� ha anulado ya pr�cticamente casi todos los triunfos de la Reforma, mientras en la Argentina encuentra la oposici�n vigilante del alumnado, seg�n lo demuestran las recientes agitaciones contra las tentativas reaccionarias.

Pero no es posible la realizaci�n de los ideales de la Reforma sin la recta y leal aceptaci�n de los dos principios aqu� esclarecidos. El voto de los alumnos aunque no est� destinado sino a servir de contralor moral de la pol�tica de los profesores es el �nico impulso de vida, el solo elemento de progreso de la Universidad, en la que de otra suerte prevalecer�an sin remedio fuerzas de estancamiento y regresi�n. Sin esta premisa, el segundo de los postulados de la Reforma las c�tedras libres no puede absolutamente cumplirse. M�s a�n, la "leva hereditaria", de que nos habla con tan evidente exactitud el Dr. Sanguinetti, torna a ser el sistema de reclutamiento de nuevos catedr�ticos. Y el mismo progreso cient�fico pierde su principal est�mulo, ya que nada empobrece tanto el nivel de la ense�anza y de la ciencia como la burocratizaci�n olig�rquica.

 

LA UNIVERSIDAD DE LIMA


En el Per�, por varias razones, el esp�ritu de la Colonia ha tenido su hogar en la Universidad. La primera raz�n es la prolongaci�n o supervivencia, bajo la Rep�blica, del dominio de la vieja aristocracia colonial.

Pero este hecho no ha sido desentra�ado sino desde que la ruptura con el criterio colonialista vale decir con la historiograf�a "civilista", ha consentido a la nueva generaci�n enjuiciar libremente la realidad peruana. Ha sido necesaria, para su entendimiento cabal, la quiebra de la antigua casta, denunciada por el car�cter de "secesi�n" que quiso asumir el cambio de gobierno de 1919.

Cuando el doctor V. A. Belaunde calific� a la Universidad como "el lazo de uni�n entre la Rep�blica y la Colonia" con la mira de enaltecerla cual �nico y esencial �rgano de continuidad hist�rica, ten�a casi el aire de hacer un descubrimiento valioso. La clase dirigente hab�a sabido hasta entonces mantener la ilusi�n intelectual de la Rep�blica distinta e independiente de la Colonia, no obstante una instintiva inclinaci�n al culto nost�lgico de lo virreinal, que traicionaba con demasiada evidencia su verdadero sentimiento. La Universidad que, seg�n un concepto de clis�, era el alma mater nacional, hab�a sido siempre oficialmente definida como la m�s alta c�tedra de los principios e ideales de la Rep�blica.

Mientras tanto, tal vez con la sola excepci�n del instante en que G�lvez y Lorente, la ti�eron de liberalismo, restableciendo y continuando la orientaci�n ideol�gica de Rodr�guez de Mendoza, la Universidad hab�a seguido fiel a su tradici�n escol�stica, conservadora y espa�ola.

El divorcio entre la obra universitaria y la realidad nacional, constatado melanc�licamente por Belaunde pero que no lo hab�a embarazado para gratificar a la Universidad con el t�tulo de encarnaci�n �nica y sagrada de la continuidad hist�rica patria, ha dependido exclusivamente del divorcio, no menos cierto aunque menos reconocido, entre la vieja clase dirigente y el pueblo peruano. Belaunde escrib�a lo que sigue: "Un triste destino se ha cernido sobre nuestra Universidad y ha determinado que llene principalmente un fin profesional y tal vez de esnobismo cient�fico; pero no un fin educativo y mucho menos un fin de afirmaci�n de la conciencia nacional. Al recorrer r�pidamente la historia de la Universidad desde su origen hasta la fecha se destaca este rasgo desagradable y funesto: su falta de vinculaci�n con la realidad nacional, con la vida de nuestro medio, con las necesidades y aspiraciones del pa�s" (27). La investigaci�n de Belaunde no pod�a ir m�s all�. Vinculado por su educaci�n y su temperamento a la casta feudal, adherente al partido que acaudillaba uno de sus m�s genuinos representantes, Belaunde ten�a que detenerse en la constataci�n del desacuerdo, sin buscar sus razones profundas. M�s a�n: ten�a que contentarse con explic�rselo como la consecuencia de un "triste destino".

La verdad era que la colonia sobreviv�a en la Universidad porque sobreviv�a tambi�n a pesar de la revoluci�n de la Independencia y de la rep�blica demoliberal, en la estructura econ�mico-social del pa�s, retardando su evoluci�n hist�rica y enervando su impulso biol�gico. Y que, por esto, la Universidad no cumpl�a una funci�n progresista y creadora en la vida peruana, a cuyas necesidades profundas y a cuyas corrientes vitales resultaba no s�lo extra�a sino contraria. La casta de terratenientes coloniales que, a trav�s de un agitado per�odo de caudillaje militar, asumi� el poder en la Rep�blica, es el menos nacional, el menos peruano de los factores que intervienen en la historia del Per� independiente. El "triste destino" de la Universidad no ha dependido de otra cosa.

Despu�s del per�odo de influencia de G�lvez y Lorente, la Universidad permaneci�, hasta el per�odo de agitaci�n estudiantil de 19l9, pesadamente dominada por el esp�ritu de la Colonia. En 1894, el discurso acad�mico del doctor Javier Prado sobre "El estado social del Per� durante la dominaci�n espa�ola" que, dentro de su prudencia y equilibrio, intentaba una revisi�n del criterio colonialista, pudo ser el punto de partida de una acci�n que acercase m�s el trabajo universitario a nuestra historia y a nuestro pueblo. Pero el doctor Prado, estrechamente mancomunado con los intereses y sentimientos que este movimiento habr�a contrastado por fuerza, prefiri� encabezar una corriente de mediocre positivismo que, bajo el signo de Taine, pretendi� justificar doctrinalmente la funci�n del civilismo dot�ndolo de un pensamiento pol�tico en apariencia moderno, y que no consigui� siquiera imprimir a la Universidad, entregada al diletantismo verbalista y dogm�tico, la orientaci�n cient�fica que ahora mismo se echa de menos en ella. M�s tarde, en 1900, otro discurso acad�mico, el del doctor M. V. Villar�n sobre las profesiones liberales en el Per�, tuvo tambi�n la �ntima significaci�n de una ponderada requisitoria contra el colonialismo de la Universidad, responsable por los prejuicios aristocr�ticos que alimentaba y manten�a, de una superproducci�n de doctores y letrados. Pero igualmente este discurso, como todas las reacciones epis�dicas del civilismo, estaba destinado a no agitar sino muy superficialmente las aguas de esta quieta palude intelectual.

La generaci�n arbitrariamente llamada "futurista" debi� ser, cronol�gicamente, la que iniciara la renovaci�n de los m�todos y el esp�ritu de la Universidad. A ella pertenec�an los estudiantes catedr�ticos luego que representaron al Per� en el Congreso Estudiantil de Montevideo y que organizaron el Centro Universitario, echando las bases de una solidaridad que en la lucha por la Reforma hab�a de concretar sus formas y sus fines. Mas la direcci�n de Riva Ag�ero por boca de quien habl� expl�citamente el esp�ritu colonialista en su tesis sobre literatura peruana, orientaba en un sentido conservador y tradicionalista a esa generaci�n universitaria que, de otro lado, por sus or�genes y vinculaciones, aparec�a con la misi�n de marcar una reacci�n contra el movimiento literario gonz�lezpradista y de restablecer la hegemon�a intelectual del civilismo, atacada, particularmente en provincias, por la espont�nea popularidad de la literatura radical.

