Quienes desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el
problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los
puntos de vista humanitarios o filantr�picos, en que, como una
prolongaci�n de la apost�lica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba
la antigua campa�a pro-ind�gena. Nuestro primer esfuerzo tiende a
establecer su car�cter de problema fundamentalmente econ�mico. Insurgimos
primeramente, contra la tendencia instintiva
�y defensiva� del criollo o "misti",
a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pedag�gico,
�tnico o moral, para escapar a toda costa del plano de la econom�a. Por
esto, el m�s absurdo de los reproches que se nos pueden dirigir es el de
lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema
econ�mico-social, asumimos la actitud menos l�rica y menos literaria
posible. No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la
educaci�n, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por
reivindicar, categ�ricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicaci�n
perfectamente materialista, deber�a bastar para que no se nos confundiese
con los herederos o repetidores del verbo evang�lico del gran fraile
espa�ol, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos impide admirar
y estimar fervorosamente.
Y este problema de la tierra -cuya solidaridad con el problema del indio
es demasiado evidente-, tampoco nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo
oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo
en t�rminos absolutamente inequ�vocos y netos.
El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la
liquidaci�n de la feudalidad en el Per�. Esta liquidaci�n deb�a haber sido
realizada ya por el r�gimen demo-burgu�s formalmente establecido por la
revoluci�n de la independencia. Pero en el Per� no hemos tenido en cien
a�os de rep�blica, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase
capitalista. La antigua clase feudal �camuflada
o disfrazada de burgues�a republicana�
ha conservado sus posiciones. La pol�tica de desamortizaci�n de la
propiedad agraria iniciada por la revoluci�n de la Independencia
�como una consecuencia l�gica de su
ideolog�a�, no condujo al
desenvolvimiento de la peque�a propiedad. La vieja clase terrateniente no
hab�a perdido su predominio. La supervivencia de un r�gimen de
latifundistas produjo, en la pr�ctica, el mantenimiento del latifundio.
Sabido es que la desamortizaci�n atac� m�s bien a la comunidad. Y el hecho
es que durante un siglo de rep�blica, la gran propiedad agraria se ha
reforzado y engrandecido a despecho del liberalismo te�rico de nuestra
Constituci�n y de las necesidades pr�cticas del desarrollo de nuestra
econom�a capitalista.
Las expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio y
servidumbre. Expresiones solidarias y consustanciales, cuyo an�lisis nos
conduce a la conclusi�n de que no se puede liquidar la servidumbre, que
pesa sobre la raza ind�gena, sin liquidar el latifundio.
Planteado as� el problema agrario del Per�, no se presta a deformaciones
equ�vocas. Aparece en toda su magnitud de problema econ�mico-social
�y por tanto pol�tico�
del dominio de los hombres que act�an en este plano de hechos e ideas. Y
resulta vano todo empe�o de convertirlo, por ejemplo, en un problema
t�cnico-agr�cola del dominio de los agr�nomos.
Nadie ignora que la soluci�n liberal de este problema ser�a, conforme a la
ideolog�a individualista, el fraccionamiento de los latifundios para crear
la peque�a propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que se
constata a cada paso, entre nosotros, de los principios elementales del
socialismo, que no ser� nunca obvio ni ocioso insistir en que esta f�rmula
�fraccionamiento de los latifundios en
favor de la peque�a propiedad� no es
utopista, ni her�tica, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguardista,
sino ortodoxa, constitucional, democr�tica, capitalista y burguesa. Y que
tiene su origen en el ideario liberal en que se inspiran los Estatutos
constitucionales de todos los Estados demo-burgueses. Y que en los pa�ses
de la Europa Central y Oriental �donde
la crisis b�lica trajo por tierra las �ltimas murallas de la feudalidad,
con el consenso del capitalismo de Occidente que desde entonces opone
precisamente a Rusia este bloque de pa�ses anti-bolcheviques�,
en Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Bulgaria, etc., se ha sancionado
leyes agrarias que limitan, en principio, la propiedad de la tierra, al
m�ximum de 500 hect�reas.
Congruentemente con mi posici�n ideol�gica, yo pienso que la hora de
ensayar en el Per� el m�todo liberal, la f�rmula individualista, ha pasado
ya. Dejando aparte las razones doctrinales, considero fundamentalmente
este factor incontestable y concreto que da un car�cter peculiar a nuestro
problema agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de
socialismo pr�ctico en la agricultura y la vida ind�genas.
Pero quienes se mantienen dentro de la doctrina demo-liberal
�si buscan de veras una soluci�n al
problema del indio, que redima a �ste, ante todo, de su servidumbre�,
pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la
mexicana, por su inspiraci�n y su proceso, les parece un ejemplo
peligroso. Para ellos es a�n tiempo de propugnar la f�rmula liberal. Si lo
hicieran, lograr�an, al menos, que en el debate del problema agrario
provocado por la nueva generaci�n, no estuviese del todo ausente el
pensamiento liberal, que, seg�n la historia escrita, rige la vida del Per�
desde la fundaci�n de la Rep�blica.
El problema de la tierra esclarece la actitud
vanguardista o socialista, ante las supervivencias del Virreinato. El "perricholismo"
literario no nos interesa sino como signo o reflejo del colonialismo
econ�mico. La herencia colonial que queremos liquidar no es,
fundamentalmente, la de "tapadas" y celos�as, sino la del r�gimen
econ�mico feudal, cuyas expresiones son el gamonalismo, el latifundio y la
servidumbre. La literatura colonialista �evocaci�n
nost�lgica del Virreinato y de sus fastos�,
no es para m� sino el mediocre producto de un esp�ritu engendrado y
alimentado por ese r�gimen. El Virreinato no sobrevive en el "perricholismo"
de algunos trovadores y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en
el cual se asienta, sin imponerle todav�a su ley, un capitalismo larvado e
incipiente. No renegamos, propiamente, la herencia espa�ola; renegamos la
herencia feudal.
Espa�a nos trajo el Medioevo: inquisici�n, feudalidad, etc. Nos trajo
luego, la Contrarreforma: esp�ritu reaccionario, m�todo jesu�tico,
casuismo escol�stico. De la mayor parte de estas cosas, nos hemos ido
liberando, penosamente, mediante la asimilaci�n de la cultura occidental,
obtenida a veces a trav�s de la propia Espa�a. Pero de su cimiento
econ�mico, arraigado en los intereses de una clase cuya hegemon�a no
cancel� la revoluci�n de la independencia, no nos hemos liberado todav�a.
Los raigones de la feudalidad est�n intactos. Su subsistencia es
responsable, por ejemplo, del retardamiento de nuestro desarrollo
capitalista.
El r�gimen de propiedad de la tierra determina el r�gimen pol�tico y
administrativo de toda naci�n. El problema agrario
�que la Rep�blica no ha podido hasta
ahora resolver� domina todos los
problemas de la nuestra. Sobre una econom�a semifeudal no pueden prosperar
ni funcionar instituciones democr�ticas y liberales.
En lo que concierne al problema ind�gena, la subordinaci�n al problema de
la tierra resulta m�s absoluta a�n, por razones especiales. La raza
ind�gena es una raza de agricultores. El pueblo inkaico era un pueblo de
campesinos, dedicados ordinariamente a la agricultura y el pastoreo. Las
industrias, las artes, ten�an un car�cter dom�stico y rural. En el Per� de
los Inkas era m�s cierto que en pueblo alguno el principio de que "la vida
viene de la tierra". Los trabajos p�blicos, las obras colectivas m�s
admirables del Tawantinsuyo, tuvieron un objeto militar, religioso o
agr�cola. Los canales de irrigaci�n de la sierra y de la costa, los
andenes y terrazas de cultivo de los Andes, quedan como los mejores
testimonios del grado de organizaci�n econ�mica alcanzado por el Per�
inkaico. Su civilizaci�n se caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes,
como una civilizaci�n agraria. "La tierra �escribe
Valc�rcel estudiando la vida econ�mica del Tawantinsuyo�
en la tradici�n regn�cola, es la madre com�n: de sus entra�as no s�lo
salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara
todos los bienes. El culto de la Mama Pacha es par de la heliolatr�a, y
como el sol no es de nadie en particular, tampoco el planeta lo es.
Hermanados los dos conceptos en la ideolog�a aborigen, naci� el agrarismo,
que es propiedad comunitaria de los campos y religi�n universal del astro
del d�a" (l).
Al comunismo inkaico �que no puede ser
negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo el r�gimen autocr�tico
de los Inkas�, se le designa por esto
como comunismo agrario. Los caracteres fundamentales de la econom�a
inkaica �seg�n C�sar Ugarte, que
define en general los rasgos de nuestro proceso con suma ponderaci�n�,
eran los siguientes: "Propiedad colectiva de la tierra cultivable por el
'ayllu' o conjunto de familias emparentadas, aunque dividida en lotes
individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, tierras de
pasto y bosques por la marca o tribu, o sea la federaci�n de ayllus
establecidos alrededor de una misma aldea; cooperaci�n com�n en el
trabajo; apropiaci�n individual de las cosechas y frutos"
(2).
La destrucci�n de esta econom�a -y por ende de la cultura que se nutr�a de
su savia- es una de las responsabilidades menos discutibles del coloniaje,
no por haber constituido la destrucci�n de las formas aut�ctonas, sino por
no haber tra�do consigo su sustituci�n por formas superiores. El r�gimen
colonial desorganiz� y aniquil� la econom�a agraria inkaica, sin
reemplazarla por una econom�a de mayores rendimientos. Bajo una
aristocracia ind�gena, los nativos compon�an una naci�n de diez millones
de hombres, con un Estado eficiente y org�nico cuya acci�n arribaba a
todos los �mbitos de su soberan�a; bajo una aristocracia extranjera, los
nativos se redujeron a una dispersa y an�rquica masa de un mill�n de
hombres, ca�dos en la servidumbre y el "felah�smo".
El dato demogr�fico es, a este respecto, el m�s fehaciente y decisivo.
Contra todos los reproches que �en el
nombre de conceptos liberales, esto es modernos, de libertad y justicia�
se puedan hacer al r�gimen inkaico, est� el hecho hist�rico
�positivo, material�
de que aseguraba la subsistencia y el crecimiento de una poblaci�n que,
cuando arribaron al Per� los conquistadores, ascend�a a diez millones y
que, en tres siglos de dominio espa�ol, descendi� a un mill�n. Este hecho
condena al coloniaje y no desde los puntos de vista abstractos o te�ricos
o morales �o como quiera
calific�rseles� de la justicia, sino
desde los puntos de vista pr�cticos, concretos y materiales de la
utilidad.
El coloniaje, impotente para organizar en el Per� al menos una econom�a
feudal, injert� en �sta elementos de econom�a esclavista.
LA POL�TICA DEL COLONIAJE: DESPOBLACI�N
Y ESCLAVITUD
Que el r�gimen colonial espa�ol resultara incapaz de organizar en el Per�
una econom�a de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible
organizar una econom�a sin claro entendimiento y segura estimaci�n, si no
de sus principios, al menos de sus necesidades. Una econom�a ind�gena,
org�nica, nativa, se forma sola. Ella misma determina espont�neamente sus
instituciones. Pero una econom�a colonial se establece sobre bases en
parte artificiales y extranjeras, subordinada al inter�s del colonizador.
Su desarrollo regular depende de la aptitud de �ste para adaptarse a las
condiciones ambientales o para transformarlas.
El colonizador espa�ol carec�a radicalmente de esta aptitud. Ten�a una
idea, un poco fant�stica, del valor econ�mico de los tesoros de la
naturaleza, pero no ten�a casi idea alguna del valor econ�mico del hombre.
La pr�ctica de exterminio de la poblaci�n ind�gena y de destrucci�n de sus
instituciones -en contraste muchas veces con las leyes y providencias de
la metr�poli- empobrec�a y desangraba al fabuloso pa�s ganado por los
conquistadores para el Rey de Espa�a, en una medida que �stos no eran
capaces de percibir y apreciar. Formulando un principio de la econom�a de
su �poca, un estadista sudamericano del siglo XIX deb�a decir m�s tarde,
impresionado por el espect�culo de un continente semidesierto: "Gobernar
es poblar". El colonizador espa�ol, infinitamente lejano de este criterio,
implant� en el Per� un r�gimen de despoblaci�n.
La persecuci�n y esclavizamiento de los indios deshac�a velozmente un
capital subestimado en grado inveros�mil por los colonizadores: el capital
humano. Los espa�oles se encontraron cada d�a m�s necesitados de brazos
para la explotaci�n y aprovechamiento de las riquezas conquistadas.
Recurrieron entonces al sistema m�s antisocial y primitivo de
colonizaci�n: el de la importaci�n de esclavos. El colonizador renunciaba
as�, de otro lado, a la empresa para la cual antes se sinti� apto el
conquistador: la de asimilar al indio. La raza negra tra�da por �l le
ten�a que servir, entre otras cosas, para reducir el desequilibrio
demogr�fico entre el blanco y el indio.
La codicia de los metales preciosos -absolutamente l�gica en un siglo en
que tierras tan distantes casi no pod�an mandar a Europa otros productos-,
empuj� a los espa�oles a ocuparse preferentemente en la miner�a. Su
inter�s pugnaba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus inkas y
desde sus m�s remotos or�genes, hab�a sido un pueblo fundamentalmente
agrario. De este hecho naci� la necesidad de imponer al indio la dura ley
de la esclavitud. El trabajo del agro, dentro de un r�gimen naturalmente
feudal, hubiera hecho del indio un siervo vincul�ndolo a la tierra. El
trabajo de las minas y las ciudades, deb�a hacer de �l un esclavo. Los
espa�oles establecieron, con el sistema de las mitas, el trabajo forzado,
arrancando al indio de su suelo y de sus costumbres.