 

REFORMA Y REACCI�N


El movimiento estudiantil peruano de 1919 recibi� sus est�mulos ideol�gicos de la victoriosa insurrecci�n de los estudiantes de C�rdoba y de la elocuente admonici�n del profesor Alfredo L. Palacios. Pero, en su origen, constituy� principalmente un amotinamiento de los estudiantes contra algunos catedr�ticos de calificada y ostensible incapacidad. Los que extend�an y elevaban los objetivos de esta agitaci�n transformando en repudio del viejo esp�ritu de la Universidad el que, en un principio, hab�a sido s�lo repudio de los malos profesores y de la disciplina arcaica, estaban en minor�a en el estudiantado. El movimiento contaba con el apoyo de estudiantes de esp�ritu ortodoxamente civilista, quienes segu�an a los propugnadores de la Reforma tanto porque conven�an en la evidente ineptitud de los maestros tachados como porque cre�an participar en una algarada escolar m�s o menos inocua.

Esto revela que si la oligarqu�a docente, mostr�ndose celosa de su prestigio intelectual, hubiera realizado a tiempo en la Universidad el m�nimum de mejoramiento y modernizaci�n de la ense�anza necesario para no correr el riesgo de una situaci�n de escandalosa insolvencia, habr�a logrado mantener f�cilmente la intangibilidad de sus posiciones por algunos a�os m�s.

La crisis que tan desairadamente afront� en 1919, fue precipitada por el prolongamiento irritante de un estado de visible desequilibrio entre el nivel de la c�tedra y el avance general de nuestra cultura en m�s de un aspecto. Este desequilibrio se hac�a particularmente detonante en el plano literario y art�stico. La generaci�n "futurista" que, reaccionando contra la generaci�n "radical" rom�ntica y extrauniversitaria, trabajaba por reforzar el poder espiritual de la Universidad, concentrando en sus aulas todas las fuerzas de direcci�n de la cultura nacional, no supo, no quiso o no pudo reemplazar oportunamente en la docencia de la Facultad de Letras, la m�s vulnerable, a los viejos catedr�ticos retrasados e incompetentes. El contraste entre la ense�anza de letras en esta Facultad y el progreso de la sensibilidad y la producci�n literarias del pa�s, se torn� clamoroso cuando el surgimiento de una nueva generaci�n, en abierta ruptura con el academicismo y el conservantismo de nuestros parad�jicos "futuristas", se�al� un instante de florecimiento y renovaci�n de la literatura nacional. La juventud que frecuentaba los cursos de letras de la Universidad, hab�a adquirido fuera, espont�neamente, un gusto y una educaci�n est�ticas bastantes para advertir el atraso y la ineptitud de sus varios catedr�ticos. Mientras esta juventud, como vulgo, como p�blico, hab�a superado en sus lecturas la estaci�n del "modernismo", la c�tedra universitaria estaba todav�a prisionera del criterio y los preceptos de la primera mitad del Ochocientos espa�ol. La orientaci�n historicista y literaria del grupo que presidi� el movimiento de 1919 en San Marcos concurr�a a un procesamiento m�s severo y a una condena m�s indignada e inapelable de los catedr�ticos acusados de atrasados y anacr�nicos.

De la Facultad de Letras, la revisi�n se propag� a las otras facultades, donde tambi�n el inter�s y la rutina olig�rquicas manten�an profesores sin autoridad. Pero la primera brecha fue abierta en la Facultad de Letras; y, hasta alg�n tiempo despu�s, la lucha estuvo dirigida contra los "malos profesores" m�s bien que contra los "malos m�todos".

La ofensiva del estudiantado empez� con la formaci�n de un cuadro de tachas, en el cual se omitieron cuidadosamente todas las que pudieran parecer sospechosas de parcialidad o apasionamiento. El criterio que inform� en esa �poca el movimiento de reforma fue un criterio de valoraci�n de la idoneidad magistral, exento de m�viles ideol�gicos.

La solidaridad del rector y el consejo con los profesores tachados constituy� una de las resistencias que ahondaron el movimiento. El estudiantado insurgente comenz� a comprender que el car�cter olig�rquico de la docencia y la burocratizaci�n y estancamiento de la ense�anza, eran dos aspectos del mismo problema. Las reivindicaciones estudiantiles se ensancharon y precisaron.

El primer congreso nacional de estudiantes, reunido en el Cuzco, en marzo de 1920, indic�, sin embargo, que el movimiento pro-reforma carec�a a�n de un programa bien orientado y definido. El voto de mayor trascendencia de ese Congreso es el que dio vida a las universidades populares, destinadas a vincular a los estudiantes revolucionarios con el proletariado y a dar un vasto alcance a la agitaci�n estudiantil.

Y, m�s tarde, en 1921, la actitud de los estudiantes ante el conflicto entre la Universidad y el Gobierno, demostr� que reinaba todav�a en la juventud universitaria una desorientaci�n profunda. M�s a�n: el entusiasmo con que una parte de ella se constitu�a en claque de catedr�ticos reaccionarios, cautivada por una ret�rica oportunista y democr�tica bajo la cual se trataba de hacer pasar el contrabando ideol�gico de las supersticiones y nostalgias del esp�ritu colonial, acusaba una recalcitrante reverencia de la mayor�a a sus viejos d�mines.

Era evidente, empero, que la derrota sufrida por el civilismo tradicional hab�a colaborado al triunfo alcanzado en 1919 por las reivindicaciones estudiantiles con el decreto del 20 de setiembre que establec�a las c�tedras libres y la representaci�n de los alumnos en el consejo universitario y con las leyes 4002 y 4004, en virtud de las cuales el gobierno declar� vacantes las c�tedras ocupadas por los profesores tachados.

Reabierta la Universidad despu�s de un per�odo de receso que fortaleci� los v�nculos existentes entre la docencia y una parte de los estudiantes, las conquistas de la Reforma resultaron escamoteadas, en gran parte, por la nueva organizaci�n. Pero, en cambio, el "nuevo esp�ritu" ten�a ya mayor arraigo en la masa estudiantil. Y en las nuevas jornadas de la juventud iba a notarse menos confusionismo ideol�gico que en las anteriores a la clausura.

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La reanudaci�n de las labores universitarias en 1922 bajo el rectorado del doctor M. V. Villar�n, signific�, en primer lugar, el compromiso entre el gobierno y los profesores que pon�a t�rmino al conflicto que el a�o anterior condujo al receso de la Universidad. La ley org�nica de ense�anza promulgada en 1920 por el Ejecutivo, en uso de la autorizaci�n que recibi� del Congreso en octubre de 1919 cuando �ste vot� la ley N� 4004 sancionando el principio de la participaci�n de los alumnos en el gobierno de la Universidad, sirvi� de base al avenimiento. Esta ley reconoc�a a la Universidad una autonom�a que dejaba satisfecha a la docencia, m�s inclinada que antes por obvias razones a un temperamento transaccional, y que el Gobierno, inducido igualmente a aceptar una f�rmula de normalizaci�n, se allanaba a ratificar en todas sus partes.

Como es natural, el compromiso pon�a en peligro las conquistas del estu-diantado, ganadas en buena parte al amparo de la situaci�n que aqu�l ven�a a resolver aunque no fuera sino temporalmente. Y, en efecto, muy pronto se advirti� una mal disimulada tentativa de anular poco a poco las reformas de 1919. Algunos catedr�ticos restablecieron el abolido r�gimen de las listas. Pero esta tentativa encontr� alerta a los estudiantes, en cuyo �nimo tuvieron profunda resonancia primero el Congreso Estudiantil de M�xico y luego el fervoroso mensaje de las juventudes del Sur de que fuera portador Haya de la Torre.

El nuevo rector que, al asumir sus funciones, hab�a hecho con la moderaci�n propia de su esp�ritu, siempre en cuidadoso equilibrio, una profesi�n de fe reformista y hasta una cr�tica de las disposiciones de la ley de ense�anza que sustitu�an la libre asociaci�n de los alumnos con un "centro estudiantil universitario" de organizaci�n extra�amente autoritaria y burocr�tica, coherente con estas declaraciones, comprendi� en seguida la conveniencia de emplear tambi�n con el estudiantado la pol�tica del compromiso, evitando toda destemplada veleidad reaccionaria que pudiese excitar imprudentemente la beligerancia estudiantil. El rectorado del doctor Villar�n, sobreponi�ndose a los conflictos locales provocados por catedr�ticos conservadores, se�al� as� un per�odo de colaboraci�n entre la docencia y los alumnos. El apoyo dispensado a la inteligente y renovadora acci�n de Zulen en la Biblioteca y la atenci�n prestada a la opini�n y sentimiento del estudiantado, consultados frecuentemente sin exageradas aprensiones ideol�gicas, granjearon a la pol�tica del rector extensas simpat�as. El decano de la Facultad de Medicina, doctor Gasta�eta, que adopt� la misma l�nea de conducta, inspirando sus actos en un sagaz esp�ritu de cooperaci�n con los estudiantes, obtuvo un consenso a�n m�s entusiasta. Y la labor de algunos catedr�ticos j�venes contribuy� a mejorar las relaciones entre profesores y estudiantes.

Esta pol�tica impidi� la renovaci�n de la lucha por la reforma. De un lado, los profesores se mostraron dispuestos a la actuaci�n sol�cita de un programa progresista, renunciando, en todo caso, a prop�sitos reaccionarios. De otro lado, los estudiantes se declararon prontos a una experiencia colaboracionista que a muchos les parec�a indispensable para la defensa de la autonom�a y aun de la subsistencia de la Universidad.

El 23 de Mayo revel� el alcance social e ideol�gico del acercamiento de las vanguardias estudiantiles a las clases trabajadoras. En esa fecha tuvo su bautizo hist�rico la nueva generaci�n que, con la colaboraci�n de circunstancias excepcionalmente favorables, entr� a jugar un rol en el desarrollo mismo de nuestra historia, elevando su acci�n del plano de las inquietudes estudiantiles al de las reivindicaciones colectivas o sociales. Este hecho reanim� e impuls� en las aulas las corrientes de revoluci�n universitaria, acarreando el predominio de la tendencia izquierdista en la Federaci�n de Estudiantes, reorganizada poco tiempo despu�s y, sobre todo, en las asambleas estudiantiles que alcanzaron entonces un tono m�ximo de animaci�n y vivacidad.

Pero las conquistas de la Reforma, aparte de la supresi�n de las listas, se reduc�an en verdad a un contralor no formalizado del estudiantado en el orientamiento o, m�s bien, la administraci�n de la ense�anza. Estaba formalmente admitido el principio de la representaci�n de los estudiantes en el consejo universitario; mas el alumnado, que dispon�a entonces del recurso de las asambleas para manifestar su opini�n frente a cada problema, descuid� la designaci�n de delegados permanentes, prefiriendo una influencia plebiscitaria y espont�nea de las masas estudiantiles en las deliberaciones del consejo. Y aunque encabezaba a estas masas una vanguardia singularmente aguerrida y din�mica, sea porque las contingencias de la lucha contra la reacci�n interna y externa acaparaban demasiado su atenci�n, sea porque su propia conciencia pedag�gica no se encontraba todav�a bien formada, es lo cierto que no emple� la acci�n de las asambleas, de ambiente m�s tumultuario que doctrinal, en reclamar y conseguir mejores m�todos. Se content�, a este respecto, con modestos ensayos y gaseosas promesas destinadas a disiparse apenas se adormeciera o relajara en las aulas el esp�ritu vanguardista.

La reforma universitaria como reforma de la ense�anza a pesar de la nueva ley org�nica y de la mejor disposici�n de una parte de la docencia, hab�a adelantado, en consecuencia, muy poco. Lo que escribe Alfredo Palacios sobre parecida fase de la Reforma en Argentina, puede aplicarse a nuestra Universidad. "El movimiento general que determina la reforma universitaria, en su primera etapa dice Palacios, se concret� s�lo a la ingerencia estudiantil en el gobierno de la Universidad y a la asistencia libre. Faltaba lo m�s importante: la renovaci�n de los m�todos de ense�anza y la intensificaci�n de los estudios, y esto era de muy dif�cil realizaci�n en las Facultades de Jurisprudencia, que hab�an permanecido petrificadas en criterios viejos. Su ense�anza hab�a conducido a extremos insospechados. Puras teor�as, puras abstracciones; nada de ciencias de observaci�n y de experimento. Se crey� siempre que de esos institutos deb�a salir la �lite social destinada a ser 'clase gobernante'; que de all� deb�an surgir el financista, el diplom�tico, el literato, el pol�tico... Salieron, en cambio, con una ignorancia enciclop�dica, precoces utilitarios, capaces de todas las artima�as para enredar pleitos, y que en la vida fueron sost�n de todas las injusticias. Los estudiantes se concretaban a escuchar lecciones orales sin curiosidad alguna, sin �nimo de investigar, sin pasi�n por la b�squeda tenaz, sin laboratorios que despertaran las energ�as latentes, que fortalecieran el car�cter, que disciplinaran la voluntad y que ejercitaran la inteligencia" (28).

Por haber carecido nuestra universidad de directores como el doctor Palacios, capaces de comprender la renovaci�n requerida en los estudios por el movimiento de reforma y de consagrarse a realizarla con pasi�n y optimismo, este movimiento qued� detenido en el Per� en la etapa a que pudieron llevarlo el impulso y el esfuerzo estudiantiles.

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Los a�os 1924 a 27 han sido desfavorables para el movimiento de reforma universitaria en el Per�. La expulsi�n de 26 universitarios de la Universidad de Trujillo en Noviembre de 1923, preludi� una ofensiva reaccionaria que, poco tiempo despu�s, moviliz� en la Universidad de Lima a todas las fuerzas conservadoras contra los postulados de 1919 y 1923. Las medidas de represi�n empleadas por el Gobierno contra los estudiantes de vanguardia de San Marcos, libraron a la docencia de la vigilante presencia de la mayor parte de quienes manten�an alerta y despierto en el alumnado, el esp�ritu de la Reforma. La muerte de dos j�venes maestros, Zulen y Borja y Garc�a, redujo a un n�mero exiguo a los profesores de aptitud renovadora. El alejamiento del doctor Villar�n trajo el abandono de su tendencia a la cooperaci�n con el alumnado. El rectorado qued� en una situaci�n de interinidad, con todas las consecuencias de inhibici�n y esterilidad anexas a un r�gimen provisorio.