La importaci�n de esclavos negros que abasteci� de braceros y dom�sticos a
la poblaci�n espa�ola de la costa, donde se encontraba la sede y corte del
Virreinato, contribuy� a que Espa�a no advirtiera su error econ�mico y
pol�tico. El esclavismo se arraig� en el r�gimen, vici�ndolo y
enferm�ndolo.
El profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son naturalmente
los m�os, arrib� en su estudio sobre el estado social del Per� del
coloniaje a conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este
fracaso de la empresa colonizadora: "Los negros -dice- considerados como
mercanc�a comercial, e importados a la Am�rica, como m�quinas humanas de
trabajo, deb�an regar la tierra con el sudor de su frente; pero sin
fecundarla, sin dejar frutos provechosos. Es la liquidaci�n constante
siempre igual que hace la civilizaci�n en la historia de los pueblos: el
esclavo es improductivo en el trabajo como lo fue en el Imperio Romano y
como lo ha sido en el Per�; y es en el organismo social un c�ncer que va
corrompiendo los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte ha
desaparecido el esclavo en el Per�, sin dejar los campos cultivados; y
despu�s de haberse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la
de �sta, y rebajando en ese contubernio el criterio moral e intelectual,
de los que fueron al principio sus crueles amos, y m�s tarde sus padrinos,
sus compa�eros y sus hermanos"
(3).
La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de
haber tra�do una raza inferior -�ste era el reproche esencial de los
soci�logos de hace medio siglo-, sino la de haber tra�do con los esclavos,
la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotaci�n y
organizaci�n econ�micas de la colonia, a la vez que a reforzar un r�gimen
fundado s�lo en la conquista y en la fuerza.
El car�cter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue a�n
librarse de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El
latifundista coste�o no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras,
hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les
busc� un suced�neo en los culis chinos. Esta otra importaci�n t�pica de un
r�gimen de "encomenderos" contrariaba y entrababa como la de los negros la
formaci�n regular de una econom�a liberal congruente con el orden pol�tico
establecido por la revoluci�n de la independencia. C�sar Ugarte lo
reconoce en su estudio ya citado sobre la econom�a peruana, afirmando
resueltamente que lo que el Per� necesitaba no era "brazos" sino "hombres"(4).
La incapacidad del coloniaje para organizar la econom�a peruana sobre sus
naturales bases agr�colas, se explica por el tipo de colonizador que nos
toc�. Mientras en Norteam�rica la colonizaci�n deposit� los g�rmenes de un
esp�ritu y una econom�a que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales
pertenec�a el porvenir, a la Am�rica espa�ola trajo los efectos y los
m�todos de un esp�ritu y una econom�a que declinaban ya y a los cuales no
pertenec�a sino el pasado. Esta tesis puede parecer demasiado simplista a
quienes consideran s�lo su aspecto de tesis econ�mica y, sup�rstites,
aunque lo ignoren, del viejo escolasticismo ret�rico, muestran esa falta
de aptitud para entender el hecho econ�mico que constituye el defecto
capital de nuestros aficionados a la histo-ria. Me complace por esto
encontrar en el reciente libro de Jos� Vasconcelos Indolog�a, un
juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede
atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo. "Si no hubiese tantas otras
causas de orden moral y de orden f�sico -escribe Vasconcelos- que explican
perfectamente el espect�culo aparentemente desesperado del enorme progreso
de los sajones en el Norte y el lento paso desorientado de los latinos del
Sur, s�lo la comparaci�n de los dos sistemas, de los dos reg�menes de
propiedad, bastar�a para explicar las razones del contraste. En el Norte
no hubo reyes que estuviesen disponiendo de la tierra ajena como de cosa
propia. Sin mayor gracia de parte de sus monarcas y m�s bien en cierto
estado de rebeli�n moral contra el monarca ingl�s, los colonizadores del
norte fueron desarrollando un sistema de propiedad privada en el cual cada
quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensi�n que
pod�a cultivar. As� fue que en lugar de enco-miendas hubo cultivos. Y en
vez de una aristocracia guerrera y agr�cola, con timbres de turbio
abolengo real, abolengo cortesano de abyecci�n y homicidio, se desarroll�
una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una
democracia que en sus comienzos no reconoci� m�s preceptos que los del
lema franc�s: libertad, igualdad, fraternidad. Los hombres del norte
fueron conquistando la selva virgen, pero no permit�an que el general
victorioso en la lucha contra los indios se apoderase, a la manera antigua
nuestra, 'hasta donde alcanza la vista'. Las tierras reci�n conquistadas
no quedaban tampoco a merced del soberano para que las repartiese a su
arbitrio y crease nobleza de doble condici�n moral: lacayuna ante el
soberano e insolente y opresora del m�s d�bil. En el Norte, la Rep�blica
coincidi� con el gran movimiento de expansi�n y la Rep�blica apart� una
buena cantidad de las tierras buenas, cre� grandes reservas sustra�das al
comercio privado, pero no las emple� en crear ducados, ni en premiar
servicios patri�ticos, sino que las destin� al fomento de la instrucci�n
popular. Y as�, a medida que una poblaci�n crec�a, el aumento del valor de
las tierras bastaba para asegurar el servicio de la ense�anza. Y cada vez
que se levantaba una nueva ciudad en medio del desierto no era el r�gimen
de concesi�n, el r�gimen de favor el que privaba, sino el remate p�blico
de los lotes en que previamente se subdivid�a el plano de la futura urbe.
Y con la limitaci�n de que una sola persona no pudiera adquirir muchos
lotes a la vez. De este sabio, de este justiciero r�gimen social procede
el gran poder�o norte-americano. Por no haber procedido en forma
semejante, nosotros hemos ido caminando tantas veces para atr�s"(5).
La feudalidad es, como resulta del juicio de Vasconcelos, la tara que nos
dej� el coloniaje. Los pa�ses que, despu�s de la Independencia, han
conseguido curarse de esa tara son los que han progresado; los que no lo
han logrado todav�a, son los retardados. Ya hemos visto c�mo a la tara de
la feudalidad, se junt� la tara del esclavismo.
El espa�ol no ten�a las condiciones de colonizaci�n del anglosaj�n. La
creaci�n de los EE. UU. se presenta como la obra del pioneer.
Espa�a despu�s de la epopeya de la conquista no nos mand� casi sino
nobles, cl�rigos y villanos. Los conquistadores eran de una estirpe
heroica; los colonizadores, no. Se sent�an se�ores, no se sent�an
pioneers. Los que pensaron que la riqueza del Per� eran sus metales
preciosos, convirtieron a la miner�a, con la pr�ctica de las mitas, en un
factor de aniquilamiento del capital humano y de decadencia de la
agricultura. En el propio repertorio civilista encontramos testimonios de
acusaci�n. Javier Prado escribe que "el estado que presenta la agricultura
en el virreinato del Per� es del todo lamentable debido al absurdo sistema
econ�mico mantenido por los espa�oles", y que de la despoblaci�n del pa�s
era culpable su r�gimen de explotaci�n
(6).
El colonizador, que en vez de establecerse en los campos se estableci� en
las minas, ten�a la psicolog�a del buscador de oro. No era, por
consiguiente, un creador de riqueza. Una econom�a, una sociedad, son la
obra de los que colonizan y vivifican la tierra; no de los que
precariamente extraen los tesoros de su subsuelo. La historia del
florecimiento y decadencia de no pocas poblaciones coloniales de la
sierra, determinados por el descubrimiento y el abandono de minas
prontamente agotadas o relegadas, demuestra ampliamente entre nosotros
esta ley hist�rica.
Tal vez las �nicas falanges de verdaderos colonizadores que nos envi�
Espa�a fueron las misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones,
especialmente la de jesuitas, crearon en el Per� varios interesantes
n�cleos de producci�n. Los jesuitas asociaron en su empresa los factores
religioso, pol�tico y econ�mico, no en la misma medida que en el Paraguay,
donde realizaron su m�s famoso y extenso experimento, pero s� de acuerdo
con los mismos principios.
Esta funci�n de las congregaciones no s�lo se conforma con toda la
pol�tica de los jesuitas en la Am�rica espa�ola, sino con la tradici�n
misma de los monasterios en el Medioevo. Los monasterios tuvieron en la
sociedad medioeval, entre otros, un rol econ�mico. En una �poca guerrera y
m�stica, se encargaron de salvar la t�cnica de los oficios y las artes,
disciplinando y cultivando elementos sobre los cuales deb�a constituirse
m�s tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es uno de los economistas
modernos que mejor remarca y define el papel de los monasterios en la
econom�a europea, estudiando a la orden benedictina como el prototipo del
monasterio-empresa industrial. "Hallar capitales -apunta Sorel-era en ese
tiempo un problema muy dif�cil de resolver; para los monjes era asaz
simple. Muy r�pidamente las donaciones de ricas familias les prodigaron
grandes cantidades de metales preciosos; la acumulaci�n primitiva
resultaba muy facilitada. Por otra parte los conventos gastaban poco y la
estricta econom�a que impon�an las reglas recuerda los h�bitos
parsimoniosos de los primeros capitalistas. Durante largo tiempo los
monjes estuvieron en grado de hacer operaciones excelentes para aumentar
su fortuna". Sorel nos expone, c�mo "despu�s de haber prestado a Europa
servicios eminentes que todo el mundo reconoce, estas instituciones
declinaron r�pidamente" y c�mo los benedictinos "cesaron de ser obreros
agrupados en un taller casi capitalista y se convirtieron en burgueses
retirados de los negocios, que no pensaban sino en vivir en una dulce
ociosidad en la campi�a"
(7).
Este aspecto de la colonizaci�n, como otros muchos de nuestra econom�a, no
ha sido a�n estudiado. Me ha correspondido a m�, marxista convicto y con-feso,
su constataci�n. Juzgo este estudio, fundamental para la justificaci�n
econ�mica de las medidas que, en la futura pol�tica agraria, concernir�n a
los fun-dos de los conventos y congregaciones, porque establecer�
concluyentemente la caducidad pr�ctica de su dominio y de los t�tulos
reales en que reposaba.
LA "COMUNIDAD" BAJO EL COLONIAJE
Las Leyes de Indias amparaban la propiedad ind�gena y reconoc�an su
organizaci�n comunista. La legislaci�n relativa a las "comunidades"
ind�genas, se adapt� a la necesidad de no atacar las instituciones ni las
costumbres indiferentes al esp�ritu religioso y al car�cter pol�tico del
Coloniaje. El comunismo agrario del "ayllu", una vez destruido el Estado
Inkaico, no era incompatible con el uno ni con el otro. Todo lo contrario.
Los jesuitas aprovecharon precisamente el comunismo ind�gena en el Per�,
en M�xico y en mayor escala a�n en el Paraguay, para sus fines de
catequizaci�n. El r�gimen medioeval, te�rica y pr�cticamente, conciliaba
la propiedad feudal con la propiedad comunitaria.
El reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres econ�micas por
las Leyes de Indias, no acusa simplemente sagacidad realista de la
pol�tica colonial sino se ajusta absolutamente a la teor�a y la pr�ctica
feudales. Las disposiciones de las leyes coloniales sobre la comunidad,
que manten�an sin inconveniente el mecanismo econ�mico de �sta,
reformaban, en cambio, l�gicamente, las costumbres contrarias a la
doctrina cat�lica (la prueba matrimonial, etc.) y tend�an a convertir la
comunidad en una rueda de su maquinaria administrativa y fiscal. La
comunidad pod�a y deb�a subsistir, para la mayor gloria y provecho del Rey
y de la Iglesia.
Sabemos bien que esta legislaci�n en gran parte qued� �nicamente escrita.
La propiedad ind�gena no pudo ser suficientemente amparada, por razones
dependientes de la pr�ctica colonial. Sobre este hecho est�n de acuerdo
todos los testimonios. Ugarte hace las siguientes constataciones: "Ni las
medidas previsoras de Toledo, ni las que en diferentes oportunidades
trataron de ponerse en pr�ctica, impidieron que una gran parte de la
propiedad ind�gena pasara legal o ilegalmente a manos de los espa�oles o
criollos. Una de las instituciones que facilit� este despojo disimulado
fue la de las 'Encomiendas'. Conforme al concepto legal de la instituci�n,
el encomendero era un encargado del cobro de los tributos y de la
educaci�n y cristianizaci�n de sus tributarios. Pero en la realidad de las
cosas, era un se�or feudal, due�o de vidas y haciendas, pues dis-pon�a de
los indios como si fueran �rboles del bosque y muertos ellos o ausentes,
se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras. En resumen, el r�gimen
agrario colonial determin� la sustituci�n de una gran parte de las
comunidades agrarias ind�genas por latifundios de propiedad individual,
cultivados por los indios bajo una organizaci�n feudal. Estos grandes
feudos, lejos de dividirse con el transcurso del tiempo, se concentraron y
consolidaron en pocas manos a causa de que la propiedad inmueble estaba
sujeta a innumerables trabas y grav�menes perpetuos que la inmovilizaron,
tales como los mayorazgos, las capellan�as, las fundaciones, los
patronatos y dem�s vinculaciones de la propiedad"
(8).