Esta conjunci�n de contingencias adversas ten�a que producir inevitablemente el resurgimiento del viejo esp�ritu conservador y olig�rquico. Deca�dos los est�mulos de progreso y reforma, la ense�anza recay� en su antigua rutina. Los representantes t�picos de la mentalidad civilista restauraron su pasada absoluta hegemon�a. El expediente de la interinidad, aplicado cada d�a con mayor extensi�n, sirvi� para disimular temporalmente el restablecimiento del conservantismo en las posiciones de donde fuera desalojado en parte por la oleada reformista.

En las elecciones de delegados de 1920, se bosquej� una concentraci�n de las izquierdas estudiantiles. Las plataformas electorales sostenidas por el grupo que prevaleci� en la nueva federaci�n, reafirmaban todos los postulados esenciales de la Reforma (29). Pero nuevamente la represi�n vino en auxilio de los intereses conservadores.

El fen�meno caracter�stico de este per�odo reaccionario parece ser el apoyo que en �l han venido a prestar a los elementos conservadores de la Universidad las mismas fuerzas que, obedeciendo al impulso hist�rico que determin� su victoria sobre el "civilismo" tradicional, decidieron en 1919 el triunfo de la Reforma.

No son �stos, sin embargo, los �nicos factores de la crisis del movimiento universitario. La juventud no est� totalmente exenta de responsabilidad. Sus propias insurrecciones nos ense�an que es, en su mayor�a, una juventud que procede por f�ciles contagios de entusiasmo. Este, en verdad, es un defecto de que se ha acusado siempre al hispanoamericano. Vasconcelos, en un reciente art�culo, escribe: "El principal defecto de nuestra raza es la inconstancia. Incapaces de perdurar en el esfuerzo no podemos por lo mismo desarrollar un plan ni llevar adelante un prop�sito". Y, m�s adelante, agrega: "En general hay que desconfiar de los entusiastas. Entusiasta es un adjetivo al cual le debemos m�s da�os que a todo el resto del vocabulario de los calificativos. Con el noble vocablo entusiasmo se ha acostumbrado encubrir nuestro defecto nacional: buenos para comenzar y para prometer; malos para terminar y para cumplir" (30).

Pero m�s que la versatilidad y la inconstancia de los alumnos, obran contra el avance de la Reforma, la vaguedad y la imprecisi�n del programa y el car�cter de este movimiento en la mayor�a de ellos. Los fines de la Reforma no est�n suficientemente esclarecidos, no est�n cabalmente entendidos. Su debate y su estudio adelantan lentamente. La reacci�n carece de fuerzas para sojuzgar intelectual y espiritualmente a la juventud. A sus victorias no se les puede atribuir sino un valor contingente. Los factores hist�ricos de la Reforma, en cambio, contin�an actuando sobre el esp�ritu estudiantil, en el cual se mantiene intacto, por consiguiente, a pesar de sus moment�neos oscurecimientos, el anhelo que anim� a la juventud en las jornadas de 1919 a 1923.

Si el movimiento renovador se muestra precariamente detenido en las universidades de Lima, prospera, en cambio, en la Universidad del Cuzco, donde la �lite del profesorado acepta y sanciona los principios sustentados por los alumnos. Testimonio de esto es el anteproyecto de reorganizaci�n de la Universidad del Cuzco formulado por la comisi�n que con este encargo nombr� el Gobierno al declarar en receso dicho instituto.

Este proyecto, suscrito por los profesores, se�ores Fortunato L. Herrera, Jos� Gabriel Cosio, Luis E. Valc�rcel, J. Uriel Garc�a, Leandro Pareja, Alberto Aran�bar P. y J. S. Garc�a Rodr�guez, constituye incontestablemente el m�s importante documento oficial producido hasta ahora sobre la reforma universitaria en el Per�. A nombre de la docencia universitaria, no se hab�a hablado todav�a, entre nosotros, con tanta altura. La comisi�n de la universidad cuzque�a ha roto la tradici�n de rutina y mediocridad a que tan sumisamente se ci�en, por lo general, las comisiones oficiales. Su plan mira a la completa transformaci�n de la Universidad del Cuzco en un gran centro de cultura con aptitud para presidir e impulsar eficientemente el desarrollo social y econ�mico de la regi�n andina. Y, al mismo tiempo, incorpora en su Estatuto los postulados cardinales de la Reforma Universitaria en Hispanoam�rica.

Entre las "ponencias b�sicas" de la comisi�n, se cuentan las siguientes: creaci�n de la docencia libre como cooperante del profesorado titular; adopci�n del sistema de seminarios y conversatorios; supresi�n del examen de fin de a�o como prueba definitiva; consagraci�n absoluta del catedr�tico universitario a su misi�n educativa; participaci�n de los alumnos y ex-alumnos en la elecci�n de las autoridades universitarias; representaci�n del estudiantado en el consejo universitario y en el de cada facultad; democratizaci�n de la ense�anza (31).

El dictamen concede, por otra parte, especial atenci�n a la necesidad de organizar la Universidad en modo de darle, en todos sus aspectos, una amplia aplicaci�n pr�ctica y una completa orientaci�n cient�fica. La Universidad del Cuzco aspira a ser un verdadero centro de investigaciones cient�ficas, puesto �ntegramente al servicio del mejoramiento social.

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Para comprobar el creciente conflicto entre los postulados cardinales de la Reforma Universitaria tales como los han formulado y suscrito las asambleas estudiantiles de los diversos pa�ses hispanoamericanos, y la situaci�n de la Universidad de Lima, basta la confrontaci�n de estos postulados con los respectivos aspectos de la ense�anza y del funcionamiento de la Universidad. Ensayemos esquem�ticamente esta confrontaci�n.

Intervenci�n de los estudiantes en el gobierno de la Universidad. La reacci�n pugna por restablecer el viejo y r�gido concepto de la disciplina, entendida como acatamiento absoluto del criterio y la autoridad de la docencia. El consejo de decanos o el rector en su nombre, reh�sa frecuentemente su permiso a las asambleas destinadas a expresar la opini�n de los estudiantes. El derecho de los estudiantes de reunirse a deliberar en los claustros est�, por primera vez, sujeto a suspensi�n. Las designaciones de delegados estudiantiles que no son gratas a la docencia, no obtienen su reconocimiento. El �ltimo comit� de la Federaci�n de Estudiantes se encontr� en la imposibilidad de funcionar, y hasta de constituirse plenamente, por falta del V� B� del Consejo. La crisis de la Federaci�n depende as� de un factor extra�o a la situaci�n estudiantil. El sentimiento del estudiantado ha perdido no s�lo su influencia en las deliberaciones del Consejo sino tambi�n los medios de manifestarse libre y disciplinadamente. La representaci�n estudiantil en el gobierno de la Universidad, dentro de esta situaci�n, ser�a una farsa.

Renovaci�n de los m�todos pedag�gicos. Si se except�a las innovaciones introducidas en la ense�anza por uno que otro catedr�tico, la subsistencia de los viejos m�todos aparece absoluta. Hace poco, un alto funcionario de Educaci�n P�blica, el doctor Luis E. Galv�n, se preguntaba en un art�culo: �Qu� hace nuestra Universidad por la investigaci�n cient�fica? (32). A pesar de sus sentimientos de adhesi�n a San Marcos, el doctor Galv�n se ve�a precisado a darse una respuesta totalmente desfavorable. Los m�todos y los estudios no han cambiado sino en la m�nima proporci�n debida a la espont�nea iniciativa de los pocos profesores con sentido austero de su responsabilidad. En muy contados cursos se ha salido de la rutina de la lecci�n oral. El esp�ritu dogm�tico mantiene casi intactas sus posiciones. Algunas reformas iniciadas en el per�odo de 1922-24 han sido detenidas o malogradas. Esta es, por ejemplo, la suerte que ha tenido la obra de Zulen en la biblioteca.

Reforma del sistema docente. La docencia libre, que a�n no ha sido absolutamente ensayada, no encuentra un ambiente adecuado para su experimentaci�n. Los intereses olig�rquicos que dominan en la ense�anza se oponen al funcionamiento de la c�tedra libre. En la provisi�n de las c�tedras contin�a aplic�ndose el viejo criterio de la "leva hereditaria" denunciado por el doctor Sanguinetti en la antigua Universidad de Buenos Aires.

Todas las conquistas formales de 1919 se encuentran de este modo, frustradas. El porcentaje de maestros ineptos, no es menor ahora seguramente, a pesar de la depuraci�n, elemental y moderada, que consiguieron entonces los estudiantes. La Facultad de Letras, de la cual parti� en 1919 el grito de reforma, se presenta pr�cticamente como la que menos ha ganado en cuanto a m�todos y docencia.

La propia pauta de reforma establecida por la Ley Org�nica de 1920 est� todav�a, en su mayor parte, por aplicar. No se advierte por parte del Consejo Universitario, ning�n efectivo prop�sito de avanzar en la ejecuci�n del programa trazado por dicha ley (33).

En la formaci�n del tipo de maestro exclusivamente consagrado a la ense�anza, tampoco se ha avanzado nada. El maestro universitario sigue siendo entre nosotros un diletante que concede un lugar muy subsidiario en su esp�ritu y en su actividad a su misi�n de educador. Este es, ciertamente, en gran parte, un problema econ�mico. La ense�anza universitaria permanecer� entregada al diletantismo mientras no se asegure a los profesores capaces de dedicarse absolutamente a la investigaci�n y al estudio, el m�nimum de renta indispensable para un mediano tenor de vida. Pero, aun dentro de sus actuales medios econ�micos, la Universidad deber�a ya empezar a buscarle una soluci�n a este problema que no ser� solucionado autom�ticamente por una partida del presupuesto universitario si faltan como hasta hoy los est�mulos morales de la investigaci�n cient�fica y la especializaci�n docente.

La crisis de las universidades menores reproduce, en escenarios peque�os, la crisis de San Marcos. A la m�s deficiente y an�mica de todas, la Universidad de Trujillo, le ha pertenecido la iniciativa reaccionaria, como ya hemos visto. La expulsi�n de veintis�is alumnos, revela en el esp�ritu de esa Universidad el m�s recalcitrante reaccionarismo, por ser precisamente la falta de estudiantes una de sus preocupaciones espec�ficas. Para que la Universidad no vea desiertas sus aulas, el profesorado de Trujillo tiene que dedicarse todos los a�os, seg�n se me refiere, a una curiosa labor de reclutamiento, en la que se invocan razones de localismo con el objeto de inducir a los padres de familia a no enviar a sus hijos a las Universidad de Lima. Si no obstante la exig�idad de su alumnado, la docencia de Trujillo se decidi� a perder veintis�is estudiantes, es f�cil suponer hasta qu� extremos de intransigencia puede llegar su cerrado conservantismo. La Universidad de Arequipa ha sido tradicionalmente de las m�s impermeables a toda tendencia de modernizaci�n. La atm�sfera conservadora de la ciudad la preserva de inquietudes extra�as a su reposo. El elemento renovador, que en los �ltimos a�os ha dado algunas se�ales simp�ticas de crecimiento y agitaci�n, se encuentra a�n en minor�a. S�lo la Universidad del Cuzco se esfuerza vigorosamente por transformarse. Me he referido ya al proyecto de reorganizaci�n presentado al Gobierno por sus principales catedr�ticos, y que, evidentemente, constituye el bosquejo m�s avanzado de reforma universitaria en el Per�.

El concepto de la Reforma, en tanto, ha ganado cada d�a m�s precisi�n y firmeza en las vanguardias estudiantiles hispanoamericanas. La definici�n del problema de la educaci�n p�blica a que ha arribado la vanguardia de La Plata, as� lo demuestra. He aqu� los t�rminos de su declaraci�n: 1.�p; El problema educacional no es sino una de las faces del problema social; por ello no puede ser solucionado aisladamente. 2.�p; La cultura de toda sociedad es la expresi�n ideol�gica de los intereses de la clase dominante. La cultura de la sociedad actual es por lo tanto, la expresi�n ideol�gica de los intereses de la clase capitalista. 3.�p; La �ltima guerra imperialista, rompiendo el equilibrio de la econom�a burguesa, ha puesto en crisis su cultura correlativa. 4.�p; Esta crisis s�lo puede superarse con el advenimiento de una cultura socialista" (34).

Mientras el mensaje de la nueva generaci�n, confusamente anunciado desde 1918 por la insurrecci�n de C�rdoba, alcanza en la Argentina tan n�tida y significativa expresi�n revolucionaria, en nuestro panorama universitario se multiplican -como creo haberlo puntualizado en este estudio-, los signos de reacci�n. La Reforma Universitaria sigue amenazada, por el empe�o de la vieja casta docente en restaurar plenamente su dominio.

 

III

IDEOLOG�AS EN CONTRASTE

En la etapa de tanteos pr�cticos y escarceos te�ricos, que condujo lentamente a la importaci�n de sistemas y t�cnicos norteamericanos, el doctor Deustua represent� la reacci�n del viejo esp�ritu aristocr�tico, m�s o menos ornamentada de idealismo moderno. El doctor Villar�n formulaba en un lenguaje positivista el programa del civilismo burgu�s y, por ende, demoliberal; el doctor Deustua encarnaba, bajo un indumento universitario y filos�fico de factura moderna, la mentalidad del civilismo feudal, de los encomenderos virreinales (Por algo se designaba con el nombre de civilismo hist�rico a una fracci�n del partido civil).

El verdadero sentido del di�logo Deustua-Villar�n escap� a los glosadores y al auditorio de la �poca. Los sedicentes e ineptos partidos populares de entonces no supieron tomar posici�n doctrinal alguna frente a este debate. El pierolismo no era capaz de otra cosa que de una declamaci�n mon�tona contra los impuestos y empr�stitos que estaban lejos de constituir toda la pol�tica econ�mica del civilismo aparte de las peri�dicas pl�ticas y proclamas de su califa sobre los conceptos de libertad, orden, patria, ciudadan�a, etc. El pretendido liberalismo no se diferenciaba del pierolismo, al cual por otra parte andaba acoplado, nada m�s que en un espor�dico anticlericalismo mas�nico y una vaga y rom�ntica reivindicaci�n federalista (La pobreza ideol�gica, la ramploner�a intelectual de esta oposici�n sin m�s prestancia que la gloria trasnochada de su caudillo, permiti� al civilismo acaparar el debate de uno de los m�s sustantivos problemas nacionales).

S�lo ahora, por lo dem�s, es hist�ricamente posible esclarecer el sentido de esa pol�mica universitaria, frente a la cual Francisco Garc�a Calder�n quiso asumir una de esas posiciones, ecl�cticas y conciliadoras hasta lo infinito, en las cuales es maestro su prudent�simo y un poco esc�ptico criticismo.