La feudalidad dej� an�logamente subsistentes las comunas rurales en Rusia,
pa�s con el cual es siempre interesante el paralelo porque a su proceso
hist�rico se aproxima el de estos pa�ses agr�colas y semifeudales mucho
m�s que al de los pa�ses capitalistas de Occidente. Eug�ne Schkaff,
estudiando la evoluci�n del mir en Rusia, escribe: "Como los
se�ores respond�an por los impuestos, quisieron que cada campesino tuviera
m�s o menos la misma superficie de tierra para que cada uno contribuyera
con su trabajo a pagar los impuestos; y para que la efectividad de �stos
estuviera asegurada, establecieron la responsabilidad solidaria. El
gobierno la extendi� a los dem�s campesinos. Los repartos ten�an lugar
cuando el n�mero de siervos hab�a variado. El feudalismo y el absolutismo
transformaron poco a poco la organizaci�n comunal de los campesinos en
instrumento de explotaci�n. La emancipaci�n de los siervos no aport�, bajo
este aspecto, ning�n cambio"(9).
Bajo el r�gimen de propiedad se�orial, el mir ruso, como la
comunidad peruana, experiment� una completa desnaturalizaci�n. La
superficie de tierras disponibles para los comuneros resultaba cada vez
m�s insuficiente y su repartici�n cada vez m�s defectuosa. El mir
no garantizaba a los campesinos la tierra necesaria para su sustento; en
cambio garantizaba a los propietarios la provisi�n de brazos
indispensables para el trabajo de sus latifundios. Cuando en 1861 se
aboli� la servidumbre, los propietarios encontraron el modo de subrogarla
reduciendo los lotes concedidos a sus campesinos a una extensi�n que no
les consintiese subsistir de sus propios productos. La agricultura rusa
conserv�, de este modo, su car�cter feudal. El latifundista emple� en su
provecho la reforma. Se hab�a dado cuenta ya de que estaba en su inter�s
otorgar a los campesinos una parcela, siempre que no bastara para la
subsistencia de �l y de su familia. No hab�a medio m�s seguro para
vincular el campesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al m�nimo,
su emigraci�n. El campesino se ve�a forzado a prestar sus servicios al
propietario, quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio -si
no hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la �nfima parcela- con el
dominio de prados, bosques, molinos, aguas, etc.
La convivencia de comunidad y latifundio en el Per�, est�, pues, perfectamente
explicada, no s�lo por las caracter�sticas del r�gimen del Coloniaje sino
tambi�n por la experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo
este r�gimen, no pod�a ser verdaderamente amparada sino apenas tolerada.
El latifundista le impon�a la ley de su fuerza desp�tica sin control
posible del Estado. La comunidad sobreviv�a, pero dentro de un r�gimen de
servidumbre. Antes hab�a sido la c�lula misma del Estado que le aseguraba
el dinamismo necesario para el bienestar de sus miembros. El coloniaje la
petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extra�o
a su destino.
El liberalismo de las leyes de la Rep�blica, impotente para destruir la
feudalidad y para crear el capitalismo, deb�a, m�s tarde, negarle el
amparo formal que le hab�a concedido el absolutismo de las leyes de la
Colonia.
LA REVOLUCI�N DE LA INDEPENDENCIA Y LA
PROPIEDAD AGRARIA
Entremos a examinar ahora c�mo se presenta el problema de la tierra bajo
la Rep�blica. Para precisar mis puntos de vista sobre este per�odo, en lo
que concierne a la cuesti�n agraria, debo insistir en un concepto que ya
he expresado respecto al car�cter de la revoluci�n de la independencia en
el Per�. La revoluci�n encontr� al Per� retrasado en la formaci�n de su
burgues�a. Los elementos de una econom�a capitalista eran en nuestro pa�s
m�s embrionarios que en otros pa�ses de Am�rica donde la revoluci�n cont�
con una burgues�a menos larvada, menos incipiente.
Si la revoluci�n hubiese sido un movimiento de las masas ind�genas o
hubiese representado sus reivindicaciones, habr�a tenido necesariamente
una fisonom�a agrarista. Est� ya bien estudiado c�mo la revoluci�n
francesa benefici� particularmente a la clase rural, en la cual tuvo que
apoyarse para evitar el retorno del antiguo r�gimen. Este fen�meno,
adem�s, parece peculiar en general as� a la revoluci�n burguesa como a la
revoluci�n socialista, a juzgar por las consecuencias mejor definidas y
m�s estables del abatimiento de la feudalidad en la Europa central y del
zarismo en Rusia. Dirigidas y actuadas principalmente por la burgues�a
urbana y el proletariado urbano, una y otra revoluci�n han tenido como
inmediatos usufructuarios a los campesinos. Particularmente en Rusia, ha
sido �sta la clase que ha cosechado los primeros frutos de la revoluci�n
bolchevique, debido a que en ese pa�s no se hab�a operado a�n una
revoluci�n burguesa que a su tiempo hubiera liquidado la feudalidad y el
absolutismo e instaurado en su lugar un r�gimen demo-liberal.
Pero, para que la revoluci�n demo-liberal haya tenido estos efectos, dos
premisas han sido necesarias: la existencia de una burgues�a consciente de
los fines y los intereses de su acci�n y la existencia de un estado de
�nimo revolucionario en la clase campesina y, sobre todo, su
reivindicaci�n del derecho a la tierra en t�rminos incompatibles con el
poder de la aristocracia terrateniente. En el Per�, menos todav�a que en
otros pa�ses de Am�rica, la revoluci�n de la independencia no respond�a a
estas premisas. La revoluci�n hab�a triunfado por la obligada solidaridad
continental de los pueblos que se rebelaban contra el dominio de Espa�a y
porque las circunstancias pol�ticas y econ�micas del mundo trabajaban a su
favor. El nacionalismo continental de los revolucionarios
hispanoamericanos se juntaba a esa mancomunidad forzosa de sus destinos,
para nivelar a los pueblos m�s avanzados en su marcha al capitalismo con
los m�s retrasados en la misma v�a.
Estudiando la revoluci�n argentina y por ende, la americana, Echeverr�a
clasifica las clases en la siguiente forma: "La sociedad americana -dice-
estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin v�nculo alguno
de sociabilidad moral y pol�tica. Compon�an la primera los togados, el
clero y los mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el
capricho de la fortuna; la tercera los villanos, llamados 'gauchos' y
'compadritos' en el R�o de la Plata, 'cholos' en el Per�, 'rotos' en
Chile, 'leperos' en M�xico. Las castas ind�genas y africanas eran esclavas
y ten�an una existencia extrasocial. La primera gozaba sin producir y
ten�a el poder y fuero del hidalgo. Era la aristocracia compuesta en su
mayor parte de espa�oles y de muy pocos americanos. La segunda gozaba,
ejerciendo tranquilamente su industria o comercio, era la clase media que
se sentaba en los cabildos; la tercera, �nica productora por el trabajo
manual, compon�ase de artesanos y proletarios de todo g�nero. Los
descendientes americanos de las dos primeras clases que recib�an alguna
educaci�n en Am�rica o en la Pen�nsula, fueron los que levantaron el
estandarte de la revoluci�n"
(10).
La revoluci�n americana, en vez del conflicto entre la nobleza
terrateniente y la burgues�a comerciante, produjo en muchos casos su
colaboraci�n, ya por la impregnaci�n de ideas liberales que acusaba la
aristocracia, ya porque �sta en muchos casos no ve�a en esa revoluci�n
sino un movimiento de emancipaci�n de la corona de Espa�a. La poblaci�n
campesina, que en el Per� era ind�gena, no ten�a en la revoluci�n una
presencia directa, activa. El programa revolucionario no representaba sus
reivindicaciones.
Mas este programa se inspiraba en el ideario liberal. La revoluci�n no
pod�a prescindir de principios que consideraban existentes
reivindicaciones agrarias, fundadas en la necesidad pr�ctica y en la
justicia te�rica de liberar el dominio de la tierra de las trabas
feudales. La Rep�blica insert� en su estatuto estos principios. El Per� no
ten�a una clase burguesa que los aplicase en armon�a con sus intereses
econ�micos y su doctrina pol�tica y jur�dica. Pero la Rep�blica -porque
este era el curso y el mandato de la historia- deb�a constituirse sobre
principios liberales y burgueses. S�lo que las consecuencias pr�cticas de
la revoluci�n en lo que se relacionaba con la propiedad agraria, no pod�an
dejar de detenerse en el l�mite que les fijaban los intereses de los
grandes propietarios.
Por esto, la pol�tica de desvinculaci�n de la propiedad agraria, impuesta
por los fundamentos pol�ticos de la Rep�blica, no atac� al latifundio. Y
-aunque en compensaci�n las nuevas leyes ordenaban el reparto de tierras a
los ind�genas- atac�, en cambio, en el nombre de los postulados liberales,
a la "comunidad".
Se inaugur� as� un r�gimen que, cualesquiera que fuesen sus principios,
empeoraba en cierto grado la condici�n de los ind�genas en vez de
mejorarla. Y esto no era culpa del ideario que inspiraba la nueva pol�tica
y que, rectamente aplicado, deb�a haber dado fin al dominio feudal de la
tierra convirtiendo a los ind�genas en peque�os propietarios.
La nueva pol�tica abol�a formalmente las "mitas", encomiendas, etc.
Comprend�a un conjunto de medidas que significaban la emancipaci�n del
ind�gena como siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos el poder y
la fuerza de la propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de
protecci�n de la peque�a propiedad y del trabajador de la tierra.
La aristocracia terrateniente, si no sus privilegios de principio,
conservaba sus posiciones de hecho. Segu�a siendo en el Per� la clase
dominante. La revoluci�n no hab�a realmente elevado al poder a una nueva
clase. La burgues�a profesional y comerciante era muy d�bil para gobernar.
La abolici�n de la servidumbre no pasaba, por esto, de ser una declaraci�n
te�rica. Porque la revoluci�n no hab�a tocado el latifundio. Y la
servidumbre no es sino una de las caras de la feudalidad, pero no la
feudalidad misma.
Durante el per�odo de caudillaje militar que sigui� a la revoluci�n de la
independencia, no pudo l�gicamente desarrollarse, ni esbozarse siquiera,
una pol�tica liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje militar era
el producto natural de un per�odo revolucionario que no hab�a podido crear
una nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situaci�n, ten�a que
ser ejercido por los militares de la revoluci�n que, de un lado, gozaban
del prestigio marcial de sus laureles de guerra y, de otro lado, estaban
en grado de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por
supuesto, el caudillo no pod�a sustraerse al influjo de los intereses de
clase o de las fuerzas hist�ricas en contraste. Se apoyaba en el
liberalismo inconsistente y ret�rico del demos urbano o el
conservantismo colonialista de la casta terrateniente. Se inspiraba en la
clientela de tribunos y abogados de la democracia citadina o de literatos
y r�tores de la aristocracia latifundista. Porque, en el conflicto de
intereses entre liberales y conservadores, faltaba una directa y activa
reivindicaci�n campesina que obligase a los primeros a incluir en su
programa la redistribuci�n de la propiedad agraria.
Este problema b�sico habr�a sido advertido y apreciado de todos modos por
un estadista superior. Pero ninguno de nuestros caciques militares de este
per�odo lo era.
El caudillaje militar, por otra parte, parece org�nicamente incapaz de una
reforma de esta envergadura que requiere ante todo un avisado criterio
jur�dico y econ�mico. Sus violencias producen una atm�sfera adversa a la
experimentaci�n de los principios de un derecho y de una econom�a nuevos.
Vasconcelos observa a este respecto lo siguiente: "En el orden econ�mico
es constantemente el caudillo el principal sost�n del latifundio. Aunque a
vcces se proclamen enemigos de la propiedad, casi no hay caudillo que no
remate en hacendado. Lo cierto es que el poder militar trae fatalmente
consigo el delito de apropiaci�n exclusiva de la tierra; ll�mese el
soldado, caudillo, Rey o Emperador: despotismo y latifundio son t�rminos
correlativos. Y es natural, los derechos econ�micos, lo mismo que los
pol�ticos, s�lo se pueden conservar y defender dentro de un r�gimen de
libertad. El absolutismo conduce fatalmente a la miseria de los muchos y
al boato y al abuso de los pocos. S�lo la democracia a pesar de todos sus
defectos ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de la justicia
social, por lo menos la democracia antes de que degenere en los
imperialismos de las rep�blicas demasiado pr�speras que se ven rodeadas de
pueblos en decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y el
gobierno de los militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un
examen siquiera superficial de los t�tulos de propiedad de nuestros
grandes terratenientes, bastar�a para demostrar que casi todos deben su
haber, en un principio, a la merced de la Corona espa�ola, despu�s a
concesiones y favores ileg�timos acordados a los generales influyentes de
nuestras falsas rep�blicas. Las mercedes y las concesiones se han
acordado, a cada paso, sin tener en cuenta los derechos de poblaciones
enteras de ind�genas o de mestizos que carecieron de fuerza para hacer
valer su dominio"
(11).