La posici�n ideol�gica del doctor Deustua en el debate de la instrucci�n p�blica ostentaba todos los atributos ornamentales necesarios para impresionar el temperamento huecamente ret�rico y declamatorio de nuestra gente intelectual. El doctor Deustua se presentaba en sus metaf�sicas disertaciones sobre la educaci�n como un asertor de idealismo frente al positivismo de sus mesurados y complacientes contradictores. Y �stos, en vez de desnudar de su paramento filos�fico el esp�ritu antidemocr�tico y antisocial de la concepci�n del doctor Deustua, prefer�an declarar su respetuoso acatamiento de los altos ideales que mov�an a este catedr�tico.

F�cil habr�a sido sin embargo demostrar que las ideas educacionales del doctor Deustua no representaban, en el fondo, una corriente de idealismo contempor�neo, sino la vieja mentalidad aristocr�tica de la casta latifundista. Pero nadie se encarg� de esclarecer el verdadero sentido de la resistencia del doctor Deustua a una reforma m�s o menos democr�tica de la ense�anza. El verbalismo universitario se perd�a en los complicados caminos de la abstrusa doctrina del reaccionario profesor civilista. El debate, por otra parte, se desenvolv�a exclusivamente dentro del partido civil, en el cual se contrastaban dos esp�ritus, el de la feudalidad y el del capitalismo, deformado y enervado el segundo por el primero.

Para identificar el pensamiento del doctor Deustua y percibir su fondo medioeval y aristocr�tico, basta estudiar los prejuicios y supersticiones de que est� nutrido. El doctor Deustua sustenta ideas antag�nicas no s�lo a los principios de la nueva educaci�n, sino al esp�ritu mismo de la civilizaci�n capitalista. Su concepci�n del trabajo, por ejemplo, est� en abierta pugna con la que desde hace mucho tiempo rige el progreso humano. En uno de sus estudios de filosof�a de la educaci�n, el doctor Deustua expresaba sobre el trabajo el mismo concepto desde�oso de los que en otros tiempos no consideraban carreras nobles y dignas sino las de las armas y las letras.

"Valor y trabajo, moralidad y ego�smo -escrib�a- son inseparables en el proceso integral de la voluntad, pero su rol, muy diferente en tal proceso, lo es tambi�n ante el proceso de la educaci�n. El valor libertad educa; la educaci�n consiste en la realizaci�n de valores; pero el trabajo no educa; el trabajo enriquece, ilustra, da destreza con el h�bito; pero est� encadenado a m�viles ego�stas que constituyen la esclavitud del alma; el mismo m�vil de la vocaci�n por el trabajo que introduce en �l la felicidad y la alegr�a, es ego�sta como los dem�s; la libertad no nace de �l; la libertad se la comunica el valor moral y est�tico. La ciencia misma que en cierto modo educa disciplinando la actividad cognoscitiva, orden�ndola con el m�todo deductivo o favoreciendo su funci�n intuitiva con sus inducciones, el llamado valor l�gico no lleva al trabajo ese elemento de libertad que constituye la esencia de la personalidad humana. Puede el trabajo contribuir a la expansi�n del esp�ritu mediante la riqueza material que produce: pero esa expansi�n puede ser muchas veces signo del impulso ciego del ego�smo; podr�a decirse que lo es en la generalidad de los casos; y entonces no significa verdadera libertad; libertad interior, libertad moral o est�tica; la libertad que constituye el fin y el contenido de la educaci�n" (35).

Este concepto del trabajo, aunque sostenido por el doctor Deustua hace unos pocos lustros, es absolutamente medioeval, netamente aristocr�tico. La civilizaci�n occidental reposa totalmente sobre el trabajo. La sociedad lucha por organizarse como una sociedad de trabajadores, de productores. No puede, por tanto, considerar el trabajo como una servidumbre. Tiene que exaltarlo y ennoblecerlo.

Y en esto no es posible ver un sentimiento interesado y exclusivo de la Civilizaci�n de Occidente. Tanto las investigaciones de la ciencia, como las intuiciones del esp�ritu, nos iluminan plenamente. El destino del hombre es la creaci�n. Y el trabajo es creaci�n, vale decir liberaci�n. El hombre se realiza en su trabajo.

Debemos al esclavizamiento del hombre por la m�quina y a la destrucci�n de los oficios por el industrialismo, la deformaci�n del trabajo en sus fines y en su esencia. La requisitoria de los reformadores, desde John Ruskin hasta Rabindranath Tagore, reprocha vehementemente al capitalismo, el empleo embrutecedor de la m�quina. El maquinismo, y sobre todo el taylorismo, han hecho odioso el trabajo. Pero s�lo porque lo han degradado y rebajado, despoj�ndolo de su virtud de creaci�n.

Pierre Hamp que ha escrito en libros admirables la epopeya del trabajo La peine des hommes ha dicho al respecto, palabras de rigurosa verdad: "La grandeza del hombre se reduce a hacer bien su oficio. El viejo amor al oficio, malgrado la sociedad, es la salud social. La habilidad de las manos del hombre no carece nunca de orgullo, ni siquiera en las labores m�s bajas. Si el desd�n del trabajo existiera en cada uno, como lo sienten las gentes de manos blancas, y si los obreros no continuasen en su oficio mas que por coacci�n, sin encontrar en su obra ninguna complacencia del esp�ritu, la haraganer�a y la corrupci�n aniquilar�an al pueblo desesperado" (36).

Tiene que ser �ste tambi�n el principio que adopte una sociedad heredera del esp�ritu y la tradici�n de la sociedad incaica en la que el ocio era un crimen y el trabajo, cumplido amorosamente, la m�s alta virtud. El arcaico pensamiento del doctor Deustua, descartado de su ideolog�a hasta por nuestra burgues�a p�vida y desorientada, desciende en cambio, en l�nea recta, de esa sociedad virreinal que un prudente "civilista" como el doctor Javier Prado nos describi� como una sociedad de sensual molicie.

No s�lo su concepto del trabajo denuncia el sentimiento aristocr�tico y reaccionario del doctor Deustua y precisa su posici�n ideol�gica en el debate de la instrucci�n p�blica. Son, ante todo, sus conceptos fundamentales de la ense�anza los que definen su tesis como una tesis de inspiraci�n feudalista.

El doctor Deustua, en sus estudios, no se preocupaba casi sino de la educaci�n de las clases elevadas o dirigentes. Todo el problema de la educaci�n nacional resid�a para �l en la educaci�n de la �lite. Y, por supuesto, esta �lite no era otra que la del privilegio hereditario. Por consiguiente, todos sus desvelos, todas sus premuras estaban dedicadas a la ense�anza universitaria.

Ninguna actitud puede ser m�s contraria y adversa que �sta al pensamiento educacional moderno. El doctor Villar�n, desde puntos de vista ortodoxamente burgueses, opon�a con raz�n a la tesis del doctor Deustua el ejemplo de los Estados Unidos, recordando que "la escuela primaria fue all� la premisa y antecedente hist�rico de la secundaria; y el college, el precursor de la Universidad" (37). Hoy podr�amos oponerle, desde puntos de vista m�s nuestros, el ejemplo de M�xico, pa�s que, como dice Pedro Henr�quez Ure�a, no entiende hoy la cultura a la manera del siglo XIX. "No se piensa en la cultura reinante escribe Henr�quez Ure�a en la �poca del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivan flores artificiales, torre de marfil donde se guardaba la ciencia muerta en los museos. Se piensa en la cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender es no s�lo aprender a conocer sino igualmente aprender a hacer. No debe haber alta cultura, porque ser� falsa y ef�mera, donde no haya cultura popular" (38). �Necesito decir que suscribo totalmente este concepto en abierto conflicto con el pensamiento del doctor Deustua?