Un nuevo orden jur�dico y econ�mico no puede ser, en todo caso, la obra de
un caudillo sino de una clase. Cuando la clase existe, el caudillo
funciona como su int�rprete y su fiduciario. No es ya su arbitrio
personal, sino un conjunto de intereses y necesidades colectivas lo que
decide su pol�tica. El Per� carec�a de una clase burguesa capaz de
organizar un Estado fuerte y apto. El militarismo representaba un orden
elemental y provisorio, que apenas dejase de ser indispensable, ten�a que
ser sustituido por un orden m�s avanzado y org�nico. No era posible que
comprendiese ni considerase siquiera el problema agrario. Problemas
rudimentarios y moment�neos acaparaban su limitada acci�n. Con Castilla
rindi� su m�ximo fruto el caudillaje militar. Su oportunismo sagaz, su
malicia aguda, su esp�ritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no le
consintieron practicar hasta el fin una pol�tica liberal. Castilla se dio
cuenta de que los liberales de su tiempo constitu�an un cen�culo, una
agrupaci�n, mas no una clase. Esto le indujo a evitar con cautela todo
acto seriamente opuesto a los intereses y principios de la clase
conservadora. Pero los m�ritos de su pol�tica residen en lo que tuvo de
reformadora y progresista. Sus actos de mayor significaci�n hist�rica, la
abolici�n de la esclavitud de los negros y de la contribuci�n de
ind�genas, representan su actitud liberal.
Desde la promulgaci�n del C�digo Civil se entr� en el Per� en un per�odo
de organizaci�n gradual. Casi no hace falta remarcar que esto acusaba
entre otras cosas la decadencia del militarismo. El C�digo, inspirado en
los mismos principios que los primeros decretos de la Rep�blica sobre la
tierra, reforzaba y continuaba la pol�tica de desvinculaci�n y
movilizaci�n de la propiedad agraria. Ugarte, registrando las
consecuencias de este progreso de la legislaci�n nacional en lo que
concierne a la tierra, anota que el C�digo "confirm� la abolici�n legal de
las comunidades ind�genas y de las vinculaciones de dominio; innovando la
legislaci�n precedente, estableci� la ocupaci�n como uno de los modos de
adquirir los inmuebles sin due�o; en las reglas sobre sucesiones, trat� de
favo-recer la peque�a propiedad"
(12).
Francisco Garc�a Calder�n atribuye al C�digo Civil efectos que en verdad
no tuvo o que, por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto
que su optimismo les asigna: "La constituci�n -escribe- hab�a destruido
los privilegios y la ley civil divid�a las propiedades y arruinaba la
igualdad de derecho en las familias. Las consecuencias de esta disposici�n
eran, en el orden pol�tico, la condenaci�n de toda oligarqu�a, de toda
aristocracia de los latifundios; en el orden social, la ascensi�n de la
burgues�a y del mestizaje". "Bajo el aspecto econ�mico, la partici�n
igualitaria de las sucesiones favoreci� la formaci�n de la peque�a
propiedad antes entrabada por los grandes dominios se�oriales"
(13).
Esto estaba sin duda en la intenci�n de los codificadores del derecho en
el Per�. Pero el C�digo Civil no es sino uno de los instrumentos de la
pol�tica liberal y de la pr�ctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en
la legislaci�n peruana "se ve el prop�sito de favorecer la democratizaci�n
de la propiedad rural, pero por medios puramente negativos
aboliendo las trabas m�s bien que prestando a los agricultores una
protecci�n positiva"(14).
En ninguna parte la divisi�n de la propiedad agraria, o mejor, su
redistribuci�n, ha sido posible sin leyes especiales de expropiaci�n que
han transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja.
No obstante el C�digo, la peque�a propiedad no ha prosperado en el Per�.
Por el contrario, el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la
propiedad de la comunidad ind�gena ha sido la �nica que ha sufrido las
consecuencias de este liberalismo deformado.
Los dos factores que se opusieron a que la revoluci�n de la independencia
planteara y abordara en el Per� el problema agrario -extrema incipiencia
de la burgues�a urbana y situaci�n extrasocial, como la define Echeverr�a,
de los ind�genas-, impidieron m�s tarde que los gobiernos de la Rep�blica
desarrollasen una pol�tica dirigida en alguna forma a una distribuci�n
menos desigual e injusta de la tierra.
Durante el per�odo del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el demos
urbano, se robusteci� la aristocracia latifundista. En poder de
extranjeros el comercio y la finanza, no era posible econ�micamente el
surgimiento de una vigorosa burgues�a urbana. La educaci�n espa�ola,
extra�a radicalmente a los fines y necesidades del industrialismo y del
capitalismo, no preparaba comerciantes ni t�cnicos sino abogados,
literatos, te�logos, etc. Estos, a menos de sentir una especial vocaci�n
por el jacobinismo o la demagogia, ten�an que constituir la clientela de
la casta propietaria. El capital comercial, casi exclusivamente
extranjero, no pod�a a su vez hacer otra cosa que entenderse y asociarse
con esta aristocracia que, por otra parte, t�cita o expl�citamente,
conservaba su predominio pol�tico. Fue as� como la aristocracia
terrateniente y sus ralli�s resultaron usufructuarios de la
pol�tica fiscal y de la explotaci�n del guano y del salitre. Fue as�
tambi�n como esta casta, forzada por su rol econ�mico, asumi� en el Per�
la funci�n de clase burguesa, aunque sin perder sus resabios y prejuicios
coloniales y aristocr�ticos. Fue as�, en fin, como las categor�as
burguesas urbanas -profesionales, comerciantes- concluyeron por ser
absorbidas por el civilismo.
El poder de esta clase -civilistas o "neogodos"- proced�a en buena cuenta
de la propiedad de la tierra. En los primeros a�os de la Independencia, no
era precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios.
Su condici�n de clase propietaria -y no de clase ilustrada- le hab�a
consentido solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y
prestamistas extranjeros y traficar a este t�tulo con el Estado y la
riqueza p�blica. La propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le hab�a
dado bajo la Rep�blica la posesi�n del capital comercial. Los privilegios
de la Colonia hab�an engendrado los privilegios de la Rep�blica.
Era, por consiguiente, natural e instintivo en esta clase el criterio m�s
conservador respecto al dominio de la tierra. La subsistencia de la
condici�n extrasocial de los ind�genas, de otro lado, no opon�a a los
intereses feudales del latifundismo las reivindicaciones de masas
campesinas conscientes.
Estos han sido los factores principales del mantenimiento y desarrollo de
la gran propiedad. El liberalismo de la legislaci�n republicana, inerte
ante la propiedad feudal, se sent�a activo s�lo ante la propiedad
comunitaria. Si no pod�a nada contra el latifundio, pod�a mucho contra la
"comunidad". En un pueblo de tradici�n comunista, disolver la "comunidad"
no serv�a a crear la peque�a propiedad. No se transforma artificialmente a
una sociedad. Menos a�n a una sociedad campesina, profundamente adherida a
su tradici�n y a sus instituciones jur�dicas. El individualismo no ha
tenido su origen en ning�n pa�s ni en la Constituci�n del Estado ni en el
C�digo Civil. Su formaci�n ha tenido siempre un proceso a la vez m�s
complicado y m�s espont�neo. Destruir las comunida-des no significaba
convertir a los ind�genas en peque�os propietarios y ni siquiera en
asalariados libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su
clientela. El latifundista encontraba as�, m�s f�cilmente, el modo de
vincular el ind�gena al latifundio.
Se pretende que el resorte de la concentraci�n de la propiedad agraria en
la costa ha sido la necesidad de los propietarios de disponer
pac�ficamente de suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en
valles formados por r�os de escaso caudal, ha determinado, seg�n esta
tesis, el florecimiento de la gran propiedad y el sofocamiento de la media
y la peque�a. Pero esta es una tesis especiosa y s�lo en m�nima parte
exacta. Porque la raz�n t�cnica o material que superestima, �nicamente
influye en la concentraci�n de la propiedad desde que se han establecido y
desarrollado en la costa vastos cultivos industriales. Antes de que estos
prosperaran, antes de que la agricultura de la costa adquiriera una
organizaci�n capitalista, el m�vil de los riegos era demasiado d�bil para
decidir la concentraci�n de la propiedad. Es cierto que la escasez de las
aguas de regad�o, por las dificultades de su distribuci�n entre m�ltiples
regantes, favorece a la gran propiedad. Mas no es cierto que �sta sea el
origen de que la propiedad no se haya subdividido. Los or�genes del
latifundio coste�o se remontan al r�gimen colonial. La despoblaci�n de la
costa, a consecuencia de la pr�ctica colonial, he ah�, a la vez que una de
las consecuencias, una de las razones del r�gimen de gran propiedad. El
problema de los brazos, el �nico que ha sentido el terrateniente coste�o,
tiene todas sus ra�ces en el latifundio. Los terratenientes quisieron
resolverlo con el esclavo negro en los tiempos de la colonia, con el culi
chino en los de la rep�blica. Vano empe�o. No se puebla ya la tierra con
esclavos. Y sobre todo no se la fecunda. Debido a su pol�tica, los grandes
propietarios tienen en la costa toda la tierra que se puede poseer; pero
en cambio no tienen hombres bastantes para vivificarla y explotarla. Esta
es la defensa de la gran propiedad. Mas es tambi�n su miseria y su tara.
La situaci�n agraria de la sierra demuestra, por otra parte, lo
artificioso de la tesis antecitada. En la sierra no existe el problema del
agua. Las lluvias abundantes permiten, al latifundista como al comunero,
los mismos cultivos. Sin embargo, tambi�n en la sierra se constata el
fen�meno de concentraci�n de la propiedad agraria. Este hecho prueba el
car�cter esencialmente pol�tico-social de la cuesti�n.
El desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exportaci�n,
en las haciendas de la costa, aparece �ntegramente subordinado a la
colonizaci�n econ�mica de los pa�ses de Am�rica Latina por el capitalismo
occidental. Los comerciantes y prestamistas brit�nicos se interesaron por
la explotaci�n de estas tierras cuando comprobaron la posibilidad de
dedicarlas con ventaja a la producci�n de az�car primero y de algod�n
despu�s. Las hipotecas de la propiedad agraria las colocaban, en buena
parte, desde �poca muy lejana, bajo el control de las firmas extranjeras.
Los hacendados, deudores a los comerciantes, prestamistas extranjeros,
serv�an de intermediarios, casi de yanacones, al capitalismo anglosaj�n
para asegurarle la explotaci�n de campos cultivados a un costo m�nimo por
braceros esclavizados y miserables, curvados sobre la tierra bajo el
l�tigo de los "negreros" coloniales.
Pero en la costa el latifundio ha alcanzado un grado m�s o menos avanzado
de t�cnica capitalista, aunque su explotaci�n repose a�n sobre pr�cticas y
principios feudales. Los coeficientes de producci�n de algod�n y ca�a
corresponden al sistema capitalista. Las empresas cuentan con capitales
poderosos y las tierras son trabajadas con m�quinas y procedimientos
modernos. Para el beneficio de los productos funcionan poderosas plantas
industriales. Mientras tanto, en la sierra las cifras de producci�n de las
tierras de latifundio no son generalmente mayores a las de tierras de la
comunidad. Y, si la justificaci�n de un sistema de producci�n est� en sus
resultados, como lo quiere un criterio econ�mico objetivo, este solo dato
condena en la sierra de manera irremediable el r�gimen de propiedad
agraria.
Hemos visto ya c�mo el liberalismo formal de la legislaci�n republicana no
se ha mostrado activo sino frente a la "comunidad" ind�gena. Puede decirse
que el concepto de propiedad individual casi ha tenido una funci�n
antisocial en la Rep�blica a causa de su conflicto con la subsistencia de
la "comunidad". En efecto, si la disoluci�n y expropiaci�n de �sta hubiese
sido decretada y realizada por un capitalismo en vigoroso y aut�nomo
crecimiento, habr�a aparecido como una imposici�n del progreso econ�mico.
El indio entonces habr�a pasado de un r�gimen mixto de comunismo y
servidumbre a un r�gimen de salario libre. Este cambio lo habr�a
desnaturalizado un poco; pero lo habr�a puesto en grado de organizarse y
emanciparse como clase, por la v�a de los dem�s proletariados del mundo.
En tanto, la expropiaci�n y absorci�n graduales de la "comunidad" por el
latifundismo, de un lado lo hund�a m�s en la servidumbre y de otro
destru�a la instituci�n econ�mica y jur�dica que salvaguardaba en parte el
esp�ritu y la materia de su antigua civilizaci�n
(15).
Durante el per�odo republicano, los escritores y legisladores nacionales
han mostrado una tendencia m�s o menos uniforme a condenar la "comunidad"
como un rezago de una sociedad primitiva o como una supervivencia de la
organizaci�n colonial. Esta actitud ha respondido en unos casos al inter�s
del gamonalismo terrateniente y en otros al pensamiento individualista y
liberal que dominaba autom�ticamente una cultura demasiado verbalista y
est�tica.
Un estudio del doctor M. V. Villar�n, uno de los intelectuales que con m�s
aptitud cr�tica y mayor coherencia doctrinal representa este pensamiento
en nuestra primera centuria, se�al� el principio de una revisi�n prudente
de sus conclusiones respecto a la "comunidad" ind�gena. El doctor Villar�n
manten�a te�ricamente su posici�n liberal, propugnando en principio la
individualizaci�n de la propiedad, pero pr�cticamente aceptaba la
protecci�n de las comunidades contra el latifundismo, reconoci�ndoles una
funci�n a la que el Estado deb�a su tutela.