El problema de la educaci�n era situado por el doctor Deustua en un terreno puramente filos�fico. La experiencia ense�a que, en este terreno, con desde�osa prescindencia de los factores de la realidad y de la historia, es imposible no s�lo resolverlo sino conocerlo. El doctor Deustua se manifiesta indiferente a las relaciones de la ense�anza y de la econom�a. M�s a�n, respecto a la econom�a muestra una incomprensi�n de idealista absoluto.

Su recetario, por esto, adem�s de antidemocr�tico y antisocial, resulta antihist�rico. El problema de la ense�anza no puede ser bien comprendido en nuestro tiempo, si no es considerado como un problema econ�mico y como un problema social. El error de muchos reformadores ha estado en su m�todo abstractamente idealista, en su doctrina exclusivamente pedag�gica. Sus proyectos han ignorado el �ntimo engranaje que hay entre la econom�a y la ense�anza y han pretendido modificar �sta, sin conocer las leyes de aqu�lla. Por ende, no han acertado a reformar nada sino en la medida que las menospreciadas, o simplemente ignoradas leyes econ�mico-sociales, les han consentido. El debate entre cl�sicos y modernos en la ense�anza no ha estado menos regido por el ritmo del desarrollo capitalista que el debate entre conservadores y liberales en la pol�tica. Los programas y los sistemas de educaci�n p�blica, en la edad que ahora declina, han dependido de los intereses de la econom�a burguesa. La orientaci�n realista o moderna ha sido impuesta, ante todo, por las necesidades del industrialismo. No en balde el industrialismo es el fen�meno peculiar y sustantivo de esta civilizaci�n que, dominada por sus consecuencias, reclama de la escuela m�s t�cnicos que ide�logos y m�s ingenieros que r�tores.

La orientaci�n anticient�fica y antiecon�mica, en el debate de la ense�anza, pretende representar un idealismo superior; pero se trata de una metaf�sica de reaccionarios, opuesta y extra�a a la direcci�n de la historia y que, por consiguiente, carece de todo valor concreto como fuerza de renovaci�n y elevaci�n humanas. Los abogados y literatos procedentes de las aulas de humanidades, preparados por una ense�anza ret�rica, pseudoidealista, han sido siempre mucho m�s inmorales que los t�cnicos provenientes de las facultades e institutos de ciencias. Y la actividad pr�ctica y teor�tica o est�tica de estos �ltimos ha seguido el rumbo de la econom�a y de la civilizaci�n mientras que la actividad pr�ctica, teor�tica o est�tica de los primeros lo ha contrastado frecuentemente al influjo de los m�s vulgares intereses o sentimientos conservadores. Esto aparte de que el valor de la ciencia como est�mulo de la especulaci�n filos�fica no puede ser desconocido ni subestimado. La atm�sfera de ideas de esta civilizaci�n debe a la ciencia mucho m�s seguramente que a las humanidades.

La solidaridad de la econom�a y la educaci�n se revela concretamente en las ideas de los educadores que verdaderamente se han propuesto renovar la escuela. Pestalozzi, Froebel, etc., que han trabajado realmente por una renovaci�n, han tenido en cuenta que la sociedad moderna tiende a ser, fundamentalmente, una sociedad de productores. La Escuela del Trabajo representa un sentido nuevo de la ense�anza, un principio peculiar de una civilizaci�n de trabajadores. El Estado capitalista se ha guardado de adoptarlo y actuarlo plenamente. Se ha limitado a incorporar en la ense�anza primaria (ense�anza de clase) el "trabajo manual educativo". Ha sido en Rusia donde la Escuela del Trabajo ha sido elevada al primer plano en la pol�tica educacional. En Alemania la tendencia a ensayarla se ha apoyado principalmente en el predominio social-democr�tico de la �poca de la revoluci�n.

Y la reforma m�s sustancial ha brotado as� en el campo de la ense�anza primaria, mientras que, dominadas por el esp�ritu conservador de sus rectores, la ense�anza secundaria y la universitaria, constituyen a�n un terreno poco propicio a todo intento de renovaci�n radical y poco sensible a la nueva realidad econ�mica.

Un concepto moderno de la escuela coloca en la misma categor�a el trabajo manual y el trabajo intelectual. La vanidad de los rancios humanistas, alimentada de romanismo y aristocratismo, no puede avenirse con esta nivelaci�n. En oposici�n al ideario de estos hombres de letras, la Escuela del Trabajo es un producto genuino, una concepci�n fundamental de una civilizaci�n creada por el trabajo y para el trabajo.

* * *

En el discurso de este estudio no me he propuesto esclarecer sino los fundamentales lineamientos ideol�gicos y pol�ticos del proceso de la instrucci�n p�blica en el Per�. He prescindido de su aspecto t�cnico que, adem�s de no ser de mi competencia, se encuentra subordinado a principios te�ricos y a necesidades pol�ticas y econ�micas.

He constatado, por ejemplo, que la herencia espa�ola o colonial no consist�a en un m�todo pedag�gico sino en un r�gimen econ�mico-social. La influencia francesa se insert�, m�s tarde, en este cuadro, con la complacencia as� de quienes miraban en Francia la patria de la libertad jacobina y republicana como de quienes se inspiraban en el pensamiento y la pr�ctica de la restauraci�n. La influencia norteamericana se impuso finalmente, como una consecuencia de nuestro desarrollo capitalista al mismo tiempo que de la importaci�n de capitales, t�cnicos e ideas yanquis.

Bajo el conflicto de ideolog�as y de influencias, se percibe claramente, en el �ltimo per�odo, el contraste entre una creciente afirmaci�n capitalista y la obstinada reacci�n feudalista y aristocr�tica, propugnadora la primera en la ense�anza de una orientaci�n pr�ctica, defensora la segunda de una orientaci�n pseudoidealista.

Con el nacimiento de una corriente socialista y la aparici�n de una conciencia de clase en el proletariado urbano, interviene ahora en el debate un factor nuevo que modifica sustancialmente sus t�rminos. La fundaci�n de las universidades populares Gonz�lez Prada, la adhesi�n de la juventud universitaria al principio de la socializaci�n de la cultura, el ascendiente de un nuevo ideario educacional sobre los maestros, etc., interrumpen definitivamente el erudito y acad�mico di�logo entre el esp�ritu demoliberal-burgu�s y el esp�ritu latifundista y aristocr�tico (39).

El balance de la primera centuria de la Rep�blica se cierra, en orden a la educaci�n p�blica, con un enorme pasivo. El problema del analfabetismo ind�gena est� casi intacto. El Estado no consigue hasta hoy difundir la escuela en todo el territorio de la rep�blica. La desproporci�n entre sus medios y el tama�o de la empresa, es enorme. Para la actuaci�n del modesto programa de educaci�n popular, que autoriza el presupuesto, se carece de n�mero suficiente de maestros. El porcentaje de normalistas en el personal de la ense�anza primaria alcanza a menos del 20 por ciento. Los rendimientos actuales de las Escuelas Normales no consienten demasiadas ilusiones sobre las posibilidades de resolver este problema en un plazo m�s o menos corto. La carrera de maestros de primera ense�anza, sujeta todav�a en el Per� a los vej�menes y las contaminaciones del gamonalismo y el caciquismo m�s est�lidos y prepotentes, es una carrera de miseria. No les est� a�n asegurada a los maestros una estabilidad siquiera relativa. La queja de un representante a congreso, acostumbrado a encontrar a los maestros en su sumiso s�quito de capituleros, pesa en el criterio oficial m�s que la foja de servicios de un maestro recto y digno.