Mas la primera defensa org�nica y documentada de la comunidad ind�gena
ten�a que inspirarse en el pensamiento socialista y reposar en un estudio
concreto de su naturaleza, efectuado conforme a los m�todos de
investigaci�n de la sociolog�a y la econom�a modernas. El libro de
Hildebrando Castro Pozo, Nuestra Comunidad Ind�gena, as� lo
comprueba. Castro Pozo, en este interesante estudio, se presenta exento de
preconceptos liberales. Esto le permite abordar el problema de la
"comunidad" con una mente apta para valorarla y entenderla. Castro Pozo,
no s�lo nos descubre que la "comunidad" ind�gena, malgrado los ataques del
formalismo liberal puesto al servicio de un r�gimen de feudalidad, es
todav�a un organismo viviente, sino que, a pesar del medio hostil dentro
del cual vegeta sofocada y deformada, manifiesta espont�neamente evidentes
posibilidades de evoluci�n y desarrollo.
Sostiene Castro Pozo, que "el ayllu o comunidad, ha conservado su natural
idiosincrasia, su car�cter de instituci�n casi familiar en cuyo seno
continuaron subsistentes, despu�s de la conquista, sus principales
factores constitutivos"(16).
En esto se presenta, pues, de acuerdo con Valc�rcel, cuyas proposiciones
respecto del ayllu, parecen a algunos excesivamente dominadas por su ideal
de resurgimiento ind�gena.
�Qu� son y c�mo funcionan las "comunidades" actualmente? Castro Pozo cree
que se les puede distinguir conforme a la siguiente clasificaci�n:
"Primero.�p;Comunidades agr�colas; Segundo.�p; Comunidades agr�colas
ganaderas; Tercero.�p; Comunidades de pastos y aguas; y Cuarto.�p;
Comunidades de usufructuaci�n. Debiendo tenerse en cuenta que en un pa�s
como el nuestro, donde una misma instituci�n adquiere diversos caracteres,
seg�n el medio en que se ha desarrollado, ning�n tipo de los que en esta
clasificaci�n se presume se encuentra en la realidad, tan preciso y
distinto de los otros que, por s� solo, pudiera objetivarse en un modelo.
Todo lo contrario, en el primer tipo de las comunidades agr�colas se
encuentran caracteres correspondientes a los otros y en �stos, algunos
concernientes a aqu�l; pero como el conjunto de factores externos ha
impuesto a cada uno de estos grupos un determinado g�nero de vida en sus
costumbres, usos y sistemas de trabajo, en sus propiedades e industrias,
priman los caracteres agr�colas, ganaderos, ganaderos en pastos y aguas
comunales o s�lo los dos �ltimos y los de falta absoluta o relativa de
propiedad de las tierras y la usufructuaci�n de �stas por el "ayllu" que,
indudablemente, fue su �nico propietario"(17).
Estas diferencias se han venido elaborando no por evoluci�n o degeneraci�n
natural de la antigua "comunidad", sino al influjo de una legislaci�n
dirigida a la individualizaci�n de la propiedad y, sobre todo, por efecto
de la expropiaci�n de las tierras comunales en favor del latifundismo.
Demuestran, por ende, la vitalidad del comunismo ind�gena que impulsa
invariablemente a los abor�genes a variadas formas de cooperaci�n y
asociaci�n. El indio, a pesar de las leyes de cien a�os de r�gimen
republicano, no se ha hecho individualista. Y esto no proviene de que sea
refractario al progreso como pretende el simplismo de sus interesados
detractores. Depende, m�s bien, de que el individualismo, bajo un r�gimen
feudal, no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse y
desarrollarse. El comunismo, en cambio, ha seguido siendo para el indio su
�nica defensa. El individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe
efectivamente, sino dentro de un r�gimen de libre concurrencia. Y el indio
no se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo.
Por esto, en las aldeas ind�genas donde se agrupan familias entre las
cuales se han extinguido los v�nculos del patrimonio y del trabajo
comunitarios, subsisten a�n, robustos y tenaces, h�bitos de cooperaci�n y
solidaridad que son la expresi�n emp�rica de un esp�ritu comunista. La
comunidad corresponde a este esp�ritu. Es su �rgano. Cuando la
expropiaci�n y el reparto parecen liquidar la comunidad, el socialismo
ind�gena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla.
El trabajo y la propiedad en com�n son reemplazados por la cooperaci�n en
el trabajo individual. Como escribe Castro Pozo: "la costumbre ha quedado
reducida a las "mingas" o reuniones de todo el ayllu para hacer
gratuitamente un trabajo en el cerco, acequia o casa de alg�n comunero, el
cual quehacer efect�an al son de arpas y violines, consumiendo algunas
arrobas de aguardientes de ca�a, cajetillas de cigarros y mascadas de
coca". Estas costumbres han llevado a los ind�genas a la pr�ctica
-incipiente y rudimentaria por supuesto- del contrato colectivo de
trabajo, m�s bien que del contrato individual. No son los individuos
aislados los que alquilan su trabajo a un propietario o contratista; son
mancomunadamente todos los hombres �tiles de la "parcialidad".
La defensa de la "comunidad" ind�gena no reposa en principios abstractos
de justicia ni en sentimentales consideraciones tradicionalistas, sino en
razones concretas y pr�cticas de orden econ�mico y social. La propiedad
comunal no representa en el Per� una econom�a primitiva a la que haya
reemplazado gradualmente una econom�a progresiva fundada de la propiedad
individual. No; las comunidades han sido despojadas de sus tierras en
provecho del latifundio feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz
de progreso t�cnico (18).
En la costa, el latifundio ha evolucionado -desde el punto de vista de los
cultivos-, de la rutina feudal a la t�cnica capitalista, mientras la
comunidad ind�gena ha desaparecido como explotaci�n comunista de la
tierra. Pero en la sierra, el latifundio ha conservado �ntegramente su
car�cter feudal, oponiendo una resistencia mucho mayor que la "comunidad"
al desenvolvimiento de la econom�a capitalista. La "comunidad", en efecto,
cuando se ha articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema
comercial y las v�as de transporte centrales, ha llegado a transformarse
espont�neamente, en una cooperativa. Castro Pozo, que como jefe de la
secci�n de asuntos ind�genas del Ministerio de Fomento acopi� abundantes
datos sobre la vida de las comunidades, se�ala y destaca el sugestivo caso
de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual dice que presenta los
caracteres de las cooperativas de producci�n, consumo y cr�dito. "Due�a de
una magn�fica instalaci�n o planta el�ctrica en las orillas del Mantaro,
por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para peque�as
industrias a los distritos de Jauja, Concepci�n, Mito, Muqui, Sincos,
Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado en la instituci�n comunal por
excelencia; en la que no se han relajado sus costumbres ind�genas, y antes
bien han aprove-chado de ellas para llevar a cabo la obra de la empresa;
han sabido disponer del dinero que pose�an emple�ndolo en la adquisici�n
de las grandes maquinarias y ahorrado el valor de la mano de obra que la
parcialidad ha ejecutado, lo mismo que si se tratara de la construcci�n de
un edificio comunal: por mingas en las que hasta las mujeres y ni�os han
sido elementos �tiles en el acarreo de los materiales de construcci�n"
(19).
La comparaci�n de la "comunidad" y el latifundio como empresa de
producci�n agr�cola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del
r�gimen capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la peque�a
propiedad agr�cola por su aptitud para intensificar la producci�n mediante
el empleo de una t�cnica avanzada de cultivo. La industrializaci�n de la
agricultura, trae aparejada la concentraci�n de la propiedad agraria. La
gran propiedad aparece entonces justificada por el inter�s de la
producci�n, identificado, te�ricamente por lo menos, con el inter�s de la
sociedad. Pero el latifundio no tiene el mismo efecto, ni responde, por
consiguiente, a una necesidad econ�mica. Salvo los casos de las haciendas
de ca�a -que se dedican a la producci�n de aguardiente con destino a la
intoxicaci�n y embrutecimiento del campesino ind�gena-, los cultivos de
los latifundios serranos son generalmente los mismos de las comunidades. Y
las cifras de la producci�n no difieren. La falta de estad�stica agr�cola
no permite establecer con exactitud las diferencias parciales; pero todos
los datos disponibles autorizan a sostener que los rendimientos de los
cultivos de las comunidades, no son, en su promedio, inferiores a los
cultivos de los latifundios. La �nica estad�stica de producci�n de la
sierra, la del trigo, sufraga esta conclusi�n. Castro Pozo, resumiendo los
datos de esta estad�stica en 1917�p;18, escribe lo siguiente: "La cosecha
result�, t�rmino medio, en 450 y 580 kilos por cada hect�rea para la
propiedad comunal e individual, respectivamente. Si se tiene en cuenta que
las mejores tierras de producci�n han pasado a poder de los
terratenientes, pues la lucha por aqu�llas en los departamentos del Sur ha
llegado hasta el extremo de eliminar al poseedor ind�gena por la violencia
o masacr�ndolo, y que la ignorancia del comunero lo lleva de preferencia a
ocultar los datos exactos relativos al monto de la cosecha, disminuy�ndola
por temor de nuevos impuestos o exacciones de parte de las autoridades
pol�ticas subalternas o recaudadores de �stos; se colegir� f�cilmente que
la diferencia en la producci�n por hect�rea a favor del bien de la
propiedad individual no es exacta y que razonablemente, se la debe dar por
no existente, por cuanto los medios de producci�n y de cultivo, en una y
otras propiedades, son id�nticos"(20).
En la Rusia feudal del siglo pasado, el latifundio ten�a rendimientos
mayores que los de la peque�a propiedad. Las cifras en hectolitros y por
hect�rea eran las siguientes: para el centeno: 11.5 contra 9.4; para el
trigo: 11 contra 9.1; para la avena: 15.4 contra 12.7; para la cebada:
11.5 contra 10.5; para las patatas: 92.3 contra 72
(2l).
El latifundio de la sierra peruana resulta, pues, por debajo del execrado
latifundio de la Rusia zarista como factor de producci�n.
La "comunidad", en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva de
desarrollo y transformaci�n y de otra parte se presenta como un sistema de
producci�n que mantiene vivos en el indio los est�mulos morales necesarios
para su m�ximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo hace una
observaci�n muy justa cuando escribe que "la comunidad ind�gena
conserva dos grandes principios econ�mico sociales que hasta el presente
ni la ciencia sociol�gica ni el empirismo de los grandes industrialistas
han podido resolver satisfactoriamente: el contrato m�ltiple del trabajo y
la realizaci�n de �ste con menor desgaste fisiol�gico y en un ambiente de
agradabilidad, emulaci�n y compa�erismo"
(22).
Disolviendo o relajando la "comunidad", el r�gimen del latifundio feudal,
no s�lo ha atacado una instituci�n econ�mica sino tambi�n, y sobre todo,
una instituci�n social que defiende la tradici�n ind�gena, que conserva la
funci�n de la familia campesina y que traduce ese sentimiento jur�dico
popular al que tan alto valor asignan Proudhon y Sorel
(23).
EL R�GIMEN DE TRABAJO. -SERVIDUMBRE
Y SALARIADO
El r�gimen de trabajo est� determinado principalmente, en la agricultura,
por el r�gimen de propiedad. No es posible, por tanto, sorprenderse de que
en la misma medida en que sobrevive en el Per� el latifundio feudal,
sobreviva tambi�n, bajo diversas formas y con distintos nombres, la
servidumbre. La diferencia entre la agricultura de la costa y la
agricultura de la sierra, aparece menor en lo que concierne al trabajo que
en lo que respecta a la t�cnica. La agricultura de la costa ha
evolucionado con m�s o menos prontitud hacia una t�cnica capitalista en el
cultivo del suelo y la transformaci�n y comercio de los productos. Pero,
en cambio, se ha mantenido demasiado estacionaria en su criterio y
conducta respecto al trabajo. Acerca del trabajador, el latifundio
colonial no ha renunciado a sus h�bitos feudales sino cuando las
circunstancias se lo han exigido de modo perentorio.
Este fen�meno se explica, no s�lo por el hecho de haber conservado la
propiedad de la tierra los antiguos se�ores feudales, que han adoptado,
como intermediarios del capital extranjero, la pr�ctica, mas no el
esp�ritu del capitalismo moderno. Se explica adem�s por la mentalidad
colonial de esta casta de propietarios, acostumbrados a considerar el
trabajo con el criterio de esclavistas y "negreros". En Europa, el se�or
feudal encarnaba, hasta cierto punto, la primitiva tradici�n patriarcal,
de suerte que respecto de sus siervos se sent�a naturalmente superior,
pero no �tnica ni nacionalmente diverso. Al propio terrateniente
arist�crata de Europa le ha sido dable aceptar un nuevo concepto y una
nueva pr�ctica en sus relaciones con el trabajador de la tierra. En la
Am�rica colonial, mientras tanto, se ha opuesto a esta evoluci�n, la
orgullosa y arraigada convicci�n del blanco, de la inferioridad de los
hombres de color.
En la costa peruana el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el
indio, ha sido el negro esclavo, el culi chino, mirados, si cabe, con
mayor desprecio. En el latifundista coste�o, han actuado a la vez los
sentimientos del arist�crata medioeval y del colonizador blanco, saturados
de prejuicios de raza.
El yanaconazgo y el "enganche" no son la �nica expresi�n de la
subsistencia de m�todos m�s o menos feudales en la agricultura coste�a. El
ambiente de la hacienda se mantiene �ntegramente se�orial. Las leyes del
Estado no son v�lidas en el latifundio, mientras no obtienen el consenso
t�cito o formal de los grandes propietarios. La autoridad de los
funcionarios pol�ticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a
la autoridad del terrateniente en el territorio de su dominio. Este
considera pr�cticamente a su latifundio fuera de la potestad del Estado,
sin preocuparse m�nimamente de los derechos civiles de la poblaci�n que
vive dentro de los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga
monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los
braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las
costumbres est�n sujetos al control del propietario dentro de la hacienda.
Y con frecuencia las rancher�as que alojan a la poblaci�n obrera, no
difieren grandemente de los galpones que albergaban a la poblaci�n
esclava.
Los grandes propietarios coste�os no tienen legalmente este orden de
derechos feudales o semifeudales; pero su condici�n de clase dominante y
el acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio
sin industrias y sin transportes les permite pr�cticamente un poder casi
incontrolable. Mediante el "enganche" y el yanaconazgo, los grandes
propietarios resisten al establecimiento del r�gimen del salario libre,
funcionalmente necesario en una econom�a liberal y capitalista. El
"enganche", que priva al bracero del derecho de disponer de su persona y
su trabajo, mientras no satisfaga las obligaciones contra�das con el
propietario, desciende inequ�vocamente del tr�fico semiesclavista de culis;
el "yanaconazgo" es una variedad del sistema de servi-dumbre a trav�s del
cual se ha prolongado la feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los
pueblos pol�tica y econ�micamente retardados. El sistema peruano del
yanaconazgo se identifica, por ejemplo, con el sistema ruso del
polovnischestvo dentro del cual los frutos de la tierra, en unos casos, se
divid�an en partes iguales entre el propietario y el campesino y en otros
casos este �ltimo no recib�a sino una tercera parte
(24).
La escasa poblaci�n de la costa representa para las empresas agr�colas una
constante amenaza de carencia o insuficiencia de brazos. El yanaconazgo
vincula a la tierra a la poca poblaci�n regn�cola, que sin esta m�nima
garant�a de usufructo de tierra, tender�a a disminuir y emigrar. El
"enganche" asegura a la agricultura de la costa el concurso de los
braceros de la sierra que, si bien encuentran en las haciendas coste�as un
suelo y un medio extra�os, obtienen al menos un trabajo mejor remunerado.
Esto indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino aparente o
parcialmente (25), la
situaci�n del bracero en los fundos de la costa es mejor que en los feudos
de la sierra, donde el feudalismo mantiene intacta su omnipotencia. Los
terratenientes coste�os se ven obligados a admitir, aunque sea restringido
y atenuado, el r�gimen del salario y del trabajo libres. El car�cter
capitalista de sus empresas los constri�e a la concurrencia. El bracero
conserva, aunque s�lo sea relativamente, su libertad de emigrar as� como
de rehusar su fuerza de trabajo al patr�n que lo oprime demasiado. La
vecindad de puertos y ciudades; la conexi�n con las v�as modernas de
tr�fico y comercio, ofrecen, de otro lado, al bracero, la posibilidad de
escapar a su destino rural y de ensayar otro medio de ganar su
subsistencia.
Si la agricultura de la costa hubiera tenido otro car�cter, m�s
progresista, m�s capitalista, habr�a tendido a resolver de manera l�gica,
el problema de los brazos sobre el cual tanto se ha declamado.
Propietarios m�s avisados, se habr�an dado cuenta de que, tal como
funciona hasta ahora, el latifundio es un agente de despoblaci�n y de que,
por consiguiente, el problema de los brazos constituye una de sus m�s
claras y l�gicas consecuencias
(26).
En la misma medida en que progresa en la agricultura de la costa la
t�cnica capitalista, el salariado reemplaza al yanaconazgo. El cultivo
cient�fico -empleo de m�quinas, abonos, etc.- no se aviene con un r�gimen
de trabajo peculiar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pero el
factor demogr�fico -el "problema de los brazos"-, opone una resistencia
seria a este proceso de desarrollo capitalista. El yanaconazgo y sus
variedades sirven para mantener en los valles una base demogr�fica que
garantice a las negociaciones el m�nimo de brazos necesarios para las
labores permanentes. El jornalero inmigrante no ofrece las mismas
seguridades de continuidad en el trabajo que el colono nativo o el yanac�n
regn�cola. Este �ltimo representa, adem�s, el arraigo de una familia
campesina, cuyos hijos mayores se encontrar�n m�s o menos forzados a
alquilar sus brazos al hacendado.
La constataci�n de este hecho, conduce ahora a los propios grandes
propietarios a considerar la conveniencia de establecer muy gradual y
prudentemente, sin sombra de ataque a sus intereses, colonias o n�cleos de
peque�os propietarios. Una parte de las tierras irrigadas en el Imperial
han sido reservadas as� a la peque�a propiedad. Hay el prop�sito de
aplicar el mismo principio en las otras zonas donde se realizan trabajos
de irrigaci�n. Un rico propietario inteligente y experimentado que
conversaba conmigo �ltimamente, me dec�a que la existencia de la peque�a
propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la formaci�n
de una poblaci�n rural, sin la cual la explotaci�n de la tierra, estar�a
siempre a merced de las posibilidades de la inmigraci�n o del "enganche".
El programa de la Compa��a de Subdivisi�n Agraria, es otra de las
expresiones de una pol�tica agraria tendiente al establecimiento paulatino
de la peque�a propiedad
(27).
Pero, como esta pol�tica evita sistem�ticamente la expropiaci�n, o, m�s
precisamente, la expropiaci�n en vasta escala por el Estado, por raz�n de
utilidad p�blica o justicia distributiva, y sus restringidas posibilidades
de desenvolvimiento, est�n por el momento circunscritas a pocos valles, no
resulta probable que la peque�a propiedad reemplace oportuna y ampliamente
al yanaconazgo en su funci�n demogr�fica. En los valles a los cuales el
"enganche" de braceros de la sierra no sea capaz de abastecer de brazos,
en condiciones ventajosas para los hacendados, el yanaconazgo subsistir�,
pues, por alg�n tiempo, en sus diversas variedades, junto con el
salariado.
Las formas de yanaconazgo, aparcer�a o arrendamiento, var�an en la costa y
en la sierra seg�n las regiones, los usos o los cultivos. Tienen tambi�n
diversos nombres. Pero en su misma variedad se identifican en general con
los m�todos precapitalistas de explotaci�n de la tierra observados en
otros pa�ses de agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista.
El sistema del otrabotki ruso presentaba todas las variedades del
arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el Per�. Para
comprobarlo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema escribe
Schkaff en su documentado libro sobre la cuesti�n agraria en Rusia: "Entre
el antiguo trabajo servil en que la violencia o la coacci�n juegan un rol
tan grande y el trabajo libre en que la �nica coacci�n que subsiste es una
coacci�n puramente econ�mica, aparece todo un sistema transitorio de
formas extremadamente variadas que unen los rasgos de la barchtchina
y del salariado. Es el otrabototschnaia sistema. El salario es pagado sea
en dinero en caso de locaci�n de servicios, sea en productos, sea en
tierra; en este �ltimo caso (otrabotki en el sentido estricto de la
palabra) el propietario presta su tierra al campesino a guisa de salario
por el trabajo efectuado por �ste en los campos se�oriales". "El pago del
trabajo, en el sistema de otrabotki, es siempre inferior al salario
de libre alquiler capitalista. La retribuci�n en productos hace a los
propietarios m�s independientes de las variaciones de precios observadas
en los mercados del trigo y del trabajo. Encuentran en los campesinos de
su vecindad una mano de obra m�s barata y gozan as� de un verdadero
monopolio local". "El arrendamiento pagado por el campesino reviste formas
diversas: a veces, adem�s de su trabajo, el campesino debe dar dinero y
productos. Por una deciatina que recibir�, se comprometer� a trabajar una
y media deciatina de tierra se�orial, a dar diez huevos y una gallina.
Entregar� tambi�n el esti�rcol de su ganado, pues todo, hasta el
esti�rcol, se vuelve objeto de pago. Frecuentemente a�n el campesino se
obliga 'a hacer todo lo que exigir� el propietario', a transportar las
cosechas, a cortar la le�a, a cargar los fardos"
(28).
En la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente
estos rasgos de propiedad y trabajo feudales. El r�gimen del salario libre
no se ha desarrollado ah�. El hacendado no se preocupa de la productividad
de las tierras. S�lo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la
producci�n se reducen para �l casi �nicamente a dos: la tierra y el indio.
La propiedad de la tierra le permite explotar ilimitadamente la fuerza de
trabajo del indio. La usura practicada sobre esta fuerza de trabajo -que
se traduce en la miseria del indio-, se suma a la renta de la tierra,
calculada al tipo usual de arrendamiento. El hacendado se reserva las
mejores tierras y reparte las menos productivas entre sus braceros indios,
quienes se obligan a trabajar de preferencia y gratuitamente las primeras
y a contentarse para su sustento con los frutos de las segundas. El
arrendamiento del suelo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy
rara vez en dinero (por ser la fuerza del indio lo que mayor valor tiene
para el propietario), m�s com�nmente en formas combinadas o mixtas. Un
estudio del doctor Ponce de Le�n, de la Universidad del Cuzco, que entre
otros informes tengo a la vista, y que revista con documentaci�n de
primera mano todas las variedades de arrendamiento y yanaconazgo en ese
vasto departamento, presenta un cuadro bastante objetivo -a pesar de las
conclusiones del autor, respetuosas a los privilegios de los propietarios-
de la explotaci�n feudal. He aqu� algunas de sus constataciones: "En la
provincia de Paucartambo el propietario concede el uso de sus terrenos a
un grupo de ind�genas con la condici�n de que hagan todo el trabajo que
requiere el cultivo de los terrenos de la hacienda, que se ha reservado el
due�o o patr�n. Generalmente trabajan tres d�as alternativos por semana
durante todo el a�o. Tienen adem�s los arrendatarios o 'yanaconas' como se
les llama en esta provincia, la obligaci�n de acarrear en sus propias
bestias la cosecha del hacendado a esta ciudad sin remuneraci�n; y la de
servir de pongos en la misma hacienda o m�s com�nmente en el Cuzco, donde
preferentemente residen los propietarios". "Cosa igual ocurre en
Chumbivilcas. Los arrendatarios cultivan la extensi�n que pueden, debiendo
en cambio trabajar para el patr�n cuantas veces lo exija. Esta forma de
arrendamiento puede simplificarse as�: el propietario propone al
arrendatario: utiliza la extensi�n de terreno que 'puedas', con la
condici�n de trabajar en mi provecho siempre que yo lo necesite". "En la
provincia de Anta el propietario cede el uso de sus terrenos en las
siguientes condiciones: el arrendatario pone de su parte el capital
(semilla, abonos) y el trabajo necesario para que el cultivo se realice
hasta sus �ltimos momentos (cosecha). Una vez concluido, el arrendatario y
el propietario se dividen por partes iguales todos los productos. Es decir
que cada uno de ellos recoge el 50 por ciento de la producci�n sin que el
propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso de sus terrenos sin
abonarlos siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero est� obligado a
concurrir personalmente a los trabajos del propietario si bien con la
remuneraci�n acostumbrada de 25 centavos diarios"(29).
La confrontaci�n entre estos datos y los de Schkaff, basta para persuadir
de que ninguna de las sombr�as faces de la propiedad y el trabajo
precapitalistas falta en la sierra feudal.
"COLONIALISMO" DE NUESTRA AGRICULTURA COSTE�A
El grado de desarrollo alcanzado por la industrializaci�n de la
agricultura, bajo un r�gimen y una t�cnica capitalistas, en los valles de
la costa, tiene su principal factor en el interesamiento del capital
brit�nico y norteamericano en la producci�n peruana de az�car y algod�n.
De la extensi�n de estos cultivos no es un agente primario la aptitud
industrial ni la capacidad capitalista de los terratenientes. Estos
dedican sus tierras a la producci�n de algod�n y ca�a financiados o
habilitados por fuertes firmas exportadoras.
Las mejores tierras de los valles de la costa est�n sembradas de algod�n y
ca�a, no precisamente porque sean apropiadas s�lo a estos cultivos, sino
porque �nicamente ellos importan, en la actualidad, a los comerciantes
ingleses y yanquis. El cr�dito agr�cola -subordinado absolutamente a los
intereses de estas firmas, mientras no se establezca el Banco Agr�cola
Nacional-, no impulsa ning�n otro cultivo. Los de frutos alimenticios,
destinados al mercado interno, est�n generalmente en manos de peque�os
propietarios y arrendatarios. S�lo en los valles de Lima, por la vecindad
de mercados urbanos de importancia, existen fundos extensos dedicados por
sus propietarios a la producci�n de frutos alimenticios. En las haciendas
algodoneras o azucareras, no se cultiva estos frutos, en muchos casos, ni
en la medida necesaria para el abastecimiento de la propia poblaci�n
rural.
El mismo peque�o propietario, o peque�o arrendatario, se encuentra
empujado al cultivo del algod�n por esta corriente que tan poco tiene en
cuenta las necesidades particulares de la econom�a nacional. El
desplazamiento de los tradicionales cultivos alimenticios por el del
algod�n en las campi�as de la costa donde subsiste la peque�a propiedad,
ha constituido una de las causas m�s visibles del encarecimiento de las
subsistencias en las poblaciones de la costa.
Casi �nicamente para el cultivo del algod�n, el agricultor encuentra
facilidades comerciales. Las habilitaciones est�n reservadas, de arriba a
abajo, casi exclusivamente al algodonero. La producci�n de algod�n no est�
regida por ning�n criterio de econom�a nacional. Se produce para el
mercado mundial, sin un control que prevea en el inter�s de esta econom�a,
las posibles bajas de los precios derivados de per�odos de crisis
industrial o de superproducci�n algodonera.