El problema del analfabetismo del indio resulta ser, en fin, un problema mucho mayor, que desborda del restringido marco de un plan meramente pedag�gico. Cada d�a se comprueba m�s que alfabetizar no es educar. La escuela elemental no redime moral y socialmente al indio. El primer paso real hacia su redenci�n, tiene que ser el de abolir su servidumbre (40).

Esta es la tesis que sostienen en el Per� los autores de una renovaci�n, entre los cuales se cuentan, en primera fila, muchos educadores j�venes, cuyos puntos de vista aparecen ya distantes de los que, en mesurada aunque categ�rica oposici�n a la ideolog�a colonial, sustent� hace veinticinco a�os el doctor M. V. Villar�n con los mediocres resultados que hemos visto al examinar la g�nesis y desenvolvimiento de la reforma de 1920.
 


 

REFERENCIAS


1. La participaci�n de educadores belgas, alemanes, italianos, ingleses, etc. en el desarrollo de nuestra educaci�n p�blica, es epis�dica y contingente y no implica una orientaci�n de nuestra pol�tica educacional.

2. Circular del ministro don Mat�as Le�n, fechada el 19 de abril de 1831.

3. "Las reformas de la Instrucci�n P�blica", discurso pronunciado en la apertura del a�o universitario de 1919. En la Revista Universitaria de 1919.

4. V�ase en este volumen los estudios sobre la econom�a nacional y el problema de la tierra.

5. M. V. Villar�n, Estudios sobre Educaci�n Nacional, pp. 8 y 9.

6. Es interesante y expresivo el que los reaccionarios franceses proclamen a Francia naci�n burguesa, m�s bien que capitalista.

7. Ib., p. 27.

8. Espa�a es el pa�s de la Contrarreforma, y por ende el Estado antiliberal y antimoderno por excelencia.

9. C. A. Ugarte, Bosquejo de la Historia Econ�mica del Per�.

10. V�ase el ensayo sobre el factor religioso.

11. Edouard Herriot, Cr�er, p. 95.

12. Ib., p. 125.

13. Ib., p. 127.

14. Ib., pp. 120, 123 y 124.

15. M. V. Villar�n, ob. citada, p. 74.

16. Ib., p. 33.

17. Estudio del Dr. Bouroncle sobre "Cien a�os de pol�tica educacional" publicado en La Prensa el 9 de diciembre de 1924.

18. En 1926 los egresos fiscales del presupuesto sumaron Lp. 10'518,960, correspondiendo a la instrucci�n Lp. 1'000,184, pero s�lo Lp. 859,807 a la primaria.

19. Ley Org�nica de Ense�anza de 1920. Edici�n Oficial, p. 84.

20. Publicaciones del C�rculo M�dico Argentino y Centro de Estudiantes de Medicina. La Reforma Universitaria. 6 tomos, 1926-27.

21. La Reforma Universitaria, tomo 1, p. 55.

22. Ib., p. 44.

23. Ib., pp. 58 y 86.

24. Ib., p. 125.

25. Ib., p. 130.

26. Ib., pp. 140 y 141.

27. V. A. Belaunde, La Vida Universitaria, p. 3.

28. Alfredo L. Palacios, La Nueva Universidad.

29. V�ase el N� 3 de Amauta (noviembre de 1926).

30. En Repertorio Americano, tomo XV, p. 145 (1927).

31. En la Revista Universitaria del Cuzco, N� 56, 1927.

32. En Amauta, N� 7 (marzo de 1927).

33. En prensa esta obra, el Gobierno ha dictado, en uso de una expresa autorizaci�n legislativa, un nuevo Estatuto de la Ense�anza Universitaria, que entra en vigencia en el a�o de estudios de 1928, abierto, por este motivo, con retardo. Esta reforma concierne casi exclusivamente a la organizaci�n de la ense�anza universitaria, colocada bajo la autoridad de un consejo superior que preside el Ministro de Instrucci�n. El car�cter, el concepto de esta ense�anza no ha sido tocado: no podr�a serlo sino dentro de una reforma integral de la educaci�n que hiciese de la ense�anza universitaria el grado superior de la instrucci�n profesional, reserv�ndola a los capaces, seleccionados con independencia de todo privilegio econ�mico. La reforma, que es, sobre todo, administrativa, se inspira, tendencialmente, en los mismos principios de la ley de 1920 aunque adopte, en ciertos puntos, otra t�cnica. El discurso del Presidente de la Rep�blica, al inaugurar el a�o universitario, asigna a la reforma la misi�n de adecuar la ense�anza universitaria a las necesidades pr�cticas de la naci�n, en este siglo de industrialismo, y acentuando esta afirmaci�n, condena expl�citamente la orientaci�n de los propugnadores de una cultura abstractista, cl�sica, exenta de preocupaciones utilitarias. Pero el rectorado de la nueva era de la Universidad -que en sus aspectos esenciales se parece tanto a la vieja- ha sido encargado al Dr. Deustua que, si es entre nosotros un tipo de estudioso y universitario concienzudo, es adem�s el m�s conspicuo de los patrocinadores de la tendencia de la cual hace justicia sumaria el discurso presidencial. Esta contradicci�n no se explicar�a f�cilmente en ninguno de aquellos pa�ses donde ideol�gica y doctrinalmente se tiene el h�bito de la coherencia. El Per�, ya lo sabemos, no es de esos pa�ses. El Estatuto -cuya apreciaci�n general no cabe en esta breve nota- establece los medios de crear la carrera universitaria, la docencia especializada. En este sentido, es un instrumento legal de transformaci�n t�cnica de la ense�anza. La eficacia de este instrumento depende de su aplicaci�n.

34. Revista Sagitario de La Plata, N� 2, 1925.

35. "A prop�sito de un cuestionario sobre la reforma de la ley de instrucci�n". Colecci�n de art�culos, 1914. Imp. M. A. D�vila. P�g. 56. V�ase tambi�n La cultura superior en Italia. Lima, 1912, E. Rosay impresor. P�g. 145 y siguientes.

36. F. Lefevre, Une heure avec, Deuxieme s�rie, p�g. 172.

37. M. V Villar�n, ob. citada, p. 52.

38. P. Henr�quez Ure�a, Utop�a de Am�rica.

39. Expresivas del orientamiento renovador de los normalistas son las publicaciones aparecidas en Lima y provincias en los �ltimos a�os: La Revista Peruana de Educaci�n, Lima, 1926; Revista del Maestro y Revista de Educaci�n, Tarma; Ideario Pedag�gico, Arequipa; El Educador Andino, Puno.

40. El Ministro de Instrucci�n Dr. Oliveira, en un discurso pronunciado en el Congreso en la legislatura de 1927, ha reconocido la vinculaci�n del problema de la educaci�n ind�gena y el problema de la tierra, aceptando una realidad eludida invariablemente por sus predecesores en ese cargo.