Un ganadero me observaba �ltimamente que, mientras sobre una cosecha de
algod�n el cr�dito que se puede conseguir no est� limitado sino por las
fluctuaciones de los precios, sobre un reba�o o un criadero, el cr�dito es
completamente convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden
contar con pr�stamos bancarios considerables para el desarrollo de sus
negocios. En la misma condici�n, est�n todos los agricultores que no
pueden ofrecer como garant�a de sus empr�stitos, cosechas de algod�n o
ca�a de az�car.
Si las necesidades del consumo nacional estuviesen satisfechas por la
producci�n agr�cola del pa�s, este fen�meno no tendr�a ciertamente tanto
de artificial. Pero no es as�. El suelo del pa�s no produce a�n todo lo
que la poblaci�n necesita para su subsistencia. El cap�tulo m�s alto de
nuestras importaciones es el de "v�veres y especias": Lp. 3'620,235, en el
a�o 1924. Esta cifra, dentro de una importaci�n total de dieciocho
millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra econom�a. No
es posible la supresi�n de todas nuestras importaciones de v�veres y
especias, pero s� de sus m�s fuertes renglones. El m�s grueso de todos es
la importaci�n de trigo y harina, que en 1924 ascendi� a m�s de doce
millones de soles.
Un inter�s urgente y claro de la econom�a peruana exige, desde hace mucho
tiempo, que el pa�s produzca el trigo necesario para el pan de su
poblaci�n. Si este objetivo hubiese sido alcanzado, el Per� no tendr�a ya
que seguir pagando al extranjero doce o m�s millones de soles al a�o por
el trigo que consumen las ciudades de la costa.
�Por qu� no se ha resuelto este problema de nuestra econom�a? No es s�lo
porque el Estado no se ha preocupado a�n de hacer una pol�tica de
subsistencias. Tampoco es, repito, porque el cultivo de la ca�a y el de
algod�n son los m�s adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de
los valles, uno solo de los llanos interandinos -que algunos kil�metros de
ferrocarriles y caminos abrir�an al tr�fico- puede abastecer
superabundantemente de trigo, cebada, etc., a toda la poblaci�n del Per�.
En la misma costa, los espa�oles cultivaron trigo en los primeros tiempos
de la colonia, hasta el cataclismo que mud� las condiciones clim�ticas del
litoral. No se estudi� posteriormente, en forma cient�fica y org�nica, la
posibilidad de establecer ese cultivo. Y el experimento practicado en el
Norte, en tierras del "Salamanca", demuestra que existen variedades de
trigo resistentes a las plagas que atacan en la costa este cereal y que la
pereza criolla, hasta este experimento, parec�a haber renunciado a vencer
(30).
El obst�culo, la resistencia a una soluci�n, se encuentra en la estructura
misma de la econom�a peruana. La econom�a del Per� es una econom�a
colonial. Su movimiento, su desarrollo, est�n subordinados a los intereses
y a las necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos
mercados miran en el Per� un dep�sito de materias primas y una plaza para
sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, cr�ditos y
transportes s�lo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los
grandes mercados. La finanza extranjera se interesa un d�a por el caucho,
otro d�a por el algod�n, otro d�a por el az�car. El d�a en que Londres
puede recibir un producto a mejor precio y en cantidad suficiente de la
India o del Egipto, abandona instant�neamente a su propia suerte a sus
proveedores del Per�. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes,
cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no
act�an en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo
extranjero.
A las proposiciones fundamentales, expuestas ya en este estudio, sobre los
aspectos presentes de la cuesti�n agraria en el Per�, debo agregar las
siguientes:
1�- El car�cter de la propiedad agraria en el Per� se presenta como una de
las mayores trabas del propio desarrollo del capitalismo nacional. Es muy
elevado el porcentaje de las tierras, explotadas por arrendatarios grandes
o medios, que pertenecen a terratenientes que jam�s han manejado sus
fundos. Estos terratenientes, por completo extra�os y ausentes de la
agricultura y de sus problemas, viven de su renta territorial sin dar
ning�n aporte de trabajo ni de inteligencia a la actividad econ�mica del
pa�s. Corresponden a la categor�a del arist�crata o del rentista,
consumidor improductivo. Por sus hereditarios derechos de propiedad
perciben un arrendamiento que se puede considerar como un canon feudal. El
agricultor arrendatario corresponde, en cambio, con m�s o menos propiedad,
al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un verdadero sistema
capitalista, la plusval�a obtenida por su empresa, deber�a beneficiar a
este industrial y al capital que financiase sus trabajos. El dominio de la
tierra por una clase de rentistas, impone a la producci�n la pesada carga
de sostener una renta que no est� sujeta a los eventuales descensos de los
productos agr�colas. El arrendamiento no encuentra, generalmente, en este
sistema, todos los est�mulos indispensables para efectuar los trabajos de
perfecta valorizaci�n de las tierras y de sus cultivos e instalaciones. El
temor a un aumento de la locaci�n, al vencimiento de su escritura, lo
induce a una gran parsimonia en las inversiones. La ambici�n del
agricultor arrendatario es, por supuesto, convertirse en propietario; pero
su propio empe�o contribuye al encarecimiento de la propiedad agraria en
provecho de los latifundistas. Las condiciones incipientes del cr�dito
agr�cola en el Per� impiden una m�s intensa expropiaci�n capitalista de la
tierra para esta clase de industriales. La explotaci�n capitalista e
industrialista de la tierra, que requiere para su libre y pleno
desenvolvimiento la eliminaci�n de todo canon feudal, avanza por esto en
nuestro pa�s con suma lentitud. Hay aqu� un problema, evidente no s�lo
para un criterio socialista sino, tambi�n, para un criterio capitalista.
Formulando un principio que integra el programa agrario de la burgues�a
liberal francesa, Edouard Herriot afirma que "la tierra exige la
presencia real"
(31).
No est� dem�s remarcar que a este respecto el Occidente no aventaja por
cierto al Oriente, puesto que la ley mahometana establece, como lo observa
Charles Gide, que "la tierra pertenece al que la fecunda y vivifica".
2�- El latifundismo subsistente en el Per� se acusa, de otro lado, como la
m�s grave barrera para la inmigraci�n blanca. La inmigraci�n que podemos
esperar es, por obvias razones, de campesinos provenientes de Italia, de
Europa Central y de los Balcanes. La poblaci�n urbana occidental emigra en
mucha menor escala y los obreros industriales saben, adem�s, que tienen
muy poco que hacer en la Am�rica Latina. Y bien. El campesino europeo no
viene a Am�rica para trabajar como bracero, sino en los casos en que el
alto salario le consiente ahorrar largamente. Y �ste no es el caso del
Per�. Ni el m�s miserable labrador de Polonia o de Rumania aceptar�a el
tenor de vida de nuestros jornaleros de las haciendas de ca�a o algod�n.
Su aspiraci�n es devenir peque�o propietario. Para que nuestros campos
est�n en grado de atraer esta inmigraci�n es indis-pensable que puedan
brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y
comunicadas con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o pro-pagandista
del fascismo, que visit� el Per� hace aproximadamente tres a�os, declar�
en los diarios locales que nuestro r�gimen de gran propiedad era
incompatible con un programa de colonizaci�n e inmigraci�n capaz de atraer
al campesino italiano.
3�- El enfeudamiento de la agricultura de la costa a los intereses de los
capitales y los mercados brit�nicos y americanos, se opone no s�lo a que
se organice y desarrolle de acuerdo con las necesidades espec�ficas de la
econom�a nacional -esto es asegurando primeramente el abastecimiento de la
poblaci�n- sino tambi�n a que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor
empresa acometida en este orden en los �ltimos a�os -la de las
plantaciones de tabaco de Tumbes- ha sido posible s�lo por la intervenci�n
del Estado. Este hecho abona mejor que ning�n otro la tesis de que la
pol�tica liberal del laisser faire, que tan pobres frutos ha dado
en el Per�, debe ser definitivamente reemplazada por una pol�tica social
de nacionalizaci�n de las grandes fuentes de riqueza.
4�- La propiedad agraria de la costa, no obstante los tiempos pr�speros de
que ha gozado, se muestra hasta ahora incapaz de atender los problemas de
la salubridad rural, en la medida que el Estado exige y que es, desde
luego, asaz modesta. Los requerimientos de la Direcci�n de Salubridad
P�blica a los hacendados no consiguen a�n el cumplimiento de las
disposiciones vigentes contra el paludismo. No se ha obtenido siquiera un
mejoramiento general de las rancher�as. Est� probado que la poblaci�n
rural de la costa arroja los m�s altos �ndices de mortalidad y morbilidad
del pa�s. (Except�ase naturalmente los de las regiones excesivamente
m�rbidas de la selva). La estad�stica demogr�fica del distrito rural de
Pativilca acusaba hace tres a�os una mortalidad superior a la natalidad.
Las obras de irrigaci�n, como lo observa el ingeniero Sutton a prop�sito
de la de Olmos, comportan posiblemente la m�s radical soluci�n del
problema de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento
de las aguas sobrantes del r�o Chancay realizadas en Huacho por el se�or
Antonio Gra�a, a quien se debe tambi�n un interesante plan de
colonizaci�n, y sin las obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo
practicadas en Chicl�n y alguna otra negociaci�n del Norte, la acci�n del
capital privado en la irrigaci�n de la costa peruana resultar�a
verdaderamente insignificante en los �ltimos a�os.
5�- En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo
inepto como creador de riqueza y de progreso. Excepci�n hecha de las
negociaciones ganaderas que exportan lana y alguna otra, en los valles y
planicies serranos el latifundio tiene una producci�n miserable. Los
rendimientos del suelo son �nfimos; los m�todos de trabajo, primitivos. Un
�rgano de la prensa local dec�a una vez que en la sierra peruana el
gamonal aparece relativamente tan pobre como el indio. Este argumento -que
resulta completamente nulo dentro de un criterio de relatividad- lejos de
justificar al gamonal, lo condena inapelablemente. Porque para la econom�a
moderna -entendida como ciencia objetiva y concreta- la �nica
justificaci�n del capitalismo y de sus capitanes de industria y de finanza
est� en su funci�n de creadores de riqueza. En el plano econ�mico, el
se�or feudal o gamonal es el primer responsable del poco valor de sus
dominios. Ya hemos visto c�mo este latifundista no se preocupa de la
productividad sino de la rentabilidad de la tierra. Ya hemos visto tambi�n
c�mo, a pesar de ser sus tierras las mejores, sus cifras de producci�n no
son mayores que las obtenidas por el indio, con su primitivo equipo de
labranza, en sus magras tierras comunales. El gamonal, como factor
econ�mico, est�, pues, completamente descalificado.
6�- Como explicaci�n de este fen�meno se dice que la situaci�n econ�mica
de la agricultura de la sierra depende absolutamente de las v�as de
comunicaci�n y transporte. Quienes as� razonan no entienden sin duda la
diferencia org�nica, fundamental, que existe entre una econom�a feudal o
semifeudal y una econom�a capitalista. No comprenden que el tipo
patriarcal primitivo de terrateniente feudal es sustancialmente distinto
del tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el
latifundismo aparecen tambi�n como un obst�culo hasta para la ejecuci�n
del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e
intereses de los gamonales se oponen totalmente a una recta aplicaci�n de
la ley de conscripci�n vial. El indio la mira instintivamente como una
arma del gamonalismo. Dentro del r�gimen inkaico, el servicio vial
debidamente establecido ser�a un servicio p�blico obligatorio, del todo
compatible con los principios del socialismo moderno; dentro del r�gimen
colonial de latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el
car�cter odioso de una "mita".
REFERENCIAS
1. Luis E. Valc�rcel, Del Ayllu al Imperio, p. 166.
2. C�sar Antonio Ugarte, Bosquejo de la Historia Econ�mica del Per�,
p. 9.
3. Javier Prado, "Estado Social del Per� durante la dominaci�n espa�ola",
en Anales Universitarios del Per�, tomo XXII, pp. 125 y 126.
4. Ugarte, ob. citada, p. 64.
5. Jos� Vasconcelos, Indolog�a.
6. Javier Prado, ob. citada, p. 37.
7. Georges Sorel, Introduction � l'economie moderne, pp. 120 y 130.
8. Ugarte, ob. citada, p. 24.
9. Eug�ne Schkaff, La Question Agraire en Russie, p. 118.
10. Esteban Echeverr�a, Antecedentes y primeros pasos de la revoluci�n
de Mayo.
11. Vasconcelos, conferencia sobre "El Nacionalismo en la Am�rica Latina",
en Amauta N� 4, p. 15. Este juicio, exacto en lo que respecta a las
relaciones entre caudillaje militar y propiedad agraria en Am�rica, no es
igualmente v�lido para todas las �pocas y situaciones hist�ricas. No es
posible suscribirlo sin esta precisa reserva.
12. Ugarte, ob. citada, p. 57.
13. Le P�rou Contemporain, pp. 98 y 99.
14. Ugarte, ob. citada, p. 58
15. Si la evidencia hist�rica del comunismo inkaico no apareciese
incontestable, la comunidad, �rgano espec�fico de comunismo, bastar�a para
despejar cualquier duda. El "despotismo" de los inkas ha herido sin
embargo, los escr�pulos liberales de algunos esp�ritus de nuestro tiempo.
Quiero reafirmar aqu� la defensa que hice del comunismo inkaico objetando
la tesis de su m�s reciente impugnador, Augusto Aguirre Morales, autor de
la novela El Pueblo del Sol.
El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo inkaico. Esto es
lo primero que necesita aprender y entender, el hombre de estudio que
explora el Tawantinsuyo. Uno y otro comunismo son un producto de
diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas �pocas hist�ricas.
Constituyen la elaboraci�n de dis�miles civilizaciones. La de los inkas
fue una civilizaci�n agraria. La de Marx y Sorel es una civilizaci�n
industrial. En aqu�lla el hombre se somet�a a la naturaleza. En �sta la
naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar
las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo �nico que puede
confrontarse es su incorp�rea semejanza esencial, dentro de la diferencia
esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontaci�n hace
falta un poco de relativismo hist�rico. De otra suerte se corre el riesgo
cierto de caer en los clamorosos errores en que ha ca�do V�ctor Andr�s
Belaunde en una tentativa de este g�nero.
Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama ind�gena
con ojos medioevales. Su testimonio indudablemente no puede ser aceptado,
sin beneficio de inventario.
Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista espa�oles y
cat�licos. Pero Aguirre Morales es, a su turno, v�ctima del falaz punto de
vista. Su posici�n en el estudio del Imperio Inkaico no es una posici�n
relativista. Aguirre considera y examina el Imperio con apriorismos
liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo inkaico fue un pueblo
esclavo e infeliz porque careci� de libertad.
La libertad individual es un aspecto del complejo fen�meno liberal. Una
cr�tica realista puede definirla como la base jur�dica de la civilizaci�n
capitalista, (Sin el libre arbitrio no habr�a libre tr�fico, ni libre
concurrencia, ni libre industria). Una cr�tica idealista puede definirla
como una adquisici�n del esp�ritu humano en la edad moderna. En ning�n
caso, esta libertad cab�a en la vida inkaica. El hombre del Tawantinsuyo
no sent�a absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. As� como
no sent�a absolutamente, por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de
imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para algo a Aguirre
Morales y a m�; pero los indios pod�an ser felices sin conocerla y aun sin
concebirla. La vida y el esp�ritu del indio no estaban atormentados por el
af�n de especulaci�n y de creaci�n intelectuales. No estaban tampoco
subordinados a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. �Para
qu� podr�a servirle, por consiguiente, al indio esta libertad inventada
por nuestra civilizaci�n? Si el esp�ritu de la libertad se revel� al
quechua, fue sin duda en una f�rmula o, m�s bien, en una emoci�n diferente
de la f�rmula liberal, jacobina e individualista de la libertad. La
revelaci�n de la libertad, como la revelaci�n de Dios, var�a con las
edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la
libertad con las im�genes concretas de una libertad con gorro frigio -hija
del protestantismo y del renacimiento y de la revoluci�n francesa- es
dejarse coger por una ilusi�n que depende tal vez de un mero, aunque no
desinteresado, astigmatismo filos�fico de la burgues�a y de su democracia.
La tesis de Aguirre, negando el car�cter comunista de la sociedad inkaica,
descansa �ntegramente en un concepto err�neo. Aguirre parte de la idea de
que autocracia y comunismo son dos t�rminos inconciliables. El r�gimen
inkaico -constata- fue desp�tico y teocr�tico; luego -afirma- no fue
comunista. Mas el comunismo no supone, hist�ricamente, libertad individual
ni sufragio popular. La autocracia y el comunismo son incompatibles en
nuestra �poca; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden
nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad
moderna. El socialismo contempor�neo -otras �pocas han tenido otros tipos
de socialismo que la historia designa con diversos nombres- es la
ant�tesis del liberalismo; pero nace de su entra�a y se nutre de su
experiencia. No desde�a ninguna de sus conquistas intelectuales. No
escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo
que en la idea liberal hay de positivo: condena y ataca s�lo lo que en
esta idea hay de negativo y temporal.
Teocr�tico y desp�tico fue, ciertamente, el r�gimen inkaico. Pero este es
un rasgo com�n de todos los reg�menes de la antig�edad. Todas las
monarqu�as de la historia se han apoyado en el sentimiento religioso de
sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un
hecho nuevo. Y m�s que un divorcio es una separaci�n de cuerpos. Hasta
Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino.
No es posible hablar de tiran�a abstractamente. Una tiran�a es un hecho
concreto. Y es real s�lo en la medida en que oprime la voluntad de un
pueblo o en que contrar�a y sofoca su impulso vital. Muchas veces, en la
antig�edad, un r�gimen absolutista y teocr�tico ha encarnado y
representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Este parece
haber sido el caso del imperio inkaico. No creo en la obra taumat�rgica de
los Inkas. Juzgo evidente su capacidad pol�tica, pero juzgo no menos
evidente que su obra consisti� en construir el Imperio con los materiales
humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu -la
comunidad-, fue la c�lula del Imperio. Los Inkas hicieron la unidad,
inventaron el Imperio; pero no crearon la c�lula. El Estado jur�dico
organizado por los Inkas reprodujo, sin duda, el Estado natural pre-existente.
Los Inkas no violentaron nada. Est� bien que se exalte su obra; no que se
desprecie y disminuya la gesta milenaria y multitudinaria de la cual esa
obra no es sino una expresi�n y una consecuencia.
No se debe empeque�ecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra
pertenece a la masa. Aguirre, literato individualista, se complace en
ignorar en la historia a la muchedumbre. Su mirada de rom�ntico busca
exclusivamente al h�roe.
Los vestigios de la civilizaci�n inkaica declaran un�nimemente, contra la
requisitoria de Aguirre Morales. El autor de El Pueblo del Sol
invoca el testimonio de los millares de huacos que han desfilado ante sus
ojos. Y bien. Esos huacos dicen que el arte inkaico fue un arte popular. Y
el mejor documento de la civilizaci�n inkaica es, acaso, su arte. La
cer�mica estilizada sintetista de los indios no puede haber sido producida
por un pueblo grosero y b�rbaro.
James George Frazer -muy distante espiritual y f�sicamente de los
cronistas de la colonia-, escribe: "Remontando el curso de la historia, se
encontrar� que no es por un puro accidente que los primeros grandes pasos
hacia la civilizaci�n han sido hechos bajo gobiernos desp�ticos y
teocr�ticos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de M�xico, del
Per�, pa�ses en todos los cuales el jefe supremo exig�a y obten�a la
obediencia servil de sus s�bditos por su doble car�cter de rey y de dios.
Ser�a apenas una exageraci�n decir que en esa �poca lejana el despotismo
es el m�s grande amigo de la humanidad y por paradojal que esto parezca,
de la libertad. Pues despu�s de todo, hay m�s libertad, en el mejor
sentido de la palabra -libertad de pensar nuestros pensamientos y de
modelar nuestros destinos-, bajo el despotismo m�s absoluto y la tiran�a
m�s opresora que bajo la aparente libertad de la vida salvaje, en la cual
la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde
r�gido de las costumbres hereditarias" (The Golden Bough, Part. I
).
Aguirre Morales dice que en la sociedad inkaica se desconoc�a el robo por
una simple falta de imaginaci�n para el mal. Pero no se destruye con una
frase de ingenioso humorismo literario un hecho social que prueba,
precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el comunismo inkaico. El
economista franc�s Charles Gide piensa que m�s exacta que la c�lebre
f�rmula de Proudhon, es la siguiente f�rmula: "El robo es la propiedad".
En la sociedad inkaica no exist�a el robo porque no exist�a la propiedad.
O, si se quiere, porque exist�a una organizaci�n socialista de la
propiedad.
Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de
la colonia. Pero es el caso que la teor�a de Aguirre busca amparo,
justamente, en la interpretaci�n, medioeval en su esp�ritu, de esos
cronistas de la forma de distribuci�n de las tierras y de los productos.
Los frutos del suelo no son atesorables. No es veros�mil, por
consiguiente, que las dos terceras partes fuesen acaparadas para el
consumo de los funcionarios y sacerdotes del Imperio. Mucho m�s veros�mil
es que los frutos que se supone reservados para los nobles y el Inka,
estuviesen destinados a constituir los dep�sitos del Estado.
Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y
caracter�stico en un orden socialista.
16. Castro Pozo, Nuestra Comunidad Ind�gena.
17. Ib�d., pp. 16 y 17.
18. Escrito este trabajo, encuentro en el libro de Haya de la Torre Por
la emancipaci�n de la Am�rica Latina, conceptos que coinciden
absolutamente con los m�os sobre la cuesti�n agraria en general y sobre la
comunidad ind�gena en particular. Parti-mos de los mismos puntos de vista,
de manera que es forzoso que nuestras conclusiones sean tambi�n las
mismas.
19. Castro Pozo, ob. citada, pp. 66 y 67.
20. Ib�d., p. 434.
21. Schkaff, ob. citada, p. 188.
22. Castro Pozo, ob. citada, p. 47. El autor tiene observaciones muy
interesantes sobre los elementos espirituales de la econom�a comunitaria.
"La energ�a, perseverancia e inter�s -apunta- con que un comunero siega,
gavilla el trigo o la cebada, quipicha (Quipichar: cargar a
la espalda. Costumbre ind�gena extendida en toda la sierra. Los
cargadores, fleteros y estibadores de la costa, cargan sobre el hombro) y
desfila, a paso ligero, hacia la era alegre, corri�ndole una broma al
compa�ero o sufriendo la del que va detr�s hal�ndole el extremo de la
manta, constituyen una tan honda y decisiva diferencia, comparados con la
desidia, frialdad, laxitud del �nimo y, al parecer, cansancio, con que
prestan sus servicios los yanaconas, en id�nticos trabajos u otros de la
misma naturaleza; que a primera vista salta el abismo que diversifica el
valor de ambos estados psico-f�sicos, y la primera interrogaci�n que se
insin�a al esp�ritu, es la de �qu� influencia ejerce en el proceso del
trabajo su objetivaci�n y finalidad concreta e inmediata?"
23. Sorel, que tanta atenci�n ha dedicado a los conceptos de Proudhon y Le
Play sobre el rol de la familia en la estructura y el esp�ritu de la
sociedad, ha considerado con buida y sagaz penetraci�n "la parte
espiritual del medio econ�mico". Si algo ha echado de menos en Marx, ha
sido un insuficiente esp�ritu jur�dico, aunque haya convenido en que este
aspecto de la producci�n no escapaba al dial�ctico de Tr�veris. "Se sabe
-escribe en su Introduction a l'economie moderne- que la
observaci�n de las costumbres de las familias de la plana sajona
impresion� mucho a Le Play en el comienzo de sus viajes y ejerci� una
influencia decisiva sobre su pensamiento. Me he preguntado si Marx no
hab�a pensado en estas antiguas costumbres cuando ha acusado al
capitalismo de hacer del proletario un hombre sin familia". Con relaci�n a
las observaciones de Castro Pozo, quiero recordar otro concepto de Sorel:
"El trabajo depende, en muy vasta medida, de los sentimientos que
experimentan los obreros ante su tarea".
24. Schkaff, ob. citada, p. 135.
25. No hay que olvidar, por lo que toca a los braceros serranos, el efecto extenuan-te de la costa c�lida e insalubre en el organismo del indio de la
sierra, presa segura del paludismo, que lo amenaza y predispone a la
tuberculosis. Tampoco hay que olvidar el profundo apego del indio a sus
lares y a su naturaleza. En la costa se siente un exiliado, un mitimae.
26. Una de las constataciones m�s importantes a que este t�pico conduce es
la de la �ntima solidaridad de nuestro problema agrario con nuestro
problema demogr�fico. La concentraci�n de las tierras en manos de los
gamonales constituye un freno, un c�ncer de la demograf�a nacional. S�lo
cuando se haya roto esa traba del progreso peruano, se habr� adoptado
realmente el principio sudamericano: "Gobernar es poblar".
27. El proyecto concebido por el Gobierno con el objeto de crear la
peque�a propiedad agraria se inspira en el criterio econ�mico liberal y
capitalista. En la costa su aplicaci�n, subordinada a la expropiaci�n de fundos y a la irrigaci�n de tierras eriazas, puede corresponder a�n a
posibilidades m�s o menos amplias de colonizaci�n. En la sierra sus
efectos ser�an mucho m�s restringidos y dudosos. Como todas las tentativas
de dotaci�n de tierras que registra nuestra historia republicana, se
caracteriza por su prescindencia del valor social de la "comunidad" y por
su timidez ante el latifundista cuyos intereses salvaguarda con expresivo
celo. Estableciendo el pago de la parcela al contado o en 20 anualidades,
resulta inaplicable en las regiones de sierra donde no existe todav�a una
econom�a comercial monetaria. El pago, en estos casos, deber�a ser
estipulado no en dinero sino en productos. El sistema del Estado de
adquirir fundos para repartirlos entre los indios manifiesta un extremado
miramiento por los latifundistas, a los cuales ofrece la ocasi�n de vender
fundos poco productivos o mal explotados, en condiciones ventajosas.
28. Schkaff, ob. citada, pp. 133, 134 y 135.
29. Francisco Ponce de Le�n, Sistemas de arrendamiento de terrenos de
cultivo en el departamento del Cuzco y el problema de la tierra.
30. Los experimentos recientemente practicados, en distintos puntos de la
costa por la Comisi�n Impulsora del Cultivo del Trigo, han tenido, seg�n
se anuncia, �xito satisfactorio. Se ha obtenido apreciables rendimientos
de la variedad "Kappli Emmer" -inmune a la "roya"-, aun en las "lomas".
31. Herriot, Cr�er.
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